Capítulo 3
Después de que Amanda hubiera despertado, Edward empezó a realizar diversas actividades con ella a lo largo de la semana. A pesar de que tenía ciertos conocimientos básicos, aún no lograba evocar nada de su pasado, es decir, no tenía ningún recuerdo concreto. Edward trataba de enseñarle un par de nimiedades y de mostrarle la situación actual del mundo. La escena se veía como un padre contándole historias a su pequeña hija antes de ir a dormir. La nueva vida de Amanda comenzaba como la de todo infante, aprendiendo lo que necesitaba saber sobre el mundo al lado de un protector —al que los pequeños suelen llamar mamá o papá— que le enseñaba todo aquello. La diferencia era que Amanda no podía llamarle así a Edward puesto que tenían casi la misma edad. Además, las historias que este le contaba eran totalmente reales y demasiado hostiles para que un niño durmiera con tranquilidad.
Guerra, epidemia, muerte, destrucción...
Aunque Amanda ya formaba parte del psiquiátrico, a Edward aún le faltaba confirmar su diagnóstico. Por lo cual, no le comentó nada al respecto.
Al final del día, con una jeringuilla, le inyectó una sustancia de color verde claro. No sabía que era, pero no le hizo ningún efecto en los días posteriores.
Los primeros recuerdos de su nueva vida se basaron en una serie de análisis rutinarios, un cuarto de color gris sin vista al exterior, alimentos con regusto a medicamentos y la presencia de Edward junto a ella.
Pero toda esa rutina cambió el miércoles en la tarde, cuando Edward entró de forma repentina y soltó: —¿Estás lista?
—¿Lista? ¿Para qué?
—Creo que ayer te lo expliqué —murmuró Edward, como si hablara con él mismo—. Hoy es miércoles, es día de terapia colectiva. Lo hacemos una vez a la semana.
Amanda intentaba recordar, pero no logró hacerlo. Edward nunca se lo había dicho.
A lo lejos, una voz llamó el nombre de Edward. Él se disculpó con Amanda y se retiró, estaba un poco exaltado. Amanda comprendió que ella no era la única paciente en todo el lugar, que Edward atendía a muchas personas y eso podía llegar a exasperarle.
Se levantó de la cama y trató de preparase mentalmente a lo que viniese. No conocía nada fuera de las cuatro paredes de su habitación y ninguna voz que no fuese la de Edward, o la suya propia.
Cuando salió, se encontró con una gran multitud caminando por un largo pasillo hacia la misma dirección. Iban hablando los unos con los otros, mientras que Amanda se sentía un poco excluida del círculo social. Simplemente seguía caminando con la cabeza gacha y la vista fija en el suelo siguiendo a todas esas personas. Era tal cual como si fuese su primer día de escuela, entrando a un mundo completamente nuevo, con cierto nerviosismo por ser aceptado. Amanda descubrió que poco a poco su nueva vida empezaba a tomar forma en ese pequeño mundo del sanatorio mental.
Una voz la sacó de sus pensamientos. Amanda alzó la vista y se encontró con una mujer de cabello negro y lacio, facciones suaves y piel blanca. Lucía un poco mayor que ella y notó que guardaban cierto parecido.
—Hola —exclamó—. Eres nueva, ¿cierto? —le preguntó, pero Amanda se negó a responder—. No me tengas miedo, me hace pensar que soy un bicho raro o algo por el estilo— bromeó. Amanda sonrío y dejó que ella se hiciera a su lado— Bueno, déjame presentarme. Mi nombre es Amber Reeve. Como casi todos aquí, tengo esa enfermedad del nombre extraño que no trataré de pronunciar o quedaría en ridículo contigo. —Sonrío—. Tengo 31 años y me gusta hablar, pero creo que eso ya lo notaste.
Amanda río un poco y la vio a los ojos. El interminable pasillo que estaba recorriendo empezó a sentirse menos tenebroso. Amber era bastante agradable.
—Y bien, tú eres...
—Soy Amanda —respondió—, Amanda Warren.
—Lindo nombre —le dijo a modo de halago.
—Gracias. —Al principio, Amanda sonrió, pero luego su semblante se modificó—. Bueno, de hecho no es mío... —aclaró—, no recuerdo mi nombre real, así que me asignaron ese cuando desperté.
