Capítulo XIX: El reencuentro de dos almas
—¡Eugène!
Al verlo se quedó sin palabras. Él estaba allí, mirándolo con sus ojos castaños, sorprendidos. No sabía qué decirle ni mucho menos qué hacía en el umbral de su puerta, pero se alegraba de que así fuera.
Por un momento quiso abrazarlo, expresarle cuánto lo había extrañado, contarle que por las noches no dejaba de soñarlo y que continuaba reviviendo en su mente una y otra vez el mágico momento en que sus almas se fundieron en un nuevo ser, único y completo.
Sin embargo, se acobardó y dejó que el silencio se instalará entre los dos. No le dijo nada, solo observó lo adulto que se veía, quizá era la melancolía en el rictus de su boca o aquella llama ardiente que siempre había bailado en sus pupilas y que en ese instante lucía casi extinta. Así como Nicolás no era el mismo, Eugène tampoco lo era.
—¿Quieres pasar? —le preguntó con ansiedad, deseando que no se negara.
Eugène volvió a contemplarlo en silencio y casi estuvo seguro de que se iría, pero no sucedió.
—Sí —le respondió, dubitativo—. Tenemos muchas cosas de las que hablar.
Nicolás cerró los ojos mientras él entraba, y aspiró profundo, volvía a sentir su aroma a lavanda. Miles de recuerdos lo golpearon de su otra vida y de esta, de momentos que había compartido con él. Se dio cuenta de lo solo que se había sentido en los meses que llevaba sin verlo y de cuánto lo echaba de menos.
—Siéntate, por favor —dijo, y trató de aparentar seguridad para que Eugène no se diera cuenta de que por dentro estaba en pedazos. Sonrió—. ¿Quieres té o ya te gusta el chocolate?
El comentario surtió efecto, porque su antiguo sirviente también sonrió.
—Charlotte me ha dado chocolate y no me ha parecido tan malo.
¡Charlotte! Así que de eso se trataba, había sido ella. La mujer se había convertido en su hada madrina. Nicolás amplió la sonrisa y asintió.
Caminó hasta la pequeña cocina y rebuscó en los estantes. Colocó una olla con agua en la estufa y, mientras esta hervía, regresó al pequeño salón donde Eugène esperaba.
El joven miraba a su alrededor deteniéndose en los muebles de madera, que no era fina, pero estaban en buen estado; en las lámparas de gas; en la pequeña alfombra; en los libros en el estante.
—¿Y cómo has estado? —quiso saber—. ¿Cómo se encuentra Margot?
Eugène asintió. Su mirada era esquiva, lo veía de soslayo como si le diera miedo hacerlo de frente. Sentir que el rechazo seguía presente lo descorazonó.
—Bien. Estamos bien —le dijo el joven mirando las manos entrelazadas en su regazo—. He conseguido un empleo en el mercado. No pagan mucho, pero con lo que junta Margot de los periódicos tenemos para vivir.
—Me alegra oír eso.
—¿Y Samira y la abuela? ¿También viven aquí? ¿Les has...? —Eugène no terminó la pregunta, tal vez por miedo. Quizá sus ojos traslucían la tristeza que aquel tema le traía.
—¿Si les he dicho? —completó, y se rio, no obstante, su risa fue triste—. Se lo conté a Samira y me llamó loco, que la memoria me había regresado, pero enferma. Aunque creo que poco a poco va convenciéndose. —Nicolás jugueteó con los dedos sobre su regazo—. A veces la sorprendo mirándome con miedo y dolor. Y otras la he escuchado llorar hasta tarde en su habitación. —Cuando subió la vista, Eugène lo miraba compasivo—. Samira sigue con lo de las muñecas. Ahora que tenemos un poco más de dinero, la calidad es mejor: los vestidos son más bonitos y, también, las pinturas con la que les cubre las mejillas y los ojos. Se venden muy bien. Sé que está ahorrando. Cuando tengan suficiente me mudaré. No quiero ocasionarles más dolor. Hice una promesa y seguiré cumpliéndola así sea en secreto
Eugène no habló. Tal vez él también se veía reflejado en el miedo y el dolor que sentía Samira cada vez que lo veía.
De nuevo, el silencio y esas horribles ganas de llorar. de vaciar su alma y decirle todo lo que sentía, pero en lugar de eso se levantó y fue a preparar el chocolate. Cuando regresó, Eugène continuaba en la misma posición, con la vista fija en sus manos.
—Ten. —Nicolás le ofreció la taza, humeante y perfumada—. Está caliente, no vayas a quemarte.
