Capítulo XII: La vida en un beso

10 de junio de 1789


Como todas las tardes después de concluir sus labores con el reino, Nicolás regresó a casa y caminó hacia las caballerizas. Ver sus caballos y acariciar a Mistral, su favorito, era una costumbre para él. En realidad amaba a todos los animales, a los suyos y a los ajenos.

Al entrar se encontró con un espectáculo inesperado: el mozo de cuadra, Eugène, estaba allí, alimentándolos. Eso lo desconcertó por un momento. ¿No se suponía que debía hacerlo en las mañanas? De todas formas, no era algo que le desagradara. Lo cierto es que aquel muchacho estaba continuamente en su mente y la atracción que sentía por él cada vez era más intensa. A veces tenía la sensación de que se perseguían y que habían iniciado un juego extraño donde los papeles de amo y señor quedaban olvidados.

La primavera se despedía con lluvia y frío, aun así, el joven se había descubierto el pecho. Su sencilla camisa y una casaca llena de agujeros reposaban sobre una de las puertas de la caballeriza. Para Nicolás fue inevitable deslizar la mirada por la piel descubierta, ligeramente tostada, como el caramelo; los abdominales endurecidos, los pezones erectos y el surco que insinuaban sus caderas.

Tragó sintiéndose inquieto.

Durante sus años de estudio tuvo la oportunidad de leer La Enciclopedia. Los ilustrados decían que todos los hombres eran iguales y, por tanto, debían tener los mismos derechos. Veía a Eugène allí, semidesnudo, acariciando a su caballo, y Nicolás tenía sentimientos encontrados. Por un lado, ¿cómo podía aquel muchacho ser igual a él? Era un iletrado, un simple sirviente.

Pero por el otro, ¿no era su piel semejante a la suya? De nuevo, tuvo el loco impulso de querer averiguar hasta dónde llegaban esas semejanzas y diferencias, de dejar atrás de una vez por todas la representación de amo y subordinado y poder tratarlo como a un igual: conocerlo.

Y otro impulso todavía más descabellado y que tampoco era la primera vez que sentía: el de querer tocarlo.

Repentinamente, el joven se dio la vuelta y lo vio allí, de pie en el umbral del establo, contemplándolo. Por más que Nicolás recompuso su porte altivo y distante, el otro percibió algo, porque con una sonrisita de suficiencia le preguntó:

—¿Le gusta el espectáculo, mi señor?

Y así empezaba el juego.

Él intentó contener la inquietud de su pecho y sonrió aparentando tranquilidad.

—Solo venía a ver a mi hermoso... Mistral.

Avanzó hasta llegar a la cuadrilla donde se encontraba el joven con su caballo. Extendió la mano y acarició el lustroso lomo, los pelos cortos como cerdas. Mistral tenía la facultad de apaciguar su espíritu cuando se encontraba inquieto, justo como en ese momento... Tan cerca de Eugène.

Aspiró con fuerza y, además del olor de las caballerizas, le llegó otro casi imperceptible, uno que con frecuencia sentía en ese establo, el característico aroma a lavanda de su sirviente.

Después de todo, no eran tan diferentes si al igual que a él le gustaba estar perfumado.

La mano de Eugène, a la que él había enseñado cómo cepillar el pelaje de los animales, se deslizaba peligrosamente cerca de la suya mientras acariciaba al corcel, como si la anhelara en secreto. El pensamiento le gustó. Muy quieto, continuó apenas moviendo su mano, esperando, con el corazón latiendo desbocado y una media sonrisa en el rostro, hasta que la de Eugène le alcanzó, un roce breve, y siguió su camino.

Nicolás ensanchó la sonrisa, pero luego carraspeó.

¿En qué demonios estaba pensando? No eran iguales, no podrían serlo jamás. Y al volver el rostro hacia el otro lado tuvo la confirmación. Entre las ropas de Eugène, aquellas que dejara sobre la puerta, vislumbró varios panes. Suyos, de su despensa, y Eugène los había robado.

Sintió la rabia acalorarle el rostro. Se llevó la mano a la frente y la masajeó.

—¿Se encuentra bien, mi señor? —le preguntó el sirviente con una sonrisa pícara.

Sin perder tiempo, se volteó y lo encaró:

—Me gustan las personas que, en lugar de jugar con los demás, llevan la verdad por delante —le dijo.

Eugène lo miró extrañado, sonrió de nuevo, y se acercó, cautelosamente. El cinismo brilló en sus ojos.

—En tal caso, quizá haya llegado el momento de sincerarnos —le replicó el muy bribón.

