Capítulo 15: Antes de la tormenta. (2/2)
Pensé en ir a ver a Alex esa noche, pues aún no eran las diez, podía quedarme una hora con él hasta que debiera irme a mi habitación, pero decidí que no lo haría. Diego no tenía que saber que había dejado a su hermano sólo y amargado cuando más necesitaba la compañía de alguien, de cualquier forma, estaba bien segura de que éste no lo agradecería.
Así que fui a mi habitación, casi tranquila, sólo una pizca de mi corazón estaba inquieta, pero mejoraría cuando Diego volviera. En esa última semana, nos habíamos vuelto más cercanos que nunca, la falta de dinero nos había unido de formas inexplicables, pensaba que sería todo lo contrario, porque no hacíamos más que vernos las caras, y los bolsillos vacíos, pero no había sido así. Conversábamos casi todo el tiempo, conversábamos mucho sobre pintura, sobre libros, leíamos en voz alta para el otro, nos la pasábamos en el parque, sentados, mirando a la gente pasar, estudiábamos juntos, escuchábamos música juntos, de esa clásica que Alejandro nos recomendaba. Hacíamos cosas simples, pero bonitas, nos alejábamos de todo eso que el dinero pone entre las personas, cosas materiales, cosas que cuando ya no lo tenemos, nos damos cuenta de que en verdad no eran tan importantes.
Cuando llegué a la habitación me di cuenta de que estaba vacía, o por lo menos eso creí, busqué a tientas el interruptor en la pared y cuando por fin di con él la luz blanca inundó el pequeño lugar. Fue entonces cuando noté que Lorena estaba en su cama echa un ovillo sollozante. La cama estaba deshecha, y las fotos esparcidas por el suelo y por las sabanas, como una sopa.
—Lore—dije, pensando en lo peor. —¿Qué te pasó?
Ella no me contestó, así que fui yo a su lecho, me senté en el borde, temerosa de lastimarla, si es que se sentía mal.
—¿Qué te pasó? —insistí, poniéndole una mano sobre la manta, en donde me parecía que era su hombro, pero al moverse me di cuenta de que era su cabeza, en realidad. Se quitó las sabanas de encima, y me dedicó una mirada de inflamados ojos rojos. Sentí una grieta en mi corazón. Mi amiga, que era la más sonriente de todas.
—Ay, Lore—dije—Dime que te pasó.
—Es que tengo mala suerte—gimió, recostando de buena gana su cabeza sobre mis piernas.
—¿Por qué dices eso? —le dije, mientras le apartaba los cabellos negros que se le pegaban a las sienes sudorosas. —Eres la más destacada de tu clase, la más alegre, la más amable.
Era extraño como me salían las palabras cálidas y sanadoras para el resto de las personas pero no para consolar mi propia alma dolorida.
—Sí —lloró ella —pero es que de qué me sirve eso. Nunca me sale nada bien.
No entendía de qué me hablaba, pero comprendí que no necesitaba preguntar mucho, ella, si quería me lo contaría, y si no era así, yo me quedaría ahí, pasándole las manos por la espalda y cabello, porque ese era el deber de una amiga.
Ella lloró un rato, mientras yo me dedicaba a juntar las fotos que había a mi alcance, y mientras las miraba, noté que había unas que jamás había visto. Lorena aparecía en todas, adolescente aún, sonriente, con el cabello mucho más largo. Algunas habían sido tomadas en ruinas arqueológicas, otras en parques llenos de palomas, algunas más en la playa, en faros, en jardines, en caminos escabrosos. Parecían tomadas sin mucho cuidado, sonrisas verdaderas, fugaces, momentos atrapados para la posteridad. Pero había en algunas fotos, a lado de Lorena, un muchacho, que por raro que me pareciera, se me hacía familiar, sólo que era un rostro que no había visto antes, era un rostro amable, lleno de bondad, tenía una sonrisa que podría gustarle a cualquiera. Tomé una foto, y detrás de ella había una inscripción. "03/11/08. Lorena y yo"
—¿Qué te paso? —Insistí entonces—puedes contarme.