Eugène la tomó, levantó el rostro y lo miró. Fijó en él sus ojos castaños y enrojecidos. Ver su boca entreabierta y los labios húmedos hizo que en Nicolás surgiera el intenso deseo de morderlos, de adentrarse en esa cavidad y beberlo hasta vaciarlo, hasta saciarse. Apartó la mirada, soltó la taza y fue a sentarse en el sillón a su lado.
—Te ha ido bien. Eso es bueno, Nicolás —dijo el joven. Ante la mención de su verdadero nombre, Nicolás se giró y se encontró en las pupilas aquella flama que pugnaba por elevarse—. Cada vez eres más tú. Tus ojos se han vuelto verdes, tu cabello aún está liso, pero ahora es más claro. Te queda bien el contraste entre esos ojos y tu piel. —El joven rebuscó entre los bolsillos de su levita, remendada y descolorida, y sacó una carta—. Charlotte me pidió que te trajera esto. Me costó llegar aquí, no sabía qué ponía en la dirección.
El muchacho sonrió apenado y Nicolás recordó que no sabía leer. Por varios minutos no dijeron nada más, hasta que Eugène habló:
—Yo fui a buscarte a la casa donde vivías. —La declaración de su antiguo sirviente lo sorprendió—. Cuando llegué ya te habías ido y después no supe dónde hallarte.
—Perdóname. Debí avisarte, dejarte dicho dónde estaba.
—No, fue mejor así. Lejos de ti.
Entonces, Nicolás comprobó con desesperación que los pedazos en los que estaba su corazón podían romperse todavía más.
—No me malentiendas, por favor —continuó Eugène, con los ojos encarnados—. Es que lejos de ti he podido pensar. Fui injusto. Aquí todos somos víctimas, no tenía derecho a culparte de la muerte de Samir o de qué hubieras terminado en... en su cuerpo. —De pronto, las lágrimas que llevaba conteniendo desde que llegó, se derramaron—. Es que no podía, no podía mirarte y sentir lo que sentía. Todavía no puedo.
Los fragmentos de su corazón se hicieron más pequeños.
—Está bien, Eugène —le consoló compadeciéndose de su angustia y de la propia—. No tienes que forzarte. Yo entiendo que no soy Samir. Sería injusto pedirte que sintieras por mí el amor que tenías por él. Entiendo lo duro que ha de ser para ti haber perdido al hombre al que amabas.
El ceño del muchacho se frunció, lo miró desconcertado.
—¿El hombre al que amaba? ¿Tú crees que yo estaba enamorado de Samir?
Ahora era Nicolás el confundido. Así era, ¿no? Por eso Eugène no podía estar con él, porque amaba a Samir y él se lo había arrebatado. Asintió con duda y Eugène sonrió, infinitamente triste.
—El hombre al que amaba, al que siempre he amado, no es Samir, sino Nicolás.
¿Había escuchado bien? ¿Eugène dijo que lo amaba, que siempre lo había hecho? Entonces, ¿por qué no estaban juntos? Se levantó para abrazarlo, por fin podía estrecharlo en sus brazos y terminar con la tristeza que, día a día, mermaba su alma. Cuando fue a hacerlo, Eugène lo rechazó.
—Pero no puedo, no puedo hacerme a la idea de que mi amigo ya no está y de que ahora eres tú en su cuerpo. Sin embargo, sé que no es tu culpa, tú solo eres una víctima de este cruel destino.
Nicolás se mantuvo de pie frente a él, mirándolo a solo un paso, pero separados por una enorme distancia.
—¿Dijiste que yo era el hombre que siempre has amado? —Ante sus palabras, Eugène asintió—. ¿Desde antes de que esto pasara? —El joven volvió a asentir.
Nicolás fue a sentarse de nuevo en el sillón y se quedó pensativo. Lo que Eugène le había dicho no era del todo bueno, tampoco era del todo malo. Al menos lo había amado. Le asaltó una duda.
—¿Todavía...? —Tenía miedo de preguntar por qué le aterraba la respuesta. Ya no había más pedazos que romper—. ¿Me amas?
Eugène lo miró tanto tiempo que creyó que no le contestaría, cuando estaba por darse por vencido, el joven habló.
—Amo a Nicolás, sin embargo, cuando te miro es a Samir a quien veo.
