Capítulo 23: Un dulce hogar. (1/2)
Esa tarde me quedé en la habitación de invitados con Diego, sólo él y yo, pasamos el día leyendo, disfrutamos del silencio de esa enorme casa, de la seguridad que aportaba y del frío que era hasta reconfortante debajo de las sabanas y a lado del calor corporal que nos trasmitíamos. En algún momento me quedé sola, sumergida en una lectura como no lo había hecho en mucho tiempo desde mi estadía en el infierno, y estaba en eso, ensimismada, cuando Diego reapareció en la habitación, venía agitado, como un niño que ha cometido una travesura demasiado grande y recapacita en que no fue divertido. Tenía el rostro pálido, había miedo en sus ojos. Trepó por la cama y se arrellanó a mi lado, me tomó el cuerpo y hundió el rostro en mi pecho, debajo de mi playera.
Solté el libro y lo rodeé con ambas manos.
—¿Qué pasó? —pregunté.
Sentí su cálida respiración rozando mi piel.
—Llegó papá—comentó, con los labios pegados a mí.
Medio reí por la sensación mas no por su contestación, no me parecía normal que le tuviera miedo a su padre, no era normal reaccionar así.
—Ve a verlo—contesté—se alegrara.
—Alex está con él ahorita en su despacho—me informó.
—Entonces ve cuando él termine.
Él suspiró.
—Mejor me quedo contigo.
Sonreí y volví a bajar el libro que ya me disponía a leer, trataba de restarle importancia, aparentar que no me inquietaba, pero así era, pues era algo que no entendía, no entendía el miedo inmenso que Diego sentía de decepcionar a ese hombre. Y es que en su ausencia podía mostrarse valiente, pero al saber de su presencia corría a ocultarse en mi pecho como un gato. Y me alagaba que recurriera a mí, pero al mismo tiempo me preocupaba.
Diego sacó la cabeza de debajo de mi playera al cabo de los minutos y me aferró el cuerpo, me abrazó con fuerza y luego subió hasta mi cara, se quedó apoyado en una almohada, a mi lado, y me miraba con tanta insistencia que terminé riendo de nerviosismo.
—¿Qué? —pregunté, ahora mirándolo con toda mi atención.
Pero no contestó, se acercó a besarme, me besó los labios con delicadeza, se extendió hasta mi cuello, a mis hombros, y comenzó a besarme con más intensidad, con más fuerza, con más deseo. Sus manos eran rápidas, audaces, cálidas sobre mi cuerpo.
—No...—susurré, buscando su rostro con las manos —Diego, no...
—Por favor—gimió él, con los ojos cerrados cuando lo aparté de mi cuello.
—No, Diego—insistí—es la casa de tus papás, están todos aquí.
—No van a oír nada—dijo—, la puerta está cerrada. Hagamos el amor.
Y aunque mi cuerpo lo deseaba y mi alma lo necesitaba no quería hacerlo así, sólo porque se sentía afligido, así que me mantuve firme.
—No—contesté—lo que vas a hacer es ir a hablar con tu papá, le vas a decir que te estás portando bien, que no has fallado en nada, que yo estoy aquí y los quiero conocer a todos—y me incorporé de la cama—anda—continué—ve a verlo.
Como un niño perezoso en su primer día de clases se incorporó de la cama, y me miró con recelo, casi con enojo.
—No creo que tarde mucho—dijo, y se echó a andar a la puerta, que cerró con más fuerza de la necesaria.
Solté un suspiro al verme sola, con las caricias de Diego aun palpitando en mi piel.
E intenté volver a leer mi libro, lo intenté con todas mis fuerzas, pero me encontraba una y otra vez clavando la mirada en la puerta, esperando por su llegaba, y cuando pasaron más de dos horas, me inquieté, dejé el libro sobre la cama, y comencé a caminar en círculos por la habitación. No podía dejar de pensar en cómo había sido el reencuentro de Diego con sus padres, no quería ni imaginarme que ellos hubiesen visto algo malo en su semblante y que ello le acarrara problemas, porque todo el daño y el decaimiento que mostraba era por mi culpa, sus labios resecos y mordidos eran mi culpa, las ojeras eran mi culpa, su delgadez eran mi culpa, y la cicatriz rojiza en su ceja también era por causa mía. Y su yo fuera su madre, odiaría a cualquiera que le hubiese hecho aquello.
Me quedé en la habitación, esperando que nada malo pasara, hasta que no pude más y salí de ahí.
