Capítulo XV: La toma de la Bastilla

14 de julio de 1789


Todo le daba vueltas. ¿Qué estaba pasando? Loco, se estaba volviendo loco. No había otra explicación, debía de ser una pesadilla, porque si no... Se sintió sucio. Quería arrancarse la piel, rebobinar, volver atrás y borrar lo sucedido en los últimos días.

Cerró los ojos con fuerza y vio los suyos, verdes; apretó los puños y descubrió que aún retenía su tacto entre los dedos. ¡Incluso se le había impregnado su olor! Pero lo peor no era eso, lo peor era pensar que su amigo, su buen amigo, su inseparable, había muerto. No podía enfrentarse a eso.

Entonces, de la nada, la voz de Samir resonó en su mente «todo está bien, Eugène —le decía. Y le pareció ver su sombra ante él y sus inconfundibles ojos negros—. Estoy bien, estoy en paz».

Aquello fue demasiado.

Echó a correr completamente a ciegas hasta que fue a dar con una marabunta de personas agitadas que gritaban a pleno pulmón, brazos en alto y picos alzados. A partir de ahí las cosas se volvieron confusas. Le empujaban a un lado y a otro, y él necesitaba desaparecer. ¿Qué mejor forma? Al final, se dejó llevar como pez en el río. Aquellas personas que le rodeaban estaban tan furiosas como él.

—¡A las armas! —gritó alguien.

Las banderas de Francia ondeaban al viento, mecidas por vítores de cambio: la Revolución había comenzado y en las calles de París, aquel grito se había extendido como la pólvora: entre voces, banderas y azadas, el pueblo pedía justicia.

Eugène estaba ahí, en medio de aquel tifón. Gritaba a pleno pulmón y vestía ánimos incendiarios. Puede que siempre hubiera sido un soñador, que la Revolución con la que tanto había soñado, al fin, se fuese a hacer realidad. Sin embargo, llegado el momento, no clamaba por la libertad, sino por apaciguar su dolor. Levantaba los puños que deseaba estampar contra sí mismo y recibía con gusto cada empujón. El ruido no le dejaba escuchar sus pensamientos y eso era justo lo que necesitaba, fundirse con aquel escenario. Allí, él no era nadie, solo un ente más. Tampoco miraba hacia dónde iba, tan solo se dejaba llevar por la avalancha humana que se había pronunciado.

—¡Eugène! —lo llamó alguien—. ¡Ven aquí!

Al principio no contestó, pero tras varias llamadas más, finalmente, ladeó la cabeza. Allí estaban Antoine, el médico cojo, y su hijo Jean, agitando la mano para que se acercara a ellos. Lo cierto era que no le apetecía, no obstante, fue la misma marea callejera la que lo llevó hasta ellos.

—¡Nos van a dar armas! —informó el crío, emocionado.

Eugène se encogió de hombros y Antoine se preparó para explicarse. No pudo.

Los gritos se acrecentaron y la rabia rompió la atmósfera. Solo entonces, el joven de ojos marrones se dio cuenta de dónde estaba: en Les Invalides, un palacio militar cuya fachada parecía estar bañada en oro.

Alguien gritó de nuevo, y, de pronto, la multitud se lanzó en estampida contra aquel edificio que ostentaba riqueza sin pudor alguno. Los guardias apenas pudieron resistir el ataque. Aquello se convirtió en una verdadera locura. Todo el mundo había salido a la calle: comerciantes, burgueses, campesinos, incluso las prostitutas de Les Innocents.

Eugène volvió al presente, al centro de todo aquel caos. Estar allí era mera supervivencia, pues no alcanzaba a ver la grava del suelo y el cielo parecía entelado. Alrededor solo había gritos, ruido, voces, ruido, rabia, ruido. Ruido. Por un momento incluso se sintió mareado y desubicado.

Sin saber cómo, un fusil apareció en sus manos. Lo observó con recelo y miró al frente. Pierre le hizo un breve saludo.

—Hoy venceremos. Ya no tendré que rendirle cuentas a nadie.

«¿A nadie?», se preguntó a sí mismo. Le pareció extraño.

Observó el arma. Nunca había utilizado una, pero estaba convencido de que encontraría la forma de sacarle partido.

—¿Y la munición? —preguntaba el gentío—. Sin fuego no podremos derrocarlos.

—¡La pólvora está en la Bastilla! —se escuchó desde algún rincón. Y desde otro, y otro, y otro...

