Capitulo XI: Devorando el corazón
13 de julio 1789
La estancia que Charlotte les había cedido para el baño y posterior reposo estaba cubierta por una densa capa de vaho. Era una habitación amplia, con un par de sillones de grandes orejas, una cama majestuosa enmarcada por un dosel de seda y un gran ventanal que daba al jardín de la mansión. Tanto la pequeña chimenea de mármol como las velas estaban encendidas y del techo se balanceaba una lujosa araña. Minutos antes, habían brindado con vino español en el salón mientras una sirvienta les preparaba, supuestamente, las tinas. Sin embargo, apenas se quedaron a solas, descubrieron que su anfitriona les había tendido una trampa, pues solo les preparó una. Para Eugène, aquello nunca había supuesto un problema, por lo que empezó a quitarse la ropa sin reparo. Le urgía dejar atrás esos trapos hediondos. Samir, en cambio, permanecía junto al gran recipiente, con la mirada fija en el agua, mirándolo a hurtadillas y masajeándose la frente con aquel gesto recién adquirido, como si la situación le provocará cierta incomodidad.
Al verlo dudar, Eugène dudó también. Ladeó la cabeza y lo miró con dulzura. Su amigo tenía la espalda recta, un porte nuevo y elegante y media sonrisa que se ocultaba detrás del cabello —no muy largo— que le caía sobre el rostro. Se le había rasgado la camisa y parte de su torso quedaba al descubierto. Sintió ganas de acariciarlo, no como en ocasiones anteriores, sino de verdad. Quería recrearse en la sensación de aquel tacto y conocer las perfecciones e imperfecciones del cuerpo que tenía ante él. Sí, definitivamente, quería verlo y sentirlo como nunca antes lo había hecho. La sombra de Nicolás seguía ahí, y, por extraño que fuera, parecía ser la misma que ahora lo atraía hacia aquel Samir renovado.
Pero ¿en qué estaba pensando? Todo aquello era un sinsentido. Eran amigos, ¡hermanos!, y que Samir recuperase la memoria y volviese a ser el de antes solo era cuestión de tiempo.
Agitó la cabeza de un lado a otro, tenía que aparentar normalidad.
—¿Todo bien? —preguntó su compañero, de pronto.
Solo entonces, Eugène se dio cuenta de que Samir había observado su monólogo interior y lo miraba como quien mira a un loco simpático, o a un crío que juega, inocente, con sus amigos imaginarios. O, peor aún, como si lograra descifrar sus pensamientos.
Respiró profundo.
Dejó su camisa sobre el respaldo de una silla caoba, frente a la chimenea, caminó hacia él y lo cogió de las solapas del chaleco.
—¿Te vas a bañar vestido? —preguntó con la voz ronca.
«¿Qué haces, Eugène?», se reprendió a la vez. Su cuerpo, su boca, sus gestos... se habían aliado para contradecir a su mente.
Entonces, Samir llevó la mano al rostro de su amigo, deslizando, muy despacio, las yemas por su mejilla hasta detenerlas entre los labios.
—Eugène, no deberías morderte tanto. Te has hecho un poco de sangre. ¿Te duele? —Había pronunciado su nombre de una forma especial, lenta y cariñosa, una declaración y un deseo encerrados en un suspiro. Eugène negó y lo miró de frente, allí donde unas largas pestañas decoraban sus ojos negros y aquel brillo verde y desconocido. Por un segundo le pareció estar ante Nicolás y quiso apartarse, pero entonces, fue Samir quién lo agarró de la cintura con la única intención de impedir que se alejara—. ¿Qué sucede, Eugène?
Daba igual si eran negros o verdes, Samir le devolvía la mirada, inocente, con el cabello húmedo de sudor y con el rostro lleno de estiércol, y, pese a todo, estaba tan hermoso...
Durante unos segundos se mantuvieron suspendidos en aquel instante, que bien pudiera haber sido eterno. Los labios de Samir temblaban y Eugène, ahora, se fijó en ellos. Eran carnosos, un fruto prohibido, una golosina que, cuanto más miraba, más le llamaba.
Finalmente, el alcohol y la euforia de la batalla ganada se cobraron la victoria. El trofeo eran aquellos labios, no había duda de ello.
Lo besó.
Fue un beso torpe, nervioso e imprudente. Tan pronto como lo hizo, Eugène fue consciente del error cometido. Su amigo se apartó un poco, indignado, quizás.
—Lo siento, Samir. No sé qué me ha pasado...
De poder pedir un deseo en ese mismo instante, hubiera sido que la tierra se partiera en dos y lo ayudara a desaparecer. ¡Necesitaba recuperar el control!