Caminé con pasos de algodón por el pasillo, pero al llegar al final, a las escaleras que me conducirían al primer piso me detuve, ansiosa. Si seguía platicando con sus padres yo no haría más que interrumpir, y no quería hacerlo, así que volví, desanduve mis pasos hasta la puerta de la habitación que me habían asignado, pero una vez ahí no entré, con decisión me acerqué a la puerta que estaba marcada como la habitación de Alejandro, y no había malas intenciones en mí, solo quería hablar con alguien de la persona que más quería en el mundo, y tenía que ser él.
Toqué la puerta varias veces, pero no hubo contestación, esperaba encontrarme con los ojos de gato de inmediato y el ceño fruncido pero nada pasó, y planeaba irme, cuando llevé mi mano al pomo y lo giré.
La puerta se abrió sin ruido, y eché una mirada. La habitación de Alejandro era como me lo imagine de él, era blanca y negra, con motivos de notas musicales en algunas superficies, una enorme cama vestida con sabana de un azul rey, en el centro de todo. Había un escritorio vacío, en donde me imaginé que estarían todas sus cosas desordenadas si viviera él ahí. Había un retrato en una pared, en el lado derecho, en donde se veía a dos bebés acosados en una manta afelpada, de esas fotos profesionales que toda madre desea tener de sus hijos. Sonreí al verla, me acerqué a mirarla, y aunque estaba en blanco y negro, yo sabía quién era quién. Lo sabía por la sonrisa de uno, amplia y contagiosa y el llanto del otro.
Me senté en la cama y desde esa perspectiva lo miré, pasé largo rato observando la foto cuando con los talones golpeé algo debajo de la cama. Lo ignoré un segundo, pero al siguiente, sin importarme nada me agaché y observé qué era aquello, no eran zapatos, ni una caja como lo esperé, era algo pesado, y delgado envuelto por una manta blanca. Lo descubrí un poco y de inmediato lo reconocí. Tomé el cuadro y lo saqué para verlo en su totalidad.
"Días de fuego" yacía oculto y medio empolvado bajo la manta, pero seguía igual que precioso y extraño que el día en que lo llevamos a vender al parque de las flores y aquel extraño hombre lo compró sin regatear al precio que impusimos.
Miré el cuadro, ahora de cerca y a conciencia, cuando de pronto me volví con brusquedad.
—Es una inversión. —era la voz de Alejandro, que me miraba desde la puerta. Llevaba una camisa azul cielo, y pantalones color caqui.
Tragué con fuerza, esperando los gritos y preparándome para defender.
—¿Tú lo compraste? —inquirí, al darme cuenta de que esa no era su intención.
—Es una inversión. —se limitó a contestar, con las manos metidas en los bolsillos.
—Dijiste que era horrible—comenté y me puse de pie.
Él se encogió de hombros.
—¿Has visto la persistencia de la memoria? —Preguntó —Me da asco y aun así vale mucho. Planeo guardarlo y esperar a que Diego se haga famoso.
Trague con fuerza, pasando el nudo que de pronto sentía en la garganta, se suponía que ni siquiera debía hablar con Alex, no debía estar ahí.
—Comimos una semana de ese dinero—comenté, porque no sabía que más decir.
Alex meneó la cabeza.
—No lo hice por ti.
Asentí con fuerza, sin miedo, sin recelo, porque lo sabía, lo sabía muy bien.
—Ya me di cuenta—comenté y me eché a andar a la salida, porque no me convenía seguir ahí, si Diego llegaba y nos encontraba conversando a solas todo terminaría, aun estando a un metro de distancia de su hermano, terminaría.
Me acerqué a la puerta, y cuando ya había dado un paso a fuera Alex me llamó.
—Ingrid.
Lo miré.
—No se lo digas.
Había un montón de cosas que yo no debía decirle a uno del otro, eran tantas que podía comenzar una pequeña lista, y en ella, ya habría un par de enmendadoras y rayones.
Asentí y salí de ahí, y gracias al cielo me había alejado lo suficiente de la puerta de la habitación de Alex cuando Diego apareció en el pasillo, corrió hacia mí y me tomó por la cintura.
—Ya iba a ir a buscarte—dije.
Él sonreía, el miedo había desaparecido de su semblante, hasta lucia saludable. Me besó la frente y me envolvió en sus brazos.
—¿Qué tal te fue? —inquirí.
