Capítulo 14: Sentido de urgencia. (2/2)



Walter me había dicho en una de nuestras conversaciones en la biblioteca, que no me preocupara por el dinero, dijo que las becas a veces tardaban en llegar, pero siempre llegaban. Además dijo que no necesitábamos dinero en efectivo, pues en la escuela nos proporcionaban casi todo, sólo estábamos ansiosos por el hecho de vernos sin un solo peso en la bolsa, pero nada podía ser peor, eso había dicho Walter, con una de esas sonrisas tranquilizadoras en sus ojos negros, y yo le creí.

Por eso ese día, sentí por primera vez, el sentido de urgencia recorrerme el cuerpo. Estaba en la cafetería en la fila de la comida, ya había elegido lo que quería desayunar esa mañana, Walter, Lorena y Diego estaban tras de mí, también con la comida en las charolas. Como por costumbre, entregué mi tarjeta de la beca a la cajera, y cuando está introdujo la tarjeta en la terminar bancaria, levantó la cabeza para mirarme.

—La tarjeta no pasa—dijo.

Mi corazón dio un brinco.

Una cosa era que el dinero no fuera depositado en el banco, el dinero que podíamos retirar y gastar a libertad, pero había otro dinero, dinero congelado que sólo podía ser gastado en comida en la cafetería de la escuela, y no podían quitarme eso, aquello era mi derecho por ser una alumna becada, debían darme tres comidas nutritivas al día sólo por eso.

—Pásala otra vez, por favor—le pedí, intentando mantener la calma—Mi beca sigue vigente.

Diego se acercó a mí y me tomó del hombro.

—¿Qué pasó? —preguntó, cerca de mi oído.

—No sé— le dije —dice que mi tarjeta no sirve.

—No pasa—repitió la dependiente.

Me volví para mirar a Diego, ya con desasosiego en la mirada.

—Lo pago yo— contestó él — al tiempo que ponía la charola en el mostrador y sacaba dinero de su pantalón. Diego no usaba cartera, así que los billetes que me dio estaba todos doblados, con las esquinas rotas. Los aplané lo más que puede y se lo pasé a la cajera.

Lo mismo pasó con mis amigos, así que todos pagamos en efectivo.

—¿Los malditos les cobraron la comida? —preguntó Alejandro, antes de siquiera mencionarlo, cuando nos acercamos a la mesa. Nuestras miradas nos delataban.

—Cállate, Alejandro, por favor—contestó Diego—déjame desayunar.

Cando el desayuno terminó dejé pasar mi clase siguiente para ir a mi habitación. Cada vez veía más posible mi regreso a casa, más cercano, e irónicamente, el único que podía ayudarme a evitarlo era mi papá.

Me senté en el borde de la cama, y de mi mochila saqué el teléfono. Busqué su nombre entre la lista de contactos, y como en realidad era reducida, lo encontré con rapidez. "Llamar a papito" presioné, y mientras esperaba escuchar su voz, no pude evitar pensar en cuanto lo había amado, e incluso cuanto seguía haciéndolo, a pesar de todo.

—¿Hija? —escuché, y aparté el teléfono de mi rostro, pensando en colgar.

Era su voz, su inconfundible voz, que tanto quería y a la vez tanto odiaba. Había sido esa voz, y una acción inicial las que habían hecho que todo se fuera a la mierda, por su culpa, por su irremediable culpa lloraba cada vez que pensaba en aquella pequeña y hermosa familia que se destruyó.

—Pá —contesté, intentando con todas mis fuerzas mantener mi voz neutral —¿Cómo estás?

—Bien, hija, bien ¿Cómo estás tú? ¿Cómo va la escuela?

Más de una pregunta a la vez, seguro estaba sorprendido de mi llamada. No le había llamado desde hacía tres meses, desde que atravesé su puerta con la firme intención de no volver. No hubo gritos en esa ocasión, ni nunca, pero el silencio dolía más.

—Más o menos—contesté, porque decidí que era mejor comenzar con la verdad. —mis calificaciones son buenas...