Las lágrimas volvieron a correr por su rostro. Era tan triste ver su desespero que, a pesar de que él mismo se sentía roto, quiso consolarlo. Se levantó y le rodeó los hombros con los brazos. Eugène, todavía sentado, apoyó la cabeza contra su abdomen y le abrazó la cintura. Las lágrimas se habían convertido en sollozos apesadumbrados.
Nicolás le acariciaba el cabello. Le habría encantado levantarlo y estamparlo contra la pared, besarlo y devorar sus labios. Tomarlo con todo el ímpetu que venía reprimiendo. Tocarlo y poseerlo hasta que no le quedara dudas: él era Nicolás, el hombre al que amaba y que le amaba.
Pero decidió vestir sus manos con guantes de seda para no lastimarlo más. Tenía que ser paciente. Eugène lo amaba y él quería demostrarle que lo que sentían podía ser posible. Los pedazos de sí mismo tal vez no eran tantos, quizá podrían reconstruirse y, si faltaban fragmentos de uno o de otro, ambos se complementarían, como aquella noche de verano en que los dos formaron un nuevo ser, único y completo. Él estaba seguro de eso y, con paciencia, se lo demostraría.
Cuando Eugène se calmó, Nicolás se arrodilló frente a él y le tomó del mentón para que lo mirara.
—Ojalá algún día puedas verme como Nicolás, el hombre al que siempre has amado y que te ama. Ojalá vuelva a brillar en tus ojos esa llama que me cautivó, tu irreverencia y tu inocencia. Quiero volver a ver todos tus colores, Eugène. —De nuevo lo abrazó, pero esta vez ya no lloraba, ninguno de los dos lo hacía—. Te propongo algo —le dijo, separándose de su abrazo—. Mencionaste que estás trabajando en el mercado. ¿Qué te parece si al terminar tu jornada, voy a tu casa y os enseño a leer a Margot y a ti? Juro que será en son de amigos, nada más. ¿Qué dices?
Eugène lo vio con dudas, aunque después, una sonrisa asomó a sus labios.
—Me encantaría, y estoy seguro de que a Margot también.
—Tenemos un trato, entonces. —Le tendió la mano y estrechó la suya con afecto.
Nicolás no quería apresurar las cosas, no obstante, que le dijera que él era el hombre al que siempre había amado lo llenó de esperanza. Había extrañado demasiado a Eugène, sintiéndose como muerto, hasta que había aparecido en su puerta. No lo dejaría marchar, al menos no sin luchar. Se ganaría su amor.
Desde entonces, cada atardecer, Nicolás se presentaba en su buhardilla con una sonrisa en los labios que era suya, no de Samir. Y Eugène se guardaba el corazón en el bolsillo, lo invitaba a pasar y permitía que se sentara entre él y su hermana, a quien, debido al gran cambio, había mencionado que era un primo lejano de Samir.
Sentirlo cerca, en ocasiones era una verdadera tortura: una parte de él anhelaba corresponderle, sentir su aliento en sus labios en lugar de sobre su hombro —cuando se aproximaba sobre su espalda para señalarle palabras y letras—. Sí, a veces, cuando estaban solos, deseaba girarse y abrazarlo hasta que ambos se fundieran sobre la mesa, en cambio, había otra parte en él, la de la culpa, la que le reprochaba que no tenía derecho a utilizar aquel cuerpo que, por mucho que se hubiera acomodado al alma que portaba, seguía perteneciendo a Samir.
De esta forma, los días fueron sucediendo en tensión, entre el sí y el no, entre dos cuerdas que tiraban de él y, en ocasiones, no le permitían respirar. Nicolás respetaba su espacio, lo observaba y parecía estudiar cada una de sus reacciones.
Por otro lado, aprender a leer fue como encontrar una llave mágica que le abría la puerta a mundos nuevos y le permitía navegar entre páginas. Para Margot fue mucho más fácil, ella ya tenía un punto de partida al conocer diversas palabras que solían aparecer en los titulares. Eugène sintió envidia de ella, en especial por sus «espabila, caraculo, que esto está chupado». No obstante, y a pesar de que en ocasiones se le enredaban algunas palabras, pronto dejaron las frases hechas y los cuentos infantiles para pasar a los grandes humanistas. Entre ellos, uno de sus favoritos fue Voltaire. «La política es el camino para que los hombres sin principios dirijan a los hombres sin memoria». Le pareció una gran verdad.
Eugène aprendió a analizar libros, leyendo títulos y acariciando solapas sobre las cuales, a menudo, sus dedos se juntaban con los de Nicolás. También era habitual que intercambiaran miradas. En ocasiones, las distancias se acortaban tanto que parecían estar a punto de romperse. Sin embargo, cada vez que aquello sucedía, el corazón de Eugène se encogía, se volvía arisco y la expresión de su compañero se torcía en una lastimera.