La multitud se puso en marcha. Jean iba por delante mientras, con torpeza, su padre intentaba seguirle los pasos. Ambos iban armados. Eugène estaba sumergido en el éxtasis, como si fuera víctima de una extraña droga. Pierre lo agarró del brazo.

—¡No te quedes atrás! —exclamó altivo.

En lo que dura un suspiro, le pareció ver asomar el sello Flesselles en su bolsillo. Solo entonces, y nada más que entonces, se preguntó para qué lo querría, ¿cómo un simple sello podía tener algo que ver con una rebelión? Apretó el paso para alcanzarlo, sin embargo, tuvo que detenerse cuando alguien tiró de su ropa. Era Antoine.

—¿Has visto a mi hijo? Ayúdame a encontrarlo, Eugène —le rogó.

Hacía menos de un instante que los había tenido delante y, en un parpadeo, padre e hijo se habían separado.

—Vamos, lo encontraremos.

Momentos después, estaban en el castillo, la fortaleza, el símbolo del terror: la Bastilla.

Desde lo alto, cañones y varios soldados apuntaban a la plebe. Eugène convenció al médico de que permaneciera en un portal, oculto tras unas cajas y sillas dispuestas a modo de barricada. No era la única. A pocos metros vio otra, más alta, tras ella ondeaba una bandera roja y azul. Se dirigió allí para ampliar el alcance de su vista y oteó los centenares de cabezas que había por debajo de su altura, todos con fusil en alto y vistiendo insignias. Tardó un rato en visualizar al pequeño Jean, que estaba lanzando piedras hacia lo alto. Entonces, se produjo una nueva estampida: la gente intentaba echar el portón abajo. Varios guardias se asomaron al torreón y empezaron a apuntar.

Luego, a disparar.

—¡Jean! ¡Tu padre está ahí! —chilló. Por suerte, el crío lo escuchó, o al menos volteó hacia él. Eugène señaló donde estaba Antoine y llegó a ver cómo se reunían. A la sazón, los guardias empezaron a disparar.

Hubo gritos, y sangre. Varios muertos se estamparon contra los adoquines. Observó a lo alto y vio que el enemigo se preparaba para un nuevo ataque. En esta ocasión, a base de cañonazos. Se generó un caos irracional en el que todos corrieron de un lado a otro. El sonido le hizo perder el equilibrio y Eugène cayó al suelo. Volvió a subir a la barricada, observó la muerte a su alrededor. ¿Por qué no estaba él entre el resto de cadáveres? ¿Acaso no lo merecía? Si la muerte no venía a por él, él iría a por ella. Sacó el fusil y apuntó a lo alto.

¡Tenía que llegar! Debía darse prisa, su tío era el preboste de París, quien había aprobado la creación de la Guardia Nacional. Nicolás sabía, por las últimas reuniones de los revolucionarios, que esa guardia tenía armas, pero no pólvora y la turba, molesta, le exigiría esa pólvora a su tío.

Apretó los ijares de Mistral y de inmediato el animal incrementó el galope. Al llegar a la rue Saint Antoine se dio cuenta de que sus peores temores estaban en lo cierto. Decenas de parisinos, la mayoría andrajosos, levantaban picos y azadas. Furiosos, avanzaban a la Bastilla. En medio de la muchedumbre vio a un grupo de mujeres que arremetía con una carreta llena de paja. Por un momento creyó ver a Charlotte y a su amiga entre ellas. Entre todas la empujaban y antes de que arribara a las puertas de la fortaleza, alguien la prendió en llamas, luego, la estrellaron con todas sus fuerzas contra ella.

Nicolás se alarmó, temía lo peor. ¿Cómo podría hacer para entrar a la Bastilla, donde, sabía, debía de estar su tío?

Las personas arremolinándose a su alrededor, los gritos de guerra, las armas improvisadas en ristre, todo alarmaba a Mistral quien comenzó a corcovear inquieto.

De pronto, desde el adarve de la fortaleza, comenzaron a disparar al pueblo afuera, entonces, el caos empeoró. Lejos de disuadir a la muchedumbre de abandonar aquella empresa, se incrementó el arrojo de los revolucionarios.

Las balas atravesaban el aire y silbaban cerca de su cabeza. Nicolás comprendió que sobre Mistral era un blanco fácil. El joven desmontó y se abrazó a la cabeza de su amado caballo. Una lágrima se deslizó por la mejilla, tenía que dejarlo ir, si no, ambos morirían. Se despidió de él por última vez, le dio una palmada fuerte en los cuartos traseros y el caballo salió al galope, huyendo de aquel caos.

