Capítulo 12: Una mala noticia. (2/2)

A la mañana siguiente, las clases transcurrieron como en un sueño, todo era un trance, miré a mis maestros, pensando en que no los volvería a ver en esas aulas, miré los pupitres limpios y sin rayones, miré las ventanas, hacia fuera de ellas, a la residencia de estudiantes en el segundo piso, y casi quise llorar. Esa era mi casa, a casi cuatro meses de vivir ahí, ese ya era mi hogar, y ahora la incertidumbre de saber que quizá pronto tendría que irme me mataba.

Cuando por fin mi grupo y yo entramos a la clase de nuestro asesor, el profesor Pineda, apenas podía sonreír como lo hacían mis demás compañeros, ignorantes de la situación. Quise ser como ellos, ¿por qué Walter tenía que ir de portador de malas noticias antes de lo necesario?

—Buenos días—saludó el profesor Pineda, como siempre, pero sin sonrisa. Llevaba un suéter gris y cortaba negra, con sus inseparables pantalones de mezclilla. —Siéntense todos, chicos, por favor.

Mis compañeros tardaron más tiempo que el normal en sentarse, la mayoría hablaba con alegría sobre un festival cultural que se realizaría en esas fechas.

—Por favor, silencio, jóvenes —insistió Pineda—hoy tengo algo que decirles.

Con esas cinco últimas palabras logró captar la atención de los veinticuatro chicos en el aula, todos lo quedamos mirando. Yo ya sabía qué era lo que diría.

—No me siento—comenzó, pero se interrumpió un segundo, se aclaró la voz y continuó—no me siento bien teniendo que decirles esto, pero es mi deber como su asesor. —dijo. —Tampoco quiero confundirlos ni hacérselas muy larga, así que se los voy a decir tal y como es. El gobierno suspendió el programa de becas para el semestre siguiente. Quizá decir que lo suspendió es muy drástico, sólo lo recortó, pero es un recorte de casi la mitad.

La mayoría de los chicos miraban a Pineda como si les estuviera hablando del calentamiento global, sabían que era malo, comprendían lo que estaba explicando, pero no comprendían cómo eso les afectaba a ellos.

—Se van a retirar la mitad de las becas —aclaró el profesor, cuando notó que nadie entendía a qué quería llegar con eso.

—A ver—dijo una de mis compañeras, cuyos poemas eran publicados con regularidad en el periódico de la escuela, razón por la que la envidiaba. Levantó la mano. —yo soy becaria, y tengo un promedio de nueve, así que no pueden quitarme la beca.

—No se trata de eso—comentó el maestro—, si por mí fuera, todos se quedarían. No sé cuál será el criterio para determinar quiénes serán los que conservaran su beca. Es algo que acaba de ocurrir, pero no quisimos dejarlos sin que lo supieran. Son adultos y merecen que se les diga la verdad.

—La mitad de este grupo —dijo un chico, que en realidad no debería abrir la boca puesto que sus padres le pagaban todo—son becados, no pueden sacarlos a todos.

—Antonio, —comentó Pineda con cansancio y un poco de enojo —creo que ya expliqué que no todas las becas se retirarán, sólo la mitad, así que no se van a ir todos tus compañeros. Y puede ser que de este grupo se conserven todos. Por supuesto, el promedio será un factor determinante pero también...

Y luego ya no escuché más, todo se volvió un zumbido molesto, al igual que el resto de las clases. No hubo llantos, ni gritos, hubo preguntas y protestas calmadas, todos tenían la esperanza de ser del porcentaje que se quedaría. Pero yo no, yo era pesimista, siempre preparada para lo peor, siempre esperando que algo, lo que fuera, arruinara mi aparente tranquilidad.

Cuando por fin dieron las seis, me dirigí al edificio de las habitaciones de los muchachos, caminé como adormilada por los pasillos hasta encontrar la puerta que indicaba el cuarto de Diego, la abrí, me metí en su cama, y me cubrí con sus sabanas. Al cabo de los minutos la puerta se abrió, deseaba que fuera Diego y no Kike, su compañero de cuarto, pero por suerte si lo era.

—Ingrid—dijo en voz baja y se sentó a mi lado, —¿Ya se los dijeron?

Asentí debajo de las sabanas, y luego me las quité de encima para poder verlo.

—No puedo ir a mi casa—dije, con la voz temblorosa—no puedo volver con mi papá.

—Y no volverás—dijo, haciendo un espacio a mi lado y recostándose, —Ya escuchaste lo que dijeron, será hasta que finalicé el semestre, aún faltan dos meses, se quedaran primero los mejores promedios y luego habrán exámenes y pruebas. No va a pasar nada, eres una excelente escritora, tú conservaras la beca.