Entretanto, llegó el invierno, algunos nobles fueron perseguidos, acusados de matar y robar cosechas, la recién nacida Asamblea Constituyente declaró la igualdad de derechos de todos los ciudadanos ante la ley —algo sobre lo que, seguro, Charlotte hubiera tenido algo que añadir— y se requisaron los bienes del clero en pos del pueblo.
Francia se había convertido en un hervidero en el que según las nuevas leyes pronto rodarían cabezas. Había ruido en las calles, discursos de odio y una guerra insana en la que unos tenían miedo de los otros. Y llegó el viento, y llegaron las lluvias.
Antes de darse cuenta había llegado abril y, aunque el mundo exterior estaba cambiando a una velocidad inaudita, Eugène y Nicolás seguían a paso lento, inmortalizando momentos, aunque sin terminar de dar el paso que ambos anhelaban.
Fue ese mismo mes cuando el techo de la buhardilla en la que vivía con su hermana cedió a las inclemencias del tiempo y, a regañadientes, pues ninguno de los hermanos estaba listo para dejar a un lado su hogar, ambos se instalaron temporalmente en el nuevo apartamento de Nicolás. Él se había mudado, tal como le había dicho que era su deseo, y les había dejado el otro a Samira y Sahira.
Samira continuaba sin aceptar la verdad, pero el antiguo aristócrata le había contado a Eugène que la decisión, él sabía, había supuesto un alivio para la muchacha. Continuaba visitándolas, cuidando de que nada les faltara, pero no las exponía a su constante presencia. Era como si tuvieran un acuerdo tácito de palabras no dichas. El dolor seguía presente y tal vez nunca se marcharía, no obstante, Eugène sabía que él no las abandonaría, por mucho que lo rechazaran.
—¡Vaya mansión! —exclamó Margot al entrar. Lo cierto era que el hogar de su anfitrión distaba mucho del palacio Flesselles. Era más pequeño que el otro departamento y, como aquel, nada ostentoso, aunque sí refinado y elegante, y se notaba que su empleo de gestor estaba bien pagado.
La ya pre adolescente corrió hacia el dormitorio y se tumbó sobre la cama. Había sido un día largo, de mucho trabajo, de recorrer calles y quemar zapatos. Antes de llegar a reclamar el lecho como botín, la muchacha ya había caído en el embrujo del colchón mullido y de las sábanas de lino.
—Por mucho que vaya de dura, en el fondo, no deja de ser una niña —la excusó Eugène, y se sentó frente a la chimenea con las piernas cruzadas.
Nicolás aderezó el fuego y se colocó junto a él. Durante unos segundos, ambos se quedaron obnubilados, con la mirada fija en las llamas.
—Margot es muy inteligente. Podría aspirar a mucho más. Quizá algún día pueda ir a la escuela. Si os quedaseis...
—No —le contestó Eugène, con suavidad—. Ya nos has ayudado estos días, sin contar el tiempo que llevas enseñándonos a leer. Seguiremos a nuestro paso. Prosperaremos poco a poco, pero por nosotros mismos. Nosotros podemos.
Nicolás asintió y volvieron a fijar la vista en las llamas.
—He estado pensando en lo que pasó aquel día, en tu palacio —añadió Eugène, de pronto—. Sigo sin encontrar ninguna razón lógica.
—Dudo que la haya.
—Deberíamos vengarnos de aquel hombre, el que...
—¿Te sentirías mejor si lo matara? —le interrumpió Nicolás. Eugène tuvo que meditar. Finalmente, negó. Si alguien debía tomar venganza, ese era él en nombre de Samir. Si aquel hombre y Pierre morían, al menos, de alguna forma podría estar en paces con su amigo—. Me alegro, porque aunque quisiéramos, no podríamos hacer nada. Asaltaron el almacén donde guardaba el trigo, el mismo por el cual me asesinó y no le quedó otro remedio que emigrar a Luisiana. Seguramente, a estas horas se esté pegando un banquete. Quién sabe, quizá esté en la misma mesa que mis padres, como si nada hubiera pasado.
—¿Es en Luisiana dónde están tus padres? —Hacía ya más de un año que se habían conocido por primera vez en la mansión y, en aquel tiempo, Nicolás jamás le contó acerca de su familia—. ¿Les echas de menos?
