Capítulo XX: Otros mares


El sol lucía en su punto exacto, sin calentar de menos ni de más, y el aire agitaba la hierba con movimientos sinuosos, como si fuera un mar en el que dejarse mecer por las olas. Allí, sobre el verdor del campo primaveral, dos muchachos descansaban tumbados sobre la tierra y mantenían las miradas fijas al cielo.

—¿Has visto esas nubes? Parecen un castillo de algodón. ¿Te imaginas vivir en un sitio así, Samir?

El muchacho de ojos negros se giró hacia él y contempló la ilusión en los ojos de su amigo. A su lado, las pesadillas y cualquier otro miedo se convertían en pequeñeces sin importancia. ¿Cuántos años habían pasado? No alcanzaba a concretarlo, aun así, aquel era uno de sus mejores recuerdos.

—Lo imagino, Eugène. No hay hambre ni dolor... Estoy bien.

Entonces, su compañero rodó hasta situarse frente a él. Las facciones infantiles dieron paso a una barba poco poblada, a unos ojos castaños de párpados cansados y a unos rizos ingobernables que daban ganas de revolver.

—Samir, ¿eres tú? No sabes cuánto te he echado de menos. Tú hacías que me centrara y ahora voy perdido. Necesito a mi hermano.

Suspiró.

—Saldrás adelante. —Se acercó y lo tomó del mentón para que le mirase directamente—. Ojalá pudiera ser él por un día, solo un día.

Acercó sus labios a los suyos hasta casi besarlo, y Eugène rompió el contacto con un sollozo, luego clavó, de nuevo, su vista en el castillo de nubes.

—Nicolás, eras tú. Por un momento creí que...

—Lo siento —le interrumpió.

—No estoy enfadado, no tiene sentido. Al menos, creo que sé lo que debo hacer para que Samir me perdone.

El muchacho de ojos negros se incorporó y se fue alejando, paso a paso, no obstante, su voz perduró en el lugar durante unos instantes más, disolviéndose entre los sonidos campestres.

—Nada, solo debes vivir. Solo eso, Eugène.

—Eso es fácil de decir. No, debo hacer algo por él. Algo importante.

—Adiós, hermano.

Pero Eugène apenas escuchó esa despedida...

Al fin y al cabo, solo era un sueño.



Aún no había salido el sol, pero sabía que los telares no cesaban nunca y Eugène esperaba poder tener un encuentro cara a cara con Pierre. Como mínimo, el muy maldito debía de ser consciente de lo que había hecho: Samir se merecía descansar en paz, cosa que haría cuando todos sus verdugos fuesen juzgados.

Se quedó unos instantes ante la puerta principal mientras algunas trabajadoras iban y venían a la par que las callejuelas colindantes se avivaban con la llegada de los primeros tenderos.

No se atrevió a llamar ni a preguntar.

¿Estaba haciendo lo correcto? En unas horas iniciaría una nueva vida lejos del violento caos que germinaba en París. Una nueva vida junto a Margot y Nicolás. ¿No sería más sensato dejar el pasado atrás y disfrutar del futuro que les aguardaba? En el fondo, eso era lo que deseaba, pero se lo debía a Samir. ¿Cómo podría, si no, mirar a Nicolás sin pensar en la injusticia que se había cometido?

—¿Busca a alguien, monsieur? —le preguntó una de las trabajadoras.

Eugène carraspeó. ¿Cuál era el plan? ¿Presentarse allí a lo loco? ¿Qué iba a decirle? No, no había nada que pudiera hacer: debía abrazar el porvenir y asumir que quizá nunca se hiciera justicia.

—Quería ver a Pierre Lefont, pero mejor vendré en otra ocasión, se me ha hecho tarde.

Dio la vuelta y se dispuso a regresar al apartamento. Margot despertaría pronto y se asustaría si no lo veía en casa. Sin embargo, antes de que iniciara su camino, escuchó unos gritos desconsolados provenientes del interior de la fábrica. La mujer a su lado palideció.

—Ahí lo tiene, haciendo de las suyas de nuevo —suspiró y tiró de su brazo, llevándolo al interior.

La fábrica olía a grasa y el humo del vapor se colaba por medio de los telares, aunque lo peor era el ruido de la maquinaria. Este era tan fuerte que Eugène no alcanzaba a escuchar ni sus propios pensamientos.

Se masajeó las sienes para aligerar la migraña que aquel sonido le producía y caminó en busca del burgués. Tan solo debía filtrar los gritos de la mujer.

No tardó en hallarlo: ascendió por una estrecha escalera de hierro hasta dar a una especie de despacho y, en cuanto abrió la puerta, se lo encontró forzando a una de las trabajadoras. La mujer ya no gritaba, tan solo lloraba en silencio con la expresión perdida.

