Capitulo VIII: París, devoradora
12 de julio de 1789
Samir no sabría decir qué lo despertó antes, si el olor del caballo que estaban cociendo a fuego lento o los movimientos frecuentes de Eugène, quien no paraba de pronunciar en sueños palabras incomprensibles a sus oídos. Samir se quedó largo rato observando el juego de brillos que la luz de las brasas arrojaba sobre la piel de su amigo. Apreció un temblor en su labio inferior y, de tanto en tanto, cómo apretaba los párpados y la respiración se le volvía agresiva. Debía estar teniendo alguna pesadilla.
En un momento dado, su respiración se tornó más irregular y Eugène sollozó algo, «no te mueras», creyó entender. Incluso una lágrima furtiva logró deslizarse entre los párpados cerrados. A Samir le hubiera gustado penetrar en ellos, en sus ojos, en su mente... ¿Qué era aquello que le negaba el descanso? ¿La situación apremiante de su madre enferma? Lo continuó contemplando a menos de un palmo y, entonces, sintió el impulso de consolarlo, de acariciar su mejilla y decirle que todo era un mal sueño.
Y lo hizo.
De pronto, Eugène abrió los ojos, como poseído.
—¡Estás vivo! —exclamó. Lo abrazó, sollozó en su hombro e, inesperadamente, lo besó.
El tiempo se detuvo y Samir permaneció suspendido en algún lugar del espacio. Se dejó llevar, fruto del hambre que sentía desde la primera vez que lo vio y por la felicidad de saberse correspondido. El sabor de su boca era tal como lo imaginaba y aquellos labios se deslizaban entre los suyos con una suavidad inaudita, cual pétalos de rosa, con un fino cosquilleo que despertaba algo feroz en él. Era un instante mágico, como un sueño; como acariciar un recuerdo al que no lograba acceder. Como si abrazaran su alma.
No duró mucho.
De súbito, Eugène se apartó y empezó a gritar una y otra vez, mientras abría y cerraba los ojos sin cesar.
—¡Yo no quería que murieras! —clamaba—. ¡No se muera, mi señor!
«¿Mi señor?». Samir lo abrazó y apretó fuerte hasta sentir que, sobre su hombro, la respiración de Eugène volvía a la normalidad. Poco a poco, alzó la cabeza y lo miró con ojos enrojecidos e hinchados.
—Fue una pesadilla —lo calmó.
Eugène asintió y volvió a ocultar el rostro. Aun con lágrimas, habló:
—Siento haberte despertado. Todo era tan real...
¿Haberle despertado? ¿Y el beso? ¿O... acaso...? No tenía nada que preguntar. Aquel beso había sido fruto de una pesadilla y Eugène ni siquiera era consciente de él. «Su señor», había dicho. Y él creyendo que soñaba con su madre, primero, o que le había correspondido, después. De alguna forma estúpida lo percibió como una traición: tampoco era él con quien soñaba. Se sintió violento e incómodo. Las emociones no daban tregua y junto a su amigo, menos.
Eugène se separó de su abrazo y se limpió el rostro en la palangana que había junto a la cama. No mencionó con qué soñaba, mucho menos cómo se sentía, solo se puso de pie y fue a remover la carne guisada. Samir le observó hacer todo aquello tan cotidiano.
Excepto por el mal sueño, su amigo parecía cómodo, acostumbrado a su presencia, pero no era su caso. Cada vez estaba más desbordado por sentimientos confusos. A veces creía que vivía una vida prestada, tal como si la pesadilla la tuviera él, y, aunque intentaba despertar, recordar, no lo conseguía.
Solo Eugène era la roca a la cual luchaba por aferrarse y ahora se desmoronaba bajo el peso de un deseo que cada vez se tornaba más intenso. De alguna forma, recordaba su existencia y se preguntaba si aquella atracción, esas ganas de tocarlo, eran nuevas o anteriores a la pérdida de memoria. No podía seguir allí. Era evidente que su amigo no sentía lo mismo que él.
