Capítulo 15: Antes de la tormenta. (1/2)

Tocaba los aterciopelados bordes del sueño, me estaba quedando dormida, como se quedan dormidos los niños, casi sin notarlo. Estaba bien abrigada, sentada en el suelo del parque, con la mochila como almohada.

La escuela ya de por si era difícil, pero sin dinero lo era aún más, estaba cansada, había terminado de hacer mi tarea del día anterior casi a las tres de la mañana, me presenté a las siete a clase, luego fui con Diego, como hacía casi todos los días para vender los cuadros, a montar nuestro pequeño puesto improvisado. Todo aquello era necesario, pues papá se había desentendido por completo de mí, subsistíamos con lo poco que ganábamos ahí, con el dinero que Diego tenía guardado y lo muy austeros que éramos, así habíamos pasado el último cuarto de mes.

—Ey—me llamó Diego, que realizaba un dibujo, encargo de una muchacha de unos quince años. —Si tienes sueño, ve a dormir a la casa, yo termino esto y te alcanzo.

Medio sonreí, él había dicho casa, como si ambos viviéramos en una pequeña casa a la que pudiéramos llegar a refugiarnos y no esas diminutas habitaciones de la escuela que eran nuestro hogar.

—Te espero—contesté.

—En serio —insistió él, apenas mirándome, el dibujo ocupaba casi toda su atención, estaba difuminándolo con los dedos, en donde debía haber sombras. El cabello le caía en la cara, tenía el ceño fruncido, creando una expresión de concentración —Vete a dormir, mañana aun es viernes, y tenemos que ir a clases.

Como un perezoso me puse de pie, y me incliné a besarle la cara.

—Bueno—dije—no te tardes.

—No—comentó, sonriéndome con calidez, —pasare a verte a tu cuarto cuando llegue.

Subí el cierre de la chamarra que llevaba, sujeté las cintas de mi mochila y así me eché a andar a la escuela. El trayecto era corto, pero en esas fechas el frío comenzaba a sentirse con más intensidad, logrando que unas cuadras se volvieran para mí un pequeño martirio. A grandes zancadas travesé el parque, crucé un par de calles y me adentré en el campus de la escuela. Con pereza atravesé las puertas, y cuando ya iba en los pasillos el calor comenzó a entrar en mis huesos, pero ya no tenía sueño, era curioso como una caminata podía ahuyentar un cansancio tan grande como el mío.

Me detuve en el pasillo de las salas de música, para ver si Alejandro seguía por ahí, quería decirle que fuera a acompañar a Diego. Pero no se oía nada, así que me fijé en cada sala, hasta que lo encontré en una, se encontraba sentado en el suelo, cerca de la puerta. Ahí no hacía frío, por eso él llevaba solo una camisa azul de mangas largas, que estaba toda arrugada.

—¿Qué haces? —inquirí, y él levantó un cuaderno en respuesta.

Asentí, al tiempo que me colaba en la habitación y tomaba asiento a su lado.

—¿Puedo ver? —pregunté.

Él me miró, receloso, reprimió los labios y luego me pasó el cuaderno en el que había estado trabajando. Eran las primeras líneas de una canción, la hoja estaba toda sucia y arrugada gracias a los rayones y borrones que había recibido. Aún no había nada en claro, no sabía de qué trataba la canción. Me pregunté si sería similar a escribir un cuento, debía serlo, quizá hasta podría serle de ayuda.

—¿Puedo ayudarte? —pregunté.

Él me miró, sorprendido, luego se encogió de hombros.

—No sé—comentó, y me pidió el cuaderno con un ademan.

—¿Para quién es? —inquirí.

Él tenía la mirada clavada en la hoja percudida del cuaderno, no me miró por largo rato, pero al final, lo hizo.

—Para mi biológica.

Asentí. Diego me había comentado que aquella era la forma en que él se refería a su madre biológica, no me lo había aclarado muy bien, pero me parecía que Alejandro no la quería, por lo tanto creía que no merecía el calificativo de madre.

—Perdón—dije, y apoyé una mano en el suelo, dispuesta a levantarme e irme.

—Qué importa—contestó. —si ya lo sabes.