El joven giró a ambos lados para buscar un sitio por donde entrar en la prisión, entonces vio a Antoine y a Jean muy cerca. El chico se le acercó.

—¿Estás buscando a Eugène? —le preguntó—. Porque si es así, está allá.

El niño señaló una barricada casi frente a la prisión. Allí, en lo alto Eugène levantaba un fusil. A Nicolás se le heló la sangre. El muchacho se exponía, era blanco fácil para los soldados que defendían la fortaleza.

Corrió con el corazón latiendo en la garganta, sin percatarse de que la caja de música se le caía del bolsillo del pantalón. Quería llegar al frente, justo donde el joven a quien amaba se exponía a una muerte segura.

—¡Eugène! ¡Eugène! —Trató en vano de elevar su voz por encima de los gritos enardecidos y del ruido ensordecedor de los cañonazos—. ¡Baja de allí!

Estaba convencido de que sería imposible alcanzarlo a tiempo. El muchacho, cada vez más imprudente, agitaba el arma por encima de su cabeza, parecía que quería hacerse matar. Las lágrimas empezaron a correr por su rostro mientras sus pies volaban hacia él.

—¡Por favor! ¡Por favor, baja de allí!

Desde lo alto del adarve, vio a un soldado que le apuntaba y Nicolás supo que todo estaría perdido. Se lanzó al frente y antes de que la bala pudiera herirle, él cayó sobre su antiguo sirviente. Lo apartó por segundos, arrancándole de los brazos de la muerte.

Ambos yacían sobre la barricada, Nicolás lo sostenía con firmeza. Al levantar el rostro, vio al soldado que, de nuevo, los apuntaba. Ya estaba resignado a una muerte segura, cuando el guardia se vino abajo, herido. Al voltear, el joven aristócrata vio llegar a un destacamento de la guardia francesa que se unía a los revolucionarios, suspiró con alivio y entonces sus ojos retornaron al hombre entre sus brazos.

Eugène se incorporó e intentó apartarse de él, pero antes de que pudiera hacerlo, Nicolás se levantó también y lo tomó de la muñeca y lo abrazó a pesar de que el otro no quería, lo esquivaba, evitaba mirarlo.

—Eugène, he recordado —confesó—. Sé que tú no tuviste la culpa.

Pero su amigo no reaccionaba, estaba ido. Incluso forcejeaba con él.

—¡Suéltame! —reclamó—. ¿Dónde está Samir? Él... Él no merecía morir.

Era cierto, aquel joven no debería haber muerto. Solo había estado en el lugar y en el momento equivocado, una mala broma, fruto del azar, que le había costado la vida para ofrecerle una nueva oportunidad a él.

—No, no lo merecía, Eugène. No sé cómo pudo pasar, pero... Yo también estoy confuso. —No encontraba palabras adecuadas con las que expresarse. Entendía el pesar de Eugène, pero, en medio de esa locura, Nicolás era otra víctima más—. Yo estaba muerto, y él, y luego ya no era yo. Lo he perdido todo, pero puedo asumirlo, empezar de nuevo. No necesito todos esos lujos, te necesito a ti, Eugène. Eres lo único que quiero.

Apoyó la frente contra la suya y su compañero ladeó la cabeza para evitarlo. Nicolás sentía el adiós muy próximo, demasiado.

—¿De verdad eres él? —le preguntó, con la vista fija en el fuego que consumía la Bastilla.

—Eugène, yo... preferiría haber sido yo quien muriera. No tengo respuestas, no tengo nada. Solo me quedan mis sentimientos.

Su antiguo criado sollozó en silencio y se tensó, rígido como el mármol. Poco quedaba del joven alegre y soñador que le había cautivado. Estaba roto, destrozado. Lo abrazó fuerte, lo sujetó de la nuca para ver el resplandor de sus ojos, mas Eugène los mantuvo cerrados.

—Mírame, por favor.

—Llevas su cuerpo puesto. No puedo mirarte... Es demasiado. Lo siento, no puedo.

Desesperado, Nicolás aceptó que lo había perdido, que no había esperanza entre ellos. Eugène jamás podría verlo sin ver a su amigo. ¿Cómo iba a aceptar algo así? Suspiró con resignación, sin embargo, antes de que llegara a apartarse, Eugène también lo sujetó de la nuca, como si lo observara en silencio, aunque seguía sin mirar.