—Quizá. Vístete y espérame en mi despacho. —Tenía demasiada rabia por la actitud desvergonzada del sirviente ante el robo. Ese absurdo coqueteo peligroso, ¿adónde le estaba llevando? Necesitaba dejarle claro cuál era su lugar y dejárselo claro a sí mismo—. Y, ¡por el amor de Dios, límpiese un poco, que huele a cuadras!

Después de que el chico se marchase, él permaneció en el establo, acariciando a Mistral y reflexionando en qué debía hacer. Eugène no era más que un ladronzuelo, al igual que todos los zarrapastrosos de París, esperando una oportunidad para morder la mano que le daba de comer. Exhaló con fuerza y volvió a masajearse la frente. ¿Debía denunciarlo y entregarlo a un castigo desproporcionado? Francamente, no era eso lo que quería. Era un muchacho joven y rebelde, tal vez no había sido más que una travesura alentada por él mismo, por sus devaneos insensatos.

El despacho era lujoso, aunque a su vez mantenía un estilo fuerte y con clase. Un aroma a sándalo inundaba la estancia, cuyas paredes estaban cubiertas por estanterías de roble macizo adornadas por molduras doradas, todas ellas, llenas de libros y pergaminos. Sobre el techo, una araña sencilla mostraba siete velas que permanecían apagadas a la luz del día. También había una chimenea señorial que devoraba los maderos para convertirlos en luz y calor: en fuego.

Eugène paseó por la estancia sin apenas tragar saliva. ¿Por qué lo había citado ahí Nicolás? ¿Quizá sentía lo mismo que él? Lo cierto es que el joven criado se avergonzaba de sentir aquella inclinación hacia su señor, no porque fuera un hombre, sino porque era un noble, lo que era muchísimo peor. Ni siquiera podía decir que hubiera llegado a haber algo entre ellos. Él era un siervo rebelde y Nicolás detestaba que lo retaran, por lo que la mayoría de sus encuentros habían sido tensos. Y aquella tensión entre ambos, a su ver, se había convertido en adicción, una dinámica en la que se provocaban el uno al otro. Solo un juego, o eso quería creer, aunque fuese un juego que le arrancara sonrisas, fantasías insanas y que lo motivaba a diario.

Se acuclilló ante la chimenea, se calentó las manos y pensó en su encuentro en las caballerizas tras haber alimentado al resto de animales.

Alimentar animales. El rugido en sus tripas le recordó lo mucho que detestaba hacer eso.

No podía negarse a sí mismo la realidad, de la misma forma que no podía evitar rociarse con lavanda antes de asistir a su empleo. Era un gesto inconsciente, casi involuntario, un gesto que, incluso, había sorprendido a Samir. «Te sienta bien la esencia que te regalé —le decía, a veces—, pero no deberías malgastarla en limpiar establos».

Nicolás continuaba sin llegar. Quizá se había arrepentido. Lo entendía y era lo mejor para ambos. Paseó hasta el escritorio y observó el sello que su amo usaba y los papeles que ahí había. No podía leer qué ponía en ellos, mas estaba convencido de que eran importantes. También se fijó en otro objeto que su señor empleaba a modo de pisapapeles: una pequeña caja de madera, con colores vibrantes, de aguas finas y definidas. La tomó entre sus manos. Pesaba, y del interior le venía un sonido metálico a la par que dulce. ¿Cuánto le darían por ella? La observó con más ahínco y percibió unos extraños grabados. Si bien era cierto que Eugène no sabía leer, sí estaba familiarizado con las letras del abecedario y estaba convencido de que esos caracteres no formaban parte de él. Entrecerró los ojos, esperando conocer su significado como por arte de magia. Aquel objeto le atraía de una forma inexplicable.

La puerta se abrió con suavidad y se volvió a cerrar con apenas un escueto rechinar. Eugène, rápidamente, dejó la caja sobre el escritorio y se giró. Entonces, se encontró con los ojos verdes de Nicolás que lo miraban con aire decepcionado. Le temblaba la mandíbula por la rabia contenida, con el entrecejo fruncido y los puños cerrados. Y, aun así, los rizos del color del trigo —aquel que tanto escaseaba— rompían su vil apariencia con el porte de un ángel puro e inocente.

—Eres un maldito ladrón, debí suponerlo.

La acusación le sorprendió.

—¿Ladrón? ¿Yo? Se equivoca, mi señor, solo estaba mirando... ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

Nicolás caminó hacia él con pasos sinuosos, observándolo de arriba abajo como si lo analizara en profundidad, y tragó grueso. Entretanto, Eugène contuvo la respiración. Se sentía como presa a punto de ser devorada, aunque la fiera que tenía delante no parecía peligrosa, más bien cautiva por cientos de interrogantes. Cuando el noble se detuvo, deslizó la mano por su cintura, bajo la casaca, y retiró los mendrugos de pan duro que había robado del corral.

