El sacrificio
La forma en la que mi hermana corre me deja boquiabierta. Creía que la fuerza y la velocidad sobrehumanas eran parte de un sueño, pero me equivocaba. No sé cómo puede avanzar conmigo a cuestas sin agotarse. La expresión de su rostro no deja ver emociones, pero puedo percibir su miedo. De alguna manera sé que ella no está bien. Pese a que tengo mil preguntas en la cabeza, no pronuncio ninguna. Algo me dice que necesita silencio para poder mantenerse entera.
Tras algunos minutos de avanzar a través de las calles en línea recta, Camila dobla en una esquina. Un callejón muy angosto y oscuro nos recibe. Sus pasos resuenan por todo el lugar. Este sitio tiene algo que me resulta conocido, pero no sabría decir de qué se trata. Trago saliva con dificultad y mi pulso se acelera. El aire de pronto se siente como niebla densa y mohosa. Contengo las ganas de estornudar, así que mis ojos empiezan a lagrimear. Se me eriza la piel y me pongo en alerta.
Cuando llegamos al final de la callejuela, nos topamos con un muro alto. ¿Se habrá confundido de sitio mi hermana? Eso creo, pues no es posible pasar por aquí. Pero ella, una vez más, me sorprende. Coloca su palma izquierda sobre la pared. En pocos segundos, los bordes de una puerta pequeña aparecen. Son casi invisibles. Sin vacilación alguna, mi hermana le da un fuerte empujón y la puerta se abre. Cruzamos el umbral de inmediato. Ella se asegura de cerrar bien antes de avanzar.
Adonde sea que hayamos entrado, no puedo ver nada de nada. No hay luces de ninguna clase, tampoco se percibe movimiento. Ni siquiera estoy segura de que tengamos suficiente oxígeno aquí dentro. Si el callejón me parecía asfixiante, la sensación opresiva es mil veces peor aquí dentro. No solo huele a moho, sino a tierra mojada y a algo más que no sé identificar. Las ganas de vomitar casi me vencen, pero lucho por no ceder. Debo estar en la mejor condición posible.
La respiración agitada de Camila me pone de los nervios. Es el único ruido que oigo reverberando por acá. Con mis manos puedo sentir las palpitaciones rápidas en todo su cuerpo. ¿En dónde tendrá ella los dos corazones restantes? Solo espero que el monstruo no se haya enterado de ese detalle. Sacudo la cabeza para apartar las imágenes de los grotescos ataques del Descorazonador. Lo último que necesito en este instante son recuerdos de mis pesadillas.
Después de lo que a mí me parece una eternidad, una tenue chispa de luz se asoma en el camino. Mi hermana se desplaza deprisa hacia el punto justo antes de que este se desvanezca. Levanta los brazos y comienza a palpar la pared con sumo cuidado. Tras unos segundos de búsqueda, se detiene y tira de algo. No sé qué es, pero se escucha el sonido de una pieza pesada girando. Sin dudarlo, Camila la sujeta con ambas manos y se impulsa hacia arriba. No tardo en comprender que son peldaños lo que ella sostiene. Estamos ascendiendo ahora.
Si fuera claustrofóbica, probablemente estaría sufriendo un espantoso ataque de pánico. Las escaleras están colocadas entre muros tan estrechos que mi espalda y mis brazos chocan contra ellos. No entiendo cómo puede mi hermana moverse junto conmigo en un lugar así de angosto. Por momentos tengo la sensación de que el espacio se va reduciendo a medida que avanzamos. ¡Moriremos aplastadas por las paredes! Aprieto los dientes y cierro los ojos, regañándome mentalmente... ¡Basta! ¡Mi histeria no ayuda en nada! Tengo que ser valiente, aunque sea solo por hoy.
Una repentina corriente de aire frío golpea mi cara. La temperatura del viento es tan baja que me produce dolor en las orejas y las mejillas. Mi nariz podría caerse de un pronto a otro. Comienzo a tiritar de pies a cabeza, mis dientes castañetean. Si bien nunca he estado en zonas polares, estoy segura de que esta temperatura debe ser muy similar a la del Ártico. ¿¡En dónde rayos estamos!? ¿¡Por qué Camila no me dice nada!? Su largo silencio es lo más desesperante de todo. Primero me saturó con un millón de datos que sigo sin entender para luego callarse. ¿¡Qué pretende!? Si la idea era provocarme un derrame cerebral por sobrecarga, casi lo logra.
