Capítulo 16: La traición. (1/2)
Lorena no quiso bajar a desayunar en la mañana, tenía los ojos tan hinchados que le daba vergüenza que la gente la viera así, en especial si era Walter, así que fui yo por su comida a la cafetería para llevársela al cuarto. No es que se nos tuviera permitido hacer eso, pero tampoco nos decían nada al respecto siempre y cuando no mancháramos las paredes.
Llevé en una bolsa dos sándwiches, un par de manzanas, un vaso de gelatina y un par de jugos de naranja, cuando en el camino me encontré con Alejandro, y recordé entonces que él tampoco se encontraba muy bien. Me acerqué a donde estaba, hasta que levantó la mirada hacia mí. Se encontraba sentado en la entrada de mi edificio, con un paquete de galletas a lado, su desayuno, al parecer. Tenía la mirada enfadada, ojeras prominentes, el cabello desaliñado. Hasta su ropa parecía no ser la de siempre.
—¿Que te pasó? —pregunté, a lo que él contestó con un sonido gutural y negativo de la garganta.
—¿Te fuiste de antro? —insistí, pues su semblante daba a entender que había pasado la noche sin dormir.
Él volvió a soltar un resoplo.
—Ya quisiera tener dinero para ir a algún lado. —contestó.
—¿Ya desayunaste?—inquirí.
Él negó.
—¿Quieres venir con nosotros?
Cuando Alex atravesó el umbral de nuestra habitación, Lorena, que seguía metida en la cama, con un aspecto de completo desastre, le lanzó una mirada de desagrado, y a mí, unos ojos asesinos.
—¿Y a ti qué madre te pasó? —preguntó él, sin molestarse en preguntarlo con un poco más de tacto, le lancé una mirada de reprimenda, que ni se molestó en notar.
—Que te importa—contestó Lorena, enfurruñada al tiempo que salía de la cama.
—Parece que lloraste toda la noche. —insistió Alex, que parecía gozar con sus preguntas.
—Pues no parece que tú la hayas pasado mejor—contestó ella, sentándose en el suelo, en la alfombra, mientras buscaba dentro de la bolsa con comida que le había entregado.
Alex rió, al igual que yo. Sólo Lorena le contestaba de formas interesantes y brillantes.
En un silencio incomodo, nos pusimos a desayunar desparramados en el suelo aquella comida tan austera con la que contábamos, hasta que Lorena se animó un poco, su rostro moreno adquirió otra vez la lozanía de su edad.
—¿Sabías que Walter es puto? —preguntó ella en dirección a Alex.
Yo me quedé hecha piedra, no por la pregunta, sino por la forma en que la hizo, aquella palabra era demasiado para la virginal boca de mi amiga. Sabía que estaba herida, pero aquella no era la culpa de Walter. Era una palabra horrenda, y así se lo hice saber.
—No le digas así—comenté. —por favor.
Sus mejillas se enrojecieron, y bajó la mirada.
—Sólo se me escapó —se disculpó. —perdón.
—Sí, no le digas así—contestó Alejandro, logrando, por una vez en su vida, que me pusiera de su lado. Walter era uno de sus mejores amigos después de Diego. — Walt no es puto.
Asentí, aprobando su postura, cuando de pronto agregó:
—Es putísimo.
Y ambos se echaron a reír, al punto en que se les saltaban las lágrimas. Sabía que esa mañana ambos estaban heridos por razones distintas, pero no tenían que superarlo a costa de otros.
—¡Cómo si no lo hubieses besado también! —exclamé a Alex, pero él ni se inmutó.
Lorena profirió una exhalación de asombro.
—¿En serio? —preguntó, con una sonrisa escandalizada.
Alejandro se encogió de hombros.
—Estaba probando—contestó.
—¿Cómo con Bere? —inquirió Lore.
Alex negó.
—Eso fue otra cosa —contestó con rapidez—Y lo de Walt si lo sabía, vivo con él. Se la pasa saliendo con uno y con otro. Llega súper tarde al cuarto. ¿Por qué crees que lo castigaron mandándolo al servicio social antes de tiempo?