—¿En serio? —me interrumpió—¿has estado escribiendo?

Cuando papá me preguntaba aquello nunca sabía si lo hacía porque él sabía que era la única cosa de la que podíamos hablar porque me gustaba, o si lo hacía por compromiso. Él también escribía en su juventud, pero jamás se lo tomó en serio, decía que si no podía ser escritor existían muchas otras cosas por hacer, como vivir, por ejemplo, pues el arte era una imitación de la vida, así que era más importante vivir, haciendo muchas cosas distintas, que escribir. Y esa había sido su eterna excusa para no ser fiel a nada, en seguida cambiaba un afecto por otro.

—No mucho —contesté. —casi nada.

No era cierto, yo siempre escribía, y casi con la misma frecuencia lo tiraba a la basura, pero escribir era un constante en mi vida. Tenía tomos y tomos de diarios, en donde hablaba sobre él, sobre lo que había hecho, pero jamás se los mostraría.

—Qué pena—dijo.

—Pá—dije, ya fastidiada de forzar el dialogo entre ambos —Necesito que me mandes dinero.

Él se quedó callado, sólo la estática reinaba entre ambos.

—Ingrid —dijo—te envié hace unos meses.

Cerré los ojos y tragué con fuerza. La miseria que me había enviado se acabó casi tan pronto como lo retiré del cajero.

—Pero lo necesito —dije—me quitaron la beca.

—Ah —dijo, y fue como una bomba en mi pecho. —¿entonces no vas a seguir estudiando? ¿Lo quieres para comprar tu boleto de regreso?

—No —dije, y me aparté el celular del rostro porque sentí que gritaría, quería gritar por lo que había dicho. —Es temporal, me regresaran la beca muy pronto, sólo necesito dinero para sobrevivir un mes o algo así.

Sobrevivir fue la palabra que utilicé a propósito para que entendiera la magnitud de mi situación financiera.

—¿Un mes? —Preguntó papá— ¿Y tú de dónde quieres que saque ese dinero? Sabes que estoy enfermo y mi pensión apenas me alcanza.

Papá estaba enfermo pero de la cabeza, eso lo sabía a la perfección. Era pensionado del ejército, gracias a una fractura que sufrió en uno de los entrenamientos, pero más allá de eso, estaba intacto y sano. Trabajaba en casa, haciendo reparaciones de electrodomésticos, cuyo ingreso alcanzaba bastante bien cuando vivíamos con mamá, que también trabajaba y se aseguraba de que no faltara nada.

—Por favor —le dije, restregándome el rostro con la mano —lo que puedas mandarme está bien, yo...

Pero me interrumpí, al escuchar una voz femenina del otro lado de la línea.

—¿Es tu hija?

Me aparté el celular del rostro y corté la llamada, no esperé a que dijera nada más, eso era algo que no podía tolerar, porque conocía esa voz. Podía ser la voz de cualquier otra, quien fuera, no me molestaría, pero no esa voz, ella no tenía la culpa de nada, pero no podía escucharla sin sentir que vomitaría, algo en el estómago se me revolvía y comenzaba a subir por mi garganta.

El celular sonó pero no lo levanté, prefería morir de hambre antes de volver a cruzar otra palabra con ese hombre. En eso tenía algo en común con Alejandro.

Regresé a mis clases, e intenté que todo fuera normal, y casi lo logré, lloré un poco, pero me recuperé sin que nadie lo notara.

A la noche, corrí a la habitación de Diego, en donde me solté a llorar luego de contarle que mi papá no me daría ni un centavo. Diego me abrazó con fuerza.

—Voy a hacer algo—dijo—te juro que voy a hacer algo, no sé qué, pero voy a solucionarlo.

—No puedes hacer nada—le dije—si el horario de la escuela fuera más flexible quizá hasta podríamos trabajar, pero es que no se puede.