Lo poco que me había levantado me volví a sentar a su lado. Permanecí mirándolo un rato, preguntándome porque estaba tan calmado, tan accesible.

—¿Por qué lo haces? —insistí. —¿Por qué escribes sobre ella?

Quería saber si servía para algo, aquello era algo que yo no había intentado, escribir para alguien que ya no estaba, dirigirme a personas que jamás escucharían nada de lo que les decía. Quizá con Alex era distinto, su madre si podría escucharlo, aunque no había querido hacerlo durante toda su vida.

—No sé—comentó, mirándome con una expresión de completa derrota —, se siente de la chingada saber que no te quisieron. Tengo que decírselo a alguien.

Desvié la mirada de prisa, lejos del alcance de sus inquisitivos ojos verdes. Las palabras de Alejandro siempre eran como puñales a mi alma, pero era mi culpa, sabía que no debía preguntar, lo sabía, y aun así lo había hecho. Y ahora tenía esas ganas inmensas de llorar, las lágrimas pesaban detrás de mis ojos, quemaban como el infierno. Yo siempre estaba a punto del llanto. A veces estaba bien, muy bien, estaba animada, feliz e inspirada pero hacía falta solo una pequeña ráfaga de viento en la dirección equivocada para hacerme romper en llanto. Cualquier escena, palabra, o cosa, me hacía recordar y sentirme mal.

En ocasiones Alex decía algo, o tenía una cierta mirada, cosas que yo reconocía en mí misma, como en ese momento, que me hacían sentir expuesta en su compañía, era como si él pudiera verlo todo, más incluso que Diego.

—Ya me voy —dije, y de un brinco me puse de pie —sólo venía para preguntarte si puedes ir a buscar a Diego, se quedó en el parque y necesita ayuda para traer todo de vuelta.

Alejandro me miró, se puso de pie y quedó justo frente a mí.

—No lo dejes solo. —comentó.

Fruncí el ceño, a veces lo comprendía, como había ocurrido un segundo antes, y a veces no.

—Por eso te pido que vayas a ayudarle—contesté.

—Ya voy —comentó en un murmullo.

Al llegar a mi habitación, caí rendida en la cama, me sumergí tan rápido en los sueños que ni siquiera me molesté en cambiarme de ropa. Fue Diego el que más tarde apareció, me quitó los zapatos y la chamarra de mezclilla que tenía puesta. Se sentó a mi lado.

—Ingrid—susurró.

Yo me revolví entre la sabana, molesta. Estaba tan cansada.

—Ey—insistió, al tiempo que me apartaba el cabello de la cara—tengo una buena noticia.

Luego de un gruñido de resignación por fin abrí los ojos, ahora con una pizca de alegría por escuchar sus palabras. Hacia tantos días que no nos pasaba nada bueno, aparte de la venta del cuadro, que necesitaba oírlo. Ser estudiante, y sin dinero, era más duro de lo que me había esperado.

—¿Qué es? —Pregunté, y me abrace a sus piernas —Cuéntame.

—Bueno, —comentó Diego, aun acariciándome la cabeza —me llamó mamá hace rato, la mamá de Alejandro —me aclaró, él siempre tenía la amabilidad de explicarme a quien se refería, pues aunque las diferenciaba llamándolas mamá o madre, yo no sabía quién era quién —Es su cumpleaños el sábado, va hacer una fiesta y quiere que Alex y yo vayamos.

—Aja—asentí.

—Creo que es bueno, —continuó —quizá si Alex y yo vamos a la casa nos den algo de dinero, tal vez los convenza de que es para la escuela.

¿Para qué más podría ser? Me pregunté, ¿por qué esos padres egoístas no querían darles dinero a sus hijos, que acostumbrados a comer lo mejor, ahora se la pasaban comiendo comida de la calle?

—Me parece bien—comenté, y luego me quedé dormida.

A la tarde siguiente, me encontré con una discusión, que más que fraternal, parecía marital. Alex se encontraba en el cuarto de Diego, y ambos se encontraban una pequeña discusión que comenzaba a tornarse acalorada. Diego quería convencer a su hermano al tiempo que parecía querer asestarle uno que otro golpe.

—Es el cumpleaños de mamá, Alex —decía, con fuerza—papá se va a encabronar si no vas conmigo.