—Bien—dijo—papá está de buen humor, no me preguntó por mi problema, solo por ti, y sobre la escuela. No sé si Alex le haya dicho algo, pero se portó muy bien. Ni siquiera insistió con que nos mudáramos de nuevo.
—¡Qué bueno! —dije, con verdadera alegría, si a él le ponía contento, entonces a mí también. —¿Y quiere verme? —pregunté.
—Solo si tú quieres, si no, puede ser mañana en la cena—contestó—pero mamá si quiere verte, así que vamos con ella ahorita, está en la sala de abajo.
Inspiré con fuerza antes de echar a andar con Diego de la mano, deseé haberme puesto una blusa más bonita, o haber arreglado mi cabello antes de salir de la habitación, lo que fuera, con tal de verme mejor, y mientras pasaba mis dedos por mi cabello, Diego lo notó, me tomó del cuello, me acunó a su costado y me besó la cabeza.
—Te ves bonita—susurró —y si yo te quiero ella no tiene por qué decir nada.
Sonreí.
—Bueno.
Con las manos temblando y el alma agitada llegué a la sala, y antes que ver cualquier cosa, mis ojos se clavaron en la mujer que se encontraba en uno de los sillones, estaba de espaldas a mí, así que pude observarla antes que ella a mí, poco a poco la fui observando hasta estar frente a ella. Usaba una blusa preciosa de color perla y un pantalón de color lila, llevaba el cabello muy corto, de un color café castaño, era de tez clara pero no blanca, tenía un tono intermedio, los ojos negros, pero grandes y llenos de luz. Era mayor, eso era vidente, las arugas a se le notaban en las comisuras de los labios y en las orillas de los ojos, pero iba bien maquillada, de aquel tipo de maquillaje que solo se consigue con profesionales, que es capa tras capa pero aun así luce natural. Sus ojos me escanearon de arriba abajo en cuanto entré en su campo de visión.
—Má—saludó Diego a su madre, al tiempo que soltaba mi mano, que cayó a mi costado casi sin hacer ruido. Se acercó a la mujer y le besó ambas mejillas, luego me atrajo hacia ellos. —Te presento a Ingrid, mi novia. Ya te había comentado de ella.
—Mucho gusto, señora—dije, y me acerqué a besarle la mejilla, que en realidad no besé, solo rocé el costado de mi rostro con el suyo.
—Sí, me acuerdo—contestó a Diego —Hola, hija, mucho gusto ¿Cómo estás?
—Bien—Sonreí, sintiendo que la ansiedad abandonaba mi cuerpo, la mujer tenía una voz preciosa, casi musical. —Gracias por recibirme en su casa.
—No hay por qué—comentó, —siéntate hija—agregó al ver que Diego y yo seguíamos ahí, de pie frene a ella, entonces lo hicimos —Dieguito me ha hablado tanto de ti que su papá y yo ya queríamos que te trajera a la casa.
—Gracias —dije, con las mejillas coloradas. No tenía idea de que cosas le había comentado Diego, pero estaba segura de que me había descrito con más cualidades de las que en verdad poseía.
Por un momento nos miramos los tres a la cara, como en un triángulo perfecto, yo miraba a Diego, en busca de su respaldo, ella me miraba a mí y Diego a su madre, cada uno buscaba aprobación en los ojos del otro, hasta que por fin, la madre de Diego rompió la tensión con una sonrisa.
—Diego me dijo que escribes—comentó.
Asentí con una sonrisa. Yo jamás sabía que decir cuando hablaban del tema, me gustaba conversarlo con personas que también escribían, porque lo entendían, o con personas como Diego, que entendían ese amor que nacía del fondo de la sustancia indefinida que creó a los humanos, pero con personas normales me era difícil, pues casi siempre había dos opciones, que consideraran que era una pérdida de tiempo, o que creyeran que no era normal, y en cualquier caso, era malo.
—Escribo cuentos—comenté—casi siempre son cuentos, y desde hace unos años que he comenzado a escribir novelas, bueno, una novela, estoy escribiendo mi primera novela.
Era extraña la forma en que en ciertas ocasiones mis ideas fluían y salían así de mi mente, perfectas y limpias, y cómo a veces, como en ese instante, paraba, tartamudeaba y hacia pausas innecesarias.
—Eso está muy bien—comentó doña Alba.
—Sí, y es muy buena—siguió Diego, me miró como un gato, con sus enormes ojos cafés y luego volvió a su madre—consiguió la beca, mamá, y no se la dan a cualquiera.