—Ah, fue por eso—intervine yo, que en realidad no quería seguir hablando de nuestro amigo cuando él no estaba ahí.
—Sí—contestó Alex, husmeando dentro de la bolsa para ver si había algo más que comer. — Y ni le importa que lo sepan, le vale madre.
—Por cierto, ¿En dónde está? —Pregunté para cambiar de tema—¿Y Ángela?
—Ángela fue al doctor—me informó Lorena.
Luego ambas llevamos la mirada a Alex, preguntado por nuestro amigo faltante pero él sólo se encogió de hombros. Seguimos comiendo en silencio, hasta que Alex posó la mirada en Lorena.
—¿Y por qué la pregunta?
Lore se encogió de hombros.
—Me acabo de enterar.
Alex se echó a reír, a pesar del aspecto tan desgraciado que tenía.
—¿Te gusta? —Exclamó, acercándose a Lorena —¿No te habías dado cuenta?
Lorena negó, pero al notar que Alex no pararía de reírse le propinó un golpe en el hombro.
—¡Lárgate si te vas a reír de mis desgracias! —Exclamó, ahora furiosa.
—¡Es que esas no son desgracias! —comentó Alex, sin dejar de reír. —¡Son pendejadas!
Se pelearon por un momento, hasta que Lorena logró echar a Alex de la habitación a base de empujones.
Y ese fue el desayuno del sábado, la hora de la comida fue menos interesante, al igual que la noche. Para ese momento Lorena ya había dejado de sentirse como un desecho humano, era lo suficiente madura como para darse cuenta de que no podía hacer nada al respecto, Walter era así, era otra de las características que lo hacían ser él.
—Me dolió mucho—comentó—pero ya no seguiré llorando por eso. Igual es mi amigo.
En la mañana del domingo, como no vi a Ángela supuse que estaba en su cuarto, durmiendo, y así era, así que no la molesté demasiado tiempo. Más tarde intenté llamar a Diego, para preguntarle si le había ido bien en la fiesta, pero no tenía saldo en el celular. Lorena tampoco tenía, a Walter no lo encontraba, así que el único que me quedó fue Alex. Ya era bastante tarde cuando decidí salir de mi cuarto para ir a buscarlo, el cielo era una franja azul cobalto ribeteada amarillo. Hacía un frío endemoniado, y el viento corría en ráfagas regulares, meciéndome el cabello.
Los pasillos del edificio A estaban quietos, parecía que todos tenían buenos lugares que visitar los domingos por la tarde, menos nosotros, que no teníamos dinero. Caminé con los brazos en torno a mi propio cuerpo, porque el edificio a pesar de tener paredes gruesas estaba helado, era como si el viento entrara por las escaleras como en un embudo y recorriera todo el lugar.
Al acercarme a la puerta del cuarto de Alex noté que estaba abierta, así que eché a correr hacia ahí. Pero todo estaba en orden, él se encontraba sentado en la esquina de la cama, con la guitarra entre las manos.
Al entrar, levantó la mirada de inmediato.
—¿Alex? —pregunté, porque la luz de la habitación estaba apagada y la oscuridad comenzaba a apoderarse del lugar.
—¿Que mierda quieres? —preguntó, con una voz gangosa y arrastrando las palabras.
—¿Estás borracho?—pregunté, con incredulidad, al tiempo que ingresé en la habitación, que estaba hecha un asco. Casi resbalé con un envoltorio del suelo.
Había venido observando desde hacía unos días que Diego y Alejandro eran bastante inútiles para realizar ciertas tareas que para cualquiera resultaría de lo más sencillo. Habían comenzado a amontonar la ropa sucia en una esquina de la habitación porque ya no podían pagar para enviarla a la lavandería, sin embargo la solución eran simple, sólo hacía falta utilizar la lavandería de la escuela, pero para ello tenían que levantarse muy temprano el domingo, y ocupar por si solos las lavadoras, al igual que las secadoras, y además permanecer ahí todo el tiempo que el ciclo de lavado tardara porque de lo contrario podrían robarles la ropa. Algo tan simple como aquello les resultaba de lo más complicado. Tenían diecinueve y veinte años, pero aun así no sabían preparar ni una sola comida decente ni hacer nada por sí mismos.
