Capítulo XIV: Una vida que se va

Corría por las calles de Saint Germain rumbo a su casa, la mansión donde él, Nicolás Flesselles, había vivido los últimos años con su tío. La ropa que vestía, calzas, jubón y levita, se la había prestado Charlotte. La dama se mostró receptiva a su historia inverosímil, ella le creía y en ese hecho encontró algo de consuelo. «Es una nueva oportunidad —le había dicho—. Estás vivo».

Y era cierto. Pero por más que intentaba sentirse feliz con el pensamiento, no podía. Lo que había vivido las últimas semanas, el hambre, la miseria, la humillación y la discriminación por ser un mestizo, eso ¿a quién debía agradecérselo?

Lo había perdido todo y ahora no era nadie.

Cuando estuvo frente a las rejas labradas de la mansión de su tío, de nuevo lo asaltaron los espasmos de terror y ansiedad. ¿Qué podía decirle? Dudaba de que le creyera como lo hizo Charlotte.

Avanzó con paso dubitativo. El jardín de flores estaba igual que siempre y los empleados se afanaban podando las ramas que sobraban en los arbustos. Ninguno de aquellos hombres lo saludó, ninguno lo reconocía.

En lugar de entrar en la casa, siguió a las caballerizas. Deseaba ver a Mistral. Nicolás recordó aquel infortunado incidente donde Eugène le cortó la garganta al caballo para después devorarlo, apretó los puños y dejó que las lágrimas corrieran por su rostro.

Eugène, su sirviente, su amigo, su amante. Eugène, siempre Eugène.

Abrió la puerta del establo y el olor le inundó las fosas nasales. En lugar de parecerle desagradable, aspiró profundo y se llenó de él. La sensación de hogar le invadió y lo dejó impávido en el umbral. El relincho de su caballo le arrancó un sollozo ahogado y lo hizo correr hasta él.

—¡Mistral! —dijo, y deslizó la mano por el lomo pardo y aterciopelado del corcel.

Fue inevitable recordarlo.

Eugène cepillando el pelo corto como cerdas, sus ojos grandes y hermosos, que lo veían con picardía. Y ese mismo joven era el culpable de su suerte.

¿Por qué estaba en el sitio cuando murió? Un escalofrío le recorrió ante lo terrible que era aquel pensamiento. ¿Acaso Eugène y Samir planearon su muerte para robarle?

La cabeza empezó a dolerle. Se llevó las manos para sujetarla y, entonces, volvió a recordar.

Para Nicolás, la confianza que su tío Jacques depositaba en él era invaluable. Lo trataba como aquel hijo que no pudo tener y él, a su vez, lo tomó en sustitución del padre que hacía tanto tiempo se había marchado a Nueva Orleans. En definitiva, era su pariente más cercano y su mano derecha en el Ayuntamiento.

Nicolás no solo lo ayudaba con los asuntos de los mercados y el comercio, también se encargaba de supervisar a los nuevos siervos que llegaban a trabajar al Palacette Flesselles. Una mañana de finales de invierno se presentaron varios jóvenes suplicando empleo, él estaba allí para aprobar a aquellos que el capataz ya había escogido.

Eran chicos, algunos muy jóvenes, y ninguno sobrepasaba la veintena. Todos vestían prácticamente en harapos. Le hubiera gustado ser más quisquilloso y elegir tan solo a los mejores, sin embargo, pese a que vivía en una situación privilegiada, conocía muy bien la intensa carestía que asolaba el país. Aquellos jóvenes necesitaban el trabajo y él tenía el poder de dárselo, aportando así su pequeño granito de arena.

Luego de la selección y dejar en manos del capataz a los nuevos sirvientes, Nicolás se dirigió a la salida del palacette. Allí, Jean, su cochero, lo aguardaba con el carruaje listo.

—¡Buenos días, Jean! —lo saludó Nicolás con los ojos fijos en los folios que revisaba y debía firmar al llegar al ayuntamiento.