De pronto, Samir lo agarró de la nuca y lo besó despacio. Aún portaba el sabor del vino español en los labios, pero, además, tenía un ligero toque especiado. Eugène sintió que las pocas armas que le quedaban caían al suelo, ya no disponía de fuerza ni energía para resistirse a él. El recuerdo de otro beso quiso colarse, mas Eugène lo encadenó en su interior y se concentró en el ahora.
Rodeó su cuello y se perdió en su boca, en sus suspiros, en las manos fuertes que le agarraban de la cadera. Los besos que Samir le daba eran como pequeños frutos que había que saborear y disfrutar segundo a segundo, sin prisa, solo ellos encontrándose como tanto tiempo llevaban deseando. Sintió la lengua de su amigo accediendo a su paladar, reuniéndose con la propia y contándole aquellos secretos que se habían ocultado por tanto tiempo. Llegó un momento en que a Eugène ya no le bastaba con saborear. Quería tomar la botella que se ocultaba en su aliento, beber de golpe. Sus manos estaban hambrientas y su cuerpo le pedía que se acercara más, incluso sentir la textura de su sexo. Lo abrazó fuerte e intentó fundirse con él.
Fue torpe y brusco, por lo que ambos trastabillaron y Samir cayó al agua.
Un pensamiento intrusivo asaltó la mente de Samir. El rostro sonriente e incitador de Eugène estaba muy cerca del suyo, susurraba contra sus labios:
«Estás a un beso, solo uno, de arrojar toda tu vida por la borda y saber lo que se siente cuando no tienes nada».
Samir jadeó, la fantasía se le confundía con la realidad, ¿o eran los recuerdos de una vida pasada?
El joven mestizo sacudió la cabeza alejando los confusos pensamientos. Temió que Eugène volviera a huir como en ocasiones anteriores. No lo hizo.
El agua era cálida, pero malvada, porque le robaba el tener a su compañero entre los brazos. Además, hizo que la ropa se le pegara a la piel y que le escociera la herida. Sin embargo, cuando abrió los ojos, Eugène seguía ahí, divertido.
Y esa era la mejor cura que podría existir.
—¡Al final sí que te has bañado con ropa! —bromeó. Se inclinó sobre él para ayudarle a deshacerse del chaleco y de la camisa. Samir aprovechó para empujarlo dentro de la tina.
El agua se derramó por el brillante suelo de madera y Eugène rio al caer sobre su regazo. Samir no podía apartar la mirada de su rostro risueño, de sus mejillas rubicundas... Tenerlo allí era, por fin, colmar todos sus anhelos. Sus manos, parsimoniosas, comenzaron a desabotonar la camisa. La prenda le estorbaba y fue a dar fuera de la bañera.
Ahuecó las palmas y tomó agua en ellas, la dejó escurrir sobre la cabeza de Eugène, sobre sus hombros. Fascinado, miraba los caminos que las gotas trazaban por esa piel que tanto ansiaba degustar.
Su compañero cerró los ojos. Las cejas estaban ligeramente fruncidas; los labios, entreabiertos. Samir tuvo que hacer un esfuerzo para no volcarse sobre él como un animal salvaje y devorarle hasta solo dejar los huesos. En su lugar continuó acariciándolo con el agua. Toda mácula de suciedad desapareció de su cuerpo. Solo quedó la piel brillante, húmeda, invitándolo a probarla. Se quedó contemplándolo en silencio. Su amigo abrió los ojos, desconcertado.
—¿Qué sucede? —le preguntó Eugène, y él curvó los labios con una media sonrisa. Le divertía ver su rostro encendido, los ojos brillantes por el deseo y la expresión interrogante. Parecía el niño a quien después de darle golosinas, se las quitan.
Otra imagen acudió a él. Esta vez, Eugène, sin camisa, en una caballeriza cepillaba un hermoso caballo y sus ojos le miraban por encima del hombro:
«¿Le gusta el espectáculo, mi señor?»
Samir se levantó chorreando agua desde el pantalón, que aún conservaba. Lo contempló un instante más, desde arriba, luego se inclinó y haló de él para atraerlo hacia sí. Acunó su rostro con las manos y se hundió en su boca con deleite, desespero y necesidad.
Besarlo traía una sensación familiar, como si regresara a casa después de un largo viaje. Sintió que lo que hacían era algo inevitable. Eugène era su refugio, el único recuerdo que aún conservaba. Él era su pasado, su presente y tenía la certeza de que, también, su futuro.