Mis brazos y piernas están agarrotados. Mantenerme aferrada a mi hermana no es sencillo cuando los músculos vagamente me responden. El calor de mi cuerpo está a un diminuto paso de esfumarse. ¡No, no quiero volver a desmayarme! ¡Maldita sea! Ya estoy harta de perder partes importantes de mi vida porque mi estúpido cerebro decide irse a dormir cuando hay peligro. Me clavo las uñas en las palmas y me muerdo la punta de la lengua. Quizá el dolor me ayude a mantenerme despierta.
El movimiento rítmico de Camila al subir los escalones cesa de pronto. La estrechez, la oscuridad y el frío son reemplazados por luz, calor y amplitud. La débil iluminación blanquecina me muestra un paisaje solitario. No hay señales de vida, no veo objetos siquiera, solo un gran espacio vacío. El abrupto cambio de temperatura me marea. Es como si estuviera bajo el sol a mediodía en pleno desierto. Pese a ello, no aflojo el agarre de mis extremidades. Pase lo que pase, no voy a soltar a mi hermana.
—Samara, ¿confías en mí?
La inesperada pregunta de Camila me descoloca. Su voz suena rota, nerviosa, igual que la de una persona moribunda. Se muerde el labio inferior para disimular el temblor de su quijada. Parece un animal herido y temeroso. Quisiera gritarle que sí confío en ella solo para borrar el dolor de su cara, pero no puedo. ¿Cómo podría confiar en alguien que me mantuvo a ciegas durante años? Sabía quién era yo, lo que me habían hecho y de lo que era capaz. Conocía mi naturaleza y la suya, pero ni siquiera intentó darme una mísera pista. ¿De verdad quería protegerme de Eloísa? ¿Cómo sabré que no planea entregarme al Descorazonador?
—Sami, necesito que respondas. No podemos seguir si no me contestas.
Un nudo se forma en mi garganta. El tono lastimero de ella me produce deseos de llorar. Inhalo hondo para después exhalar despacio. Aprieto los párpados mientras los músculos de mi vientre se tensan. Debería decirle la verdad, pero sé que no es un buen momento para confesar que no me fío de ella. Tal vez estoy portándome como una chiquilla inmadura. Quizás la estoy juzgando mal. Trago saliva y con esta se va mi orgullo también. Una vez más, elijo creer en ella. Aunque tenga razones para sospechar, no puedo ignorar el cariño por mi hermana. Merece tener el beneficio de la duda.
—Sí, confío en ti.
Mi voz suena igual de quebrada que la de Camila. Al escuchar mi respuesta, sonríe. Pone su mano sobre la mía y la aprieta con ternura. Ese simple roce provoca que se me escape una lágrima. Antes de que el temor vuelva a dominarme, estiro el cuello y le doy un diminuto beso en la mejilla. Su boca se abre de par en par y libera un jadeo de sorpresa. No me pasa desapercibido lo difícil que le resulta tragar después de lo sucedido.
—Sin importar qué nos pase, nunca olvides que te quiero...
Antes de que pueda reaccionar a sus palabras, mi hermana da tres pasos al frente. Sus pies se hunden en el suelo, seguidos de cerca por el resto de su cuerpo y por el mío. En menos de lo que tarda un parpadeo, comenzamos a caer en picada. Mis esfuerzos por controlarme se van al carajo. Grito a todo pulmón mientras aprieto el torso de Camila con ímpetu. La velocidad a la que descendemos es demencial. No sabría decir si lo que veo a nuestro alrededor son nubes, pero lo parecen. ¿¡Desde qué altura estamos cayendo!?
Mis ojos arden, mis oídos están tapados, se me eriza el vello, me cuesta respirar... ¡Que esta mierda se acabe ya! No me importa si esta vez Camila no me salva y me hago papilla contra el suelo. Solo quiero un instante de paz. No doy más, ya no aguanto, todo esto es demasiado para mí... La escasa fuerza que tenía antes de que cayéramos se extingue. Mis músculos se rinden en sincronía. Dejo de sostener el torso de mi hermana y me entrego al vacío.