—Buenos días, señor. —El cochero hizo una breve reverencia mientras le abría la puerta adornada con molduras doradas.

—Evita la Ilé de la Cité —le ordenó Nicolás—. No importa si tienes que tomar el camino largo.

En días anteriores, el joven aristócrata había pasado un mal rato, pues algunos pordioseros que pululaban en los alrededores de Notre Dame, al ver el carruaje, se dieron a la tarea de perseguirlos y gritar improperios. Incluso, uno de ellos arrojó comida podrida, la cual se coló por la ventanilla y ensució su levita. No quería tener que pasar por lo mismo.

—De acuerdo, señor —contestó Jean, diligente, mientras cerraba la portezuela del carruaje blanco y dorado.

Al poco tiempo iniciaron movimiento y Nicolás se concentró en revisar los permisos que tendría que mostrarle a su tío para su aprobación. El sonido del traqueteo sobre los adoquines se vio opacado por un alboroto afuera del carruaje, en una de las calles que transitaban. El joven aristócrata salió de su actitud concentrada y se asomó por la ventanilla, tal parecía que evitar conseguir revueltas en el camino era imposible. Era evidente que Francia se adentraba en una época que suplicaba a gritos un cambio.

Afuera vio un grupo variopinto que se congregaba alrededor de la figura de un hombre subido a una mesa. Alcanzó a escuchar palabras sueltas, algunas eran citas textuales de La Enciclopedia. Nicolás no podía negar que muchas veces se encontraba seducido por esa nueva filosofía, que promulgaba que el hombre era bueno por naturaleza y que ante los ojos del creador todos eran iguales. Claro que, después, al ver a los ladronzuelos y bribones que no hacían otra cosa que perder el tiempo, mientras él se afanaba por mantener París reluciente y en orden, dudaba de si esa filosofía podría llegar algún día a prosperar, él no era igual a todos esos vagos.

Por supuesto, también había gente pobre que buscaba mejorar su condición, como esos chicos que habían acudido a su palacio buscando trabajo, pero, por desgracia, esa no era la mayoría.

Cuando por fin llegó, Jean detuvo el carruaje frente a la gran fachada poblada de altos ventanales en la Place de Grève. El joven se apeó y acudió de inmediato al despacho de su tío.

—Buenos días, señor —lo saludó su ayudante.

—Buenos días, Maurice. ¿Sabes si mi tío ya se encuentra en su despacho?

Pero antes de que Maurice pudiera contestarle, la robusta puerta de roble se abrió.

—Quedo al pendiente de su respuesta, monsieur —dijo un hombre a quien Nicolás nunca antes había visto. Su forma de vestir, moderna y bastante acicalada, le dejaba claro que debía tratarse de un adinerado comerciante.

—Revisaré los documentos, monsieur Lefont. Estaré avisándole, pero debo aclararle que será difícil: lo que usted pide es casi inaceptable.

El hombre intentó hablar de nuevo, sin embargo, Jacques Flesselles apartó la mirada de él y se dirigió a su sobrino.

—Nicolás, que bueno que ya has llegado, ven pasa. Hay mucho de qué hablar.

Con elegancia y a la vez firmeza, Jacques invitó a su sobrino a entrar al despacho y cerró la puerta, sin permitirle al visitante continuar hablando.

Apenas se encontraron a solas en el elegante despacho, Nicolás preguntó:

—¿Quién era?

—Pierre Lefont, un burgués con aspiraciones de noble. Desea que le venda un título, pero tiene negocios que no me convencen del todo, en especial un telar cuyas cuentas debo verificar antes. Me parece que ha evadido impuestos.

Burgueses pretendiendo adquirir títulos de nobleza era el día a día de su tío. Los dos dejaron en el olvido la petición del visitante y se dedicaron a otros asuntos. El día pasó rápido entre firmas y entrevistas con otros dueños de negocios, la mayoría quejándose de haber sido saqueados recientemente por turbas enardecidas en el centro de París.