—Oh, vaya —exclamó—. ¿Lo elegiste tú?
—En parte —dijo Amanda—, lo escogió mi médico.
—Pues, ¡qué suerte tienes mujer! —exclamó con júbilo— la que está cargo mío solamente va a revisar si aún no he muerto. —Amber puso los ojos y blanco y prosiguió—. Por cierto, ¿quién tiene el placer de tratar a una paciente como tú?
—Se llama Edward —respondió. Al pronunciar su nombre, Amanda sonrió un poco. Sin embargo, la cara de Amber era de completa estupefacción.
—¿Dijiste Edward? —preguntó, incrédula— ¿El de máxima seguridad?
—¿El de qué?
Amber se disculpó mientras llegaban a la zona central del psiquiátrico después de haber bajado las escaleras. A veces entablaba confianza muy rápido con las personas y olvidaba que las acababa de conocer. Amanda no fue la excepción.
—Pues... —trató de explicar—, hasta donde tengo entendido, Edward es el director general de la clínica. —Amanda asintió, eso ya lo sabía—. Y, por ello, él solo se encarga de tratar a los pacientes de máxima seguridad. Los que están realmente mal —dijo y frunció el ceño—. Creo que si te imaginas a una persona atada con cadenas a la pared, gritando todo el día con rabia y desesperación —indicó—, bueno, eso no estaría tan alejado de la realidad.
Una voz que salía de un megáfono pidiendo que se organizarán en grupos interrumpió la conversación. Amanda se sintió extrañada por esa parte del psiquiátrico, la idea de estar allá le atraía, pero a la vez le repugnaba.
Amber llevó a Amanda consigo a una esquina del salón. Este tenía una forma cuadrada y contaba con una mesa metálica en el centro, donde se encontraban varios médicos de pie controlando que nada se saliera de control. Las paredes tenían el mismo tono gris de las habitaciones. Habían varios ductos de aire, pero no había ninguna ventana ni fuente de luz natural.
Amber y Amanda formaron un grupo con otras tres personas —que la primera, al parecer, conocía bastante bien—: un joven apuesto más alto que ella, una anciana de cabello blanco y una mujer que parecía estar pasando por la crisis de los 40.
Amber los saludó y se los presentó a Amanda como Jason, Sarah y Rose; en el mismo orden el que ella los había distinguido al verlos.
—Y amigos, ella es Amanda —expresó Amber con ánimo— es nueva aquí, bueno, técnicamente, y es tratada nada más y nada menos que por el director de la clínica.
Amanda los observó con detenimiento mientras le daban la bienvenida. Jason aparentaba tener unos 20 ó 25 años. Era bastante fuerte y tenía facciones definidas. Tenía una nariz delgada y cejas gruesas que contrastaban bastante bien con su piel blanca, un poco aceitunada. Al encontrase con el mar de sus ojos azules, el joven le sonrío. Amanda tuvo que apartar la mirada.
Por su parte, Sarah la tomó de la mano y la observó con determinada compasión y dulzura. Sus ojos denotaban cansancio, pues el rojo de la córnea se mezclaba con el café oscuro del iris y el negro de la pupila. Debía tener casi 70 años y era mucho más bajita que ella. Su nariz era larga y sus labios delgados, de los cuales salían las arrugas que inundaban el resto de su piel morena. Rose se limitó a saludarla con la mano y darle una sonrisa sincera. Tenía cabello rubio, ojos azules y una piel de color rosado claro, haciendo honor a su nombre. Tenía casi su misma estatura y era un poco robusta, pero aún así, conservaba su figura. En sus dientes se denotaba cierta pigmentación amarilla y las líneas de expresión empezaban a hacerse notorias.
La sesión duró poco más de una hora. Las actividades que les aplicaron estuvieron, más que todo, enfocadas a ver que su cerebro funcionara correctamente: unas cuantas preguntas, un par de rompecabezas y algo de ejercicio grupal. Una vez finalizada, se les dio un pequeño tiempo libre de cinco minutos antes de volver a su habitación. Jason y Rose se despidieron con un gesto rápido y subieron las escaleras al tercer piso. Una enfermera se llevó a Sarah con cuidado y Amanda se quedó a solas con Amber. La curiosidad pudo con ella y, antes de que subiesen las escaleras, Amanda murmuró:
—Oye, Amber. El lugar del que me hablaste, el de máxima seguridad. ¿En dónde está?
