Capítulo 22: Navidad. (1/2)
Nos quedamos callados después de eso, pero algo rondaba mi cabeza con fuerza, era una mezcla de pensamientos, todos pesados, dolorosos, y perversos; habías drogas, engaños, manipulaciones y niños involucrados, y eso último era una de las cosas que más dolor y asco me causaban. No podía dejar de pensar en ellos. En esos pequeños niños perdidos que nadie cuidó.
—¿Dormías con él? —pregunté, y solté la pregunta en el instante en que se formuló en mi mente.
—¿¡Qué!? ¡No! —respondió Diego de inmediato, me soltó el cuerpo y se incorporó en la cama, me quedó mirando desde el extremo en el que se había quedado, con ojos abiertos como los de un lémur.
—Diego...—insistí.
—¡Ingrid, no!—contestó con aplomo. —¡Te juro por Dios que no!
—¿Él te hacía algo? ¿O te tocaba? —pregunté, recordando que él había hecho la misma pregunta sobre mi papá.
—No, Ingrid, nunca pasó nada de eso.
Me levanté también de la cama, y lo miré directo a los ojos, a esos ojos cafés en los que tanto confiaba.
—¿Y a los otros? ¿A Panini, a la muchachita que trajo después?
—No—comentó—jamás me dijeron nada.
—Tampoco te lo iban a decir—susurré, sintiendo mi mandíbula temblar al pensar en esos niños.
Y entonces me puse a llorar, y aunque Diego se acercó a abrazarme yo ya había tenido suficiente de sus brazos por ese día. Me puse de pie y corrí al baño. Pero él insistió y fue a tocar la puerta.
—Te juro por Dios que no pasó nada de eso—comentó con el rostro pegado en la puerta, en el resquicio que quedaba en el marco y la pared —sé qué te parece raro, pero él no me quería ahí por eso, yo sólo servía para entretenerlo, era entretenimiento, todos lo éramos, por eso elegía solo a chicos con algo de talento, Panini tocaba el violín para él, yo le regalaba los dibujos, le hacía murales en donde él me pedía, la chica, la última, ella tenía una voz bonita, cantaba en el coro de su escuela, fue por eso que la llevó, Ingrid.
No contesté.
—Escúchame—dijo—él no necesitaba a jóvenes para divertirse de esa manera, llevaba a la casa mujeres, mujeres adultas cuando buscaba esa clase de entretenimiento. Así que nunca pasó nada de lo que te imaginas. Y yo no vivía ahí exactamente, me llevaban de visita, jamás pasé la noche ahí.
—¿Y tú participabas cuando llevaban a esas mujeres?
—¡No! —contestó él, de prisa—jamás, sólo fue esa vez en mi cumpleaños, jamás volvió a ofrecerme ese tipo de regalos. Lo juro, yo no era su favorito, ya te dije, Ingrid, por favor.
—Está bien—dije, —voy a bañarme, saldré en un rato.
Ahora me sentía un poco extraña, Diego tenía toda una vida llena de experiencias, llena de cosas buenas y malas, había viajado muchísimo más que yo, había probado y hecho cosas que yo ni siquiera podía pensar en hacerlas. De pronto sentía las manos sucias, el cuerpo sucio, de pronto me molestaba su descuido de la noche anterior.
Lo escuché resoplar de otro lado de la puerta.
—¿Te doy asco? —preguntó.
—No —medio mentí, porque ni yo misma lo sabía. —No, Diego.
—Por eso no te quería contar nada—dijo, —sabía que saldrías corriendo. Por eso no se lo he dicho a nadie, ni a Alex. Nadie sabe exactamente cómo pasó más que tú.
Y en ese momento me sentí mal, porque yo lo había presionado para que me dijera todo eso, me creía lista para escucharlo, pero no lo estaba. Y él lo sabía.
—Hoy es noche buena—comenté, sólo por decir algo, cuando ambos nos quedamos sin material, sin aliento, sin alma casi.
—Ya sé—contestó, y lo oí apartarse de la puerta.
Me bañé, me aseé con fuerza, y luego me envolví con cierto recelo en una toalla que no tenía idea de quién era, esperaba que no fuera del compañero de Diego. Él estaba en el suelo, cerca del buró. Me acerqué a él y me senté a su lado, apoyando la cabeza en su hombro.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté en una vocecilla que apenas se escuchaba.
—¿Sobre qué? —inquirió él, al tiempo que pasaba la mano por mis hombros y me acunaba en su costado.
—Hoy—dije, porque ya no quería hablar de temas dolorosos, aunque este también era uno para mí —¿Qué vamos a hacer hoy? Mañana es navidad.
Diego medio rio.