—Seas quién seas, te amo, pero no en este cuerpo. Así no, lo siento... —El llanto cortó su voz e inhaló hondo.

¿Qué podía decirle? Quedaron suspendidos en aquel semi abrazo, sobre la barricada y con la bandera revolucionaria tras ellos. Ambos en silencio, tan cercanos... tan lejanos..., y a pesar de que estaban en medio de la caída de la Bastilla, para ellos, el mundo se había detenido.

Entonces, un grito desgarrador se elevó por encima de todo lo demás. Su amigo se separó de él y giró la cabeza hacia el origen del lamento. A unos metros de distancia el pequeño Jean lloraba y sostenía en sus delgados bracitos el cuerpo inerte de su padre. Nicolás frunció el ceño al notar, al lado del niño, una caja de música muy similar a la suya.

—¿Qué ha pasado? —gritó Eugène.

—Le han disparado —clamaba el muchacho.

Se acercó a ellos y vio que, efectivamente, Antoine había recibido una herida de bala en el pecho. Se tiró a su lado y trató de detener la hemorragia, pero la sangre brotaba rauda y el médico ya había perdido el conocimiento.

—¿Se va a morir? ¿Mi padre se va a morir?

Sí. No había nada que pudiera salvarle la vida, no obstante, debía intentarlo.

—Debemos sacarlo de aquí, Jean. —Miró a ambos lados hasta dar con una puerta rota que alguien había utilizado para formar la barricada. Tiró de ella y buscó a Nicolás para pedirle ayuda. Ya no estaba. Respiró hondo y volvió junto a Antoine, entonces, descubrió que la camisa del muchacho había adquirido un color bermellón—. ¿Tú también estás herido?

—Estoy bien —sollozó Jean—. Tenemos que ayudar a mi padre...

Eugène asintió, colocó al médico sobre la tabla y lo arrastró hacia un portal.

Continuó presionando la herida mientras el niño lloraba a su lado. Jean sacó del chaleco una cajita, una cajita que el sirviente juraría haber visto, pero que no supo ubicar. El crío le daba vueltas y vueltas en una especie de tic nervioso. Sin embargo, lo que le llamó la atención a Eugène no fue aquella caja, sino la herida. Durante la andanada, una astilla de gran tamaño se le había clavado en el costado y, aunque el niño disimulaba el dolor, la úlcera era profunda.

—También hay que curarte a ti.

—Sálvalo, Eugène.

Era inútil. El médico ya debía estar muerto, pero si recibía atención, el niño sí podría salvarse.

De pronto, escuchó una voz que lo llamaba a él, también a Samir. Le pidió a Jean que se quedara junto a su padre y salió del portal. Fuera, Samira daba vueltas de un lado a otro, desesperada, mientras sus gritos se silenciaban entre los de la muchedumbre. Eugène la llamó con todas sus fuerzas, corrió hacia ella y, cuando llegó, la abrazó efusivo.

—Te necesitamos, Antoine y su hijo...

—¿Dónde está Samir? —lo interrumpió ella.

¿Muerto? ¿Desaparecido? No podía contestar aquella pregunta. Decirle la verdad era cruel, al igual que permitir que otro usurpara el lugar de su amigo, además, tarde o temprano notaría sus cambios físicos. En cualquier caso, no era el momento de decidir algo así: la urgencia apremiaba.

—Nos separamos —mintió. La tomó de la muñeca y la instó a que lo siguiera hasta los heridos. Ella forcejeó y le pidió un par de veces que la esperase, pero había una vida en juego. Cuando llegaron al portal, Samira se zafó.

—¡Escúchame, Eugène! Tienes que ir a tu casa, ¡ahora! —Entonces se escuchó una música, como de violines. Ambos se giraron un segundo y Eugène hizo amago de correr junto a sus compañeros, pero Samira volvió a detenerlo—. Haré lo que pueda por ellos, Eugène, pero corre a tu casa. Ha llegado la hora.

Eugène bajó de la barricada y corrió a donde estaba el médico herido. Nicolás fue a hacerlo también, pero sus ojos se dirigieron un instante a la muchedumbre, que ahora cantaba vítores y consignas alegres: las mujeres con sus cofias mal colocadas, algunas totalmente despeinadas, y los hombres con las lanzas y las azadas en sus manos danzaban en medio de aquel caos. El joven noble vio el motivo de la felicidad grupal y el corazón pareció detenérsele, el mundo a su alrededor se oscureció. Uno de aquellos hombres sostenía una pica y clavada en ella estaba la cabeza de su tío.

