Capítulo 10: La casa azul. (1/2)

La mañana del paseo el alumnado en general nos levantamos casi una hora antes que de costumbre. Lorena se fue con su grupo así que sólo me despedí de ella con un rápido beso en la mejilla, momentos después salí yo también para reunirme con Diego, que me esperaba afuera de mi edificio. A lo lejos los autobuses ya estaban listos, sólo esperaban a ser a bordados.

Diego me besó la mejilla y luego tomó la maleta que sostenía en el hombro.

Subimos juntos al autobús, en donde se encontraban los compañeros de clase de Diego, la mayoría lo saludó con alegría mientras él les devolvía el saludo o les sonreía. Caminamos por el estrecho pasillo hasta que Diego se detuvo y me indicó nuestros lugares, justo en el medio.

Antes de tomar mi lugar pude notar una cabellera negra y escaza de alguien que me se hizo familiar en el asiento de atrás.

—Hola, Alex—dije.

El aludido apenas levantó la mirada y me dedicó un ligero movimiento del mentón. Tenía audífonos puestos y la mirada clavada en su celular. Suspiré y lo dejé pasar, ese día tenía que ser genial, pues iríamos a uno de los lugares a los que siempre había soñado ir, la casa-museo de Frida Khalo, y que no había podido cumplir porque estaba muy lejos de donde vivía y no tenía dinero ni siquiera para pagar el boleto de ida a la ciudad de México. Sabía que algún día iría, sólo que el destino me había querido llevar de una manera que no esperaba, y en compañía muy agradable.

Me abracé al costado de Diego, él me acunó con sus brazos, y así planeaba quedarme de no ser porque uno de los profesores abordó el autobús y pidió voluntarios para ayudar subir las maletas y equipajes de los chicos.

—Yo voy—se ofreció Diego, se levantó con rapidez y luego fue a donde lo requerían.

Yo me quedé quieta en mi lugar, pensando en lo amable que era él, la mayoría de los muchachos ni se inmutaron al escuchar al maestro, todos seguían enfrascados en sus pláticas y en sus celulares, incluso Alejandro, que no profería ni un sonido en su lugar.

Con inquietud pensé en él, Diego no había vuelto a decir nada sobre su hermano, ni hablamos otra vez de lo que me contó sobre él, sin embargo ya no estaban enfadados entre sí. En la cafetería nos sentábamos juntos, como siempre. Todo parecía normal, incluso Diego había comentado que no le molestaba que su hermano fuera diferente, sólo el hecho de que no se lo dijera, pero por alguna razón a mí sí me inquietaba, sabía que no debía ser así pero lo era, y no podía evitarlo.

Antes de siquiera pensarlo ya me había levantado, puse mis rodillas sobre el asiento y me di la vuelta, sujetándome al respaldo.

Miré a Alex, sin decir nada, esperando a que él mismo reaccionara, y al cabo de los minutos lo hizo, volvió a mirarme con esos ojos verdes indiferentes que tenía, esta vez en sus manos ya no estaba el celular sino un pequeño libro de pastas blancas cuyo título no alcancé a leer, pero en la portada se mostraba un ojo mecánico.

—¿Qué? —preguntó, sin quitarse los audífonos.

—Nada. —comenté, un poco cohibida. No sabía que decirle en realidad.

—Pues deja de mirarme—comentó, al tiempo que cerró el libro, ahora prestándome un poco más de atención.

—Diego y yo estamos bien con que seas gay—solté, y me arrepentí de inmediato. Alex me miró con seriedad y el ceño fruncido, tomó una de las guías de los audífonos y tiró de ella para escucharme con claridad.

—¿Cómo? —preguntó, sorprendido.

Pero ya no me atreví a decir nada, no sabía siquiera porque lo había hecho, quizá esperaba que él siguiera negándolo. Alex se incorporó del asiento y se acercó a mí, tanto que tuve que retroceder, asustada.

—Lo que Diego piense—comenzó con voz queda, y me miraba con sus insistentes ojos verdes, que eran amenazantes —me importa, lo que tú pienses me vale madres.

—¿Entonces no? —pregunté, al tiempo que entrecerré los ojos y sentí el corazón latir con fuerza en mi pecho.

Él negó con la cabeza.

—¿No lo eres? —insistí, y por extraño que me pareciera, él cerró los ojos y luego esbozó lo más cercano a una sonrisa.

—Impertinente—comentó y luego regresó a su asiento.

Cuando Diego volvió, nos encontró así, terminando de conversar.

—¿Ya se hablan? —se alegró, mirándonos a ambos con una sonrisa.

—Algo así—comenté, con cierto dejo de algo reconfortante en mi ser. La expresión de Alex me había dado a entender algo. Me dejó cierto regusto de negación.