—A veces no logro comprender cómo es que Su Majestad decide apoyar a los independentistas de Estados Unidos —dijo Nicolás, de pronto, dejando a un lado la pluma con la que firmaba.

Su tío, sin levantar la mirada de los folios, contestó:

—Inglaterra es nuestra enemiga. Por supuesto que Su Majestad intentará socavar como sea su poder.

—Sí, pero es un peligro en la situación actual. Todos los días alguien da un discurso en alguna plaza; cada vez las personas se muestran más osadas; hay saqueos y revueltas por doquier y, mientras tanto, en Versalles... Ayer llegó la invitación a un baile. Creo que Su Majestad no le da la debida importancia a lo que está ocurriendo en Francia.

Por fin, Jacques apartó los ojos del escritorio y fijó la mirada en los orbes verdes de su sobrino.

—No le des tantas vueltas al asunto. Los pobres siempre han existido y han de existir, es el orden natural de las cosas. Ya hacemos mucho por ellos, no hay nada más cómo podemos ayudarles.

Nicolás suspiró y asintió. Volvió a concentrarse en revisar las finanzas de un importador de trigo y no mencionó de nuevo la situación en las calles de París.

***

Una fría mañana de comienzos de primavera, Nicolás acudió a las caballerizas por Mistral. Ese día no tenía que ir a la Place de Grève, así que decidió pasar el día haciendo lo que más amaba en la vida: montar a caballo.

Al entrar en la cuadra, observó, con desagrado, cómo un desconocido acicalaba a su querido corcel. El hombre, un poco más bajo que él y de rizos castaños, deslizaba el cepillo con demasiada fuerza por el lomo, lo que no parecía agradar a Mistral, pues se quejó con un par de relinchos.

—¿Qué haces? ¿Eres idiota o qué? —Muy brusco, le quitó el cepillo de la mano—. ¡Le harás daño!

El joven respingó y enarcó las cejas, sorprendido, al girarse hacia él.

—Lo siento mucho, mi señor —se disculpó con los hoyuelos apretados—. Nadie me ha enseñado aún, pero aprendo rápido.

Nicolás suspiró. Eso era lo malo de tener buen corazón y darles empleo a todos: a veces el capataz seleccionaba a completos inútiles.

—¡Debes hacerlo de esta forma! —Deslizó el cepillo, firme pero cuidadoso, sobre la lustrosa piel parda de Mistral—. ¿Entiendes? Más suave será improductivo y usar más fuerza podría lastimarlo.

A pesar de que los ojos del sirviente no se apartaban de él, este no contestó nada. Nicolás pensó que tal vez era débil mental. Se arrimó para detallar si es que tenía alguna deformidad en su cabeza que explicara la falta de respuesta. De súbito, se quedó asombrado al ver unos ojos relucientes, castaños y muy bonitos, además de una boca de labios bien proporcionados que se abría ligeramente, como si estuviera sorprendido por algo. El chico parpadeó, se ruborizó intensamente y asintió con vigor.

—Sí, sí, mi señor.

A Nicolás le hizo gracia lo azorado que se había puesto.

—Hazlo tú, quiero verte hacerlo para comprobar que lo has entendido.

El joven mozo tragó saliva y con la mano temblorosa comenzó a cepillar a Mistral. Nicolás se mordió el labio inferior. No supo de dónde surgió el impulso que lo llevó a acercarse y tomar la mano sucia, para enseñarle cómo era que tenía que hacerlo. Era más delgada que la suya y aunque se trataba del dorso, tenía pequeñas cicatrices; pero también estaba cálida y cuando la tomó la sintió temblar. Firme, la dirigió a lo largo de uno de los flancos del animal.

—¿Cómo te llamas?

—Eugène, mi señor.

—Eugène, —Nicolás apretó más fuerte la mano—, ¿desde cuándo estás trabajando aquí?