—Mucho —contestó—. He recibido una carta suya. Quieren que vaya con ellos, que les demuestre que en realidad soy yo. Mi barco saldrá en tres días.
—¿Vas a irte de Francia? —Eugène intentó no mostrar lo mucho que le dolía aquella revelación. ¿Y todo el tiempo que habían pasado juntos?—. ¿Te has cansado de esperarme?
Nicolás pasó el brazo por su cintura y lo apretó contra sí.
—Jamás, Eugène, pero, al igual que a Samira, no te hago bien. Sigues sufriendo cuando estamos juntos y tenemos que aceptar que quizá nunca llegues a acostumbrarte a este nuevo yo. Por mi deseo de tenerte te estoy dañando.
—¡Eso tengo que decidirlo yo! —sollozó él. Si dejaba que se fuera, lo perdería para siempre. Nadie cruzaba el Atlántico y regresaba después. Todos se quedaban allí, y más en la época en la que estaban viviendo, donde la inminencia de un mar de sangre se había convertido en una amenaza constante. Lo miró, no obstante, al darse cuenta de que estaba llorando, avergonzado, volvió la vista a las llamas que danzaban ante ellos—. Lo siento... Tú también estás sufriendo, no puedo exigirte que me esperes.
Nicolás se mostró enternecido y, como un gato, frotó la cabeza contra la suya y le besó en la sien.
—Te escribiré cada día, y regresaré, lo prometo. Ahora podrás leer mis cartas.
Aunque lo deseaba, no podía pedirle que se quedara. Debía ir con su familia.
—¿Lo prometes? —se conformó.
—Lo prometo. —Un bostezo del noble finalizó la conversación.
Eugène también estaba cansado. Casi inconscientemente, dejó caer su cabeza sobre el hombro de su compañero y cerró los ojos.
El ardor del fuego en la cara era una sensación agradable. También lo eran la respiración contenida de Nicolás, sus suspiros y su perfume. Aunque tenía los ojos cerrados, Eugène sabía que lo estaba contemplando de lado, notaba la caricia de su nariz y la cercanía de su rostro. Permanecieron así largo rato, disfrutando de esos segundos de suspenso que era todo cuanto les quedaba de lo que una vez fueron. Cuando abrió los ojos y vio los suyos, verdes, con el brillo de la lumbre bailando en ellos y presa de un letargo casi onírico, dejó de oponer resistencia y se inclinó hacia él. Lo enmarcó con las manos y Nicolás apenas suspiró, mas no se movió, quizá, por miedo a asustarle. ¿Eso iba a ser ahora? ¿Un pajarillo asustado con el que la persona a la que amaba siempre debería tener cuidado? Quizá lo mejor sería dejar que se fuese. Inhaló su suspiro y apoyó la frente contra la suya, hasta que escuchó las palabras mágicas que tanto había deseado escuchar:
—Ven conmigo, Eugène.
Asintió varias veces y lo besó entre lágrimas.
Fue un roce lento y embriagador, aun así, Nicolás no reaccionó. Le miró con los iris tan empañados como los propios y Eugène temió que su amor se hubiera disuelto.
—¿Estoy soñando? —le preguntó, en cambio.
Eugène rio con dulzura, negó con la cabeza y volvió a besarle con un roce mucho más intenso.
Puede que sus labios se hubieran encontrado en ocasiones anteriores, que sus cuerpos se conociesen y se buscaran en silencio desde hacía mucho, pero, hasta el momento jamás lo habían hecho de una forma tan intensa, conociéndose de verdad y con aquella pasión que tantos días pasó amordazada: era el beso de dos amantes en pleno reencuentro, el de la certeza de que, esta vez sí, eran parte el uno del otro. Siempre fue de aquel modo y, aunque el azar se lo hubiese puesto difícil, ambos sabían que lograrían superarlo juntos.
Eugène había aceptado viajar con él y nada lo hacía más feliz. Durante meses soportó, con espartana paciencia, la tentación de hacerlo suyo y ahora que el joven por fin cedía a lo que sentía, no se contendría. Él era todo cuánto había querido, la causa de su sufrimiento y también la única cura.
Se movía sobre sus labios sin prisa, quería degustarlo. Llevaba tanto tiempo muriendo de hambre que tenía que disfrutar el banquete que se le ofrecía. Mordió el labio inferior y descendió por el tibio cuello. Delineó la clavícula con su lengua y subió al lóbulo de la oreja; lo besó; lo chupó y obtuvo de premio un estremecimiento por parte del joven en sus brazos.