Muy en el fondo sabía que estábamos siendo necios, pues yo podría dejar la escuela, buscar una universidad de medio tiempo y trabajar la otra mitad. Él y Alejandro podían volver a casa sólo con llamar a su papá y decirle que ya no querían estudiar arte, su nivel de vida volvería a subir, tendrían todo lo que habían perdido en un segundo. Pero eran tercos, igual que yo.

—Voy a vender mis cuadros—exclamó y se incorporó de la cama, con un ligero brillo en la mirada—voy a vender los cuadros que tengo en casa de mamá, de todos modos no los quiero.

—No, Diego —le dije, y lo jalé de la ropa para que se volviera a acostar—no vendas tus cuadros, yo sé que los quieres.

—Tampoco es como si estuviera mucha gente dispuesta a comprar lo que hago—se rió—pero podemos intentarlo. Y podemos buscar otras becas en Internet, no sé, pero algo se nos va a ocurrir.

—No—dije.

—No te pongas así—comentó él, inclinado sobre mí—tenemos que hacer algo. Vamos a vender los cuadros, iremos al parque de Las flores, nos sentaremos en un lugar con mucho flujo de gente y diremos que estamos haciendo esto por una buena causa.

—¿Qué causa? —pregunté, con los labios hinchados de tanto mordérmelos por llorar.

—No morirnos de hambre —contestó, al tiempo que se inclinó sobre mí, su barba me picó el rostro, y yo pegué una ligera exclamación.

—Perdón —contestó Diego. —¿Te lastimé?

Me reí.

—No —dije, tomándole el rostro entre las manos y acomodando su cabello detrás de las orejas—ven, dame un beso.

...

—Es que no te van a comprar los cuadros—susurró Alejandro.

Estábamos en la biblioteca, se suponía que hacíamos tarea, pero Diego comenzó con aquella conversación, por eso estábamos todos inclinados sobre la mesa blanca, casi hablando en secreto.

—¿Por qué eres tan mierda?—le dije. Alejandro no me miró, sino que dirigió la mirada a su hermano, y éste me tomó la mano, presionándola de forma censuradora.

—Por favor—comentó Diego, mirándome con una sonrisa. Esa era su forma de decirnos que no tenía ánimo de pelearse con ninguno, a los dos nos quería, y odiaba que nos insultáramos.

—Puedes ser más positivo, al menos—dije, otra vez con la mirada en Alex.

—Soy realista —contestó—nadie va a comprarle los cuadros.

—Bueno—aceptó Diego—lo voy a hacer y cuando consiga el dinero no te voy a dar ni un peso.

—Haz lo que quieras—respondió Alex —pero no iré contigo.

—Yo lo haré —le dije. —yo voy contigo.

El resto de nuestros amigos, a diferencia de Alejandro, dijeron que la idea no era mala, en una situación como aquella, necesitábamos dinero de donde fuera, hasta que nos depositaran el monto de la beca, que según nos habían dicho los asesores, podría tardar unos días, o unas semanas. No lo sabíamos.

Los únicos en una situación financiera precaria éramos Diego, Alex y yo. El resto, sólo tuvieron que llamar a casa y de inmediato recibieron contestaciones positivas. A Lorena, sus padres le enviaron dinero para la semana completa, lo mismo que a Ángela, cuyos padres en realidad no parecían molestos con tener que hacerlo. El último, que creí que pasaría por una situación parecida a la nuestra era Walter, pero no tuvo mayor complicación. Llamó a su mamá, y luego de conversar con ella por unos minutos, le dio las gracias.

—Padres desnaturalizados de mierda que tenemos —comentó Alejandro, al saber aquello —No les cuesta nada mandarnos dinero para todo el año.

—Pero no quieren. —contestó Diego—no los podemos obligar.

—De hecho si pueden —comentó Walt, mirándolos a ambos, que estaban en la habitación de Alejandro, sentados en el piso y recargados en la cama —Su papá es licenciado en derecho ¿no? Ustedes deberían saber que aunque son mayores de edad siguen estudiando y es su obligación pagarles la escuela.