Mi cuerpo es una pluma solitaria vagando en la nada. No existe diferencia alguna entre el cielo y el suelo. Solo percibo desolación dentro y fuera de mí. Soy un cascarón que flota sin rumbo. Mi estómago está revuelto, las náuseas aumentan hasta el punto de no retorno. Percibo el sabor ácido del vómito subiendo por mi garganta. Abro la boca y expulso los deshechos. Parte de mi cara y de mi cabello se mojan. Mi lengua se pega al paladar retorciéndose de asco por el regusto ácido. Mi cabeza duele, también mi estómago, mis rodillas, ¡todo! No queda nada exento de sufrimiento en mi organismo.
¿¡Por qué sigo cayendo!? Debería haber llegado al suelo desde hace mucho. ¿Por cuánto tiempo más tengo que soportar esto? Presiono mis sienes con las palmas. ¡Estoy ardiendo de fiebre! La ropa se me pega a la piel por el exceso de sudor. La mezcla de frío y calor que me invade desorienta mis sentidos. Como si me hicieran falta malestares, la marca del clan empieza a picarme. Intento aliviar la comezón usando la otra mano, pero cuanto más me rasco, más molesto se vuelve el picor. Dejo salir un nuevo grito de desesperación. ¡Estoy harta de existir!
Me permito llorar a lágrima viva. Decenas de quejidos y maldiciones reprimidos salen disparados. Pataleo y doy manotazos al aire, vocifero, me retuerzo y aúllo sin pena. El agotamiento termina por vencerme. Mi cuerpo se afloja por completo y sé que mi mente está próxima a desconectarse también. Cuando el alivio de la inconsciencia toca a las puertas de mis neuronas, la marca en mi mano destella. El aire a mi alrededor va ganando densidad a un ritmo veloz. En pocos segundos, este se convierte en una masa transparente y gelatinosa que me envuelve.
—Camila, ¿en dónde estás? Cami, ayúdame, por favor...
Mi voz sale a un volumen tan bajo que ni yo misma puedo oírla. Me duele la piel, me duelen los huesos, me duelen las vísceras, me duele el alma... ¡Necesito morir! ¿¡Qué mierda es lo que esperan de mí!? No puedo moverme, no comprendo qué está pasando. Solo soy un estúpido fallo que nunca debió seguir respirando. ¿Por qué no me desechan de una vez? No sé si la humedad que siento en mi cara es por el llanto o por los restos del vómito. Así de patética soy.
Cierro los ojos e intento vaciar la mente. Ansío con cada fibra de mi corazón que alguien me arranque la memoria o la vida, lo que sea más sencillo. En ese momento, percibo palpitaciones en los dedos de ambas manos. Al inicio son suaves, pero poco a poco aumenta la potencia de estas. El hormigueo que siento se vuelve intenso en cuestión de segundos. ¿Qué me está sucediendo ahora? Solo puedo saberlo si abro los ojos, así que lo hago. No tengo fuerzas para levantar la cabeza. Solo giro el cuello para darle un vistazo a mis manos. Mi quijada cae al instante. ¡Mis uñas son enormes! A excepción del color, son idénticas a las garras de un águila arpía.
El temor y la curiosidad que esto me genera son más grandes que mis ganas de morir. Pese al agotamiento, trato de levantarme, pero mis extremidades se rehúsan a colaborar. Resoplo, frustrada. ¿Alguna vez tendré verdadero control sobre mi propio cuerpo? Quiera o no, lo único que puedo hacer justo ahora es esperar. Si el Descorazonador me encuentra antes que mi hermana, será bienvenido. Lo que más deseo es ser hallada. La idea de pelear a muerte no me parece tan terrible como la de quedarme a solas con mis pensamientos oscuros.
—Samara, despierta... Sami, ¿me oyes?
La voz de Camila llega a mí como un eco remoto. Miro hacia los lados una y otra vez, pero no logro localizarla. La luz blanquecina alumbra la masa que me envuelve y eso es todo lo que veo.
—¡Estoy aquí!
En mi cabeza, esa pregunta se escucharía como una exclamación a gritos, pero mis oídos la perciben como un susurro ahogado. Mi respiración se acelera por el gran esfuerzo que hablar me representa, pero no me rindo.
—¿Puedes verme, Cami? ¡Por favor, ven! ¡Ayúdame!
—¡Aguanta solo un poco más!
