Capítulo 28: A Dios (2/2)
. . .
Desde ese momento los días comenzaron a correr con rapidez desmesurada, las cosas avanzaron como avanzaría una bola de nieve que ha crecido demasiado y cuya cuesta se empina más y más. Nuestros días de relajación y ocio se habían terminado sin ninguna duda, todos, desde ese momento tendríamos que tomar decisiones cruciales que marcarían nuestras vidas, que las guiarían a donde nosotros quisiéramos. Y yo debía tomar una decisión que me parecía sobremanera cruel pero si no la aprovechaba en ese momento quizá ya nunca podría hacerlo. Y una vez más, tenía que ver con Diego, mi Diego, mi sol de inverno que en sus días más oscuros estaba buscando luz para mí. Debía decidir si quedarme en el Salazar o irme con él a la escuela en donde ambos habíamos conseguido la beca completa, el problema no sería tal, si la escuela se encontrara cerca, pero estaba tan lejos que bien podría ser en otro mundo. Nuestra escuela era ni más ni menos que el instituto superior de bellas artes en Vancouver, Canadá. Qué diablos íbamos a hacer allá, le había preguntado a Diego, qué harían nuestras almas cálidas en un mundo helado como ese, que haríamos tan lejos de nuestra tierra seca y quieta, de nuestras noches brillantes de estrellas invictas, qué haríamos tan lejos de nuestros seres queridos. Pero él parecía decidido, y yo, deseosa de reparar mis errores del pasado para con él, deseaba acompañarlo. Así que dije que sí, dije que lo haría, aunque me congelara el alma en el proceso.
Pero cada poro de mi cuerpo me decía que estaba mal, que mi lugar era ahí, con el sol de verano, con el verde de la vida que no era él. Pero incapaz de hacer nada, seguí adelante sin saber que él también hacia lo que hacía por una razón. No tardé en enterarme de que Diego declinó a su beca y suplicó a la administración para que su hermano presentara otra vez su examen, y para ser justos, no sólo lo dejaron presentar el examen a él, pues así como Diego dejó el Salazar por una mejor escuela, otros chicos igual de talentosos habían hecho lo mismo, lo que dejó varios lugares disponibles.
Por eso, estando ahí, ahora en primera fila, y mirando a Alejandro con el mismo traje que en el primer examen, sentado ante el piano de cola, y tocando nuestra canción, me sentí repetir la vida, me sentí como si pudiera volver en el tiempo, detenerlo y hacer que las cosas fueran distintas, y quise arañar la vida, porque seguían existiendo cosas que ni por equivocación podían remediarse ni repetirse. Me pregunté qué hubiese pasado si ese primer día no me hubiese encontrado a Diego, sino a Alex, que habría sido de nosotros si ambos fueran personas más estables, habríamos podido llevar una amistad o un amor, (sólo con uno de ellos) más racional. No lo sabía, solo sabía que por primera vez en mucho tiempo, la canción de Alex iba bien, pues justo antes de caer, se detuvo, y me hizo hacer lo mismo, me regresó al presente. Se dio cuenta (al igual que yo, y quizá que Diego) de que llevábamos demasiado tiempo llorando en silencio, por cosas que en realidad ya no podíamos cambiar, por cosas que aunque nos golpeáramos contrala vida, aunque gritáramos y lloráramos no haría la diferencia, se dio cuenta de que era hora de levantarse, sacudirse el polvo y seguir adelante.
Y tal vez, en ese momento la semilla de la determinación se plantó en mí, pero permaneció dormida por varios días más. Al finalizar la presentación nos encontramos con Alex detrás del auditorio, y aunque su rostro era de un color encendido y las manos le temblaban estaba bien segura de que no era por la misma razón de antes, las cosas no podían salir mal dos veces.
Los hermanos se estrecharon con tanta fuerza que perdieron el aliento y mirándolos me pregunté cómo pude hacerles eso, cómo pude, en algún momento, ponerlos a uno contra el otro cuando su lugar natural para residir era ese, uno entre los brazos del otro, uno orbitando cerca del otro, ese era el orden natural de las cosas, y sonreí, porque me di cuenta de que yo no era alma gemela de ninguno de ellos, pues nadie podía tener más de un alma gemela, y también me di cuenta de que éstas no siempre unen a dos personas de forma romántica como mi estereotipado sentido de la realidad me hacía creer, no, ahí estaban ellos dos, destinados a ser lo que yo creí que sería para ambos.