—¡Es que él no me va a querer nunca!—exclamó, y me tomó por sorpresa. Dejé la foto en la cama, olvidándola por completo.
—¿¡Quien!?—pregunté. No tenía idea de que Lorena pudiera estar deseando el amor de alguien en particular por aquellos días, ella jamás comentaba nada que no fuera su pasión por tomar fotos en el momento indicado.
Pero ella no me contestó, siguió hablando.
—¡Es que ni siquiera le gustan las mujeres! —Sollozó —¡Por eso nunca me mira, por eso nunca me corresponde!
Me quedé sin habla.
—Lo vi besándose con otro hombre—continuó, hablando a borbotones y enterrando la cara entre las sabanas—lo fui a buscar para invitarlo a ir al cine, y lo vi.
—¡Qué! ¡No! —le dije, suponiendo, de forma estúpida, de quien se trataba —Sólo está experimentando, él me lo dijo, Alex no es gay.
—¡No! —Exclamó ella, mirándome furiosa —¡Es Walter! ¿¡Por qué siempre piensas que hablo de Alejandro!? ¿A quién le importa ese imbécil? Es Walt, lo vi besándose con uno de sus profes.
Y en ese momento un jadeo enorme se escapó de mis labios. Agarré a Lorena por los hombros y la hice mirarme.
—No puedes andar diciendo eso, —le dije en voz baja— tal vez te confundiste.
—No—insistió ella—te juro que lo vi, estaban en un aula. Walter parecía sorprendido pero igual accedió.
Me daba cuenta que a Lorena lo que le dolía era que Walt se besara con otro hombre, sin embargo, yo ya lo había visto haciéndolo, y luego aparentando como si eso no hubiese pasado. No era eso lo que me escandalizaba, era el hecho de que fuera con un profesor. ¡Un profesor del Salazar había hecho algo así! No lo creía. Y había otra cosa que me desconcertaba, era no haber notado las inclinaciones de Lorena por nuestro amigo, ni siquiera se me pasó por la mente aquello, de ser así, le habría comentado, por lo menos de pasada, que lo había visto besando a Alex, que ya lo sabía. Sólo que no mencioné aquello a nadie porque me preocupaba lo que pensaran de Alejandro, por alguna razón, lo estaba protegiendo, quizá por Diego, quizá por él mismo, o por mí. No sabía.
—Lo siento—le dije—no me había dado cuenta de que te gusta Walt.
—Desde el primer año, Ingrid —gimoteó ella. —Me gusta desde que entré en el Salazar.
No sabía que más decir, no sabía cómo ayudar a un corazón roto, aun cuando el mío también lo estaba, y desde hacía muchísimo tiempo. Me acosté a su lado, sin dejar de pasarle las manos por el cabello.
Ella soltó un suspiró, de esos que destrozan el alma, y se incorporó en la cama luego de mucho rato de estar acostada, se puso a recolectar sus fotos del suelo y de las sabanas. Yo la ayudé, preguntándome porque las había arrancado de la pared, y tirado por todos lados. Parecía el resultado de un violento arrebato.
—¿Quién es él? —pregunté, cuando ya tenía un puñado apilado de fotos en las manos, ella, como una liebre azuzada levantó la mirada de otra foto que observaba y me arrebató de las manos.
—Se llamaba Alonso—contestó.
Yo la miré con ojos tristones porque había dicho aquello en pasado. Repetí el nombre en mi mente, pues me pareció bonito, algo adecuado para un chico con aquella sonrisa, una que iluminaba el mundo. En ese momento no sabían qué había sido para Lorena, pero lo intuí, y más tarde, luego de un par de conversaciones con ella, supe que no me equivocaba al considerarlo una persona querida, muy querida.