Así que de eso se trataba.

—Lo ibas a desperdiciar en las gallinas —sonrió de lado—. No es para tanto, ¿no?

Nicolás estaba ante él, con el rostro rojizo por la lumbre de la chimenea. Ahora, su figura angelical estaba rabiosa, como un infante al que acababan de robar su juguete favorito.

—Devuélvelo todo. ¿Cuánto tiempo llevabas robándome? ¡Eres un sucio embustero!

Eugène no iba a dar su brazo a torcer, él tenía las cosas muy claras. Jamás se dejaría conmover por la mirada de un niño rico, eso nunca, por más bonito que fuera ni por mucha atracción que existiera entre ambos.

—¿Yo? ¿Me va a decir, mi señor, que me trajo hasta aquí sin ninguna otra intención? Solo es comida seca, dudo que le importe tanto. —Acortó la distancia. El noble prosiguió en silencio, con el pecho altivo y la mirada severa—. No se preocupe, no diré nada, y a cambio usted guardará mi secreto. Es un buen trato, ¿no?

—¿Qué insinúas? ¿No dirás nada sobre qué? —se inquietó Nicolás, al entender lo que quería decir—. ¿En serio crees que tú y yo...?

No fue capaz de terminar la frase. Se giró hacia la puerta e hizo amago de llamar a los guardias. Si daba la voz, Eugène estaría perdido, así que se lanzó sobre él, le cubrió la boca y lo acorraló contra la pared, dejando las formalidades a un lado.

—Siento el malentendido —espetó, dolido—, solo me has traído aquí por robar pan. Está claro que no eres más que un crío malcriado. ¿Tienes idea de toda la gente que muere para que tú y los tuyos podáis vestir estas ropas? ¿Del hambre que nos mata en la calle? ¿Tienes idea de lo que sufrimos para que os deis a esta vida de lujos, cuando con una de vuestras fiestas, terminaríamos con varios meses de hambruna? Te importan más tus animales que el pueblo.

Nicolás hizo un sonido sordo y Eugène suavizó el agarre sin llegar a soltarlo del todo, lo justo para volver a cerrarle la boca cuanto antes si era preciso.

—¡Deberías haberte conformado con trabajar para mí! ¡Eras un privilegiado!

—¿Cómo puedes ser tan déspota?

—¿Déspota? —repitió Nicolás, irritado. Apretó los labios, reteniendo algo que no llegó a decirle, y añadió—: No tienes derecho a llamarme así. ¿Te sientes mejor si me culpas de tus penas? ¡Yo no dispongo el orden de las cosas!

—¿Ah, no? ¿Y quién lo hace? ¿Tu preciado Dios?

—¡Sí!

Al escuchar dicha afirmación, el sirviente no pudo sino reír con cierto sarcasmo. No solo parecía un ángel: creía en la senda del Señor.

—Dios... —repitió contra su cara. La mano reposada sobre los labios de Nicolás era lo único que impedía un roce directo—. Si Dios existe, merece que lo ahorquen.

El noble forcejeó contra él.

—Eso es una blasfemia. Deberías guardarle respeto... —replicó, antes de que Eugène volviera a presionar los dedos contra su boca.

—¿Qué respeto merece un dios que consiente que el pueblo se muera de hambre? Si hubiera un dios, no permitiría que algo así sucediera. ¿Has visto las calles? ¿Los cadáveres que decoran las aceras? Los niños enfermos, los viejos trabajando hasta su último aliento... ¡Eso es el infierno! —Las palabras manaban de su boca en cascada, vomitando aquellas heridas que albergaba en su interior. Se tranquilizó al observar cuán asustado estaba Nicolás y cómo sus comisuras temblaban, cálidas, bajo las yemas—. No. Se equivoca, mi señor. No hay dios. Alimentáis gallinas con el pan que le negáis al pueblo y os vestís con ropas que nadie podría pagar. Nos morimos de frío mientras embellecéis vuestros palacios con cortinas de terciopelo. Lo siento, pero Dios no tiene nada que ver en esto. Solo la avaricia humana en su máxima expresión. ¿Y usted me quiere condenar por quitarle la comida a unas gallinas, cuando así estáis condenando a mi familia a la tumba?

Alcanzó a hallar la duda en los ojos de Nicolás, que relajó los hombros y suavizó la expresión, como si estuviera recapacitando en lo que acababa de decirle. Contempló aquellos pozos verdes y sintió cómo lo engullían. Es más: sintió cómo él mismo deseaba ser engullido por ellos. Aun así, a pesar de lo que parecía, sus palabras distaron mucho de corresponderle.