Cerró los ojos con fuerza y de nuevo se llenó de imágenes incongruentes. Una casa palaciega, risas, olores en nada parecidos a los que colmaban su día a día. Y el rostro de Eugène mirándole muy cerca con una sonrisa torcida. Ante la visión, el corazón se le agitó.
Se levantó de la cama decidido a marcharse.
—¿Adónde vas? —le preguntó su amigo, al cerciorarse.
—A casa, no me encuentro bien.
Eugène dejó la cuchara, corrió hacia él y deslizó la mano bajo su camisa. ¿Por qué se empeñaba en hacer eso?
—Es la herida, ¿verdad? Deja que la mire, tal vez no te curé bien.
—No... No es eso... —Le apartó la mano con algo de brusquedad. Se separó y se recolocó la prenda—. Solo quiero irme.
—¿Te golpeé? No te dejé descansar, lo siento. Estas malditas pesadillas...
—No es eso, en serio, todo está bien —se mintió a sí mismo, con cierto nerviosismo.
Eugène lo miraba con confusión y una pregunta asomó a sus labios.
—¿Dije o hice algo...?
No pudo terminar la frase, la pequeña Margot habló desde una de las cajas en el rincón. Ninguno de los dos había reparado en la presencia de la niña.
—Caraculo, ¿tienes que liarla a estas horas? Venga, está a punto de salir el sol, pongámonos a trabajar —indicó, con su cabezonería matutina—. Ve a por un par de cestas. —Se arrimó a la olla y, tras aspirar en profundidad, añadió—. Y tú, hermano de pega, acércame el platillo de allá arriba, que yo no llego. Tenemos que estar en el mercado antes de que amanezca y vender el guiso. Si obtenemos suficiente dinero, podremos comprarle lo que recomendó ese amigo tuyo, Eugène. Entre los tres lo venderemos rápido.
Samir no se atrevió a refutar. Recordó que antes de acostarse le había pedido que lo acompañara al mercado. Veía el entusiasmo de la niña y los ojos de Eugène, suplicantes. Suspiró y los ayudó a envasar el guiso para salir a Les Halles a vender la comida.
Antes de salir de la vivienda, Eugène envolvió muy bien a su madre entre las mantas. A pesar de que la temperatura a esa hora fuese agradable, su anemia la hacía padecer el frío. Creyó que una comida abundante con carne mejoraría su enfermedad, no obstante, para su decepción, ella apenas había probado algunas cucharadas de caldo. El doctor Antoine algo le dijo cuando fue a revisarla. La anemia y la desnutrición eran muy avanzadas, le costaría ingerir alimento y tendrían que ir poco a poco, sin embargo, él tenía la esperanza de que con una comida copiosa ella volvería a ser la misma de antes.
Recorrían las calles de París, envueltas en bruma; caminaban en la fina línea que separaba la noche del día. El cielo gris plomizo y los edificios que parecían materializarse entre las sombras nocturnas le daban otra presencia a la ciudad, una más movida en contraposición a la fantasmagórica que quedaba atrás, en la penumbra. Pero ambas, tanto la diurna como la nocturna, parecían dispuestas a devorarles.
Samir caminaba al frente, un tanto encorvado. Eugène lo observó abrigarse a sí mismo y sintió compasión por él. Le había dicho que no se encontraba bien, aun así, accedió a acompañarlos. Aceleró el paso, dejó la olla en el suelo y le abrazó los hombros en un intento de darle calor. Samir respingó, trató de separarse, pero él no se lo permitió.
—Muchas gracias por acompañarnos. Antes dijiste que no te encontrabas bien. Luego he de ir a ver a Antoine, igual podemos comprar algo para tu herida.
Eugène le frotó el hombro y lo estrechó con más fuerza.
—Tortolitos, dejen los arrumacos de novios y aceleren el paso. —Las palabras de su hermana lo hicieron sonrojar. Soltó a Samir tragando grueso, y volvió a cargar con la olla—. A este paso no quedará sitio en la plaza para vender el guiso.
Samir carraspeó y lo miró nervioso. Él no pudo hacer otra cosa que esbozar una sonrisa apenada. En ese instante, le provocó darle un coscorrón a la pequeña. ¿Cómo se le ocurría decir algo así?