—¡Dichosos los ojos, Eugène! ¿Me buscabas? —saludó Pierre con una sonrisa ególatra y sin liberar a la mujer que se encontraba bajo él—. ¿Has venido a buscar trabajo para tu hermana? Tengo varias preñadas, así que pronto habrá hueco para ella.

—No, solo quería comentarte algo —contestó Eugène.


—¿Dónde te habías metido, caraculo? —lo abroncó Margot en cuanto llegó—. Con la lata que me has pegado, ¿ahora quieres que perdamos el barco?

Eugène entró raudo en el apartamento con algo entre las manos que parecía quemarle a pesar de llevarlo envuelto en telas. Lo guardó en la bolsa que había dejado sobre el colchón, se la echó al hombro y miró a su alrededor. La buhardilla se caía en pedazos, cierto, pero también era acogedora, testigo de buenos momentos y de últimos adioses. «Adiós, mamá», pensó. Aunque no creía que ella estuviera muy orgullosa de él. Estaba nervioso y acelerado, pronto, todo el sufrimiento de los últimos meses quedaría atrás y podría dejar la culpa para abrazar el futuro que le prometía Nicolás.

—Tenía algo importante que hacer, enana. —Ensombreció el rostro y recordó, una vez más, a Samir. Lograría estar en paces con él y ganarse, así, el privilegio de su cuerpo—. ¿Lo tienes todo?

—Todo —confirmó ella.

—¿Y estás lista?

—¡Más que nunca!

Convencerla de dejar París había resultado una ardua tarea. La niña se había resistido tanto a dejar su trabajo como a sus amigos, sin embargo, finalmente, vio las posibilidades que traía consigo ese viaje. Se había negado a abandonar sus ropas de niño, quizá se sentía más segura con ellas, y había destartalado la vivienda en un instante. Agarró su propia bolsa, se despidieron de la buhardilla y ambos hermanos corrieron cogidos de la mano como cuando eran más niños. La ilusión era el motor que los empujaba mientras recorrían los Campos Elíseos en dirección al puerto.

Al llegar, una marabunta de personas bien vestidas les dificultó la labor de encontrar a Nicolás. La mayoría eran nobles y ricos burgueses que, tras abusar de su posición, ahora temían por sus cabezas. A Eugène no le gustaba el hecho de tener que viajar con ellos, pues sabía que la gran mayoría tenía las manos manchadas y ahora huía de un castigo que merecía. ¿Él también merecía castigo? No quería pensar en ello. Continuó buscando a su amado hasta que, finalmente, fue este quien lo abrazó por la espalda y lo besó en el cuello con discreción.

—Tenía miedo de que no vinieras, Eugène —confesó.

—¿Qué iba a hacer sin ti? —Puso la mano sobre la suya, lo miró sobre el hombro y señaló el navío con el mentón—. No veo la hora de desembarcar.

—Yo no veo la hora de llegar e iniciar mi vida contigo.

—Y yo no veo la hora de que os dejéis de cursiladas —exclamó Margot—. Me ponéis enferma.

Los dos amantes se separaron avergonzados y Eugène le dio un coscorrón a la niña.

—¿No podrías ser más discreta?

—¿Y vosotros? Vaya viaje me espera, capullo.

Nicolás los miraba con una sonrisa melancólica. Luego, los acompañó hacia el lugar en que Charlotte y Samira les esperaban. Esta última estaba sumergida en un aura de tristeza que se negaba a expresar en lágrimas. Cuando tuvo a Eugène delante, lo rodeó con sus brazos y susurró a su oído:

—Cuidaos mucho, Eugène. Samir te quería tanto... —Un sollozo amargo quebró su voz y tuvo que inhalar hondo para poder proseguir—. Toma, él querría que tuvieras esto. —Sacó una bolsa que llevaba oculta en la falda y la abrió delante de él. Dentro había dos muñecas, una de ellas, la más vieja y desarrapada, mostraba la imagen de un niño de cabello rizado. La puso en sus manos y lo miró a los ojos—. Cuando mi hermano era un crío solía tener pesadillas. Le hice este regalo para que pudiera dormir. Es una de mis primeras creaciones: un amigo que lo protegiera y que no lo abandonara nunca.

Eugène se quedó congelado y sintió, de nuevo, el puñal de la culpa.

—Samira... Yo...

—No digas nada. Está bien. Sé que erais como hermanos y sé que él querría que fueras feliz a cualquier precio. —Luego, tomó la otra muñeca y se dirigió a Margot—. Y esta es para ti, «enana».

Samira se levantó y giró hasta encarar a Nicolás. Eugène temió que se suscitara un momento incómodo. La muchacha permaneció de pie, mirando con tristeza al que por tantos meses creyó su hermano hasta que, impelida por un misterioso impulso, se arrojó a su cuello. Nicolás se puso rígido y después la abrazó mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Desde donde Eugène estaba, no lograba escuchar qué susurraban, pero se daba cuenta de que dejaban atrás cualquier culpa o resentimiento, porque al separarse se veían con afecto y ambos sonreían en medio del llanto.