—Todo eso que cuentas no tiene nada que ver conmigo —insistió—. ¿Acaso yo pedí nacer en mejor posición? Siempre te traté bien, hasta he pensado en... pero ¡has abusado de mi confianza! Yo... yo... debería matarte ahora mismo.

—Es curioso que digas eso —susurró Eugène, tuteándole de nuevo. Apartó la mano y sus rostros quedaron frente a frente, unidos por las miradas y tan solo separados por un estigma—. Tus labios dicen que me quieres matar, pero tus ojos dicen que me deseas.

Nicolás quiso echarse hacia atrás, asustado y fundiéndose aún más contra la pared.

—¿Cómo te atreves a insinuar algo así?

Eugène rio de forma dulce, incitadora. Le acarició la mejilla y lo sujetó de la nuca con suavidad. No podía evitarlo. Si antes le parecía hermoso, ahora, al verle cuestionando sus valores y poniendo su mundo del revés, le pareció irresistible.

—Estás a un beso, solo uno, de arrojar toda tu vida por la borda y saber lo que se siente cuando no tienes nada.

Esperó alguna reacción a aquellas palabras sinceras. Quería que se apartara, a la vez, deseaba que no lo hiciera. Sin embargo, Nicolás no dijo nada mientras él se mordía a sí mismo para retener el impulso. De fondo, el taconeo de las botas de algún guardia se sentía cada vez más cercano. Si Nicolás continuaba resistiéndose y daba la voz de alarma, la vida de Eugène pronto terminaría.


Tenía los ojos castaños tan cerca, mirándolo, retándolo sin ningún temor. Con esa sonrisa ladina, como si de verdad el joven sirviente creyera que él, Nicolás Flesselles, estuviera a su merced. Sintió el imperioso deseo de dejarle ver cómo eran las cosas en el mundo. Sonrió a medias y lo empujó contra una de las librerías, que tembló por la fuerza del impulso. Eugène exhaló despacio y cerró los ojos. Verlo así, por fin, bajo su control... No pudo contenerse.

—Te equivocas —susurró a su oído, cada vez más embriagado por el aroma a lavanda—, no lo tengo todo.

Posó los labios sobre los suyos y se entregó a lo que venía deseando desde hacía mucho tiempo. Sentir el cuerpo del otro contra el propio desató en él un verdadero incendio, como el fuego de su chimenea que consumía, inexorable, cada madero.

Siempre estuvo seguro de que en ese juego alguno de los dos se quemaría, justo como en ese momento sucedía. Nicolás se olvidó del pan, de las gallinas, de las diferencias sociales y se abandonó al deseo primitivo que en vano se esforzaba en contener.

El joven sirviente correspondió al beso y abrió aún más la boca para permitir que las lenguas se encontraran. Ambas respiraciones se aceleraron y, pronto, sus manos pedían más, conocerse el uno al otro y colmar todos sus anhelos.

A excepción de sus labios, los pasos de los guardias afuera eran el único sonido que se escuchaba. De pronto, Eugène se crispó y rompió el contacto, como si el miedo se hubiera apoderado de él. Sus ojos volvieron a verlo, seductores, pero también con preocupación. Bajó la mirada y Nicolás sintió una caricia sobre el pecho.

—Lo siento... No puedo arriesgarme a que des la alarma —vaciló el joven. Luego, con una media sonrisa, le mostró el abrecartas que le había sustraído del bolsillo en su chaleco.

—¡Guardias! —gritó Nicolás, como si así perpetuara el juego y sin ser consciente del riesgo que aquello entrañaba para el sirviente.

Eugène agarró el utensilio y con él le apuntó directo al cuello.

—Con su permiso, mi señor, me llevaré esto, solo por si acaso. —Antes de soltarle y dirigirse hacia la ventana, el muy bribón le robó otro beso, breve y escueto, pero con una promesa no escrita.

Nicolás se quedó allí, congelado con el sabor de aquellos labios sobre su boca y el aroma a lavanda pegado a su cuerpo, más confundido que nunca. Eugène saltó hacia la balconada y, tras guiñar un ojo y articular un «lo siento, te lo devolveré» con sus labios, huyó a través del jardín, al tiempo que los pasos del guardia penetraban en la estancia.

El joven noble no pudo hacer otra cosa más que sonreír.


***Nota de autoras***

Hola, ¿cómo están? Los descolocó mucho el salto temporal?

¿Qué les ha parecido el capitulo? Por fin sabemos qué ocurrió entre Nicolás y Eugene. ¿Teorías?


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