—En el sótano —respondió— ¿Por qué?
El brillo de la fascinación asomó en sus ojos ante la sensación de conocer aquel lugar macabro.
—¿No te gustaría ir?
—Ni loca. —Amber cayó en cuenta de lo que había dicho y comenzó a reír—. Bueno, como sea, no lo haré.
—Vamos Amber, ¿No te gustaría cambiar un poco la rutina? —preguntó Amanda mientras le guiñaba el ojo.
—Créeme, puede ser peligroso —trató de razonar, pero Amanda estaba decidida.
—Está bien, iré sola —exclamó antes de comenzar a bajar las escaleras. Si Amanda hubiese sabido que estaba pasando por todas las etapas de la vida, entre ellas, la rebeldía de la adolescencia, habría estado agradecida de no haber sufrido la pubertad.
—¡Amanda, no! —dijo Amber en un susurro ahogado para detenerla. Como no funcionó, no le quedó más remedio que seguirla.
Desde hacía varios años, el sanatorio mental no contaba con guardias de seguridad en las puertas, debido a que los últimos de ellos habían sido atacados de manera violenta por varios pacientes. La zona de seguridad, ubicada en el primer piso, contaba con cámaras de vigilancia en todo el establecimiento y con controles remotos para bloquear las puertas de las habitaciones. Por su parte, las entradas a las diferentes zonas se desbloqueaban con un lector de huella. Amber sabía que no tardarían en llamar al personal tras haberlas visto bajar, y así se lo hizo saber a Amanda. Sin embargo ella solamente se detuvo al llegar a la puerta que indicaba su destino. Un gran cartel de advertencia ocupaba el centro de la misma.
—Amanda, es inútil. Debe estar bloqueada —espetó.
Amanda sin forzar nada, abrió la puerta con una sencillez que dejó a Amber boquiabierta. Era como si la hubiesen dejado así para ellas, como si hubiesen sabido que iban a bajar.
—¿Te sigo? —le preguntó a Amber, haciendo un gesto con la mano para que entrara, pero esta se negó
—Si quieres te esperaré aquí hasta que lleguen por nosotras. Me da miedo ese lugar.
—De acuerdo, yo solo quiero ver si es tan tenebroso como me dijiste —explicó Amanda y sonrió.
—Vaya chica, tan solo llevas unos días aquí y tienes más agallas que yo, que conozco casi todo el lugar —le dijo—. Diviértete.
Amanda cruzó el umbral de la puerta y se abrió paso a una oscuridad tan profunda que la absorbió por completo.
La zona de máxima seguridad podría haberse definido como un gran salón cerrado con olor a podredumbre, en el cual, se escuchaba un incesante goteo de alguna cañería en mal estado. La zona estaba dividida en cubículos individuales reforzados con una capa de acero, para evitar que los internos se salieran de las mimas. Cuando Amanda entró, pudo escuchar a varios de ellos golpear el acero con rudeza y a otros gritar de manera frenética. Si no fuese por un pequeño tajo de luz que se colaba por la parte superior del sótano, habría estado completamente a ciegas.
Una de las puertas de los cubículos llamó su atención, ya que, parecía salirse de la perfección y el orden con el que se había organizado el lugar. Se fue acercando a un paso lento. Cuando iba por la mitad del camino, volteó a ver si Amber la había seguido, pero descubrió que estaba sola por completo.
Siguió su rumbo con bastante decisión, ahora que su vista se había adaptado a la penumbra. Sin embargo, vio algo al fondo del pasillo que logró inquietarla.
Detrás de la puerta del último cubículo, sobresalía una larga cabellera negra.
Al dar otro paso hacia adelante, la cabellera se movió. Una mano salió detrás del cubículo y se balanceó como si quisiera saludarla. Amanda respondió al saludo, pero luego contempló con horror como la mano salía despedida hacia su dirección. La extremidad amputada cayó a unos tres metros delante de ella. Amanda tuvo que taparse la boca para no gritar.