—Podemos ir a mi casa ¿Quieres ir a mi casa? —preguntó—mamá organiza una gran cena todos los años y estará contenta de recibirnos.
Asentí con una media sonrisa.
—Te voy a presentar a todos, en especial a papá, quiero que lo conozcas, quiero que te conozca, que vea que me estoy portando tan bien como para conseguir que alguien como tú ande conmigo.
Me reí con fuerza, fue una carcajada extraña.
—¿Y cómo es alguien como yo? —inquirí.
—No sé—se encogió de hombros Diego, esbozando en la comisura de sus labios el nacimiento de una sonrisa—una buena persona, alguien de bien. No sé cómo explicarte. Sólo sé que me haces bien.
Yo no te hago bien, mi cielo, imaginé decirle, te estoy ocupando como tabla de salvación. Mis desgracias son tan pequeñas en comparación de las tuyas que me haces sentir mejor.
—Pues vamos a tu casa—dije—nos ponemos guapos y nos vamos.
Él sonrió con ganas esta vez.
—Pues vamos—dijo, y se puso de pie, llevándome consigo en el mismo movimiento.
Me quedé en la cama, esperando a que Diego regresara con mi ropa, había tenido que enviarlo a mi cuarto por ropa limpia, porque estaba desnuda, sólo con la toalla envolviéndome el cuerpo. Mientras esperaba me dediqué a pasear por la habitación, miré los ojos en la pared, los cuadros de Diego, ese pequeño lugar lleno de más vida que muchas casas que había visitado antes. Era interesante cómo podía llegar a ser tan única la habitación de una persona, las paredes guardaban más secretos y más alma que muchas conversaciones.
Cuando Diego volvió, tomé mi ropa e ingresé al baño de prisa porque empecé a sentir frío, el agua caliente de mi cabello comenzaba a enfriarse y escurrirme por la espalda. En medio del tedio de ponerme los pantalones sin que se mojaran con el agua del piso me di cuenta de que Diego había olvidado traerme un brassier, medio sonreí, y terminé de vestirme con lo que tenía.
—Diego... —dije, y salí con la toalla enrollada en el cabello. Pero me detuve del marco, cuando me di cuenta de que no estábamos solos en el cuarto. El alma me tembló por un instante, al igual que las piernas, y no pude evitar arrugar el mentón, en un gesto que precede al llanto.
—¿Por qué está él aquí? —pregunté a Diego, y Alejandro que estaba en el marco de la puerta, tenía el mismo semblante, la misma pregunta pendiendo de sus labios. Pero éste no me miraba, tenía la mirada en el suelo, clavada en sus pies. Tenía los hombros hundidos, claros indicios de la vergüenza que le causaba estar ahí, como a mí misma.
—Porque hay que ser justos —comentó Diego. —Y porque vamos a hablar. No podemos seguir así si vamos a ir a la casa juntos.
En ese momento Alex y yo levantamos la mirada del suelo, y lo miramos, sorprendidos.
—Siéntense—dijo y con un ademan señaló la cama de Kike. Alex con pasos lentos acató la orden, y yo, con la misma lentitud me acerqué a Diego, a su cama en donde él mismo se había sentado, pero me detuvo, y señaló la otra cama, indicando que me sentara a lado de su hermano, para poder mirarnos de frente a los dos. Y así quedamos, Diego en su cama y nosotros en el bordé de la otra, pero alejados, y no sólo por los centímetros que distancia real que existían, sino por los sentimientos que albergamos, ya no nos veríamos a los ojos jamás de la misma manera, o quizá ya no lo haríamos en forma definitiva.
—No les puedo prohibir que se hablen o que se miren —dijo, porque se dio cuenta de que ni siquiera hacíamos contacto visual—háganlo, no me importa, sólo pido respeto de los dos. Por ti—dijo, mirando a Alex—que eres mi hermano, —y luego me miró—y por ti—dijo—que eres mi novia. No hagan otra vez lo que hicieron, no me lo hagan, porque a la próxima será culpa mía, y es más difícil perdonar los errores que uno mismo comete, así que sólo me iré.
Tragué con fuerza, y me atreví a mirarlo, pero no había odio en su mirada, había una profunda tranquilidad, un perdón absoluto. Y también miré a Alex, que miraba a su hermano de la misma forma que yo. Ambos mirábamos a Diego como si fuera un faro en medio de la oscuridad en una violenta tormenta. Nosotros éramos pequeñas embarcaciones buscando puerto seguro, y ese era Diego, irónicamente era Diego.
—Y ahora sal—comentó Diego, y por un segundo pensé que se dirigía a mí, pero miraba a su hermano, de la forma confidencial en que se miraban ellos—espéranos en la entrada, te alcanzamos en un rato.