—Desde hace unas semanas, señor.

—¿Y te gusta? —No tenía ni idea de que era lo que estaba haciendo ni por qué hacía lo que hacía, solo sabía que tener esa temblorosa mano entre la suya y ver las mejillas intensamente coloreadas lo llenaba de una loca satisfacción.

—Es agradable, mi señor. En especial en los días como hoy. —Se detuvo un segundo y lo observó con cierta picardía—. Me gustan los días en los que aprendo cosas nuevas.

—Que bueno que te guste.

Un ligero aroma a lavanda llegó a su nariz proveniente del siervo junto a él, de pronto quiso saber si era su cuello lo que olía así. Por fortuna, Nicolás fue lo suficientemente cuerdo como para no dejarse arrastrar por el impulso de hundir la nariz allí, donde terminaban los rizos. Concluyó con la insensatez de lo que hacía, soltó la mano y dio dos pasos atrás. Carraspeó.

—Deja el caballo, busca otra cosa qué hacer.

Sin volver a mirar al mozo, Nicolás tomó la silla y la colocó en el lomo de Mistral, subió al animal y salió al galope.

***

No tenía muy claro qué era lo que tenía aquel sirviente, Eugène. Tal vez era la forma cómo lo trataba. La timidez del primer encuentro quedó en el olvido casi de inmediato. Lo cierto era que por las mañanas le agradaba encontrarlo en la caballeriza junto a Mistral.

Le gustaba como Eugène entornaba los ojos con esa manera pícara al mirarlo. Un delicioso cosquilleo le recorría cuando le hablaba. El chico era irreverente y eso lo sacaba de quicio al mismo tiempo que lo fascinaba. Ya llevaba más de un mes trabajando con él y Nicolás se sentía más vivo que nunca, sobre todo cuando lo tenía enfrente.

Pero luego, cuando salía del palacette y llegaba al Ayuntamiento, se colocaba la fachada de seriedad. Se sumergía en los asuntos concernientes a los mercados y al comercio, Se devanaba la cabeza en hacer que el escaso presupuesto que el rey enviaba rindiera y en cómo frenar las ansias inhumanas de algunos comerciantes, que querían aprovechar la mala cosecha para encarecer, todavía más, los alimentos y, en especial, el trigo.

A veces se preguntaba cuál era el verdadero Nicolás, si al que le gustaba escapar de la realidad en aquellos devaneos peligrosos con su sirviente o el honorable ayudante del preboste de París. Sea cuál fuera la respuesta, era muy consciente de que lo que surgía con Eugène no podía pasar de ser solo un juego.

Primero, y más importante, ambos eran hombres. Estaba seguro de que le agradaban las mujeres y esa era la primera vez que sentía atracción por alguien de su mismo sexo; tenía presente que era un sentimiento anómalo, una mala semilla que no debía dejar germinar, Dios jamás lo consentiría, aunque los ilustrados con los que simpatizaba dijeran que el amor entre hombres era un delito imaginario. Segundo, Eugène no era más que un sirviente y, de nuevo, por mucho que la Ilustración predicara que todos eran iguales, en el fondo sabía que eso era inconcebible.

Así que Nicolás se esforzaba en que lo de Eugène y él —que se limitaba a miradas, sonrojos, risas colmadas de picardía y palabras con doble sentido— no progresara de ahí, por más satisfacción que le trajera cada mañana.

***

Nicolás, a menudo, aunque no fuera a la plaza de Grève, recibía en casa a algunos burgueses que le agradecían su buena disposición para con ellos. Como ese comerciante, uno de los más respetados importadores de alfombras de la India, el cual le llevó como muestra de gratitud, por haber intercedido ante su tío para que le rebajara los impuestos de aduana, un extraño pero encantador objeto.

Era una peculiar caja de madera tallada de una forma un tanto rústica. En la tapa tenía símbolos desconocidos para él. Algunos estaban pintados en colores brillantes y otros, en los costados, formaban hermosos motivos florales.