—¿Crees que somos pendejos? —Se enfadó Alex —Papá nos va a odiar toda la vida si le hacemos eso. Además también se necesita dinero para hacerlo.

—Bueno, era una idea—se defendió Walt—por si no lo sabían.

—Que no me interese no significa que no lo sepa—contestó Alex, luego suspiró—Además es mejor no meterse con papá.

En ese momento Diego se puso de pie, y me ofreció la mano. No hacía mucho que habíamos salido de clases, eran las seis y media, o quizá un poco más. Unos días antes, Diego había pedido que le enviaran los cuadros de casa de su madre. El chofer, que ahora sabía que se llamaba Carlos, los dejó en la habitación. Con un poco de mi ayuda, Diego seleccionó los que menos valor sentimental tenían y los separó del resto, esos serían los cuadros puestos a la venta. Y a eso nos disponíamos.

Eran cuadros extraños en realidad, tal como se lo dije a Diego. Algunos eran un montón de pintura roja sobre superficies blancas, que formaban figuras como de animales violentos y salvajes, había manchas en forma de toros, pulpos de colores, aves inexistentes. Ciudades en llamas. Otros solo eran inmensas espirales vertiginosas de colores que a la vista daban ganas de vomitar, verdes olivos mesclados con azules turquesa. Eran un conjunto de cuadros extrañísimos que no me decían nada más que confusión y repulsión.

—No te enojes—le dije, mientras los envolvíamos en periódico y los regresábamos a la caja de cartón en la que habían venido —pero estos no me gustan.

Diego se encogió de hombros, y siguió haciendo lo suyo.

—A mí tampoco.

Me quedé de rodillas en el suelo, mirándolo envolver sus cuadros.

—¿Por qué los pintaste, entonces?

Levantó la cabeza y me miró, indeciso, se mordió el labio inferior con fuerza.

—No sé—dijo, al fin—no me acuerdo.

Lo seguí mirando, pensando en algo que Alex había dicho una vez, algo acerca de que Diego tenía cuadros que no quería conservar por lo que significaban. Y sin duda eran esos. Pero no lo presioné, porque no me gustaba hacerlo, él jamás me obligaba a hablar de cosas que no quería.

En total fueron ocho cuadros los que llevamos.

Nos dirigimos al parque de Las flores, que se encontraba a quince minutos a pie desde la escuela. Nos pareció un lugar indicado para nuestro propósito porque ahí se hacían toda clase de eventos culturales y también se reunían los vendedores ambulantes. A esa hora, el sol ya se había ocultado pero aún no oscurecía, el lugar estaba repleto de niños pequeños que corrían o andaban en patineta por las aéreas permitidas, y parejas de adolescentes que se escondían entre los árboles. Nos sentamos en un jardinero, y sobre los periódicos extendimos los cuadros. Diego incluso hizo una bonita cartulina con marcadores de colores para llamar la atención.

Yo lo miré embelesada con una sonrisa, mientras hacía todo aquello.

—¿Qué? —preguntó él, al darse cuenta.

Me acerqué más, le tomé el rostro entre las manos, y con el índice le recorrí la mandíbula.

—Eres muy listo —le dije.

Diego se echó a reír.

—Es que tú crees que todo lo que hago está bien y va a funcionar. No soy tan bueno. No deberías tenerme tanta fe.

Me encogí de hombros y le sonreí.

—Pero así es.

Él no sabía la importancia de la última palabra que había empleado, fe, era una cosa que desde hacía varios años yo no tenía, no creía en absoluto en nada ni en nadie, sin embargo; ahí esta él, haciéndome sonreír, haciéndome no sentir sola y desamparada a pesar de estarlo.

Estuvimos en el parque hasta las ocho, hora en que debíamos volver para cenar. En todo ese tiempo, mucha gente se detuvo ante nuestro pequeño puesto improvisado y preguntó sobre los cuadros, lo que significaban y si estaban a la venta, y aunque Diego se esforzó por aclarar las dudas de los curiosos nadie compró nada.