No supo cómo llegó hasta ellos, pero de un momento a otro se encontró dándose de puñetazos con el hombre que sostenía la pica. La cabeza cayó de ella y rodó por el suelo ensangrentado para ser pisada y pateada entre los pies de la muchedumbre, mientras él trataba de alcanzarla sin conseguirlo. El revolucionario no se lo permitía, inmisericorde lo golpeaba y Nicolás no se defendía. Lo único que le importaba era alcanzar lo que quedaba de su tío.

De pronto, al revolucionario se unieron otros más. El brazo de Nicolás se extendía sin lograr tocar, al menos, el cabello del hombre que lo crio. Ni siquiera sentía los golpes o el dolor de su cuerpo, sus ojos estaban fijos en la cabeza que fue tomada por otro y alzada de nuevo como símbolo de victoria.

No quería seguir mirando, no quería seguir viviendo, ya no tenía nada por lo que hacerlo. Cuando los hombres detuvieron la paliza se ovilló en el suelo. No supo cuánto tiempo permaneció allí hasta que unas manos delicadas lo levantaron.

—Vamos, todo ha terminado —le dijo Charlotte, con la cara sucia y vestida de hombre.

Y así era, todo había terminado, al menos para él.


***Nota de Autoras***

Hola, queridos lectores. Hemos llegado al punto que marcó el inicio de la Revolución Francesa, La toma de la Bastilla. Este hecho histórico se produjo en el martes de 14 de julio de 1789 . A pesar de que esta fortaleza medieval solo custodiaba a seis prisioneros, su caída en manos de los revolucionarios parisinos supuso simbólicamente el fin del  Antiguo Régimen y el punto inicial de la Revolución.

Algunos autores afirman que el sitio y la capitulación de la prisión no debió ser un hecho muy heroico en vista a que solo era defendido por un puñado de hombres, y que los únicos muertos habrían sido el alcaide y el político Jacques Flesselles .​

Sin embargo, los documentos de la época dejan constancia de que el 14 de julio de 1789 la fortaleza estaba defendida por 32 soldados suizos y 82 «inválidos de guerra», disponiendo de cañones y de municiones en abundancia. El asedio se saldó con 98 muertos, 60 heridos y 13 mutilados, entre los asaltantes.

Hemos querido dejar pequeños trozos de los eventos que llevaron a este hecho histórico. Primero, la situación de déficit fiscal que vivía Francia como consecuencia de la incursión, por parte de Francia, en la guerra de independencia de Estados Unidos; las malas cosechas producto de un largo invierno; el despilfarro de la nobleza y el clero y el apogeo del movimiento filosófico conocido como la Ilustración. 

En este capítulo se narra la muerte de Jacques Flesselles, que para nuestra historia era el tío de Nicolás. Aunque Nicolás es un personaje ficticio, Jacques Flesselles no lo es. Fue el preboste de los mercaderes de París. 

Entre la insurrección revolucionaria y el saqueo oportunista, París estalló en el caos. En Versalles, la Asamblea se reunió en sesión continua para evitar que, una vez más, fuera privada de un lugar para reunirse. ​Los electores dirigidos por el preboste decidieron formar un "comité permanente" y tomaron la decisión de crear una "milicia burguesa", la Guardia Nacional, de 48.000 hombres con el fin de limitar los desórdenes. Cada hombre llevaría como marca distintiva una con los colores de París, rojo y azul. Pero la Guardia Nacional no tenía ni armas ni municiones. Para pertrechar esta milicia, los amotinados saquearon el Garde-Meuble, nombre popular del hotel de la Marina Les Invalides, donde se almacenaban armas y una colección de antigüedades. A las 5 de la tarde, una delegación de los electores del Ayuntamiento se dirigió a para reclamar las armas almacenadas allí. Jacques Flesselles  se negó, mientras la Corte no reaccionaba. 

La muchedumbre hablaba ya de tomar la Bastilla donde se almacenaban grandes cantidades de pólvora, lo cual llevaron a cabo el 14 de julio de 1789.

Jacques de Flesselles fue asesinado de un disparo y luego decapitado. Su cabeza se clavó en una pica, siendo exhibida por las calles de París .​

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top