Nicolás caminaba con la cajita en la mano. No le veía otra utilidad que la de pisapapeles, sin embargo, el extraño diseño le llamaba la atención y deseaba investigarla, al menos para descubrir de qué cultura provenía.

Avanzó hasta su despacho con los ojos fijos en ella, sin prestar atención al camino que recorría. Quería revisar algunos permisos y sellar otros documentos.

Entró en la estancia, depositó la caja en el escritorio y se dispuso a tomar los folios cuando una voz grave llamó su atención:

Monsieur Nicolás.

El aludido respingó. No esperaba a nadie ese día y sus criados no le habían notificado ninguna visita.

Monsieur Fournier, no lo esperaba.

El joven señor se apoyó de espaldas sobre el pulido escritorio adornado de molduras doradas. Sus ojos verdes se posaron en el visitante. Alphonse Fournier era un mercader de París que aspiraba a que el Ayuntamiento le otorgara la permisología correspondiente para continuar sus funciones en la venta de trigo, tan escaso aquel año. Sin embargo, su tío había descubierto que este comerciante era uno de los que se dedicaba a esconder sus cargamentos con el objeto de encarecerlo, lo cual constituía una locura teniendo en cuenta las continuas revueltas del pueblo por la falta de pan.

—¿A qué ha venido, monsieur? —le preguntó Nicolás con su tono más calmado y frío, sin dejar de ver el tic que el hombre exhibía en uno de los ojos.

—No sé si está enterado, pero no puedo permanecer más tiempo cerrado. Me iré a la quiebra.

—Debió pensar eso antes. Lo que hace es inhumano.

—Ha sido una mala cosecha. Si no subo los precios lo perderé todo.

Nicolás se giró. No quiso continuar prolongando aquella conversación. El hombre iba todos los días a dar la lata al Ayuntamiento y ahora lo hacía en su casa. No era asunto suyo que no respetara las leyes.

Cuando se giró de nuevo, el hombre avanzó hacia él. Había cierto brillo desesperado en sus ojos. Lo tomó de las manos y le volvió a suplicar que revocara la medida que lo mantenía clausurado. Nicolás sacudió su agarre.

—¡Le he dicho que no!

El comerciante crispó el rostro en una mueca de odio y con un rápido movimiento desenvainó la espada que llevaba al cinto. Nicolás tardó en reaccionar, cuando lo hizo el filo ya se hundía profundamente en su estómago una y otra vez. Trató de asirse al escritorio, a la estatuilla de la venus de Milo, a lo que fuera. Entonces, sus manos se agarraron de la caja de madera.

En ese momento, alguien detrás de su cortina se movió. Los ojos empañados apenas distinguieron el cuchillo que cayó al suelo: había alguien allí. Su agresor también lo notó porque giró ante el inesperado visitante. Nicolás creyó tener una esperanza.

—A... Ayuda...

Pero antes de que el intruso tras las cortinas pudiera hacer nada, Alphonse Fournier avanzó como un gato, florete en mano, hasta él. El bulto oculto se le abalanzó y por breves instantes ambos forcejearon en medio de gritos ahogados. Su agresor tenía una ventaja e hizo uso de ella. Despiadado, hundió la espada en el bulto tras la cortina, que se balanceó.

Era un muchacho el que se ocultaba allí. Cayó al suelo, arrastrando las telas casi al mismo tiempo que él y la caja lo hacían también.

Nicolás nunca antes lo había visto. Abrió la boca en agonía, un intento inútil por pedir auxilio. El desafortunado era joven, de tez morena, y le veía con grandes ojos negros, aterrados y confundidos.