Volví a tomar mi lugar en los brazos de Diego y así recorrimos todos esos kilómetros que nos separaban de la casa azul de Frida Kahlo y Diego Rivera. En algún momento me dormí, y caí en las sombras del terreno de los sueños, soñé que Diego era un príncipe convertido en sapo y yo, en lugar de ser la princesa que va en su rescate, era la responsable de su degradación, era una terrible bruja que deseaba reducirlo a cenizas.

Me asusté, pero por suerte fue él mismo quién que me despertó. Habíamos llegado, no tenía idea de cuantas horas habían pasado, y tampoco me importaba, Diego estaba ahí, cálido como siempre, pidiéndome con cuidado que despertara.

Nos hospedamos una posada lejos de la ciudad, dejamos nuestro equipaje, los maestros organizaron las habitaciones, por supuesto no me tocó en la habitación de Diego, sino con dos de sus compañeras de clase, tomamos un almuerzo ligero en el restaurante de la posada y luego volvimos a la carretera. Nuestra segunda parada serían el museo nacional de antropología y el museo de arte moderno. Ambas experiencias asombrosas para ver.

Al día siguiente visitamos el Museo Nacional de Arte en donde pudimos admirar una exposición permanente de obras de arte mexicano, un paraíso para chicos como nosotros. Visitamos varios sitios, pero al tercer y último día fuimos a dos de los lugares más hermosos que tuve la oportunidad de ver en mi vida, el antiguo colegio de San Ildefonso y la Casa Azul.

Nos encontrábamos en el primero, sentados en el anfiteatro de Simón Bolívar, el grupo de cuarenta jóvenes en perfecto silencio, admirando el mural de Diego Rivera y mientras lo miraba, quieta y respirando con cuidado, como si temiera romper el momento, se me ocurrió preguntarle algo a Diego que estaba sentado junto a mí, pero no lo hice porque no quería desperdiciar ese instante, pues quizá nunca volvería. Más allá, en el otro asiento se encontraba su hermano, mirando con ojos atentos a "la creación".

Lo próximo que vimos fue Masacre en el Templo Mayor, justo en las escaleras. En aquel momento el grupo se había dividido en dos, por lo que ahora sólo estábamos en compañía de otros diecisiete muchachos, los tres lo miramos con ojos abiertos como platos, impresionados.

Al final observamos un mural, que en especial no fue de mis favoritos y a Diego tampoco le impresionó demasiado, sin embargo hubo alguien a quien logró abstraerlo por completo. Alejandro miró con ojos tristones y por mucho tiempo "La Maternidad" de José Clemente Orozco. Predominaban las tonalidades rojas en el mural, en él se veía a una mujer sujetando a un niño pequeño de ojos exóticos y penetrantes.

Me pregunté si le recordaba a sí mismo, luego me atreví a verle el rostro y obtuve mi respuesta, quise darle un ligero apretón de manos, tomarle el hombro, o cualquier cosa, porque se veía destrozado de alguna manera, pero no lo hice, temí de su reacción. Fue Diego quien le palmeó un par de veces la espalda y luego lo alentó a salir de ahí con el resto del grupo que ya comenzaba a irse.

El resto del camino Alejandro no habló, como ya era costumbre. Diego y yo en cambio compartimos opiniones con alegría y en voz más alta de la que deberíamos durante el trayecto de más de cuarenta minutos hacia nuestra última parada "La casa Azul"

—Yo sería como Rivera pero famélico—comentó Diego, cuando ya estábamos cerca.

—Y yo la sarcástica y sufrida de Frida—me reí con nerviosismo.

Sufrida ya soy, pensé, sarcástica no lo creía. Nunca se me ocurría nada interesante que decir, aun teniendo la cabeza llena de ideas que chocaban unas con otras.

Saltamos del autobús tan pronto como esté paró, nos alineamos a la entrada, extasiados de por fin estar ahí, casi todos los lugares que visitamos me parecieron preciosos, pero aquel en particular me emocionaba, quizá me decepcionara en comparación con los demás, pues de tanto desearlo lo había engrandecido en mi mente, pero aun así, deseaba verlo y disfrutarlo todo con mis sentidos.