Escuchar a mi hermana me llena de adrenalina. Vuelvo a intentar incorporarme, pero fracaso enseguida. Mis músculos están entumecidos. Si alguien me colocara en posición erguida, estoy segura de que no podría aguantar mi propio peso. Aun así, hago otro intento por moverme. Las palpitaciones y la quemazón en mis miembros son abrumadoras, pero esta vez logro colocarme de medio lado. Me detengo para recobrar el aliento. Estoy mareada.
Todo en mí chilla para que desista. Sin embargo, la terquedad me acompaña desde que nací. Cuando tengo una motivación para conseguir algo, por ínfima que sea dicha motivación, no existe nada ni nadie que me pare. Ahora que sé que mi hermana está cerca, estoy decidida a reunirme con ella a como dé lugar. Después de librar otra batalla contra el agotamiento, logro sentarme. Si no me muero de cansancio en la próxima hora, quizás pueda ponerme de pie.
—Samara, ¿en dónde estás?
El llamado de Camila deja de ser lejano. Su voz se escucha fuerte y clara, como si ella estuviera a menos de cincuenta metros de mí. Muevo el cuello y los ojos en todas direcciones, buscándola con desesperación. Mi corazón late desbocado ante la posibilidad de abrazarla otra vez.
—¡Sigo aquí, Cami! ¡Mírame!
—¡Ya te veo, Sami! ¡No te muevas!
Casi podría jurar que escucho sus pasos aproximándose, así que me doy vuelta y extiendo los brazos para recibirla. La ilusión que siento al ver su cara de nuevo se hace añicos en segundos. En cuanto observo su vientre bajo, se me escapa un alarido. De este sobresale una mano ensangrentada que sujeta un trozo de carne palpitante. El río de sangre que fluye desde sus entrañas me salpica. Su rostro contraído de dolor y el terror en su mirada se graban a fuego en mi memoria.
Su boca se mueve, pero no hay voz alguna que acompañe el gesto. En sus labios distingo la palabra «huye», justo antes de que otra mano emerja desde su pulmón derecho. Otro órgano suyo late entre las garras huesudas que lo sostienen. Junto al bramido furibundo de la criatura, la absoluta vacuidad se apodera de las pupilas de Camila. La chispa vital en ella desaparece mientras la bestia se carcajea. Encoge los brazos y tira el cuerpo a un lado. Comienza a comerse los corazones frente a mí. En ese instante, la tristeza, la rabia y el sufrimiento forman un huracán en mi interior. Una a una, mis emociones se agolpan en mi pecho y estallan en un alarido.
—¡No!
Ver a mi hermana morir de forma definitiva extirpa el último vestigio de cordura que me quedaba. De entre el caos de sentimientos que estoy experimentando, la ira predomina con creces. Derramo lágrimas cargadas de odio. El Descorazonador me arrebató mi humanidad desde que fui concebida. Se llevó consigo a miles de inocentes. Apagó la vida de la única persona que me importaba.
—¡Vas a morir aquí y ahora, escoria! Si tengo que irme al infierno para destruirte, lo haré, ¡te arrastraré conmigo!
La marca en mi mano derecha brilla como el sol. El mar de energía que percibo recorriéndome deshace los males que antes me inmovilizaron. Sin pensarlo dos veces, me abalanzo sobre la criatura. Cuando nuestros cuerpos chocan, la masa gelatinosa se desvanece. No hay nada más que luz blanca a nuestro alrededor. No me detengo a analizar nada, sino que golpeo al Descorazonador usando mis brazos y mis piernas. Clavo mis largas uñas en su carne repetidas veces. Una baba negra emerge de las heridas, pero no se queja, sino que me ataca de la misma forma brutal en que yo lo estoy haciendo.
Pese a que me propina puñetazos, patadas, arañazos y mordiscos, no percibo dolor. Mi ropa es un lienzo sangriento, mi cabellera destila fluidos corporales de ambos. En mis ojos se cuelan gotas de saliva con sudor y sangre, pero no me arden. Al contrario, cuanto más violentas son las embestidas que doy y recibo, mejor me siento. Destruir y ser destruida me suma vitalidad en lugar de arrebatármela. No obstante, por más que trato de asestar un golpe en el corazón del monstruo, no lo consigo. Ni siquiera puedo aproximarme al área. Y lo mismo ocurre en su caso. Nos destrozamos sin piedad, pero no ninguno de los dos consigue matar al otro.