Al llegar a la fuente de Les Innocents ya muchos vendedores se habían ubicado allí.
—¡Eh, chiquillos! Apártense, este es mi puesto. —Una mujer que arreglaba sus cajas de mercancía los empujó.
Los tres caminaron hasta alejarse un poco más de la plaza.
—¡Aquí nadie nos verá! —se quejó la niña.
—No te preocupes, enana. Venderemos este delicioso guiso en un dos por tres, ¿no es cierto, Samir? —Y volvió a abrazarlo. Al retornar la vista a la niña, ella los miraba con una media sonrisa de suspicacia.
Pasaron toda la mañana gritando a los cuatro vientos, ofreciendo el baekoffie. A Eugène se le ocurrían frases ingeniosas y divertidas que atraían a los transeúntes. Samir le miraba con una sonrisa, tal vez era eso lo que le gustaba más allá del atractivo físico: su amigo siempre se mostraba optimista. Él, en cambio, se retraía. No podía seguirle el paso a sus osados comentarios. Los disfrutaba, sonreía en silencio, maravillado, y servía guiso en los cuencos de peltre que le traían los comensales. Margot, más acostumbrada a su hermano, no se inmutaba y, con una chispa innata, no vacilaba en cobrar.
Cerca del mediodía, la olla ya estaba vacía y sus corazones rebosaban esperanza. La pequeña, feliz, contaba las monedas para luego guardarlas en una caja de metal. Estaba exultante, las mejillas coloreadas por la felicidad.
—¡Caraculos! Esto alcanzará. Mamá pronto se va a recuperar. Ahora sí pueden abrazarse y besarse como lo hicieron por la mañana. —Después se alejó saltando para entregar el último plato a la vendedora de un puesto de verduras.
Samir se ahogó con su saliva cuando la escuchó decir aquella bomba como si nada. Por si fuera poco, lo había gritado en plena calle. Varios ojos los vieron con curiosidad. Solo esperaba que lo hubieran tomado como una broma entre amigos.
Eugène se giró y lo contempló con el pánico pintado en el rostro.
—¿Por eso querías irte esta mañana? ¿Hice algo indebido, Samir?
Él agachó la cara. ¿Qué debía decirle? ¿Qué sí, que lo había besado? Entonces, Eugène se disculparía y le diría que no le diera importancia a lo que hacía en sueños. La poca felicidad que antes experimentara se había esfumado.
—¡Soñabas y te quejabas! Solo fue una pesadilla —exclamó. Eugène parecía avergonzado, los ojos castaños escudriñaban en los suyos buscando la verdad—. No hiciste nada, Eugène —volvió a calmarle—. Te abracé para que te tranquilizaras, nada más.
Samir se forzó a sonreír y aparentar calma. No quería que el momento se estropeara y, menos aún, escuchar una disculpa por parte de Eugène.
—¡Eugène! —Una voz ronca interrumpió su pensamiento—. Jean, mira a quién tenemos aquí.
Suspiró aliviado al ver Antoine y su hijo. La intervención lo libraba de la incómoda situación de que Eugène continuara pidiendo la verdad. ¡Margot los había visto y todavía no podía creerlo!
—¿Qué tal tu herida, granuja? —le preguntó Antoine, apoyándose en el rústico bastón. Y dicho esto, sopló el humo de la pipa en su cara, lo que le arrancó una ridícula tos.
—Bien —contestó—. Ya casi ni me duele. —No era cierto, claro que le dolía, pero tras el comentario de la niña solo faltaba que le volvieran a levantar la camisa sin previo aviso.
—Me alegro. —Luego, el médico se giró hacia Eugène—. ¿Y tu madre?
Eugène resopló.
—Mejor.
—Está muy mal —interrumpió Samir—. Ayer vomitó y apenas prueba bocado.
Antoine puso cara de preocupación y, con comprensión, colocó una mano sobre el hombro de Eugène, como signo de fraternidad.
—No pudiste comprar el polvo de hierro, ¿verdad? ¿Le compraste el hígado? Cuando la vi estaba muy grave, y ya han pasado varias semanas. Cuanto más tarde en tratarse, menos posibilidades tendrá de sobrevivir, ¿entiendes?