—¡No me trates como idiota—le dije, de pronto enfurecida, y lo aparté con fuerza, porque ni todas sus palabras me hacían sentir mejor, yo no podía perderlo, si me iba a casa no volvería a verlo. A ninguno de ellos. —¡Tengo un promedio de ocho en el primer parcial, y es el mínimo para la beca! ¿Crees que me van a conservar a mí y no a los de mejor promedio?

Diego se apartó de inmediato, y me quedó mirando, sorprendido. Yo me eché a llorar.

—¡Perdón! —Dije, mirándolo a los ojos —es que...no quiero regresar, no quiero vivir con él. No me puedo ir a casa, y no tengo a donde más ir.

Diego se quedó quieto un momento, suspiró y se acercó a abrazarme.

—Si llegaras a perder la beca, que no pasara, yo no permitiría que volvieras a casa—comentó, mientras me sostenía. —No si no quieres.

—No quiero—dije, entre su pecho—No puedo vivir con él, no puedo volver con mi papá.

Diego me abrazó mucho rato, hasta que por fin me apartó con delicadeza.

—¿Qué te hizo? —preguntó, intentando captar mi mirada.

Esa era una de las primeras veces en las que él me preguntaba sobre mi vida, yo siempre preguntaba sobre la suya, y él, aunque con reserva, me contestaba, me contaba sobre su infancia, sobre sus travesuras con Alex, pero jamás preguntaba sobre la mía y yo se lo agradecía con toda el alma, pues era algo de lo que aún no podía habar sin soltar a llorar. Yo amaba a mi papá, lo amaba de una forma casi fanática, pero no podía verlo, ni vivir a su lado, era algo que no podía.

—¿Qué te hizo? —insistió, levantándome el rostro, pero le retiré las manos, y me aparté el cabello largo y negro se pegaba a mis sienes por las lágrimas. —¿Él te maltrataba? ¿Te hacía algo?—inquirió, con miedo, pero no retuve antes de que fuera más lejos.

—No, Diego—dije, casi indignada —él no me hizo nada.

Ese era el problema, que él a mi persona no le había hecho nada, sin embargo me traicionó. El único hombre que no debía hacerlo, el único que debía ser fiel como un perro y quererme como tal, había hecho algo que acabo con mis días felices.

—Sólo tengo miedo —dije.

Él asintió y compendió que yo no podía hablar de eso, era algo que me costaba muchísimo trabajo explicar. Diego no me presionaba, era una de las cosas que más me gustaban de él, que si quería hablar toda la noche sobre la ansiedad que me producía saber que en el espacio éramos sólo una fracción tan pequeña como un grano de arena, me escuchaba, al igual si quería ver una película sobre la vida de un escritor famoso la veía a mi lado sin protestar.

Diego me abrazó sin decir nada hasta que dieron las ocho, hora en que servían la cena.

—Vamos a cenar—dijo Diego, y me tomó de la mano.

—Sí —dije, frotándome las mejillas—pero deja que me lave la cara antes de bajar, no quiero que sepan que estuve llorando.

Le solté la mano y me dirigí al cuarto de baño de su habitación, que era pequeño en extremo, tal como lo era el de mi propia habitación, consistía sólo del lava manos, el retrete y un minúsculo espacio para la regadera. Me recargué en el lavamanos y esperé a que el agua helada dejara de salir, cuando terminé busqué con que secarme, pero Diego ya me ofrecía una camiseta suya.

—Toma—me sonrió con calidez.

Dejé la camiseta en el lavamanos cuando terminé y me recargué en su pecho, estábamos justo en medio de la salida del baño. Diego me apartó el cabello del rostro, con sus dedos lo puso detrás de mis orejas y luego me besó.

—No llores por algo así —comentó, mientras enterraba sus manos en mi cabello, y me empujaba hacia la puerta—son estupideces, no te vas a ir.

—No lo volveré a hacer —dije, mientras sentía que él comenzaba a besarme con más fuerza y mi respiración se agitaba.

—Diego—susurré.

—No hay nadie—comentó él, con los ojos cerrados.

—Tu compañero llegará en cualquier momento—dije, mientras me apartaba y escondía el rostro en su pecho, sintiendo mi corazón arder.

—Perdón—dijo Diego, con sus brazos en torno mío.

—Está bien—dije.

Era estúpido que Diego se disculpara por besarme, pero mi tono de voz denotaba que debería hacerlo, me sentí mal por eso, porque no era capaz de comportarme como una persona normal, que no piensa en montones de cosas que no debería pensar en momentos como ese.