Después de mis cavilaciones me di la vuelta, y me aleje unos pasos, pues me resultaba incomodo seguir ahí, entre ese mar de amor en el que yo jamás me podría sumergir. Diego me alcanzó al cabo de los minutos, corrió y me llevó a su cuarto, en donde la mayoría de cosas se encontraban empacadas, y viéndolo así, desde la puerta, parecía un lugar frio y duro, cuando antes me parecieran tan hermoso y acogedor, hasta los ojos vigilantes en las paredes del lado de Kike habían desaparecido, los únicos ojos cálidos eran los de Diego, que no perdían ni uno de mis movimientos.
—Voy a extrañar eso—susurré, incapaz de decirlo en voz más alta.
Diego me observó por mucho rato, en silencio, ahí donde se encontraba, sentado en el borde de la cama de sábanas blancas, y yo, quieta y delgada, recargada en la puerta, con los brazos detrás de mi espalda y las palmas de las manos contra la madera, como si temiera que de pronto alguien fuera a entrar.
—Tengo un regalo para ti—comentó, con su voz grave.
Una de las comisuras de mis labios se levantó, casi como acto reflejo.
—No necesitas regalarme nada—dije, al tiempo que avanzaba hacia él. Le tomé la cara entre las manos al tiempo que lo hice mirarme y le besé ambas mejillas, luego los labios y todo el rostro, terminé con mi cara entre la jungla de su cabello y lo obligue a esconderse entre mis pechos, en donde como un niño se restregó y olisqueó mi piel a través de la ropa.
—Me estas excitando—susurró.
—No es mi culpa—sonreí, y me acomodé en su regazo.
—¿Quieres tu regalo ahorita?
Negué con un movimiento de cabeza.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Todo—me limité a responder, al tiempo que me deslizaba de su regazo como si de pronto mi cuerpo fuera de trapo, me senté en el suelo, entre sus piernas, pero él me levantó, me llevó hasta la cama estrecha.
—Te toca a ti—sonrió y se ocupó de mí.
—Diego...—jadeé.
—Solo no mueras...—se rió él, entre mi piel, entre sus besos y mis jadeos.
Y al final, cuando nos recuperábamos de nuestros accesos de ambrosía, nos miramos, con el alma en los ojos, y temblando, quizá porque algo en nuestras miradas nos decía que no era suficiente todo ese amor, que a veces no es suficiente, no supe si fue por aquello, que él lo presintió, al igual que yo, pero se movió, inquieto y dejó caer la mitad del cuerpo de la cama, un segundo tardé en darme cuenta que sólo se inclinó para sacar algo de debajo de ésta.
—"Días de sol" para ti—comentó, y depositó sobre mi pecho un cuadro, lo levanté de inmediato, y a simple vista solo pude captar el verde y azul sobre lienzo blanco. No aparté la mirada por varios minutos, entrecerré los ojos y los volví a abrir de golpe hasta que encontré forma en todos esos trazos en verde y amarillo cálido. —Sé que tienes frío—comentó, cuando giré la cabeza y clavé mis curiosos ojos negros en los eternos cafés de él — y sé que no puedo darte el sol ni abrazarte todo lo que me gustaría para que ya no te sientas así, no sé porqué, pero está bien, solo quiero hacer mi intento, y es este.
Suspiré, conmovida de verdad, y regresé la mirada al cuadro. Era precioso, al principio solo parecían un montón de manchas verdes entre azul muy claro y blanco, pero con un poco de imaginación uno podía saber que era, que representaba. Verlo era como estar recostado en la hierba debajo de un gran árbol, con el sol colándose entre las ramas, y el cielo azul resplandeciente, con apenas unas nubes lejanas e inofensivas. Verlo resultaba incluso acogedor. Casi podía cerrar los ojos y escuchar a las abejas zumbar entre las flores, a los pájaros cantar, y el silencio blanco y suave del verano.
—¿Por qué haces eso? —pregunté, con la voz ahogada.
Diego parpadeó confundido y luego arrugó el ceño.
—¿Qué cosa? ¿Pintar?
—No—gemí—¿Por qué eres tan bueno?
Una enorme sonrisa se proyectó sobre su rostro.
—Porque te lo mereces.
—No—protesté, con voz ahogada.
—Bueno, porque soy pendejo, y porque quiero. —se rió él y me abrazó porque ahora mi garganta temblaba y pronto se unirían las lágrimas. —Yo quiero darte todo aunque tú no me des nada.