Su joven amigo balanceó las caderas, pegándose más a él, y el contacto le hizo gruñir. Sus manos se volvieron un cúmulo de fibras temblorosas, buscaron el pantalón de su compañero y lo desataron, la prenda cayó dentro del agua. Cuando apretó su cuerpo contra el suyo, Eugène jadeó en su oído. Samir no podía más. Desesperado y aún abrazándolo, se movió con él para salir de la bañera. Estaba aferrado a su cuerpo, degustando la piel de su cuello, moviéndose por toda la lujosa estancia sin apenas separarse. Entonces, sintió las manos inexpertas de Eugène tirar de la única prenda que aún le cubría. Su propio pantalón cayó y ambos se miraron. Solo deseo destilaban los ojos castaños, un reflejo del que, seguro, brillaba en los suyos. Se lanzó de nuevo para asaltar su boca, conocida y añorada, y ambos aterrizaron sobre las lujosas mantas que cubrían la cama.
Eugène ahora era más consciente que nunca de la necesidad que le había instigado los últimos días y, aunque no comprendía nada, solo podía dejarse llevar. Las manos de Samir encendieron su piel, todavía húmeda, y avivaron en él un deseo voraz.
—¿Estás bien? —le preguntó en algún momento, entre beso y caricia.
No tuvo ni que pensárselo. Giró hasta ponerse a horcajadas sobre él, lo sostuvo de las muñecas, manteniendo sus brazos en alto sobre la almohada, y lo escudriñó con desespero. Sus comisuras se inclinaron hacia arriba, pícaras y delatando sus hoyuelos.
—Lo estoy.
Después, se dejó caer sobre él y esparció besos en derredor de su cuello. Hizo especial énfasis en la nuez, de ahí, subió por el mentón hasta llegar a los labios. Podía sentir su aliento entrecortado ante él y el miembro endurecido bajo sus piernas. Se meció ondulante, lo que le arrancó un sonoro gemido a Samir. Este se zafó de la presa y lo sujetó de las nalgas. Sus yemas parecían atravesarle la piel, el músculo, calarle hasta los huesos con un candor inexplicable. ¿Acaso siempre habían estado predestinados aunque no hubieran sido capaces de verlo? Tantos años de amistad, de apoyarse el uno al otro, de ser inseparables... Entendió, al fin, que aunque él no le hubiera correspondido antes, quizá Samir sí había sentido algo por él. Todas sus miradas anteriores, las frases a medias, el seguirle a cualquier parte a pesar de su insensatez.
Se detuvo un momento.
«Te quiero demasiado», le había dicho, justo antes de colarse en el despacho de Nicolás. Pensar en ello hizo que le atravesara un instante de pena. Su amigo había estado a punto de perder la vida por él y Eugène, ciego, ignorante, estúpido como era, no había sido capaz de verlo. Quien sí había muerto era Nicolás, el único que le había hecho sentir algo así alguna vez. Se detestó a sí mismo por huir de sus sentimientos aquel día.
Decidió no volver a hacerlo jamás.
Samir acarició su mejilla y Eugène se encontró de lleno con aquellos ojos, aquellos que ya ni sabía de qué color eran.
—Siento haber estado tan ciego, Samir. Yo te quería como a un hermano —confesó, entonces—. Ahora, lo que siento es... diferente. —Eugène empezó a llorar, sin ser consciente de ello. Algo le dolía, mucho. Sentía la ausencia de Nicolás más que nunca y el habérselo ocultado a su compañero. Samir lo agarró de la cintura y lo volteó sobre el colchón. Luego, se inclinó sobre él y lo interrogó con la mirada hasta arrancarle una pregunta—. Tú...
—Yo siempre te he querido —concluyó Samir —. Eres mi único recuerdo.
Eugène sentía que el cariño de hermanos quedaba atrás y desde el robo accidentado daba paso a otra cosa, ardiente y arrolladora. El Samir que tenía delante no era el mismo, sus sentimientos por él tampoco lo eran y llegaba el momento de aceptarlo.
Su compañero le secó las lágrimas con el pulgar y lo besó en los labios, que ardían.
—Si tú también hubieras muerto... yo... —sollozó Eugène, en su boca.
Pero no estaba muerto: estaba ahí, con él, descubriendo su cuerpo, sintiéndolo como una parte de sí mismo. Samir volvió a recordar, fugazmente, aquel primer encuentro, los ojos castaños y la sonrisa burlona. Su memoria lo llevó otra vez al lujoso despacho. Y ahora, aquel amigo, aquel supuesto «hermano», estaba a su merced y le regalaba la promesa de un amor prohibido, pero compartido. Le hubiera gustado arrancarle el dolor que tenía arraigado, secar sus lágrimas y decirle cuánto lo amaba, que él podía sanar el pesar que portaba. Dejó que fueran sus manos las que hablaran por él. Y sus labios, siempre atentos.
Las caricias de Eugène eran trémulas. Le recorrían espalda y piernas y, en algún momento, se acercaron a su ingle. Ahí dudaron. Samir deseaba tanto aquel roce que arremetió suavemente en su búsqueda. Entonces, los dedos de Eugène se aferraron a su esencia. Los jadeos fueron casi instantáneos.