Con cautela Diego me tomó de la mano y así salimos de ahí, con rumbo a la cafetería. A esa hora ya sólo se encontraban los alumnos que decidían cenar hasta el último. Nuestros amigos estaban en la mesa del centro, todos ya ahí, pero sin las bandejas de comida.

—¿Por qué no han pedido nada? —preguntó Diego, señalando la mesa vacía.

—Porque los estábamos esperando, par de tortolos—comentó Lorena, con una sonrisa.

—Y porque no comeré otro puto plato de avena está semana—agregó Alejandro—saldremos a comer algo decente.

—¿Con dinero de quién? —pregunté, sintiendo pánico otra vez. Mis ahorros eran escasos y no podía darme el lujo de saltarme una cena de la escuela por capricho.

—Deja que yo vea eso—comentó Alex, posando por un momento fugaz sus ojos en mí, pero que regresó un instante después. Me miró con detenimiento, y yo bajé la mirada, cohibida. Había notado el enrojecimiento de mis ojos. —¿Lloraste? —Preguntó.

—No—dije, como si me estuviera acusando—bueno, un poco—admití, mirándolo con vergüenza. —No me quiero ir a mi casa.

—Ingrid—se apresuró a abrazarme Ángela. Diego se apartó—No va a pasar nada, faltan dos meses para eso. Hay que pasarla bien mientras ¿No? Acuérdate de mi teoría del intenso vivir, hasta lo hace más emocionante.

Asentí entre los brazos de mi amiga, al tiempo que soltaba una risita, y luego miré a hurtadillas a Alejandro que sostenía una conversación con Walter, aunque parecía no escucharlo. Tenía la mirada perdida en algún punto de la pared.

Salimos a caminar por la ciudad esa noche en busca de la cena, el aire era frío, y golpeaba con fuerza mis mejillas, deshaciéndose de mis lágrimas, las luces de los edificios y de los autos nos iluminaban, las estrellas apenas se alcanzaban a ver, la mano de Diego en la mía, mis amigos caminando a mi lado. Aspiré con fuerza aquel aire contaminado al tiempo que cerré los ojos. Si había que esforzarse para quedase en el Salazar entonces yo lo haría, y estaba segura que mis amigos harían lo mismo.

A la mañana siguiente todos ya lo sabían, sabían que la mitad del porcentaje de los becados se irían a casa, y nos miraban con tristeza, algunos de los que eran nuestros amigos se mostraba empáticos con nosotros, otros en cambio se mostraban indiferentes de nuestra situación.

El lunes siguiente, ocurrió una conversación desagradable con los asesores, comentaron cosas que nadie quería escuchar. Cosas que de alguna manera ya nos habíamos planteado.

—Yo sé que es cruel decirles esto—comentó Pineda, que llevaba rato dando vueltas por el aula, inquieto—Pero tienen que avisar a sus padres de la situación. O en su defecto ir buscando a donde vivir. Cuando se retiren las becas, también se les retirarán los beneficios y la habitación, les darán un par de días para sacar sus cosas.

—O sea que en verdad nos van a echar —dije, sintiendo un nudo en la garganta. —Yo no tengo a donde más ir—continué—si me quitan la beca por no cumplir con sus expectativas me van a dejar así, sin más, en la calle.

—Ingrid —comentó Pineda, pero no le di tiempo de decir más.

—Ustedes prometieron en mi carta de aceptación que esta sería mi casa por cinco años—dije, sintiendo las lágrimas en el rostro. —Me pidieron no fallar, y no lo he hecho. Y ahora me están diciendo que busque a donde me voy a ir.

—Si yo pudiera—dijo él, pero un chico le interrumpió.

—Pero no puede —exclamó y se levantó, al tiempo que tomaba sus cosas del pupitre. —Así que me voy yendo, como usted dice, a buscar a donde vivir.

—¡No es así! —Exclamó Pineda, con evidente molestia— No todos se van a ir, intentaremos conservar a la mitad.

Pero los chicos ya no escuchaban, de prisa tomaban sus cosas de los pupitres y se encaminaban a la salida.

—Se los dijimos porque son adultos—exclamó Pineda, en dirección a la puerta y bloqueando el paso a los que aún no habíamos salido. —Ya son adultos. Deberían poder lidiar con esto, y no estar llorando como adolescentes de secundaria. En lugar de estar recriminándonos algo que no podemos cambiar deberían esforzase por aumentar el promedio de este parcial, estudiar para lo que venga y demostrar que valen la pena de tenerlos aquí. Demostrar que se merecen esas becas.

En el aula se hizo un silencio.

—Pero váyanse si quieren—dijo, ahora en voz más baja pues no hacía falta gritar en ese silencio estático. —Los que quieran perder su beca pueden irse de una vez. 

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