Capítulo XIII: Promesas rotas
14 de julio de 1789
La mañana traicionera arrojó luz sobre sus cuerpos. La ropa de Eugène yacía abandonada en el respaldar de una silla, secándose frente al hogar. Su amigo le abrazaba desde atrás en una postura en la que ambos encajaban a la perfección. Tenían los dedos entrelazados y Eugène aún permanecía embriagado en ese estado onírico, sin ser consciente del mundo exterior.
—Buenos días —susurró Samir, seductor. El aliento en su nuca hizo que a Eugène se le erizara el vello. El sueño se difuminó poco a poco, transportándolo a los brazos de su amigo—. ¿Cómo te encuentras?
Lo cierto era que estaba a gusto. Nunca había dormido sobre un colchón como ese y, aunque había compartido lecho con Samir, jamás lo había hecho envuelto entre sus brazos ni con el aroma amaderado que desprendía.
—Creo que podré acostumbrarme a esto —bostezó—, aunque quiero la revancha. —Estiró el brazo alrededor de su cuello y lo besó con parsimonia.
—Como desees, Eugène.
Su amigo viró sobre él hasta posicionarse frente a frente. Le acarició el cabello, su tacto era tan electrizante... Fue entonces cuando Eugène, al fin, dejó que sus párpados se separasen y le miró a los ojos.
Eran verdes.
Y no solo eso. Su cabello había perdido oscuridad e incluso su piel parecía un poco más clara. Parpadeó varias veces para cerciorarse de que no era un fruto de su imaginación.
¿Qué magia era esa? Aquel que tenía delante no era Samir, estaba convencido de ello. Un demonio, un demonio que estaba jugando con él, que le había robado el cuerpo a su amigo y que ahora lo hacía con sus sentimientos, obligándolo a ver a Nicolás en él. Ya no sabía lo que sentía ni por quién lo sentía. Su mente iba a estallar en cualquier momento, ¡no había lógica ni sentido en todo aquello! Aquel ente que tenía frente a él había mancillado una amistad pura y un amor naciente. Se lo había arrebatado todo, incluso su cuerpo.
—¿¡Quién eres!? —exclamó aterrado—. ¿Por qué me has hecho esto?
Sin darse cuenta, había empezado a hiperventilar y su corazón se aceleraba de forma dolorosa. Samir se envolvió en la sábana y se levantó también.
—¿Qué te sucede? ¿Estás bien? —preguntó confuso y preocupado. Intentó abrazarlo, pero Eugène lo empujó hacia atrás.
—¡No me toques! —Las lágrimas le abrasaban la tez mientras se vestía con torpeza—. ¿Qué has hecho con ellos? No eres Samir, ni Nicolás. ¿Este es mi castigo?
—Nicolás —murmuró el ser para sí, como si pensara en voz alta.
Eugène necesitaba aire, alejarse y digerir lo sucedido. ¿Se estaría volviendo loco? Al ponerse la chaqueta, el abrecartas de su señor cayó al suelo. Hubo un punto muerto. Lo recogió y lo observó con determinación. Entonces, Samir puso una mano sobre él, a modo de consuelo.
—Eugène, ¿qué te pasa? Mírame, por favor. No entiendo nada...
Era lo último que quería, mirarlo y recordar lo que había sucedido entre ellos. Movido por el pánico, llevó el abrecartas a su cuello con la única intención de alejarlo de él.
—¡No vuelvas a tocarme nunca más! —amenazó, con la voz quebrada—. No eres Samir, tampoco Nicolás.
Samir llevaba toda la velada envuelto en un extraño déjà vu. El placer lo obnubiló, el anhelo colmado lo hizo empujar muy atrás en su mente. No obstante, las extrañas imágenes volvían a asaltarlo y le dejaban la sensación de que algo estaba mal.
Nicolás.
Y el abrecartas en su cuello.
Una a una, representaciones de otra vida regresaron a él. Bailes de máscaras, risas de mujer, y, similar a un relámpago en medio de la oscuridad nocturna, el rostro de Eugène que lo miraba seductor. Apoyaba, igual que ahora, ese abrecartas en su cuello.
«Con su permiso, mi señor, me llevaré esto. Solo por si acaso». El Eugène de su recuerdo le robó un beso antes de escapar por la ventana de una lujosa biblioteca. El corazón de Samir retumbó con fuerza, las lágrimas se agolparon en sus ojos. Se sentía al borde de recordar, de entender, y tenía miedo de hacerlo.
—¿Quién es Nicolás? —La voz emergió trémula de sus labios. Eugène lo vio con los ojos quebrados y bajó el arma. Se mordió el labio antes de responder:
—Lo sabes muy bien. El hombre para quien trabajaba, el que murió el día en que hirieron al verdadero Samir.
Samir se tambaleó. Otro recuerdo: había música semejante a violines. Se veía a sí mismo junto a otro cuerpo, tendido en medio de un charco de sangre. En su mano sostenía la caja de donde emergía la melodía. Eugène había llegado y se había parado cerca de los dos moribundos.
«Lo siento, Nicolás. Juro que lo siento, yo no quería que esto pasara», había dicho su amigo.
Le había llamado Nicolás. En su recuerdo, Eugène lo había mirado y lo había llamado Nicolás.