—¡Hazle como quieras!—contestó Alex, dándole la espalda a su hermano—Dile que me enfermé, que no quiero verle la cara, no sé, pero no voy a ir.

—¿Crees que yo quiero ir? —Inquirió Diego, al tiempo que tomaba a su hermano por el hombro y lo hacía girarse— ¿Crees que quiero que sigan preguntándome cada quince minutos si estoy bien? ¡No, mierda! Pero necesito ir, necesito que papá vea que me estoy portando bien, y que me de dinero.

Alex no contestó.

—Es tu madre, Alejandro—siguió Diego, con voz contenida —ni siquiera es la mía, es tu madre, y si no vas, va a pensar que algo pasó, ya sabes cómo se pone cuando no nos ve llegar juntos.

Alex siguió sin contestar, pero se movió, se fue a sentar en el borde de la cama de la derecha, en donde hundió la cara entre las manos. Diego se acercó, proyectando su sombra sobre él.

—¿Vas a ir, sí o no? —insistió.

—Mamá tendrá otros cumpleaños—se limitó a contestar Alex, a lo que Diego acabó por explotar.

—¡Eres una mierda! —Exclamó —Por una vez necesito que vayas, que estés ahí conmigo y no se puede contar contigo. ¡Es el puto cumpleaños de mamá, necesito que estés ahí tres pinches horas y no puedes hacer eso por mí! ¡Tú sabes cuánto me molesta estar ahí solo!

—Andrea también va a ir—contestó Alex, tajando la situación al tiempo que le dedicaba la mirada a Diego. Lo miró de una forma en que le decía todo lo que yo no entendía en esas cinco simples palabras.

Diego se quedó callado, bajó las manos, y las dejó colgando a su costado. De pronto su ceño fruncido se desdibujó, su respiración se tranquilizó. Suspiró con resignación y se fue a sentar a lado de su hermano al tiempo que le ponía una mano en el hombro.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó, con la mirada de comprensión en su rostro.

Pero en ese momento entré en la habitación. No me habían visto, a pesar de que no me esforcé de lo contrario.

—¿Qué pasó? —pregunté, como si no me hubiese dado cuenta de que hacía unos minutos se estaban gritando.

—Nada—contestó Alejandro, que se puso de pie de prisa —Que tu novio me quiere obligar a ir a casa de mis papás como si fuera un niño.

—Es el cumple de tu mamá ¿no? —inquirí. —deberías ir.

—Pero no quiero ir, mierda—contestó, dedicándome una última mirada, y luego salió de la habitación.

Llevé la mirada a Diego, que estaba en la cama.

—Si quieres voy contigo—comenté, sentándome a su lado.

Él negó con la cabeza, y me pasó un brazo por la cintura.

—No quiero que te hostiguen—comentó —No les he hablado de ti. Aprovechare para hacerlo, así cuando te lleve a conocerlos se comportaran.

Sonreí.

—¿Y por qué lo harían? —pregunté, mientras él se pasaba una mano por la cara con fuerza, como si quisiera arrancarse la piel. Noté que tenía las uñas mordidas, casi a punto de sangrar, así que le tomé la mano.

—¿Desde cuándo te muerdes las uñas? —pregunté, olvidando lo que quería saber. Diego tenía una uñas bonitas, casi envidiables para cualquier mujer, y por lo regular las llevaba un poco largas, ahora tenía casi todos los dedos expuestos.

Él me sonrió, pero retiró su mano de las mías.

—No es nada—contestó, y se acercó para besarme, fue un beso cálido, pero con un toque de desesperanza. No entendía porque le causaba tanto estrés la idea de visitar a sus padres.

Me quedé acostada sobre la cama con él unos minutos, luego se levantó para comenzar a alistarse. Se tardó largo rato en el baño, aunque mucho menos de lo que tardaba yo, y cuando por fin salió, le dediqué una sonrisa de auténtica sorpresa. Se había rasurado toda esa fea barba y bigote que tanto le gustaban, se había echado todo el largo cabello café para atrás y luego a un costado, logrando que le cayera en una onda a lado del rostro limpio. Llevaba una camisa lisa de color azul oscuro de mangas largas, sin ninguna arruga, además de pantalones de color caqui e impecables zapatos de vestir.