—Perdón —gemí, —perdóname por ser así.
—Yo así te quiero, yo así te querré—se volvió a reír con esa risa que no concordaba con su edad, la risa de quien tiene la calma del tiempo —mira que aguanto a Alejandro, lo aguanto con el alma.
Y con ese comentario ambos soltamos una risa que tembló sobre nuestras pieles y despertó nuevas sensaciones en nuestros sistemas.
Las despedidas no me gustaban, el hecho de terminar ciclos y personas no me gustaba, y por ello jamás me gustó poner una marca en mis inicios y finales, y las despedidas contaban como horrendas marcas en mi vida, quizá por ello hice lo que hice, en un intento por no marcar la vida de nadie, pero me salió mal, en dimensiones exorbitantes. Durante días busqué las palabras adecuadas, sabiendo que se quedarían plasmadas en alguna parte del subconsciente de Diego, y cuando las encontré perdí la voz, así que me limité a actuar como autómata, al grado en que me encontré en el asiento trasero de un auto desconocido. A veces me pasaba eso, sólo cerraba los ojos y habían pasado días o semanas, y no era como si tuviera lagunas mentales, solo pasaba, notaba los días, estaba consiente pero de alguna manera podía regresar al momento exacto en que estaban pasando cosas y luego adelantarlos a voluntad, como en una película.
Parpadeé varias veces, en un intento por posicionarme en el presente, lo primero que vi fue la inmensa carretera de asfalto que se abría paso entre nosotros, la mano cálida y delgada de Diego se enlazaba con la mía de una manera casi poética e intrínseca, (aunque yo jamás sentí pertenecer a ningún lado ni a nadie) y sus cabellos revoloteaba al viento. En el asiento delantero, se encontraba Carlos, con la mirada fija, concentrado. Y entonces recordé qué hacía ahí, y hacia a dónde íbamos, el pulso se me aceleró, las manos comenzaron a temblarme y por ello Diego volvió la mirada a mí.
—Ingrid, ¿estás bien?
—Para el carro—comenté, como quien dice que el día será hermoso, con calma, casi con predeterminación.
—¿Cómo? —inquirió Carlos, mirándome desde el espejo retrovisor, luego llevó una mirada de escrutinio a Diego.
—¿Te sientes mal? —Preguntó Diego de nuevo.
—Voy a vomitar —dije, con unas ansias ahora crecientes. —Para el carro.
Y con un giro del volante hacia la derecha el auto salió de la carretera al acotamiento, abrí la puerta en cuanto se detuvo y con piernas trémulas salí de ahí, salí como si me faltara el aire y sólo alejándome lo fuera a recuperar. Me incliné a cierta distancia de la carretera, con toda la intención de vomitar, mis manos de inmediato fueron a mi estomago, y lo presioné, con ganas de vomitar a fuerza de desearlo, quería vomitar en la vida misma, sacarlo todo, pero mi sistema estaba seco, mi cuerpo me traicionó. Era mi vida la que me mareaba, no mi cuerpo, en él no había nada malo, era mi vida, mi alma, mi situación, Diego, Alejandro, mi remordimiento.
—¡DEJAME EN PAZ! —Grité a Diego cuando él intentó sujetarme.
—¡Ingrid! —Respondió, sorprendido de mi agresividad —¡Qué te pasó!
—Me quiero ir—respondí, y como si de un león se tratara lo rodeé lo más que pude para acercarme a la cajuela del carro, donde se encontraban mis cosas. Jamás lo perdí de vista, y por eso pude ver el momento exacto en que comprendió mis palabras.
—Ingrid—contestó, con el semblante deshecho, al tiempo que levantó una mano e intentó tocarme, pero yo retrocedí, retrocedí como si de pronto él fuera toxico. Aunque la toxica era yo.
—No puedo—dije.
En ese momento un gemido se escapó de sus labios, y el labio inferior comenzó a temblarle, a mi me temblaba el alma por igual, no sabía porque estaba diciendo eso, ni porque tenía tantas ganas de llegar a mi maleta pero algo me decía que entre más rápido lo hiciera mejor sería el resultado.
—¡Pues yo tampoco! —exclamó él, ahora a viva voz, cuando me acerqué al carro y le pedí a Carlos que me dejara bajar mis cosas. —¡No va a ir a ningún lado!
—Ey, Diego, hijo—intervino Carlos, con voz fuerte pero conciliadora, —cálmate, vamos a arreglar esto.