En la oscuridad recogimos nuestras cosas y nos dirigimos a la escuela.

—No estuvo tan mal—dije, mirándolo mientras él me abrazaba por la cintura y caminábamos juntos.

—Para nada —contestó—mañana nos irá mejor.

Volvimos el resto de la semana, al principio con los mismos resultados, pero más tarde, Diego notó un constante en las preguntas de las personas, casi todos le preguntaban si les podía hacer un retrato, así que él incluyó aquello en la cartulina. "se hacen retratos a lápiz" se leía en letras grandes y curiosas. Y fue así como conseguimos nuestro primero dinero.

Le pedimos prestada una cámara que ya no usaba a Lorena, y con ella fotografiábamos a las personas. Mientras, Diego se esforzaba en terminar el dibujo lo más rápido e idéntico posible. A veces tardaba un poco, así que les pedíamos a las personas que siguieran en su paseo y al volver les entregábamos su retrato. Él cobraba tan poco por cada uno, y los hacía tan bien que las personas se iban satisfechas.

En ocasiones Diego no hacia ni un dibujo, ni pasaba nadie, ni nos miraban siguiera, pero aun así nos quedábamos ahí hasta las ocho. Yo llevaba mi mochila, y sentada a en el suelo, con la jardinera como respaldo, hacia mi tarea, lo mismo que Diego. Eso hacíamos casi todos los días, todos los días en que no recibimos dinero de la beca. A veces incluso no comíamos en la escuela, comprábamos comida en la calle, porque resultaba más económico.

Así pasamos dos semanas, hasta que un día, Diego decidió que además de los cuadros que no deseaba, llevaría también los cuadros que más quería, después de todo, un día sería un artista conocido y vendería al mejor postor su arte. Envueltos en una manta llevó al parque "Días de fuego" y "noches de sal". No llevábamos ni media hora ahí, cuando un tipo apareció. Como siempre, su sombra se proyectó sobre nosotros, que levantamos la mirada al instante.

Era un hombre adulto, quizá de más de cuarenta años, alto, calvo, que usaba lentes delgados y casi invisibles. Iba vestido de traje y zapatos lustrosos.

—¿Quién lo pintó? —preguntó, señalando el cuadro favorito de Diego, y mirándonos por turnos a él y a mí. Tenía una voz reconfortante, como la que deberían tener todos los padres de la iglesia.

—Fui yo—contestó Diego, que ya estaba de pie y miraba al hombre con entusiasmo. —se titula "días de fuego"

—Es precioso —contestó el sujeto —¿Quién te enseñó?

—Estudio arte—contestó Diego, con cierto brillo en su mirada al saberse alagado de esa manera. —De hecho mi escuela está aquí cerca, es el ISAL*.

El hombre asintió.

—¿Cuánto pides por él?

Diego apenas abrió la boca, pero yo me adelanté.

—Mil—dije, y él me volvió a ver de inmediato.

—Pero aceptamos menos—repuso Diego.

—Quinientos —tanteó el hombre, con las manos en los bolsillos.

—Necesitamos comer una semana—comenté, antes de siguiera pensarlo.

El hombre se echó a reír, y los tres acabamos haciéndolo.

—¿Es tu novia? —le preguntó a Diego, —lo hace mejor que tú.

Él asintió.

—Lo sé.

Al final llegamos a un precio justo y era tanto más de lo que esperamos que Diego no dudó ni un segundo en entregarle el cuadro una vez con el dinero en la mano. Cuando se fue, nos quedamos mirando las caras, y luego nos echamos a reír, porque con ese dinero podíamos mantenernos sin hacer nada por una semana completa.

Contentos recogimos los demás cuadros, los guardamos y volvimos con entusiasmo a la escuela. 

N/A

*Siglas para Instituto Salazar de Artes y Letras*

Como siempre, gracias por leer. :*

Esta vez les dejé las dos partes del capitulo de una sola vez, porque me pareció que debían ir juntas, pues es un capitulo importante y no se entiende mucho una  sin la otra. <3

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