—¿Me veo decente? —preguntó, de pie en el marco de la puerta del baño.

Me levanté de la cama en donde estaba recostada y fui a su encuentro, me tuve que poner de puntitas para tomarle el rostro con ambas manos, le besé con rapidez los labios y las mejillas, al tiempo que le sonreí con ganas, contenta de tener un novio tan guapo, porque a mis ojos, así era él, perfecto.

—Tú siempre te ves decente—le dije, acariciándole las mejillas y sintiendo el olor a jabón desprenderse de su piel. Aunque no era del todo cierto.

Indecente no era, tampoco, esa no era la palabra adecuada, pero él lo pensaba porque que casi nunca se le veía más que con zapatos casuales, o tenis, y con esas playeras blancas de algodón, que en más de una ocasión iban manchadas de pintura. Además, el cabello lo tenía tan largo que comenzaba a llegarle más allá del mentón.

Él sonrió y con cuidado me apartó las manos.

—Es en serio—dijo, mirándome con atención—Quiero verme bien.

Miré en sus ojos toda la preocupación que le causaba pensar que no se veía bien, o decente, como decía él. No entendía por qué le preocupaba tanto impresionar a las personas de esa fiesta, cuando eran su misma familia.

—Y yo lo digo también en serio—comenté—, siempre te ves bien. Aunque un corte de cabello no te iría mal.

Diego levantó una ceja.

—No quise gastar dinero en eso.

—Puedo hacerlo yo, si quieres, —comenté, con una sonrisita.

—¿Sabes cortar cabello? —se impresionó.

—No —me encogí de hombros—, pero no ha de ser muy difícil.

—Prefiero no experimentar ahora —se rió—tal vez después.

Luego se puso serio otra vez.

—Es que papá es tan exigente—suspiró, como si pudiera leer la pregunta en mis ojos, mientras tiraba de mi mano, nos acercamos a la cama en donde él sentó mientras yo me quedaba de pie. Con los brazos me rodeó la cintura, y enterró el rostro en mi vientre —, tan estricto, tan hiriente cuando se lo propone. A mamá no le molesta como me visto, pero cuando él está regañándome por eso ella no hace nada para callarlo.

—Dieguito—dije, peinando su espeso cabello café con mis dedos. —¿Son tan malos?

Él negó con la cabeza, pero sin mirarme.

—No, es sólo que no nos dejan en paz, siempre tenemos que hacer lo que él dice.

Lo abracé con fuerza, pensando en que a mí nadie nunca me había dicho que era lo que tenía que hacer, de hecho, nunca me habían dicho nada sobre cómo hacer mi vida. Mis padres eran de esa clase de personas que se dedicaban más a amarse y a pelearse entre ellos que a prestarme la más mínima pizca de atención. Había crecido pensando que todos los padres eran iguales, pero ahora descubría que había varios tipos, peores incluso.

Diego suspiró y por fin levantó la mirada.

—Pero bueno—dijo, con el ánimo de vuelta en sus ojos—Mandaron a Carlos por mí, él va a llegar como a las ocho así que tengo que estar abajo.

Y aunque Diego trató de soltarse de mi agarré, lo mantuve bien sujeto.

—Ey—le dije—sorpréndelos, diviértete, y dile a tu mamá, bueno, a las dos, que eres el mejor de tu grupo, el más listo, el más guapo, el más todo. Y a tu papá—continué, con una sonrisa—dile que él no tiene sentido de la moda, así se visten los chicos ahora.

Diego soltó una risita, que era lo que estaba buscando.

—Se lo diré—dijo, aun sonriendo.

Decidimos esperar al chofer afuera de la escuela, no sentamos en las escaleritas del edificio "A" Ahí, el viento corría helado, alborotándonos los cabellos, así que estábamos bien juntos, conversando, y prestando atención a todos los autos que entraban en el estacionamiento.

—¿No vas a llevar ropa para la fiesta? —le pregunté, pues Diego no llevaba consigo más que su celular.

—No—contestó—tengo ropa en la casa, además seguro mamá ya organizó lo que quiere que me ponga.