Cuando Alex salió, y me quedé a solas con Diego, sintiendo en mi pecho más dolor y más miedo que si me gritara, pues no sabía cómo lidiar con la amabilidad, él me miró.
—¿Me ibas a decir algo? —preguntó, como si no hubiese pasado nada. Se estaba tomando muy en serio su perdón. No sabía cómo tenía la fuerza para hacer eso, para fingir, para pasar por alto que la persona que más quería se había acostado con su hermano, para mirarme con dulzura, con pureza.
Negué con la cabeza, con fuerza, y reprimí los labios para evitar que los pequeños gemidos que guardaba mi garganta se me escaparan.
—No—dije, pero no había convicción en mi única palabra—Nada importante.
Y en realidad no lo era, sólo le iba a decir que no tenía nada puesto debajo del suéter y que sentía un poco de frío.
Me separé de Diego sólo para ir a mi habitación, ahí me puse algo más de ropa, zapatos cómodos y metí un par de mudas de mi mejor ropa en una mochila. Pasaríamos lo restante de las vacaciones en casa de los papás de Diego, y más que eso, me ponía nerviosa el hecho de que Alex estaría ahí. Sabía que no pasaría nada entre nosotros, no sería tan estúpida, pero su simple presencia me molestaba tanto como seguro le molestaba a él la mía.
Cuando salimos a encontrar a Alex, este me miró, pero fue tan fugaz que apenas importó, tenía las mejillas cenicientas, y la mano aun vendada, vestía un largo abrigo negro, que lo hacía parecer Nosferatu.
—¿Ya llamaste a Carlos? —preguntó a su hermano, luego de aclararse la voz y hundir la mano sana en el bolsillo del abrigo.
Diego negó, él también iba bien abrigado, se había dado un baño y cambiado de ropa, pero iba de forma tan diferente de Alejandro que no parecían ir juntos, ni siquiera ser amigos.
—¿Entonces cómo vamos a llegar? —inquirió Alex.
—En autobús—contestó Diego.
Alex suspiró.
—¿Y compraste los boletos? —preguntó.
Diego volvió a negar, y yo lo miré. Por la seguridad con la que nos hizo alistarnos pensaba que ya tenía todo listo.
—Entonces desarrollaste la puta tele-transportación —se enfadó Alex, mirándolo—porque ni de chiste vamos a encontrar boletos a esta hora.
—Ya sé, Alejandro—suspiró Diego, mientras tenía la mirada perdida en la lejanía, en la calle donde los autos pasaban zumbando. —No sabía que iríamos. Ni siquiera le he avisado a mamá.
—Entonces dame tu teléfono, voy a llamar a Carlos—insistió Alex.
—¡Que no! —contestó Diego, apartando a Alex de sí, pues este ya se había acercado a él y pretendía meter la mano en el bolsillo de la chamarra de su hermano. —No lo vamos a molestar, él también tiene familia, seguro ahorita está con ellos y no lo va a dejar todo solo por venir a buscarnos. ¡Por una vez, Alejandro, no seas egoísta!
—¡Y a ti qué te importa! —gritó Alex—No lo hace gratis, papá le paga. Hay que llamarlo, o a cualquier otro. Dame tu teléfono.
—Ya te dije que no, Alejandro—contestó Diego, terminante —Vamos solos, vamos a ver si conseguimos boletos, y si no, nos iremos en la próxima corrida.
Alex suspiró con fuerza.
—Nunca te importó cuando al que íbamos a buscar a las tres de la mañana era a ti—masculló Alejandro.
Diego se volvió, y miró a su hermano con toda la censura de la que fue capaz. Se comunicaron en silencio, como solo ellos sabían hacer, y al final, fue Alex el que bajó la mirada, como un niño regañado. Diego soltó el aire, meneó la cabeza y lo volvió a mirar.
—¿Y qué le pasó a tu celular? —inquirió, como para cambiar de tema —¿Se descompuso?
Alex hizo un sonido negativo con la garganta.
—Lo vendí.
Diego rió entre dientes, pero no dijo nada.
Durante el camino a la terminal de autobuses se pelearon otra vez, ahora porque Alex odiaba los taxis convencionales de la ciudad y prefería pagar un servicio privado de transporte, pero Diego, que era el que pagaba todo, se negó. Hacíamos sólo lo que Diego quería, y aunque Alejandro mostraba reticencia, terminaba cediendo cuando se daba cuenta de que Diego ya le había perdonado una muy grande. Era patético verlo encenderse, furioso, listo para despotricar y discutir como a él le gustaba, y callarse en seguida, cuando los recuerdos y el sentido común lo dominaban, o cuando Diego le echaba una mirada, que en realidad nada significaba, pero que él y yo sentíamos como una bofetada.