Sí, le amaba, estaba seguro, tanto como él lo hacía.
—Eugène —susurró a su oído—. Eugène, te he amado siempre, te esperaría siempre, mi precioso Eugène.
Los suspiros se elevaron tanto como la excitación de ambos. Nicolás lo tumbó de espaldas contra la alfombra y se posicionó sobre él. No podía dejar de mirarlo, de besarlo, de acariciarlo. Tenerlo casi le parecía un sueño. El joven temblaba bajo su cuerpo, vibraba con cada caricia, y cada jadeó que escapaba de sus labios era un aliciente, lo incentivaba a esforzarse más, a obtener más sonidos placenteros, como si el muchacho fuese un maravilloso violín del que deseaba escuchar la más exquisita melodía.
Pronto no hubo ropa entre ambos, solo piel ardiente y anhelante.
Dejó un reguero de besos desde el pecho hasta el vientre y cuando llegó a su masculinidad enhiesta, no quiso otra cosa que saborearlo mientras lo preparaba para la inminente unión. Si hasta entonces Eugène le había cautivado con sus gemidos, ahora, por fin emergía la verdadera sinfonía. Cada vez que la lengua le acariciaba la fina piel en todo el largo, deteniéndose y rodeando la punta, dando lengüetazos gustosos, su amante suspiraba, jadeaba, sollozaba. Cuando lo sintió tensarse, el antiguo aristócrata se detuvo y lo contempló: tenía los ojos apretados, unas lagrimillas permanecían suspendidas en las pestañas y las mejillas eran dos arreboles encendidos.
Era un lienzo hermoso, pero Nicolás quería contemplar sus ojos, quería verse reflejados en sus orbes cristalinos.
—Eugène, mírame —le suplicó. Y su joven amante volteó el rostro, esquivándolo—. Eugène, mírame —le volvió a pedir, casi en un susurro—. Mírame, por favor. No me rechaces más.
Apoyó su frente contra la otra. Por más que lo deseara, aunque se muriera de ganas, no quería que fuera así. Él quería sentir que también lo deseaba a él, al nuevo Nicolás.
Cubrió su rostro de besos, esa sería su despedida, se alejaría. Se marcharía al Nuevo Mundo y le daría tiempo, eso y la soledad tal vez curaran sus corazones.
Un último beso y abrió los ojos.
Vio sus iris castaños, las brillantes pupilas y él reflejado en ellas.
El perdón estaba contenido en esos ojos. Y la felicidad, y la paz.
Eugène lo miró arrebatado de deseo. Le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí para darle un beso tan intenso que lo dejó sin aliento.
—¿Rechazarte? No podría. Yo también te amo, Nicolás.
Atrás quedaban las dudas, la culpa y el resentimiento.
Volvió a hundirse en su boca, más sediento que nunca, mientras lento, empujaba en su entrada. Lo sintió jadear en su cuello, enterrarle las uñas en el hombro en tanto lo penetraba. Se detuvo y esperó a que él se acostumbrara a la intrusión, le prodigó besos tiernos y promesas sinceras que le arrancaron escalofríos.
Cuando la respiración de ambos se recuperó, comenzó a empujar. No quería precipitarse, deseaba eternizar el momento y acometida tras acometida mantenían la vista fija en el otro.
De pronto, Eugène gimió más alto, arqueó la espalda y echó la cabeza hacia atrás. Nicolás supo que el clímax estaba cerca y antes de que su amante se corriera, detuvo las embestidas y se dedicó a devorarle la manzana de Adán. Cada vez que besaba, succionaba o mordía, él se retorcía debajo de su cuerpo, acentuando el roce de su miembro palpitante y caliente contra su abdomen, sin resignarse a que permaneciera quieto. Quería su premio y lo quería ya. Le rodeó la cintura con las piernas, atrayéndolo hacia sí.
—Impaciente —le reprendió Nicolás, pero lo complació.
Las acometidas se hicieron enérgicas, duras y hambrientas, un frote continuo que los arrastraba en un remolino de placer.
—Mírame, Eugène, mírame —gimoteó cuando se sintió cerca del final.
Eugène clavó en él sus ojos y sonrió antes de que el placer lo arrebatara.
—Siempre juntos —ronroneó. Esa había sido su promesa, aquella que rompieron al salir el alba.
—Siempre.
Eugène sonrió conforme y le hizo una última petición.
—Abrázame hasta que se pare el mundo, Nicolás.
Y él lo hizo. Estalló en su interior y lo abrazó dispuesto a no dejarle jamás.
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