Delirios nocturnos

Grito a todo pulmón al sentir una fría punzada en el pecho, como me sucede cada noche desde hace un mes. Abro los ojos de golpe y muevo el cuello hacia todas partes, esperando hallar a quien me lastimó. Porque sí, tiene que haber un culpable. La sensación al recibir una puñalada es inconfundible. Palpo mi tórax a tientas, pero no percibo humedad en él. No estoy sangrando al menos, pero siento que algo me destrozó las venas por dentro. ¿Estaré sufriendo de una hemorragia interna? Tal vez estoy confundida y lo que me dieron fue un puñetazo.

Me pesa la cabeza, me duele el brazo izquierdo y respiro con dificultad. Miro hacia ambos lados de mi cama, pero no hay nadie cerca de mí. Enciendo la luz de la mesita de noche para ver con mayor claridad. Mi habitación está vacía y quieta, como es usual a las tres de la madrugada en la casa de una chica que vive sola. Y justamente por no tener compañía alguna es más sencillo que un extraño irrumpa en mi habitación para hacerme daño.

Estoy segura de que alguien estuvo aquí hace apenas unos segundos. No es una simple conjetura, es más bien una rara certeza. Mi cuerpo lo siente en cada músculo torturado por este insoportable dolor que me acompaña tras cada pesadilla. O al menos eso es lo que supongo. Las atrocidades que presencio todas las noches antes de despertar no son más que eso, pesadillas. Me aferro a la idea de que lo son. Me dan escalofríos de solo pensar en que lo mío pudiera ser esquizofrenia.

Me levanto de la cama y empiezo a caminar hacia el baño. Necesito enjuagarme la cara, pues estoy empapada en sudor. Doy un par de pasos torpes y caigo de rodillas en el piso. Me falta el aire, tengo arcadas y todo da vueltas a mi alrededor. ¡Dios, no quiero acabar encerrada en un hospital! ¡Los detesto con todo mi ser! Cierro los ojos y me concentro en llevarles oxígeno a mis pobres pulmones. Durante varios segundos, tengo la impresión de que mi corazón ya no late más, lo cual carece de sentido, ¿verdad? Nadie puede seguir en pie si su músculo cardíaco se muere.

Rezo en silencio para se me pase esta horrorosa sensación. Un ataque de pánico es lo último que necesito en estos momentos. Me quedó inmóvil, con la mente en blanco. Respiro hondo, solo respiro. Cuando el mareo por fin disminuye y las náuseas pierden intensidad, intento ponerme de pie. Me muevo de forma tal que parezco una bebé aprendiendo a dar sus primeros pasos. Avanzo despacio mientras me apoyo en la pared. No vaya a ser que tropiece, me caiga como un tronco recién talado y me golpee la cabeza tan fuerte que pierda el conocimiento... o la vida. Maldita sea, eso sonó demasiado pesimista y dramático.

Pero es que una tragedia es algo que puede sucederle a cualquiera sin previo aviso. Los seres humanos somos mucho más frágiles de lo que nos gusta admitir. Casi todo el mundo odia hablar acerca de la muerte. Hay quienes incluso se ofenden si la mencionas. ¡Ja! Como si obviar un determinado tema lo hiciera menos real o evitara que exista. La muerte nos respira en la nuca desde antes de abandonar el vientre de nuestras madres. Entonces... ¡Ya basta! ¿¡Por qué mi mente no me deja en paz ni siquiera cuando me siento como un montoncito de mierda!? ¡Me duele hasta el pelo, carajo! Y mis estúpidos monólogos no me ayudan a calmarme.

Inhalo una larga bocanada de aire y la suelto despacio. Voy contando en voz alta los pasos que doy para así apartar los pensamientos oscuros. Me clavo las uñas en las manos y aprieto los dientes. Me falta poco para llegar al cuarto de baño. Quizás el agua fría aplaque mis ganas de arrancarme la piel. Me siento sucia. Pero no se trata de esa suciedad que se quita fácilmente con agua y jabón. Lo que siento trasciende el exterior. Me siento podrida por dentro, como si fuera una alimaña. Todas las madrugadas se repite el ciclo de sufrimiento y repulsión hacia mí misma.