Era una casona de fachada de un azul intenso, con bordes rojizos, que se encontraba justo en una esquina de la calle, resaltaba como un cubo entre esferas, justo ahí, entre la tumultuosa ciudad, y rodeada de cactus, como una armadura que no dejara penetrar nada de lo ordinario a sus pasillos. En el interior era aún más exótica, un puñado de cosas raras y estrafalarias, todas tan distintas pero que en conjunto parecían una buena mezcla, como si la naturaleza las hubiese destinado a estar ahí, la única forma en que podría describirla era mágica, poética, hermosa, en definitiva no me decepcionó, superó mis expectativas, no había nada comparado con ella, tan sólo quizá el cielo de una despejada noche de verano, sí, eso era, la casa era un pedazo de cielo. Pero incluso más que eso, era tan íntima, tan real, tan personal, que hasta casi podía sentir algo emanar de ella, podría sentir el calor de sus antiguos habitantes, oculto y rezagado por años, las escazas y momentáneas alegrías que había vivido Frida con el hombre que amó más que a su propia carne, las ganas de vivir y al mismo tiempo de morir, eran un cumulo de sentimientos abrumadores que inundaron mi alma.

Está vez hicimos el recorrido en tres grupos y más tarde nos dejaron regresar a los lugares que más nos habían gustado, Diego y yo por supuesto regresamos al interior de la casa, mientras la mayoría de los muchachos de nuestro grupo se quedaban en el jardín y otros volvían a la sala dos en donde se encontraba la emblemática obra "Viva la vida"

Yo caminé hasta llegar a la habitación de noche de Frida, en donde una vez más no pude evitar levantar la mirada y observar las inscripciones en letras rojas en el borde de la pared, casi tocando el techo. "CUARTO DE FRIDA, DE DIEGO..." Cerré los ojos pensando en ellos, en lo mucho que ella lo amaba, en los muchos años que sus almas residieron ese lugar, en que aún, tanto tiempo después, y habiendo tantas personas pasado por ahí, parte de su esencia seguía ahí, anclada para siempre, y parte de ese amor tan desenfrenado, violento y loco seguía ahí también.

Luego de un rato, sentí la presencia de Diego tras de mí, pero no podía apartar la mirada de las letras, así que ambos nos quedamos ahí, en silencio, con la cabeza levantada, mirando la inscripción.

—Yo he presenciado un amor como ese —susurré de pronto y volví la mirada, pero me sobresalté al no encontrar lo que esperaba, era Alex quién estaba ahí. No me miraba, sus ojos estaban fijos en lo que yo miraba hacia un segundo, regresé la mirada entonces.

—¿Y qué clase de amor es ese? —preguntó en un susurro.

—Un amor por el que podrías morir. —contesté.

—Hum...—asintió él, sin volver la mirada.

Y seguimos callados hasta que él volvió a hablar, en tono sosegado.

—¿Y cómo terminó?

—Así—dije, y asentí con tristeza—en muerte.

Él bajó la mirada.

—¿Homicidio? ¿Celos? —inquirió, con un tono de voz que denotaba que se estaba esforzando por ocultar su interés.

—No, sólo tristeza.

En aquel momento sentí una mano en el hombro, y me volví, sorprendida por el contacto, pero esta vez sí era Diego. Me tomó del hombro y me atrajo hacia su costado.

—Ven a ver el estudio conmigo—susurró entre mi cabello, lo que provocó un ligero temblor en mi piel. Encandilada lo seguí.

En el estudio era una amplia habitación llena de luz natural gracias a los grandes ventanales que lo rodeaban, el piso era de lustrosos adoquines marrones, mientras que las paredes eran de roca y el techo blanco. Había espejos en las mesas de trabajo, una anticuada silla de ruedas frente a un caballete que en el que se exhibía un cuadro, como si alguien en algún momento fuera a regresar a darle los últimos detalles. Todo lo que Frida había usado aún estaba ahí, como la última vez que ella lo tocó. En los pequeños escritorios estaban sus materiales de pintura, los pinceles, las paletas, el caballete, los pigmentos, frascos llenos sustancias indefinidas y su alma en todo eso. Yo creía que el alma se queda prendada de los lugares que amamos, o en donde amamos mucho y sin duda ella había amado ese lugar.

—Cuando muera —susurró Diego cerca de mi oído, mientras me abrazaba—quiero que mi estudio quedé así, tal y como yo lo dejé, no quiero que nadie lo toque.

Estábamos de pie, detrás de las líneas de seguridad, mirando la mesa en la que se exhibían montones de diminutos frascos de tonalidades azules, verdes y amarillas, y en la cual también había un espejo que nos devolvió nuestros rostros. Ahí estaba Diego, con esas greñas largas y cafés echadas hacia atrás, su barba desarreglada y su rostro meditabundo y deleitado al mismo tiempo, y yo, con el cabello largo y negro, con una mirada concentrada en mis simples ojos oscuros, la mano de Diego descansaba en mi hombro, y sobre esta, en el mismo cuadro entró otro rostro, uno pálido y ojeroso, cuyas tonalidades oliváceas nos miraron un segundo y luego se dirigieron a donde los materiales de pintura.

—Asegúrate de que así sea. —continuó Diego.