—No estoy borracho. —contestó, desde la cama en donde se encontraba sentado. Apartó la guitarra de sí con un movimiento torpe.
—Alejandro, —jadeé, y volví la mirada al pasillo—eres un imbécil ¿y qué si viene alguien y te ve así? En serio vas a perder la beca si ven que estas tomando adentro de la escuela.
—Ya es tarde —contestó enfurruñado —¿Quién madre va a venir?
—¡Pues no sé! —contesté, y me volví para cerrar la puerta, que ni la molestia de cerrar se había tomado.—¿Por qué estas tomando?
Él apartó la mirada, como un niño regañado. Yo me acerqué, quería quitarle la botella de líquido ambarino que tenía en la mesita de noche, había también un vaso desechable y refresco de toronja. La caja de la botella estaba en el suelo, adornada con un moño dorado.
—¡Ni madres! —exclamó, cuando se dio cuenta de mis intenciones, agarró la botella y la alejo de mi alcance—no sabes el trabajo que me costó sacársela a Carlos del carro.
—Ey—le dije, poniendo las manos por delante como si de un animal salvaje se tratara—dámela.
Pero él se negó, se arrinconó lo más que pudo en la cama, y ocultó la mirada. Ya había tenido que consolar a dos personas ese fin de semana. ¡Yo no tenía fuerzas para tanto!
—Alex—susurré, ya con el corazón un poco conmovido. —¿Qué tienes?
Él no me contestó, por varios minutos permanecimos quietos, y luego, poco a poco me fui acercando, hasta que pude tomar un pequeño lugar en la esquina de la cama. Alargué la mano, y la puse en su rodilla. Él se pasó las manos por la cara con violencia, hasta que se la dejó más roja de lo que ya estaba. Tenía todo el cabello alborotado, vestía la misma ropa del día anterior, sus pies estaban descalzos, y no llevaba suéter, a pesar del frio que hacía.
—Si te mandó Diego—comentó, con esa voz destrozada por el alcohol y las lágrimas—ya cumpliste con venir a verme, ya te puedes ir.
—Tú no sabes cuánto te quiere y cuanto se preocupa por ti. —comenté, pasándole la mano en la rodilla, como a un niño lastimado. ¡Cuánto le dolería a Diego verlo tan destrozado! Tenía que hacer algo.
—Ay, Diego —comentó, con esa dificultad para articular palabra — puede meterse su preocupación por el culo. Debería enfocarse en resolver sus problemas y no los de los demás.
—No puedes evitar que la gente que te quiere se preocupe por ti—comenté, con una mirada tristona.
Él se quedó callado, con la mirada baja, sorbió por la nariz, se pasó el brazo por la cara y luego se animó a mirarme.
—Soy una mierda —gimió y parecía arrepentido. Tenía los ojos hinchados, como si hubiese estado llorando desde antes que yo llegara. —No fui al cumpleaños de mi mamá. No quería que Diego fuera solo, pero no puedo ir, y ahora papá debe estar diciendo que soy un niño que no puede superar un disgusto. ¡Y todo es culpa de esa perra!
—Alex—le dije, y me acerqué más a él, todo lo que podía. Eran tan extraño verlo así, tan débil, tan susceptible, nada del tempano de ojos verdes que era siempre. —Tienes que perdonarla. Aún es tu mamá.
—¡No! —exclamó, y me apartó de él, sin violencia, más bien con firmeza. —Esa perra no es mi mamá. Es una perra sin vergüenza, ¿cómo se atreve a pisar la casa después de lo que hizo?
—¡Pues sí eres una mierda! —Le grite, enojada también. Me puse de pie y me dirigí a la puerta —¿¡Cómo puedes hablar así de ella!?