—Solo dame mis cosas—dije, en dirección al hombre adulto.
—¡Que no! —Insistió Diego, lanzándole somera mirada a su amigo. —¡Y tú no le vas a dar ni madres!
—Hijo, la muchacha se quiere ir—razonó Carlos, con la mirada de consternación hacia el joven al que había visto crecer, caer y levantarse.
—¡Pero no te vas a ir! —Me miró Diego, que con lentitud se acercó a mí, —Por favor, vamos a hablar, si quieres nos quedamos en México, pero no hagas esto.
—Por favor, por favor—dije—no puedo...
—¿Por qué estás haciendo esto?—gruñó Diego ahora con lágrimas reales— ¿qué pasó?
—Nada...—negué.
—¿Por qué haces esto? Te lo di todo, puta madre, Ingrid te lo di todo.
—Hasta lo que no debiste. —susurré.
Y mis palabras fueron certeras, él retrocedió, herido, aturdido. Ese era mi objetivo, quería que entendiera que todo había salido mal, que él podía perdonarse, y a mí, pero yo no, yo era la causante y había cierta culpa que me carcomía el alma y no sabía cómo lidiar con ella, y ahora solo quería huir de eso, de él.
—No vamos a hablar de esa mierda...—balbuceó, aun desconcertado.
—Pero yo no puedo—gemí—y me siento tan mal porque lo hubiese hecho de nuevo...si él me lo hubiese permitido, si tú me lo hubieses permitido...
—Yo jamás...
—Y él tampoco—me apresuré a aclararle, para no terminar de romper su relación. —solo quiero irme, porque no quiero seguir haciendo esto...
—Pero te amo, Ingrid, —me interrumpió.
Negué con la cabeza.
—Y yo también pero no puedo contigo...—susurré, mientras seguía retirándome.
—Si es por Alejandro te prometo que nunca lo tendrás que ver...—siguió insistiendo, al tiempo que cubría los pasos que nos separaban.
—¡Que no! —grité frustrada, porque él parecía no ver el problema. —¡Es por ti, Diego, es por ti! ¡Los dos merecemos algo mejor, no está mierda enferma que tenemos!
—¿Por qué sigues diciendo eso? —preguntó con un timbre de voz ya roto.
—¿Qué es enfermo esto? ¿Eso? ¡No mames, me metí con tu hermano y tú no te inmutas! ¡y lo de las drogas ni siquiera lo quieres mencionar!
En ese momento Diego levantó la mano y la cerró en un puño, mi reacción fue encogerme y cerrar los ojos tan pronto como me di cuenta de lo que planeaba hacer, pero al abrirlos, Carlos ya estaba ahí, sostenía a Diego del brazo y lo alejaba de mí.
—¡SUELTAME! —chillaba Diego, quien en su vida tenía ojos de apacible café, en ese momento tenía fuego en el alma. — ¡PUTA MADRE, CABRON, SUELTAME!
—Saca tus cosas, hija—se dirigió a mí Carlos, mientras Diego se debatía entre sus brazos.
—¡No, Ingrid, mierda, no te iba a hacer nada, perdón!
Los rodeé y llegue hasta la cajuela en donde tomé solo la maleta grande que era la mía, del asiento delantero tomé mi bolso de mano y con mi equipaje me aparté un par de pasos del carro, a la orilla.
—Perdóname tú—le dije, sintiendo verdadera tristeza de tener que dejarlo en esas condiciones. Yo para la vida de Diego no había aportado nada, él sin embargo a la mía llevó luz y seguridad, y me sentía ingrata por no devolver nada de aquello.
Le eché una mirada a aquel acceso de ira en el que se había convertido un muchacho que en algún momento fue muy feliz y lamenté mucho haber contribuido a eso. La última vez que vi a Diego, tenía el cabello largo, pero no desaliñado, sus ojos cafés estaban a punto de desbordar, sus pestañas eran oscuras y densas, en su mentón se vislumbraba la sombra café de una barba que nacía incansable, (y que tantas veces le toqué) su juventud brillaba en su piel, su cuerpo delgado y firme se debatía entre los brazos de un amigo-padre, que le brindaban su apoyo, y su respiración era trabajosa, como aquellas incontables en que lo tuve entre mis brazos. Y me dolió, me dolió darme la vuelta y salir de ahí, salir de la obra maestra andante que era Diego, el pequeño Riverita.
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