Medio me reí, sus padres debían ser bastante más controladores de lo que me imaginaba como para hacer eso, y por si no fuera poco, Diego no lidiaba con un par de padres, como el resto de las personas, sino con una madre extra. Lo abracé más, porque deseaba poder ir con él, para hacerle la fiesta más amena, sin embargo no me habían invitado, y él no quería causarles problemas, ni a sí mismo, desobedeciendo, además la razón por la que iba era para conseguir dinero para una semana más, por lo que lo mejor era causar buena impresión.

—Dios, —comentó Diego de pronto—no he ido a casa desde hace más de un año. Desde que entramos en el Salazar sólo he ido una vez. Y eso porque me sentía muy mal y necesitaba su ayuda.

—¿Por qué? — exclamé.

—Porque papá dijo que no fuéramos a la casa a menos que deseáramos quedarnos y vivir como él quiere, manda y ordena.

—Ah—dije, pensando en que yo no volvía a casa porque no quería, mientras que ellos no volvían, bueno, por la misma razón, sólo que por condiciones diferentes.

Y seguía cavilando en eso, cuando los faros de un auto nos iluminaron. Diego distinguió el carro, en el que venía el chofer al que más confianza le tenía su papá, el único que podría transportar a los hijos de un hombre tan severo como era aquel que me describía.

Diego se puso de pie, y me ayudó a incorporar luego.

—Diviértete—dije, —no bebas mucho. Mándales saludos a tus papás.

Él sonrió con desgana.

—Me matan si me ven tomando—comentó, al tiempo que se acercaba a mí para besarme. Me besó como si no tuviera prisa por irse, por primera vez sentí la suavidad de su rostro contra el mío, estaba acostumbrada a la aspereza de su mentón barbudo. Me tomó por la cintura y me trajo más hacia sí, intensificando el beso, hasta que logró ponerme las mejillas cálidas en esa noche tan helada.

—Te quiero mucho—comentó, aun sin apartarse.

—Yo también —contesté, mientras lo abrazaba, y ponía mi mentón en su hombro. Estaba en un escalón más arriba que él, así que no me costaba mucho trabajo alcanzarlo.

—Volveré el lunes en la tarde si es que no me entretienen mucho—siguió.

—Bueno—acepté.

—Te dejaré dinero—me informó, cuando se apartó de mí. Hundió los dedos en el bolsillo de su pantalón y de ahí sacó billetes arrugados. —No es mucho, pero te alcanzara hasta que yo regrese.

Recibí el dinero, y aunque me sentía muy inútil por tener que hacerlo, no tenía otra opción. Papá se había olvidado por completo de mí, ya ni siquiera me mandaba lo que habíamos acordado al principio.

Me besó otra vez, con fervor, y echó a andar hacia el carro negro, pero a medio camino se detuvo y regresó corriendo.

—Un favor, Ingrid—dijo, con el rostro preocupado. Puse una expresión de preocupación también, quizá había olvidado algo importante.

—¿Qué es? —pregunté, con verdadero interés por ayudarlo.

—Ve a ver a Alejandro—contestó—, se quedó muy enojado, él quería ir a la casa, pero no se atreve porque piensa que Andrea va a estar ahí.

Me tomó un segundo recordar que Andrea era la madre biológica de Alejandro, aquella muchachita de quince años que no quiso cuidar a su bebé, aquella a la que ninguno de los dos llamaba ni siquiera madre biológica y se limitaban a llamarla por su nombre de pila o decirle a secas "La biológica"

Asentí, no sintiéndome del todo segura de poder cumplir con ese favor.

—Por favor—comentó él, como si pudiera saber lo que pensaba, como si leyera mi expresión—ve a verlo, no quiero que esté sólo y amargado pensando en eso. Platica con él, háblale sobre su música, pero no dejes que piense en eso.

Me causó tanta ternura que Diego se preocupara de esa manera por un hermano frío y desgraciado como lo era Alejandro, que prometí que lo iría a ver. Él se fue tranquilo, prometiendo que no tardaría más de dos días en volver, y cuando lo hiciera, nuestra situación económica mejoraría. 

N/A

Me gusta mucho como termina esta parte, con una pizca de esperanza, como si el sol fuera a salir a iluminar todo.

MUCHAS GRACIAS POR LEER, NOS SEGUIMOS ENCONTRANDO POR ACÁ LUEGO. :)

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