Un extraño sonido interrumpe nuestra batalla. El ruido es tan potente que me hace doler los tímpanos. La superficie carente de color bajo nuestros pies empieza a resquebrajarse. Una grieta enorme divide el terreno, dejándome de pie a un lado de la hendidura y al Descorazonador del lado opuesto. Nos miramos a los ojos con desprecio antes de que sea yo quien salte para reanudar nuestra pelea. Mis garras apuntan directo a su pecho. Por la rapidez y la fuerza con la que me muevo, no habría manera de que me esquive. Sin embargo, lo hace. Hay algo que me impide infligir daño mortal en la criatura, pero no alcanzo a entender qué es.
—Samara...
La voz de Camila vuelve a escucharse a la lejanía. De reojo observo su cuerpo inmóvil y sé que no puede ser ella. Está muerta, es imposible que me hable. Aun así, oír su voz me destroza el alma. No he podido acercarme a mi hermana para despedirme. Es probable que sea la tristeza lo que me provoca alucinaciones.
—Sami...
Sigo luchando sin descanso. Ya no hay más espacio en mí que no esté empapado en sangre. La criatura me hiere y yo la hiero de vuelta. Ya perdí la cuenta de las veces que la he traspasado con mis uñas. Juntos construimos una laguna que tiñe de rojo todo a su paso. Pero, sin importar cuánto la lastime, nada calma mi sed de venganza. Su agresividad tampoco disminuye. Somos dos seres henchidos de rencor que no pueden arrancarse la vida el uno al otro por más que se empecinen.
—Tu corazón y el suyo son uno solo...
Percibo el susurro de Camila muy cerca de mi oído. ¿A qué se refiere con eso? Tengo sangre de monstruo, mas no su corazón, ¿o sí? No entiendo qué mierda pasa dentro de mi mente. ¿Por qué escucho la voz de alguien que ya no vive? El dolor ha de estar jugándome malas pasadas.
—Entrega tu corazón y el suyo te será entregado...
Mis latidos se disparan al recibir ese mensaje. La marca de mi mano se siente muy caliente. El resplandor del símbolo inunda también mi pecho. Un repentino impulso se apodera de mí. Quiero unir ambas fuentes de luz. Siento una rara atracción entre mi palma y mi torso, como si hubiese un poderoso imán guiando los movimientos. Conforme más cerca está la marca de mi corazón, mayor es el horror plasmado en el semblante del Descorazonador. Una sonrisa cuelga de mis labios al comprender lo que debo hacer. Por mi hermana y por mí, clavo con rabia mis garras justo en donde late mi corazón.
—Resiste, Sami...
El sobrenombre cariñoso en la voz de Camila es la última palabra que oigo antes de enterrar las uñas en mi músculo cardíaco. Pese al insoportable dolor que me invade, rodeo el órgano con los dedos y tiro de él. En la cara de la criatura distingo claros síntomas de agonía. Sus ojos están al borde de salirse de las cuencas. Aprieto la mandíbula al tiempo que presiono mi corazón hasta hacerlo estallar contra mi palma. El oxígeno se me acaba y mi cuerpo se retuerce de dolor. La llama de la vida se apaga en el Descorazonador y en mí a la vez...
♥ ♥ ♥ ♥
El llanto de una niña recién nacida se convierte en el sonido predominante en una habitación de hospital. La joven madre extiende los brazos para recibir a la pequeña. La mira con infinita ternura mientras la cubre de besos para calmarla. Desliza los dedos por la extraña cicatriz rojiza que atraviesa el pecho de su hijita. Frunce el ceño, pensativa. Por alguna razón que no logra explicar, la mujer tiene la sensación de haber visto esa marca antes. Sacude la cabeza y sonríe. Opta por ignorar aquello. Al fin y al cabo, su bebé está sana y salva después de un parto en el que casi perdieron la vida las dos.
—¿Cómo se va a llamar la niña? —pregunta la enfermera.
—Samara —contesta la parturienta.
—Es un nombre muy bonito.
—Gracias.
La madre esboza una sonrisa de satisfacción. Cuando la asistente médica se retira, la mujer extiende la palma izquierda. La marca curva de nacimiento que lleva en la mano es del mismo color que la de su hija.
—Tal vez tú y yo fuimos guerreras en otra vida. Igual que en esta, peleamos contra la muerte y la vencimos. Nada puede derrotarnos, Sami.
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