Al llegar al baño, trato de pulsar el interruptor de la luz con el dedo índice. Para mi desgracia, está agarrotado, al igual que el resto de la mano. Es imposible cambiarlo de posición justo ahora. No me queda otra opción que presionar el botón con todo el puño. A duras penas logro impulsar el brazo hacia arriba. La sensación de hormigueo es casi insoportable. Creo que podría caérseme descompuesto de un pronto a otro. ¿Será que me transformé en un zombi y no me he dado cuenta?

Justo antes de completar la titánica tarea de iluminar la estancia, agacho la cabeza y cierro los ojos. Las luces fuertes repentinas me lastiman mucho la vista. Eso sería bastante normal, pero, para mí, la incomodidad no se termina ahí. Una nube rojiza que titila de forma intermitente se queda en mis pupilas durante horas si no tengo suficiente cuidado. Es como si me colocara los lentes de Cíclope, el de los X-Men. Eso definitivamente no es normal.

Después de un par de minutos, despego los párpados con parsimonia. El bombillo amarillento en mitad del techo alumbra mi figura, pero cada día la reconozco menos. Estoy mirando mi reflejo en el espejo y no doy crédito a lo que observo. Mi piel ya no es morena, sino blanca. Parece engomada, pues mi cabello se pega a ella como una cortina grasienta. Luzco demacrada. Ni siquiera identifico mis rasgos en esa mujer extraña que me mira con odio. Sus ojos están inyectados de sangre. Parezco una persona totalmente distinta.

—¿¡Quién eres tú y que hiciste con Samara!? ¡Devuélveme mi cara, idiota!

Rio sin un ápice de alegría. En serio debo estar perdiendo la cordura. ¿Quién, en su sano juicio, se pone a discutir con un producto de su imaginación? Estar en esta situación me da tristeza y rabia a la vez. No puedo permitir que esa chica flacucha que pretende suplantarme gane la batalla. Necesito defenderme de alguna manera. Presa de la ira, no me detengo a pensar en el castigo que me infligiré. Doy rienda suelta a mis impulsos y le propino un fuerte golpe al cristal.

Mis pobres nudillos se revientan y manchan de rojo los fragmentos. El ardor que experimento es inmenso, pero dejo de pensar en él en cuanto bajo la vista. Nada podría haberme preparado para lo que está sucediendo. Los pedazos del espejo sobre el piso me muestran un escenario completamente distinto del que deberían. Ya no es un reflejo de mí o del baño lo que contemplo allí, sino una secuencia de imágenes en movimiento. Parece una película a todo color en el interior del vidrio.

En vez de alejarme despavorida, tal como lo haría una persona con un mínimo de sentido común, permanezco anclada al sitio. Soy muy valiente o muy estúpida, pues me acuclillo frente a los fragmentos para tener una mejor vista del fenómeno. Con gran dificultad, distingo la silueta de una chica a quien están empujando contra un muro. Pese a lo sombrío de la atmósfera que la rodea, su cara me resulta familiar. Me acerco todavía más al espejo para mirarla con detenimiento. La muchacha está forcejeando contra alguien más, pero no puedo distinguir a la otra persona. Es como si estuviera viéndolo todo a través de los ojos del atacante.

Un repentino haz de luz destella en el rostro de la mujer. En ese instante se me cae el alma a los pies. No es cualquier chica la que está allí. Es mi hermana menor. Veo los músculos de su cara contraídos por el miedo. Tiene la boca abierta. De seguro está gritando, pero no puedo escucharla. Se me escapa un quejido cuando deja de resistirse. Una mano del agresor la sujeta del cuello, mientras la otra se posiciona encima de su pecho. Sus uñas parecen hundirse en la piel de ella.

—¡Suéltala, malnacido! —exclamo a voz en cuello.

Un espantoso temblor se apodera de mí cuando presencio la siguiente maniobra. El delincuente despedaza el torso de Camila. Sus dedos se clavan y se retuercen dentro de ella sin piedad. La sangre brota en abundancia desde el enorme hoyo en su cuerpo mientras poco a poco deja de moverse. El agresor no para de destrozarla hasta que toma su corazón aún palpitante. El trozo de carne reposa entre sus dedos huesudos por unos segundos para luego ser comido sin miramientos.

Un alarido ensordecedor escapa de mí. Se me nubla la vista por culpa del llanto y me sostengo las sienes con todas mis fuerzas. «Esto no puede ser real, no, no lo es. Es otra de mis pesadillas, lo sé, es solo un sueño horrible. Sigo dormida», susurro para mis adentros con los ojos cerrados. No sé cuánto tiempo pasa mientras sigo repitiéndome esas frases hasta convencerme de que son ciertas. Cuando por fin reúno el valor para mirar los cristales una vez más, no los encuentro en el suelo.