—¿Crees que merece más? —se rió, era una risa espantosa, de llanto y amargura. —Me dejó y cree que puede ir a mi casa cada que se le pega la gana.
—Eres un imbécil, tal vez quiere verte—le dije, deteniéndome en el marco.
—Tuvo diecinueve años para verme y jamás fue—exclamó —es una perra que se deshizo de mí tan pronto como pudo.
—¡Era una niña asustada! —Exclamé, con súbita indignación. No me gustaba que se refiriera de esa manera hacia una mujer— ¡Tenía quince años!
—No necesitas tener más para saber que eres una perra—contestó, ahora llorando de coraje. —Se largó y me dejó ¡La desgraciada no me quiso! ¡Tú no puedes entender lo que se siente que no te quiera la persona que debe quererte por sobre todas las cosas!
Alejandro no lo sabía, pero sus palabras eran lacerantes, tan hirientes como cuchillos o agujas bajo la piel. Me tomó algún tiempo no unirme a su llanto.
—Ella tenía quince años—repetí, como si eso no le entrara en la cabeza. —Yo tengo dieciocho, —continué, ahora con voz más suave, porque gritar no servía para explicar mi punto—y ni ahora sabría qué hacer con un bebé.
—Sí sabrías—contestó Alejandro, con la seguridad de quien sabe que saldrá el sol. Se había repantingado a la cama, tenía una pierna recogida, y el mentón sobre ésta.
—No —insistí—me estaría arruinando la vida, y la suya. Te juro que sería muy infeliz con un niño, Alex.
—No—siguió él, y se incorporó de la cama, puso los pies en el piso y me miró, con el rostro hinchado. —No serías capaz de dejarlo una vez que lo vieras.
—No sé—dije, con la mirada clavada en el piso, —ni siquiera creo que yo pueda ser una buena madre. No tuve un buen ejemplo. Tendría que vivirlo para poder contestar a eso.
Entonces nos quedamos callados, cada uno pensando en la madre que nos tocó en la vida, que nos impactó como un meteorito y lo quemó todo a su alrededor. A algunos la vida les daba en donde más les dolía, en la madre, pero a nosotros fue al revés, nuestras madres nos golpearon la vida, por eso cada uno cargaba con ese dolor que no era nuestro, pero que estaba ahí, incomodo, doloroso, que no terminaba de doler ni de sanar.
—Carmen nunca dejó a Diego—comentó Alex, en un susurro tan pequeño que me tuve que acercar para saber si se dirigía a mí o solo estaba llorando otra vez. Pero al verle el rostro, con sus ojos fijos en mí, noté que no, que me hablaba, y no era el típico Alejandro que fingía que todo estaba bien, era el niño que descubrió que no era querido, el niño que lloró en silencio pero que a gritos y a puñetazos le hizo saber al todo el mundo lo enojado que estaba con una persona que había sido muy joven como para saber el daño que causaría.
Suspiré.
—Si no quería cuidarme —dijo, y me di cuenta de que otra vez estaba hablando de ella, de su madre—pudo dejarme en casa y hacer como si yo no existiera, son una familia de dinero, Ingrid, tienen tanto o más dinero que papá, pudo pagar niñeras las veinticuatro horas si no quería cuidarme, pero no tenía que alejarme de ella.
Y después se echó a llorar, en un llanto tan lastimero que temí echarme a llorar con él. Me quede ahí, de pie, temblando, sintiendo que las lágrimas pugnaban por salir. "No llores" me dije, y lo seguí repitiendo una y otra vez como una letanía lejana, la misma que había escuchado en mi mente desde que mi propia madre había abandonado la tierra. Y de pronto me encontré cambiando mi rezo "deja de llorar...deja de llorar" "Sólo para de llorar, Ingrid deja de llorar"
Me acerqué a él, a aquel puñado de sal en que se había reducido en menos de cinco minutos y le pasé el brazo por sus hombros. Alex era delgado, por lo que puede atraerlo hasta mí y dejar que se recargara en el costado de mi cuerpo, en donde sollozó, sollozó como lo hacen las personas que llevan mucho tiempo intentando no hacerlo, con fuerza, sin piedad.