Eugène se mordió el labio con ímpetu y, al fijarse, Samir se dio cuenta de que incluso se había hecho una pequeña herida que asomaba bajo sus incisivos. Por lo general, le gustaba esa manía suya, pero ahí comprendió que no era un gesto provocativo, sino de ansiedad. Le pidió a Antoine que les permitiera un momento a solas y tomó del brazo a Eugène con suavidad, hasta apartarlo un poco de los demás.
—¿Qué está diciendo? —susurró—. ¿Cuánto hace que sabes lo de la medicación? Has estado doblando turno en el puerto. ¿Se puede saber en qué te has gastado el dinero?
¿En serio le estaba reprochando algo así? Eugène, a su pesar, había asumido que no podía salvar a su madre. ¿Cómo iba a hacerlo? Ella era bastante joven, sí, pero portaba con ella el rastro de la muerte, una pérdida en pos de una vida mejor que nunca llegó y, por si fuera poco, una hermana que quedaría a su cargo. Los medicamentos eran costosos y él sabía que Margot también los necesitaría, tarde o temprano. Porque ni toda la mugre del mundo podría cubrir la palidez de su rostro, de la misma manera que, toda esa ropa de más que llevaba, tan solo cubría los huesos que despuntaban bajo la piel. Lo ganado en el puerto no alcanzaba para vivir. El casero vendría en cualquier momento, listo para cobrar el alquiler de una vivienda que no se mantenía en pie, y los alimentos... No podrían estar a base de sopa de ajo y cebolla eternamente. Y, a pesar de que el mundo era una batalla perdida, Eugène hacía lo imposible por traer comida a casa, aunque fuera robada. Ese mes había estado doblando turno, aunque casi todo se lo había dado a Samir. En ese momento, tras aquellas palabras, sintió un chasquido en su interior que afloró en forma de furia.
Se zafó del agarre de Samir con brusquedad y le habló desde lo más profundo de las entrañas.
—¡Dímelo tú! ¿En comida? ¿En vivir? En... —No terminó la frase—. ¿Cómo te atreves a insinuar algo así? ¡No he comprado la medicación porque no he podido! ¡No he podido! ¿Cuánto crees que me pagan de más por doblar? ¿Cómo supones que me siento al ver que se muere sin que yo lo pueda evitar?, y no porque esté escrito en el destino, no, sino porque en esta sociedad de mierda, ¡los pobres nos morimos sin más! —Paró a recuperar el aliento y le dio una patada a una piedra que había en el suelo. Esta salió rodando calle abajo—. Samir... ¿Quién eres? Parece como si recién salieras de una burbuja.
El rostro de su amigo se colmó de culpa. Eugène era consciente de que no debería haberle dicho aquello, pero la herida interior estaba abierta, y sangraba. Sus ojos se convirtieron en llamas que lo abrasaban con lágrimas de impotencia y, en esta ocasión, se les sumó el orgullo.
—Lo siento... Eugène... —Samir se arrimó, mas él no lo quería cerca, no en ese momento. Se sentía humillado y herido.
Se quedaron así, mirándose el uno al otro: Eugène, cubriendo con ira la pena; Samir, sintiéndose culpable por ello. Podrían haber pasado horas en aquella situación, como dos gatos: uno, protegiendo su territorio y el otro intentando formar parte de él.
Por suerte, Margot llegó antes y la conversación que la escucharon mantener con el pequeño Jean les desconcertó lo suficiente como para crear una tregua.
—He estado reuniendo piedras enormes. Voy a dejar a todos los guardias con un ojo morado, o dos... —decía el niño.
—¿Sí? ¡Pues yo he afilado una cuchara para sacarles los ojos! Supera eso, idiota —replicaba ella.
Eugène dejó de lado a Samir, corrió hacia la niña y la zarandeó de los hombros.
—¿Se puede saber qué dices, enana? —le reclamó.
—¿No te has enterado, caraculo? La Revolución ha llegado.
—Y bañaremos las calles de París con la sangre de los avaros —canturreó el crío. Levantó el brazo, y añadió—. ¡A las armas!