Giró sobre sus talones y regresó hacia la puerta principal a un paso apresurado, casi corriendo. Mientras lo hacía, una de las baldosas del suelo crujió con un sonido inquietante y, entonces, la salida principal se cerró de un portazo. Amanda gritó.
Al otro lado de la puerta escuchó la voz de Amber.
—¡Amanda! —exclamó preocupada— ¡Amanda! ¿Estás bien?
Amanda llegó a la barrera metálica que se alzaba imponente para bloquear la salida. Mientras buscaba una manera de abrirla, sintió que el cartel de advertencia le sonreía con burla.
—Sí, estoy bien —le respondió—. ¿Cerraste la puerta?
—No... —dijo Amber con un toque de confusión— ¿Que pasó?
—Yo... —Amanda viró su cabeza y vio que tanto la mano amputada como la cabellera negra habían desaparecido. Su rostro se descompuso en un gesto de horror y sintió que la cabeza le daba vueltas—Vi a alguien.
—¿Qué?
—No lo sé, creo que había alguien aquí y..., perdió su mano y...
—Amanda, tranquilízate. Ya llegaron los médicos. Edward no demora en venir a desbloquear la salida.
Esas palabras le recordaron su situación: Amanda estaba en un hospital psiquiátrico y su realidad era confusa. En ese momento empezó a sentir que su locura le nublaba la vista.
—Amber...—murmuró, pero un sonido la detuvo de manera inmediata. Amanda lo reconoció y el pánico se apoderó de ella. Era el mismo sonido que escuchaba cada vez que alguien abría la puerta de su habitación. Uno de los cubículos había sido desbloqueado. Se quedó viendo de manera inútil como un paciente salía de él: era calvo y parecía tener el rostro deformado en una mueca que oscilaba entre la risa y el espanto.
"¿Cómo sabes si es real?"
—Amanda, ¿Qué fue eso? —preguntó Amber. Entonces Amanda lo supo. Si Amber también había escuchado ese sonido, no podía ser invención de su mente.
El paciente la volteó a ver con unos ojos inyectados en sangre. Tenía un par de costras en los pómulos y su nariz estaba rota. Se fue acercando a Amanda con un ligero temblor en el cuerpo.
—Amanda... —insistió.
—Amber —exclamó en medio de un susurro ahogado—, ayuda.
El paciente se acercó lo suficiente, inclinó su cabeza y sonrío, dejando ver a la perfección sus dientes afilados. Amanda lo observaba con temor y él pudo sentir todo ese miedo en el aire, como si pudiera tocarlo. Eso lo molestó mucho y la silueta de Amanda se empezó a transformar en la de un débil y pequeño cachorro. Sólo Dios sabía lo tanto que el odiaba a los pequeños y débiles cachorros.
El hombre empezó a respirar agitadamente mientras alzaba sus brazos en el aire y extendía las manos como si fuesen garras. De hecho, el sentía que en realidad eran garras, incluso podía verlas. Ahora tenía el poder de cobrar venganza en sus monstruosas extremidades.
Aquel hombre que llevaba un largo tiempo encerrado en el manicomio más poderoso de la historia, un par de años atrás había oído la noticia de que su madre había muerto en un accidente de tránsito por esquivar a un pequeño e indefenso cachorro parado en medio de la carretera. Este hecho lo llevó a que perdiera su cordura por completo. Ahora, era su oportunidad de darle fin a toda esa pesadilla. Entre más veía al cachorro, más sentía esa necesidad de abrirle la garganta y sacar sus entrañas. Sólo así dejaría de dar esa sensación de ternura e inocencia.
Amanda vio al hombre a los ojos y se encontró con el odio y la repulsión que brotaba de su mirada. El rostro del mismo se desfiguró en una mueca terrorífica y, en un acto desesperado, se abalanzó hacia ella dispuesto a arrancarle la cabeza de un mordisco. Amanda no tuvo tiempo de reaccionar y se puso a gritar lo más fuerte que pudo en medio del ataque, al punto de que Edward pudo escuchar los gritos llenos de pánico mientras bajaba por la escalera.
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