—¿Falleció? —pregunté, y fue más en un tono plano, casi sin la acentuación final de pregunta. Ella asintió, volviendo como una masa blanda de carne, a la cama.
—Ya te dije que nada me sale bien—susurró.
Ya casi no me quedaban palabras, así que me acerqué más a ella, y le puse el brazo sobre la cintura, y la atraje hacia mí. Estaba llorando, no sólo por Walter, noté, sino por ese chico, en la foto, que luego de pensarlo, me pareció que hasta tenia cierto parecido a él, sí, en la sonrisa que iluminada el mundo. Quizá Walter había provocado el llanto inicial de mi amiga, pero el recuerdo del otro muchacho había tocado una fibra sensible en su ser, Y es que a veces, cuando la gente lloraba tan poco por lo que debería de llorar, corría el riesgo de llorar luego por cosas que no tenían tanta importancia, pero en realidad no era por eso.
—¿Lloras por él? —pregunté, sin detenerme mucho a pensar en si mis palabras eran hirientes.
Pero ella no contestó. Yo suspiré.
—Hay personas que son así—le dije, intentando con fuerza no pensar en el astro que se había apagado frente a mí—, tan brillantes, tan cálidas, hermosas y vivas. Tienen tanta vida que despiden luz. Son personas tan hermosas que no deben permanecer demasiado tiempo en la tierra. Las necesitan en algún lugar, no sé en donde, pero no es aquí.
—¿Tú crees? —inquirió, sorbiendo por la nariz.
Volví a asentir.
—Y por Walt, —continué—él no es para ti, habrá alguien muchísimo mejor, alguien que te ame con locura, hasta los huesos. Como Diego me quiere a mí.
Ella sonrió entre las lágrimas.
—¿Y cómo sabes tanto? —preguntó.
Me encogí de hombros, lo mismo que había hecho ella el primer día de clases en que me dijo que lo más importante era quererse a uno mismo, y aceptarse.
—Quién sabe—contesté.
Cuando las lágrimas dejaron de fluir, supe un poco sobre el chico de sonrisa brillante de la foto. El llanto siempre dejaba a las personas con ganas de hablar, las dejaba accesibles. Lorena había tenido un novio, el único, y lo había sido desde que eran niños. Estudió fotografía el primer año en que incorporaron la carrera en el instituto Salazar, y un año después él falleció en un accidente de carro, era por eso que Lorena había elegido el Salazar, aun cuando le quedaba muy lejos de casa, tan lejos que tenía que viajar casi seis horas para visitar a sus padres en las vacaciones. Quería estudiar en donde él había estudiado, ambos querían estudiar fotografía desde que tenían memoria.
Me era difícil procesar la historia de Lorena, porque había pasado hacia tan poco, y aun así ella se mostraba sonriente casi todos los días, tenía más animo que yo, o que Alejandro. Ella era como un enorme girasol, feliz sólo por despertar en las mañanas. ¿Por qué yo no podía sanar como ella? ¿Por qué se me hacía tan difícil seguir adelante? ¿Por qué ella podía contarle al mundo sus desgracias y yo no podía ni articular media palabra sobre lo que había marcado mi vida?
No pude evitarlo y le pregunté cómo era capaz de sonreír cuando algo así le había pasado. Se limitó a contestar que era por él, porque estaba viviendo lo qué quizá él no había vivido, sin dejar de ser ella.
Sonreí, pensando en que Lorena era tan diferente, en vez de llorar todos los días, sonreía y lloraba sólo cuando era necesario. Yo hacía justo lo contrario, o bueno, lo hacía en casa, cuando estaba sola, y es que siempre lo estaba.
Ese día conocí la razón de que Lorena me atrajera, al igual que sabía la razón de Alejandro, de Ángela, y quizá incluso la de Walter. Éramos un pequeño puñado de estrellas titilantes, que se negaba a apagar. Un conjunto de jóvenes adultos a los que la vida les había golpeado con fuerza demasiado pronto.
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