¿Había perdido la memoria? ¿La cordura? De ser así, olvido y locura debían ser el cielo, el paraíso. ¿En qué otro sitio iba a querer estar, si no? Se posicionó de lado para facilitarle la maniobra y él también lo buscó. Se masturbaron el uno al otro mientras sus lenguas permanecían enredadas en una danza sensual e incansable. Gimió con tristeza cuando su amigo rompió el contacto, aunque fuera para situarse, de nuevo, sobre él y devorarlo a besos. Luego, la promesa de su boca descendió, poco a poco, por su cuerpo, marcando un camino que nacía en el esternón y se detenía en su ombligo.
—Siempre juntos —le dijo. Derramó los rizos por su bajo vientre y, tras vacilar unos instantes, continuó el descenso y se perdió entre sus piernas.
Samir se tensó al comprender lo que se proponía. Le agarró del pelo y le obligó a alzar la vista. Las esferas de sus ojos brillaban como si encerraran el firmamento en ellas, sus mejillas estaban sonrosadas y sus labios entreabiertos y dispuestos.
—Siempre juntos —repitió.
Samir se rindió a él, lo liberó y dejó que lo apresara en el paladar. Sintió la cálida humedad y la lengua deslizándose por su virilidad. Su corazón empezó a tamborilear como un escuadrón ante la inminencia de una batalla. La respiración, entrecortada, se volvía cada vez más agresiva. Aquella sensación le causaba vértigo. ¿Se podía morir de placer? Empezó a resollar, a jadear y gemir mientras se esforzaba por mantener las piernas en tensión. Quería decirle que parara, que no podía soportarlo, pero él mismo hubiera sido incapaz de detenerlo. Y, mientras tanto, todo su alrededor parecía cobrar velocidad. Samir perdía el equilibrio en medio de tal vorágine. Se asió a la colcha y la estrechó entre sus dedos hasta que los colores perdieron consistencia, como si el universo se hubiera borrado para dejarlos tan solo a ellos sobre un lienzo oscuro.
Iba a estallar en cualquier momento.
—Eugène... Dios... —murmuró, con gran esfuerzo.
Su compañero se detuvo y lo observó desde abajo con un brillo en sus labios hinchados. Aquella imagen fue demasiado intensa para Samir. Gruñó con descaro solo por verlo. Se arqueó, miró al techo y le rogó a Dios que lo perdonase, porque tal éxtasis debía de ser pecado. Al oírlo, Eugène se rio sin pudor, trepó por su cuerpo hasta estar a su altura y lo besó.
—Dios tiene otras cosas en qué pensar.
Samir jugueteó de nuevo con los rizos castaños, aún mojados, y decidió que, pecado o no, eso era lo que quería. Eugène tenía razón: si había un dios, ellos eran el último de sus problemas. Tenían tiempo limitado en el mundo y debían aprovechar cada instante.
Rodaron de nuevo y se encajó entre sus piernas. El sexo de Eugène presionaba contra su vientre. El propio, en cambio, se abría paso entre las nalgas del amante. Gracias al beso íntimo se deslizó con facilidad hasta presionar contra su cavidad. Entonces, Eugène empezó a gemir a su oído con fuerza, nervio y desespero. Cerró las piernas en torno a su espalda y con ellas le apremió. Él quiso ser lento, cauto, apretó la mandíbula y sus dientes rechinaron por el esfuerzo. No quería dañarlo.
—¿Y si te arrepientes mañana? —preguntó temeroso.
—No lo haré, Samir. Esto es lo que quiero.
Finalmente, se enterró en él y el gesto de Eugène se torció en una mueca de dolor. Sin embargo, pese a que Samir quiso retirarse, su compañero lo apretó contra sí.
Respiró hondo.
—Estoy bien. —Volvió a besarlo con la misma pasión que le ponía a los discursos de Pierre, aquellos que prometían una nueva Francia.
Su carne lo acogía y aunque Samir quiso obligarse a ser delicado, en algún momento perdió la cordura y empezó a embestirle una y otra vez. Entretanto, Eugène gemía, jadeaba, hundía las uñas en su espalda. Volvieron a ser ellos solos y el lienzo oscuro, sin nada, solo la belleza de sus cuerpos desnudos, conectando como nunca antes lo habían hecho. Sintió a Eugène correrse entre ambos y, poco después, él mismo entre sus muslos. E incluso habiendo terminado, siguieron jadeando, besándose y restregándose el uno contra el otro hasta terminar acurrucados, exhaustos y respirando al unísono.
Aquella noche Eugène soñó con más besos, con más caricias. Soñó que se entregaba de lleno al sentimiento que tenía dentro, sin miedo a nada. Sin embargo, el protagonista de su sueño no fue Samir, sino Nicolás.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top