Levanto la cabeza y veo el espejo intacto sobre el lavabo, en donde suele estar. No hay fisuras en el vidrio. Tampoco encuentro señales de mi sangre sobre él. Levanto mi puño para revisarlo y no hay ningún corte en él. Al examinar mi reflejo, vuelvo a ser la misma muchacha morena de antes. Mi pelo castaño ya no se ve como un montón de hebras aplastadas por el sudor. Vuelvo a ser yo.

Lejos de calmarme, corro hacia mi habitación para tomar mi móvil. Marco el número de Camila de inmediato. Empieza a timbrar poco después. Escucho uno, dos y hasta treinta timbrazos, pero no obtengo respuesta. «Debe estar durmiendo, sí. No va a contestarme una llamada a esta hora». A pesar de ello, vuelvo a marcar. Lo intento diez veces antes de darme por vencida. No hay forma de contactar a mi hermana así. Entonces, decido llamar a mi madre. Si lo que vi no fue real, entonces ella puede ir al cuarto de Camila para verificar que se encuentra allí, sana y salva.

Estoy temblando mientras escuchó el tono de llamada. Puede que tampoco logre nada ahora. Tal vez me toque esperar hasta que amanezca para probar suerte. Pasa cerca de un minuto en el que se me revuelve el estómago y me tenso por completo. Para mi sorpresa, recibo respuesta. Sin embargo, no hay un saludo, ni siquiera un regaño por estar molestando a estas horas. Oigo la voz quebrada de mamá al otro lado de la línea. No entiendo bien lo que me está diciendo al principio, pero no hace falta. Mis esperanzas se suicidan cuando la oigo llorar desconsolada.

—Cami ya no está, ay, nos la mataron... —afirma convencida entre sollozos.

—¿¡Qué!? No, no, no, no... Mamá, ¿qué estás diciendo? ¿Camila no está contigo en la casa? Mi hermana no sale de madrugada —digo con un hilo de voz.

—Cami se nos fue, Samara. Nos la quitaron —responde ella en tono amargo.

Niego con la cabeza. Empiezo a caminar de un lado a otro sin ton ni son. No puedo, o más bien, no quiero creer en las palabras de mi mamá. Tiene que ser un error.

—¿Por qué piensas que la mataron? ¿La viste tú misma?

—Me avisaron de la policía que unos vecinos la encontraron. Su cuerpo estaba abandonado en un callejón. Era su cara, Samara. Era ella. La descuartizaron...

—Pero ¿por qué? ¿¡Quién haría algo así!? ¡Camila era inocente! ¡No puede ser!

—Fue el Descorazonador, estoy segura.

—¿Cómo? ¿Sabes quién la mató? ¡Pon la denuncia ya mismo! ¿¡Qué esperas!?

—No serviría de nada denunciarlo. Al Descorazonador nadie lo conoce. Quienes ven a esa criatura despiadada, se mueren. Él mata y se come los corazones de la gente para sobrevivir.

—No entiendo nada, mamá. ¿De qué estás hablando? ¡Es una locura!

—Mi abuela me advirtió que me cuidara de él. Creí que solo era una leyenda ridícula. ¡Qué tonta soy! Debí escucharla. Tal vez habría podido salvar a Cami...

—¿¡Te estás escuchando!? ¡Es absurdo lo que dices! ¡Tienes que denunciar al tipo! No me interesa si piensas que es un demonio, un vampiro, un fantasma o lo que sea. ¡Habla con la policía, maldición!

Confundida e incrédula, aviento el teléfono contra una pared. Me dejo caer sobre el colchón, exhausta y devastada. Las lágrimas salen a raudales desde mis ojos y pronto empapan la almohada. Todavía me rehúso a creer que mi hermana fue asesinada a sangre fría. ¿De verdad existe ese tal Descorazonador? No, no lo creo. ¡Son patrañas! Pero, entonces, ¿cómo es posible que yo haya visto a Camila mientras agonizaba? Eso no fue una simple coincidencia. ¡Necesito respuestas! No voy a descansar hasta que se haya hecho justicia por la muerte de ella. Si yo misma tengo que salir a buscar a su asesino para hacerlo pagar, así será.

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