Y así, callados e incómodos llegamos a la terminal de autobuses, y tal como Alex había pronosticado, no había corridas esa noche, ni las próximas veinticuatro horas. Habría una salida especial el veintiséis de diciembre a las seis de la mañana, y al final, esa fue nuestra elección, bueno, la de Diego. Compró tres boletos de segunda clase, y nos dispusimos a regresar a la escuela, pero de camino compramos comida. Lo único que pudimos encontrar en un día tan caótico como ese fue comida china, que aunque no era de mi especial agrado fue lo que Diego compró.
Al volver a la escuela, nos acomodamos en el piso de la habitación de Diego, cerramos las ventanas, y la puerta, luego nos quitamos los zapatos, las chamarras, y esparcimos sabanas por el piso, creando así un pequeño mundo mullido en donde pasamos la Noche Buena más extraña que podía pasar alguien en la vida.
Ahí, desparramados como estábamos nos repartimos las charolas térmicas y las latas de coca-cola. Para entretenernos y no tener que hablar Alex puso en la computadora de su hermano un documental, algo sobre las estrellas y el universo. Y yo me pregunté si lo hacía a propósito, pues aquello lejos de reconfortarme, como parecía que lo hacía con ellos, me desquiciaba. Pero Alex no podía saber eso, pues sólo se lo había contado a Diego.
La voz del conductor era dulce, y perfecta, la combinación de colores de las estrellas y las nebulosas era encantadora, pero me desesperaba, me hacía preguntarme cosas que de otra manera no lo haría, me ponía una duda en mente, que en cualquier caso, la respuesta seria poco reconfortante. Y también me hacía pensar en si es que la vida era en realidad lo que pensábamos, y no sólo una ilusión extraña de todo, me hacía sentir pequeña, y a la vez tan pesada, como un punto en medio del universo que con el tiempo comenzaría a hundirse, y nada tendría sentido, ni lo que estaba pasando en ese instante, ni Alex y Diego sentados a mis lados, nada. Me hacía preguntarme si así se había sentido mamá cuando hizo lo que hizo, me preguntaba si había sido fácil, o quizá muy difícil. Qué habría pasado por su mente cuando tomó la decisión irrevocable de hacer lo que hizo. Pero si de algo estaba segura, es que no había pensado en mí.
Cuando terminé de juguetear con la comida la aparté de mí, la escondí debajo de la cama, y luego hundí el rostro en el cuello de Diego, y en la voz más baja que logré le pedí cambiar el documental, porque estaba segura que pronto vomitaría si no lo hacía, pero no le dije todo aquello, sólo se lo pedí, y él lo hizo, a pesar del pequeño gruñido de protesta que profirió su hermano. La próxima hora transcurrió en silencio, a excepción del sonido procedente del aparato. Diego y yo seguíamos sentados en el suelo, mientras que Alex se mudó a la cama de Kike.
Y cuando oscureció, él y yo nos dispusimos a ir a la cama también.
—Alejandro—comentó Diego, tallándose el ojo, antes de acostarse a mi lado—Ya es tarde, vete a tu cuarto.
Ya nunca lo llamaba Alex, ahora usaba sólo su nombre completo y lo pronunciaba con un tono extraño, que aunque no era frío, era inusitado entre ellos. Esperaba que pronto, cuando todo se olvidara en verdad, volvieran a llamarse con cariño, de la forma fraternal que tanto me gustaba.
No hubo contestación, por lo que tuvo que apartarse de mi lado, y acercarse a la cama gemela.
—Ey—le dijo, y tomándole un hombro se inclinó a su lado. —Alejandro.
Medio me levanté para mirarlo. Estaba cansada, despeinada, y lista para dormir en cuanto mi espalda tocara una cama, pero aun así me levanté para ver qué pasaba.
—Se durmió —comentó Diego, echándome una miradita.
—Déjalo—susurré, pero no hacía falta, Diego ya le estaba poniendo una manta sobre el cuerpo. Y yo lo miré hacerlo, ese gesto tan normal me punzó el corazón. Él podía echarlo, despertarlo de su profundo sueño y quedarse sólo conmigo para hacer el amor. Pero no lo hizo, así que esa noche dormimos los tres juntos en esa diminuta habitación.
Y en la oscuridad, entre los brazos de Diego, se me ocurrió algo, pero era tan egoísta que me obligué a no pensarlo más, pues además de egoísta, era inmoral y asqueroso.
N/A Este capitulo se lo dedico a tres bellos usuarios del mundo naranja que me han dejado lindos comentarios en los que brindan apoyo para seguir con este proyecto.
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