—No es para tanto—comenté, con la sonrisa congelada. Había llegado a la conclusión de que el Salazar no era una cuna de campeones, más bien era un refugio para almas maltrechas, como lo éramos nosotros. No era coincidencia que todos los becados tuviéramos pasados tormentosos, y desempeños más bien normales. Nunca antes del Salazar habíamos conseguido algún tipo de reconocimiento, nada. Solo estábamos ahí para sanar, y después, quizá, podíamos brillar, pero esa no era la regla, era la excepción, y yo, creía en que era Diego, él era la excepción en todo.
—Es que no le gusta hablar mucho de eso—sonrió Diego a su madre. —Pero es en serio, a mí me encantan sus cuentos.
—Me gustaría leerlos en algún momento—comentó.
Sólo volví a asentir, y ellos lo hicieron también, como si fuera divertido estar ahí, los tres sin decir nada, como si en silencio ellos dijeran cosas sobre mí, como si estuvieran manteniendo una conversación sobre mí. Me sentía como un ratón, y Diego era el gato que con regocijo mostraba a su dueño el presente, dejándolo en la puerta de la habitación.
—Pero ven acá— me llamó Alba, que palmeó el lado continúo al suyo en el sofá—siéntate conmigo, quiero que estés cerca.
Me puse de pie, y solté la mano de Diego que sin darme cuenta sostenía con fuerza. Las puntas de mis dedos estaban blancas.
—¿Por qué no vas por tu hermano? —comentó Alba a Diego, cuando yo ya estaba con ella, me había tomado del antebrazo, y me mantenía sujeta a su lado, de un aparente modo cariñoso. —Llámalo para que tomemos algo.
Diego asintió y de prisa se puso de pie, desapareció en un instante, dejándome ahí sola, en manos de esa madre que no me causaba confianza, y al mismo tiempo me hacía sentir bien entre sus brazos, entre sus palabras dulces.
—¿Cómo está mi Dieguito? —preguntó doña Alba en cuanto éste desapareció.
Tragué con fuerza, aquella era una pregunta con doble fondo.
—Está muy bien—dije, con el mayor descaro que pude—le va muy bien en la escuela—agregué.
—Me refiero en la vida—siguió ella, con ojos insistentes, escudriñando en los míos. Era justo como Diego dijo que sería, me hacía preguntas para saber si lo sabía, porque si no era así, ella no lo mencionaría, de alguna forma, alcanzaba a percibir la vergüenza que eso le causaba a una familia tan acomodada como la suya. —¿Qué le pasó en la ceja?
—Se cayó—comenté, intentando no apartar la mirada.
Ella asintió.
—¿Es cariñoso contigo? —siguió, y aunque la pregunta me desconcertó, seguí asintiendo.
—Es un muchacho excepcional, es muy atento, muy amable, lo quiero mucho.
—Qué bueno—dijo—así es mi hijo, así es mi hijo—y parecía feliz de escucharlo, como si reafirmara lo que ella ya pensaba, como si le alejara el miedo.
—¿Y les dan de comer bien en esa escuela? —Comentó —los veo muy delgados a los tres.
—Lo suficiente, má—comentó alguien, y no tuve que volverme para encontrarme con la madreselva de la mirada de Alejandro. Se inclinó sobre su madre e hizo lo mismo que su hermano, le besó con cariño ambas mejillas, y luego se quedó de pie a su lado.
—Pero mira que delgados están—insistió ella, con la mano sana de Alejandro en entre las suyas.
—Es una comida balanceada—siguió Alex, y lo conocía tan bien como para saborear el sarcasmo en el aire. Sabía que si alguien se quejaba de la comida era él, solía tirar la avena a la basura y casi siempre la mitad de los sándwiches o guisados del menú.
—Bueno—aceptó la mujer, muy a su pesar—Alex, hijo, pide algo de tomar ¿Te gusta el café, Ingrid?
Asentí con fuerza, al tiempo que llevaba la mirada a Diego, de esa clase de miradas que solo él y yo nos dábamos.
Cuando las tazas estuvieron servidas en la pequeña mesa de centro nos quedamos otra vez en silencio. La madre de los chicos no era estúpida, sabía que el silencio no era solo por ella, sabía que algo andaba mal entre los tres, sus sentidos de madre se lo decían. Nos echaba miradas a los tres por encima de la taza de café, en cada sorbo miraba a uno de nosotros, que manteníamos la mirada perdida, Alex en el suelo, yo en mis manos. El único que sonreía era Diego.