Nicolás veía al joven frente a él y le parecía un sueño. ¿Quién era? ¿Qué hacía allí muriendo junto a él? La sangre de ambos salía de sus cuerpos y avanzaba por el suelo pulido como si quisieran mezclarse. Los ojos se le cerraban, la vida se le iba. La extraña caja a su lado comenzó a sonar mientras él todavía la rozaba con los dedos. Era una música inquietante, ruda, semejante a violines.

En ese momento, deseó tener otra oportunidad, que esa desgracia no tuviera el poder de arrebatarle la vida. El despacho giró vertiginosamente, un espacio emborronado y lleno de luz multicolor donde no había nada más que la música, él y los ojos negros al frente que le miraban confundidos.

Cuando el mundo dejó de girar, de resplandecer y la vida de nuevo, volvió a lo que era —un hilo carmesí que se escapaba de su pecho— su perspectiva cambió. No eran negros los ojos que veía delante de sí, sino verdes, los suyos, que se apagaban como estrellas moribundas. Era su cuerpo, su pelo, la sangre que se le escurría, lo veía como si ya no fuera más él mismo.

La ventana que daba a la balaustrada y al jardín comenzó a estremecerse, agredida con violencia. Nicolás veía todo como a través de un velo, un cristal empañado, como si aquella desgracia no le estuviera ocurriendo en verdad a él. Un joven entró por ella y a este sí que lo reconoció.

Monsieur Fournier dio un grito de alarma antes de salir de la habitación:

—Yo no... yo no... —titubeó el agresor, un inútil intento por disculparse. Sin embargo, escapó corriendo al pasillo y gritando sin cesar—: ¡Lo han matado! ¡Un maldito mestizo ha matado al señor Nicolás!

Eugène era el recién llegado. Dudó en medio de los dos hombres heridos, tendidos en el piso. Volteaba frenéticamente mirándolos a ambos, parecía tener problemas por decidir a quién ayudar.

—Aguanta, amigo, te sacaré de aquí —sollozó—. ¡Tienes que vivir!

Nicolás abrió la boca y un sonido lastimero salió de ella. Su sirviente lo miró con pena y luego giró hacia el otro herido. Por un momento creyó que se decidiría por él y lo abandonaría. Pero contra todo pronóstico, Eugène se inclinó y pasó sus manos por debajo de su cuerpo. Luego giró hacia el hombre que se desangraba a unos pasos:

—Lo siento, Nicolás. Juro que lo siento... Yo no quería que esto pasara.

Nicolás apenas podía mantener los ojos abiertos. Sintió que se balanceaba en brazos del joven y, aunque no entendía por qué había decidido salvarlo a él, se alegraba de su decisión.

Salieron al balcón y corrieron. El muchacho lo hacía desesperado. Después se encontraron en una carreta. Voces y gritos amortiguados. Más balanceo y, con cada bache, el dolor en su vientre le traspasaba y el espantoso frío se cernía sobre él. En aquel momento había tenido sed, mucha sed.

—Samir, pronto estarás en casa. No dejaré que te mueras —le había dicho su mozo de cuadras.

¿Samir? ¿Quién era Samir? Pensó en ese momento sin comprender qué pasaba. Quiso contestar algo, pero la debilidad no se lo permitió. Tuvo sueño y frío, los párpados le pesaron. Lo último que vio fue el rostro de Eugène mirándolo, arrasado en lágrimas.

No fue Eugène quien lo asesinó ni tampoco quién lo planeó. Fue ese miserable de Fournier, y ¡todo por un permiso para almacenar trigo!

Cuando terminó de recordar no pudo soportarlo más. Cayó en el suelo cubierto de paja, se cubrió el rostro con las manos y se abandonó al llanto.

No podía apartar de su mente todo lo que había vivido las últimas semanas y al compararlo con su antigua vida se sintió más miserable.