—¿Queréis bajar la voz? —advirtieron el médico y Eugène, a la vez.
Esa conversación les podría costar la vida. ¿En qué pensaría su hermana para exponerse así?
Los niños obedecieron, no obstante, se miraron con complicidad y la sonrisa que querían ocultar se pronunció en las arruguillas de sus labios y los hoyuelos en tensión. Efectivamente, la Revolución había llegado a sus pequeñas cabezas.
Samir se interpuso entre ambas familias con varias monedas en la mano.
—¿Con esto llegará para comprar la medicación de su madre? —le preguntó a Antoine.
—Para algunas dosis, sí. No muchas, pero veré que puedo hacer. ¿Os las doy mañana en la mansión de Charlotte?
—¿Dónde? —preguntó Samir, entonces.
—Habría que mirarte bien, muchacho. Me preocupa que no hayas recuperado la memoria. —Dicho esto, se dirigió a Eugène—. Los muy malditos han destituido a Necker, creen que pueden silenciarnos. Esta tarde vamos a congregarnos frente al Palais-Royal y, si es necesario, tomaremos las calles de París en cuanto Pierre y Charlotte nos informen mañana de lo sucedido. Nuestra hora ha llegado.
—¿Dónde? ¿De qué está hablando, Eugène?
No era lugar ni tiempo para explicaciones, así que ignoró a Samir y se limitó a afirmar que ahí estarían, al menos él. Tras despedirse, ambos se acercaron a recoger la olla vacía y la caja con el dinero.
Ya no estaba.
No intercambiaron palabra en todo el camino. Eugène cargaba la olla a mala gana y parecía abatido y distante. Samir no sabía cómo acercarse a él. Margot iba por delante, ofuscada. Todo el dinero que habían conseguido en el mercado se había evaporado.
—Eugène... por favor —insistía. Pero no fue hasta que un latigazo de dolor le hizo encogerse y detener el paso, que su amigo volteó.
Fue hacia él y le volvió a pasar el brazo alrededor de la cintura.
—Lo siento —le dijo al oído.
El dolor fue fugaz, a pesar de ello, a Samir le gustó volver a sentirlo cercano, así que exageró un poco y caminó a paso lento y encorvado.
—No debí decir eso.
—Da igual. No estoy enfadado contigo, solo conmigo mismo.
Volvía a morderse el labio, de forma ansiosa y con la mirada perdida. A saber qué cosas estarían pasando por su mente. ¿Cómo podría ayudarle?
—Gracias —le contestó Samir, con los ojos castaños posándose sobre él, suaves y penetrantes—. Has cuidado de mí todo este tiempo... —Sujetó su rostro y descubrió que tenía la piel cálida y suave—. Tengo suerte de tener un amigo como tú.
Eugène suspiró, tiró la olla al suelo y lo abrazó, le pareció escuchar un sollozo amargo. Samir quiso mencionar algo, desahogarse, quizá, pero antes de que pudiera hacerlo, su amigo se separó de él, se mordió el labio, de nuevo, y desvió la mirada a su hermana, que ya había llegado y los observaba furiosa, de brazos cruzados y repiqueteando su pie derecho contra el suelo.
—¡Cómo habéis dejado que nos roben, imbéciles! —les abroncó.
Ambos se miraron sin saber qué decir. Samir sentía que había sido su culpa. Él había tenido el descuido. Bajó la mirada y, entonces, Eugène volvió a susurrarle al oído.
—No te preocupes, Samir. Estas cosas pasan. Otras veces hemos sido nosotros quienes hemos tenido que robar para sobrevivir. Esto es París —explicó. Tras Margot, apareció la figura, también enojada, de Samira—. Vienen a buscarte. ¿Vendrás conmigo mañana?
—Sí —contestó, sin caer en la cuenta de que ni siquiera sabía para qué habían quedado ni quién era aquella tal Charlotte—. Estoy contigo, ahora y siempre.
*** Nota de Autor***
Hola queridos lectores, en El Café del Nogal queremos saber qué les parece la novela.
¿Cuál es su personaje favorito?
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