—Y eso no es lo peor —continuó, entre lágrimas y alcohol. —se largó con él, con mi papá biológico. A los veinte años fue a buscarlo, y luego se casaron. Yo tenía cinco años entonces, podían volver por mí, aun podría acostumbrarme a ellos, a quererlos, pero los desgraciados crearon una familia en la que decidieron que no había lugar para mí.
—Es que no es lo mismo—le dije, apretándolo contra mí, haciendo como si mi propio corazón no quisiera estallar como lo estaba haciendo el suyo. Como si no quisiera gritar y preguntarles a las personas que debían amarme más que nada porqué se habían destrozado de esa manera, llevándome en el camino. —No todas las historias son iguales, algunas son más tristes.
—¿Y por qué chingados es diferente? —preguntó, con renovadas fuerzas. —La mamá de Diego tenía diecisiete años, y prefirió trabajar de sirvienta antes que pensar en dejar a su hijo. ¡No tenía estudios, no tenía una casa, ni unos padres que la ayudaran, ni siquiera tenía al papá de Diego para ayudarla, no tenía nada y aun así nunca lo dejó!
—Pero tus papás la ayudaron.
Él asintió. Estaba ahora un poco apartado de mí, lo suficiente para que sus ojos pudieran verme todo el rostro, pero no tanto para evitar que mi brazo lo soltara.
—Y por eso pudo haber sido una pésima madre, —contestó— pudo irse de antro toda la noche sin preocuparse porque sabía que a su hijo lo cuidaban personas adultas y responsables. Pudo salir con cuántos hombres la pretendían, pudo dejar la escuela. Pero no hizo nada de eso. Iba a ver a Diego todos días mientras estudiaba, no hubo vacaciones sin que Diego pasara una semana con ella, no hubo un fin de semana en que ella lo regresara a casa sin haber pasado cada minuto con él. Nunca faltaron sus regalos de navidad ni de cumpleaños. Ella prefirió a su hijo antes que a nadie. ¿Por qué ella no pudo hacer lo mismo por mí, Ingrid?
Y en ese punto, volví la cara hacia la pared y suspiré, al tiempo que se me escapaban las lágrimas ahora con más fuerza. Alejandro iba a acabarme la vida a base de quitarme suspiros, unos de ternura, otros de dolor. Las madres debían preferir siempre a sus hijos, pero ahí estábamos nosotros, dos pruebas vivientes de que no siempre era así.
—Pero es Diego—continuó él, con la voz ronca—¿Quién no lo va a preferir? Todos lo prefieren a él. Hasta cuando era niño era perfecto.
Esas palabras me sacaron de cavilaciones, me volví a mirarlo, con ojos abiertos como faros, porque había ahí una amarga envidia. Jamás imaginé que pudiera haber envidia por parte de él. Sabía que había amor y mucha comprensión, pero la envidia era algo que no esperé.
—Diego y sus calificaciones perfectas, —siguió—, sus putos cuadros que a todo mundo le gustan, sus malditos murales. Diego es una mierda perfecta. Y yo solo soy su sombra.
—Alex, no...—le dije casi aterrada de que pensara así, pero él siguió.
—Diego lo hace todo bien, y hasta cuando hace algo mal resulta que no es su culpa. La única pendejada que ha hecho en su vida fue en parte culpa mía.
—¿Y qué hizo?—pregunté, pero él no me contestó.
—Hasta tú lo preferiste. —dijo en cambio, sin dejar de mirarme—¿Pero cómo iba a gustarte yo si ya lo habías conocido a él?
N/A
Este capitulo va dedicado a todos esos lindos y lindas lectoras que van al corriente con la novela, a esos seres hermosos que ni bien publico ya están manifestandose con una hermosa estrella titilante. GRACIAS. Los mencionaría si esta cosa me deja etiquetar, pero ustedes saben quienes son. :* <3
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