¿Qué clase de hombre había sido todo ese tiempo? Recordó lo que le dijera Eugène la última vez que lo vio siendo Nicolás. Le llamó malcriado, le increpó a la cara que le importaban más sus animales que el hambre de la gente, que los pobres que morían de frío en la calle. Lloró con más fuerza porque comprendió que así era, Eugène tenía razón. Durante toda su vida no hizo más que disfrutar de la riqueza que por nacimiento le correspondía, jamás se detuvo a pensar en los miles de almas desfavorecidas de París.

No merecía ese cuerpo, no era él quién debía estar vivo.

De pronto, una ventisca azotó la puerta del establo, la paja en el suelo se levantó y danzó a su alrededor hasta envolverle en un pequeño remolino. Mistral relinchó inquieto. Desde afuera, el viento trajo un susurro quedo:

—No temas, es así como debe ser. Cuida de ellos.

Nicolás levantó el rostro y miró hacia la puerta, no había nadie allí, estaba solo en la caballeriza con Mistral.

—Cuida de ellos —repitió muy bajo para sí.

A su mente acudió el recuerdo de la anciana Sahira, frágil y abnegada; de sus manos llenas de arrugas y su sonrisa cálida. El de Samira rebosante de vida, de fuerza y decisión, aquella joven impertérrita que se cortó su hermoso cabello solo para proveer algo de comer cuando él estuvo convaleciente. Ambas mujeres se quitaron el bocado de la boca para dárselo a él, tan miserable, que no era más que un usurpador.

En ese momento tomó una decisión. Si Dios le había dado una oportunidad, si había decidido que fuera él y no Samir quien viviera, haría que su vida valiera la pena. Protegería a la familia de ese muchacho, que ya sentía como suya, y haría todo cuánto estuviera en sus manos por cuidarlas.

Se limpió el rostro y se levantó dispuesto a buscar a su tío. Así no le creyera, tenía que contarle, decirle que estaba vivo.

Nicolás acarició a Mistral como signo de despedida y salió del establo rumbo a la vieja mansión. Al tocar la puerta, la halló abierta. Entró antes de que algún sirviente pudiera detenerlo. Atravesó de prisa las galerías hasta llegar al despacho que compartía con su tío. Empujó la puerta, esperaba hallarlo sentado frente al escritorio, como cada día antes de partir al Ayuntamiento, pero él no estaba allí.

Preso de la nostalgia, paseó los ojos por los estantes llenos de libros y deslizó sus dedos sobre las figuras decorativas. El corazón se zozobró al comprender que tal vez nunca más volvería allí, esa vida quedaba atrás. Sobre la mesa halló, todavía, aquella extraña caja de madera, la tomó entre sus manos y cuando fue a abrirla para escuchar de nuevo la tonada, un sirviente a sus espaldas habló.

—¿Qué hace aquí, señor?

Nicolás tomó la caja y la guardó dentro de la levita sin que el sirviente lo viera. Después se volteó y dijo lo primero que se le ocurrió para justificar su visita:

—He venido de parte de la señora Charlotte Lefont para ver al señor Flesselles.

El sirviente lo miró con dudas un momento y después le dijo palabras que hicieron que la sangre abandonará su rostro:

—El señor ha salido a la Bastilla, parece que hay una revuelta.

Nicolás no se despidió. Giró de prisa y desanduvo sus pasos hasta llegar a los establos, ensilló a Mistral y montó. Sin hacer caso de los gritos de los sirvientes que intentaban detenerlo, salió al galope de la mansión.

A la Bastilla. Su tío había ido a la Bastilla. Durante los dos últimos días de lo único que hablaron los revolucionarios fue de crear milicias y tomar las armas de Les Invalides. Ahora que había recordado, sabía que de nada les servirían esas armas porque allí no había pólvora.

La pólvora estaba en La Bastilla.


***Nota de autoras***

En este capítulo es uno de los que incorporan nueva escena, pues considerábamos que era importante mostrar un poco más a Nicolás, en especial teniendo en cuenta que ha resultado ser uno de los protagonistas. 

Y, ahora...  Suena música de suspenso. 

¿Qué pasará en La Bastilla? 


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