—Lo haré —contestamos al unisonó Alex y yo, y luego nos miramos, con sorpresa y algo más que se reflejaba en nuestros ceños fruncidos; recelo, envidia.

Diego nos miró y contuvo una risotada así que terminó riendo por lo bajo.

—Dos es mejor que uno—comentó, le palmeó el hombro a Alex y a mí me atrajo a su costado para darme un beso en la cabeza, en donde su risa se mezcló entre las líneas negras de mi cabello. Yo sonreí, pero aún incomoda, así que me zafé de él con delicadeza.

—¿Por qué te dicen Riverita? —pregunté para cambiar de tema, lo acababa de recordar, esa pregunta rondaba mi cabeza desde que salimos del antiguo colegio, cuando estábamos sentado en el auditorio contemplando el mural de Diego Rivera. Él desvió la mirada.

En el espejo la sonrisa de Alejandro se ensanchó como la del gato que se comió la crema.

—Cuéntale—dijo, echándole una miradita significativa a su hermano.

Miré a Diego, que ya no sonreía.

—Es una estupidez —comentó, restándole importancia con un ligero encogimiento de hombros, me dio un apretón de manos para que siguiéramos caminando.

—Sí, una estupidez —comentó Alejandro y se acercó a mí—Si él no quiere yo te lo cuento. Cuando Diego estaba en la prepa...

—¡No! —exclamó Diego, con más volumen del que esperé, pues seguíamos en el interior del museo. Un par de personas se volvieron para verlo pero él los ignoró, me tomó de la mano y me apartó de Alex. —Te va a decir puras estupideces, así que mejor te lo cuento yo.

Y nos echamos a andar hacia el exterior.

—Tuve mi época de muralista —comentó Diego, cuando ya íbamos en uno de los pasillos.

—De vándalo —Lo corrigió Alex, que se había vuelto a emparejar a nuestro paso. —Fuiste grafitero, no muralista, Diego. Hay una clara diferencia.

Éste le dedicó una mirada censuradora a su hermano y luego me miró otra vez.

—Bueno—admitió, con una sonrisa apenada—hace algunos años hacía grafitis. Unos amigos los vieron...

—Amigos—volvió a interrumpir Alex, pero está vez Diego lo ignoró mejor.

—...y dijeron que estaban padres. Les gustaban porque eran llamativos y ocupaban un montón de espacio en paredes ajenas. A alguien se le ocurrió decir que yo era como Rivera—se interrumpió un momento y rió, como si le causaran gracias las comparaciones. —lo cual es estúpido, no nos parecemos en nada, mis gratifis eran mediocres y tenían temas horribles en esa época.

—Seguro esos amigos tuyos al único muralista mexicano que conocían era a Rivera. —comentó Alex y está vez Diego no lo fulminó con la mirada, siguió con su explicación.

—Alguien relacionó que me llamo Diego y que soy pintor con el apellido Rivera así que comenzaron a llamarme así, solo que en diminutivo porque no soy ni de cerca tan bueno como él.

—Ya entiendo —comenté, con una sonrisa. Aquella era una bonita anécdota. Debería sentirse alagado de que sus amigos lo llamaran así, no entendía porque le disgustaba que lo hicieran, en especial cuando era Alex.

—Quizá hacías buenos grafitis pero contando historias eres una mierda —ser rió Alex. Para ese momento ya habíamos llegado al jardín que se encontraba lleno de más cactus. —se te olvidaron algunas cosas.

Diego le dedicó una mirada enfurruñada a su hermano, a lo que este contestó con una carcajada y luego se fue de ahí.

—¿Por qué dice eso? —pregunté, mirándolo a sus ojos cafés.

—Así es Alex —se encogió de hombros— no le hagas caso a nada de lo que te diga.

Con una sonrisa agridulce salimos del museo, afuera le eché una miradita final y luego me apresuré a alcanzar a Diego en el autobús. 

N/A

Amo este capitulo, porque es corto, pequeño, y parece muy normal pero es significativo. A veces, cuando uno está con amigos, o con gente que nos hace sentir bien decimos cosas, cosas que parece que no son nada, pero si nos detenemos un segundo, están cargadas de significado. Eso pasa con este capítulo.

Hoy es 9 de mayo, casi 10, así que feliciten a sus madres, hoy, este día, todos los días, ámenlas, quiéranlas y perdonenlas. Yo les dejo una frase, una que siempre, este día, parece que fue escrita para mí, como si el destino supiera que un día, encajaría dolorosamente en mi persona.

"El mundo es para mí una horrenda colección de recuerdos que me dicen que ella vivió y que yo la he perdido"

Este capitulo es para ti. Te dejo en la eternidad, en donde siempre estas sana y presente para mí. Amor eterno e incondicional para ti.

-Chel.

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