Su ahora amante continuaba frente a él, mirándolo con horror, mientras los recuerdos se sucedían uno tras otro sin otorgarle descanso.
Se vio a sí mismo frente a un espejo y no fue un rostro moreno el que le devolvió la sonrisa en la bruñida superficie: era piel blanca, ojos verdes, cabello rubio, una expresión altiva, la de aquel al que nada le falta. Y otro recuerdo: vio a Eugène dándole de comer a unas gallinas, cepillando un caballo, limpiando establos.
La cabeza le daba vueltas.
Vio la rara caja de música en sus manos y de nuevo se recordó a sí mismo tumbado en la sangre. Frente a él estaba el otro muchacho, este tenía el rostro que ahora poseía. La melodía sonaba, hubo un gran destello de luz y, entonces, la perspectiva cambió: en su recuerdo a quien veía tumbado era a ese otro, Nicolás, el aristócrata de ojos verdes. Eugène se disculpaba y salía con él en brazos. Con él, que había dejado de ser Nicolás para convertirse en Samir.
Comenzó a temblar sin control cuando por fin entendió.
—Yo soy Nicolás —susurró.
Eugène le miró despavorido y negó.
—Nicolás está muerto. —Eugène también temblaba—. Yo lo...
—¿Tú qué? ¿Qué dirás? Lo he recordado. Dijiste «esto no debió pasar». —A su mente, que tanto tiempo estuvo a oscuras, ahora la comprensión la iluminaba y no solo eso, el miedo empezaba a ser sustituido por la rabia. Él era Nicolás y delante tenía al hombre que, sabía, estaba involucrado en ese inverosímil suceso en el que pasó a ser Samir—. Eras mi sirviente, Eugène. Dabas de comer a mis gallinas, cepillabas a Mistral y, por tu culpa... Ahora soy este pobre diablo.
Los ojos de Eugène lo miraban a punto de salir de sus cuencas, caminaba hacia atrás y negaba con la cabeza, pero él lo sabía, delante tenía al culpable. Esa tarde algo ocurrió, Eugène y el verdadero Samir entraron en su despacho. Él y Samir resultaron heridos y, de alguna forma, terminó usurpando un cuerpo y una vida absurda que no le pertenecían.
Ahí estaba ese ser, demonio o fantasma, diciéndole cosas increíbles, hablándole de Mistral como si lo conociera, y de lo único que Eugène podía estar seguro era de que la persona que estaba frente a él no era su amigo. Tampoco podía ser Nicolás.
—¿Dónde está Samir? ¿Qué le has hecho? —exigió. Lo empujó hacia atrás hasta acorralarlo contra la pared—. ¿Qué eres y qué le has hecho a mi amigo?
—Te lo acabo de decir, soy Nicolás, y soy yo quién debería preguntarte. ¿Qué hiciste? No te denuncié, podía haberlo hecho y no lo hice. Y, aun así, me traicionaste. ¡Me embrujaste!
No podía ser cierto, no podía serlo. Aquel no podía ser Nicolás, si así fuera...
—¿Dónde está Samir? —suplicó.
No obtuvo respuesta, solo un segundo de pena al que se le sumó otro de ira.
—¿Quieres saber dónde está? Dímelo tú, ¿dónde está mi cuerpo? Enterrado, ¿verdad? Tanto su muerte como la mía son culpa tuya. Yo confiaba en ti.
Eugène negó, incapaz de entender. Quería irse, escapar, pero sus pies se habían vuelto de plomo y el cuerpo no le respondía. ¿Qué le decía? ¿Que él era el culpable? ¿Que por su culpa había muerto? ¿Quién? ¿Nicolás o Samir? El ser tenía razón y empezaba a pensar que estaba allí para hacerle pagar por sus crímenes.
Primero creyó ser el responsable de la tragedia que le arrebató la vida a Nicolás. Ahora se daba cuenta de que quién supuso que era Samir, en realidad, era otra persona. Entonces, ¿quién o qué era? Entender que quien estaba delante de él no era su amigo fue terrible.
De un momento a otro pasó de la gloria al infierno. Llevaba semanas compartiendo con un desconocido, ¡se había enamorado de él! Eugène se llevó las manos al cabello y lo haló, desesperado. La realidad lo sobrepasaba. No entendía nada. ¿Era Nicolás o era Samir? ¿No era ninguno de los dos o ambos? Y si en verdad era Nicolás, ¿Samir había muerto?
Sí, Samir había muerto. ¡Había muerto y él le había dado la espalda! ¡Lo había abandonado! Y, peor incluso, había mancillado su cuerpo.
Empezó a andar de un lado a otro, murmurando para sí y con las manos temblorosas. El «no Samir» quiso acercarse una vez más. Le agarró de la muñeca y se encaró a él.
—¿Qué me hiciste, Eugène?
—¡Calla! ¡Tú no puedes ser Nicolás! —chilló—. ¡Samir no puede haber muerto! No... no puede... él...
Finalmente, Eugène rompió en un llanto desconsolado. Quiso escapar y, al salir, se dio de bruces con Charlotte.
—¿Habéis dormido bien? —preguntó al verlo—. No he querido... Eugène, ¿qué te pasa?
Salió corriendo sin dedicarle ni una mirada. No podía seguir allí. Ya ni quería entender qué pasaba, pues algo le decía que la verdad era horrible: había perdido a su mejor amigo y a su único amor.
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