Charlotte también se acercó y le dio un beso amistoso.

—Prometedme que seréis felices. Yo te prometo hacerle la vida imposible a mi primo en cuanto averigüe dónde se ha metido.

Al escuchar aquel nombre, su mente regresó al encuentro que había tenido horas antes. Todavía temblaba, aunque esperaba que los demás lo atribuyeran a la emoción del evento. Tragó saliva, incómodo, e intentó desviar la mirada. Solo entonces se dio cuenta de que el hijo de Antoine estaba con ella.

—¡Jean! —exclamó al verlo, pero el niño no parecía reconocerlo. De hecho, ni siquiera parecía el mismo niño, pues su mirada se había convertido en la mirada de un adulto triste y desesperado al cual le habían arrebatado toda esperanza. Miró a Charlotte, y ella se encogió de hombros.

—No recuerda nada desde la muerte de su padre —le explicó en voz baja.

Se compadeció de él e iba a decirle algo más, cuando Nicolás lo tomó de la cintura.

—Es hora de embarcar, mi amor.

Los dos subieron al barco y se apoyaron en el candelero, desde allí se dispusieron a decirle adiós a sus amigas: a Charlotte, que se había convertido en la benefactora de Nicolás, le había devuelto a su amor y le había recordado que los sueños se podían amar si estaba dispuesto a luchar por algo mejor; y a Samira, que tanto había sufrido y que, sin duda, se merecía ese porvenir lleno de dicha que Francia prometía... Al igual que Jean, que se había quedado huérfano.

—¿Eso que tiene Jean es...? —le preguntó Nicolás.

Eugène achicó los ojos. El niño tenía algo en la mano, una caja de madera que se le hacía familiar, pero no alcanzó a distinguirla porque el chico la guardó de prisa entre sus ropas.

Continuaron un poco más, mirando cómo todo el mundo despedía a sus familiares con pañuelos humedecidos de lágrimas que agitaban de un lado a otro. Margot se fue a recorrer el buque en el que pasarían largas semanas y Charlotte, Samira y Jean se perdieron entre la multitud.

En ese instante, Eugène solo deseaba una cosa.

—¡Escapémonos! —le sugirió a Nicolás.

Su amante dio un respingo, como si le cogiera por sorpresa, le dedicó una sonrisa que realzó sus hoyuelos y, sin dudar, lo siguió en busca de un lugar en el que pudieran ocultarse del resto de tripulantes. Tras recorrer los largos pasillos, alumbrados con hermosas antorchas de gas, y abrir varias puertas como si fueran niños haciendo travesuras, dieron con un pequeño camarote en desuso. Allí, Eugène se lanzó sobre Nicolás con una intensidad renovada.

Había sido un día extraño en el que diversas emociones se habían mostrado en tonalidades difusas, no obstante, en ese momento, su único deseo era sentir a su amado y olvidar, aunque fuera por un instante, todo lo demás.

Como por ejemplo, el abrecartas cubierto con la sangre del burgués que guardaba entre sus cosas.

Besó a Nicolás con énfasis, como si fuera a devorarlo ahí mismo y sin previo aviso. El noble no tuvo tiempo de reaccionar.

—¿Estás bien? Desde que volviste de la fábrica de Pierre has estado extraño —le preguntó, desconcertado por aquel arrebato de pasión.

Eugène se detuvo. ¿Acaso Nicolás podía leerle la mente? Lo miró a los ojos: aquellas esferas verdes que lo absorbían eran espejos que le devolvían la imagen de un Eugène risueño que ya no existía, pero también la imagen de un Eugène enamorado, pasional, que estaba dispuesto a todo para estar junto a él. Ese sí era real. Se relamió observando el manjar que el noble ocultaba en su boca. Luego, lo empujó hasta hacerle caer sentado sobre un catre individual y se sentó a horcajadas sobre él.

—Estoy contigo, eso es todo cuanto necesito.

Volvió a besarlo y se estremeció al sentir la forma en que Nicolás lo apretaba contra sí, deslizaba las manos por su espalda y le arrebataba la camisa.

Sin duda, eso era todo cuanto necesitaba, estar con él y disfrutar cada segundo que pasaran juntos, aunque para poder hacerlo plenamente antes debiera vengar la muerte de Samir, algo que terminaría de hacer tan pronto como llegasen a Nueva Orleans.

El tacto de Nicolás lo abrasaba, sus suspiros lo hipnotizaban y los labios, ávidos de los propios, le hacían perder la razón. No pensaba renunciar a lo que había entre ellos, aunque el precio a pagar fuera alto.

Su amante lo besó en el cuello, el mentón, le recorrió la mandíbula hasta llegar a su oído.

—Siempre juntos —susurró.

—Siempre —afirmó él.

Porque ya nada ni nadie podría separarlos.

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