—¿Y se llevan bien entre los tres? —inquirió.
—¡Sí! —contestamos al unisonó, de tal forma, y con tal violencia que terminamos por reír luego del segundo que precedió a nuestras voces. Nos echamos a reír, y sólo nosotros sabíamos porque lo hacíamos, aunque fue una risa más bien falsa, de nerviosismo.
La madre de los chicos no entendió, pero sonrió.
—Ellos son muy unidos—me dijo— y es importante que se lleven bien.
—Lo sé—dije, sin atreverme a mirar a Alex.
Nos quedamos otro momento en silencio.
—¿Y cómo está Damián? —Inquirió Doña Alba a sus hijos. —hace tiempo que no me cuentan de él.
Diego y Alex intercambiaron una mirada, pero el que contestó, luego de una sonrisa apenada fue Diego.
—Ya no lo hemos visto.
—Ah—suspiró doña Alba—antes eran buenos amigos, pensé que seguían frecuentándose. Me encontré a su mamá hace poco, me contó que toca el contrabajo y que estudia en bellas artes.
Alejandro soltó una risita, a lo que Diego y yo le seguimos. No supe si fue por lo mismo, pero imaginé que sí. Cada carrera tenía sus propios chistes, y el chiste de los que tocaban el contrabajo era bien conocido. "con trabajo lo llevan sobre su espalda" se hubiese burlado Alejandro en otras circunstancias, estaba segura.
—Toca el violonchelo, má —contestó Diego, en cambio.
—Y ni era nuestro amigo—soltó Alex—si lo frecuentábamos era porque papá quería que nos lleváramos con él.
Doña Alba arrugó las cejas.
—Su papá es el procurador de justicia—le explicó Alejandro —nos convenía.
—Ah, —se limitó a contestar doña Alba.
Seguimos tomando café y degustando pequeños panecitos en forma de corazón hasta que Alex se despidió, lo hizo de la forma más educada. Esperó un par de minutos después de terminar los bocadillos, besó a su madre, le deseó buenas noches, hizo lo mismo con nosotros y entonces echó a andar, y apenas se había alejado unos pasos cuando lo pude oír correr por el pasillo.
Después Diego y yo hicimos lo mismo, pero antes de apartarnos, le mujer me detuvo, con la mirada le pidió a Diego que siguiera, y éste lo hizo, se adelantó en el camino.
—Me gustaría que habláramos solo nosotras, —comentó—es algo entre mujeres.
Asentí, dudosa.
—Pero ya será mañana—siguió, al ver mi rostro desencajado. —Ahora descansa.
—Buenas noches —comenté, y ya me iba, cuando volvió a llamarme.
—¿En dónde te estás quedando?
—En el cuarto de invitados—respondí.
—Puedes dormir con Diego—comentó, volvió a desearme buenas noches y por fin me dejó ir.
Con el desconcierto en la mirada encontré a Diego en las escaleras.
—¿Qué te dijo? —preguntó, al tiempo que me tomaba de la cintura y me apretujaba a su lado.
—Que duerma contigo. —contesté, aun con el asombro destilando de mis rostro
Diego soltó una carcajada, una tan escandalosa que resonó por la enorme casa blanca.
—Quiere un nieto—se limitó a contestar.
Me quedé un segundo callada, y luego levanté la mirada hacia él.
—Creí que eran buenos católicos. —comenté. Y aquel comentario lo resumía todo, pensé que su madre vería mal aquello, pues no debía acostarme con él antes del matrimonio, ese era el pensamiento de los buenos católicos.
—Y lo somos, —se rió—tanto como papá es un político honesto.
No me quedé con Diego esa noche porque estaba cansada, y sabía que si me quedaba con él no dormiría. Dormí en la habitación de invitados, en donde de inmediato caí en un sueño profundo, soné con colores rojos y violetas, tonos violentos que me recordaba a los cuadros de Diego, al que se encontraba oculto bajo la cama de su hermano, y al otro, su contra parte, colgado en una pared de mi pequeña habitación en el instituto Salazar. Los colores se removían, se mezclaban y creaban algo hermoso, algo que no compendia del todo, pero me hacía sentir bien, de la violencia de uno y de la pasividad del otro nacían cosas perfectas. Los cuadros y el creador eran perfectos, y debían estar juntos los tres.
ϟN/A
Este capitulo va dedicado a todas mis queridos lectores que me hacen el día más feliz, en especial a zabdiportillo. ¡GRACIAS POR SEGUIR AQUÍ! <3
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