Capitulo VII: El aroma de la muerte
Eugène se sacudió la cabeza, volviendo al presente como si le arrancaran de un sueño contra su voluntad.
—¡Enana! —exclamó, aún traspuesto—. ¿Qué haces aquí?
—No me escuchas o qué, capullo. ¡Mamá está empeorando! ¿Por qué has tardado tanto? —La voz, en un inicio molesta, se rompió en llanto.
Margot tenía doce años y a esa edad ya había aprendido el coste de la vida y el riesgo que comportaba la enfermedad. Tenía una lengua sucia que rompía la armonía de su rostro inocente, y vestía ropas de niño. «Las calles son peligrosas», decía. Ahora estaba ante él, con la maraña de pelo cenizo enredado bajo la boina, las mejillas mugrientas, pero con los surcos rosados que habían dejado las lágrimas tras sí, y vistiendo una chaqueta llena de agujeros y cubierta de pulgas que le llegaba hasta los tobillos.
Eugène era consciente de que pronto estarían los dos solos. Miró a Samir, quien aún estaba destrozado por el caballo. Se sintió dividido.
—Debo irme. —Ambos volvieron la vista al animal o, mejor dicho, a lo que quedaba de él. Entre todos se lo estaban repartiendo, incluso el perro flaco estaba allí. ¿Cómo iba a dejar a Samir en ese sitio?—. Ven conmigo —añadió. Y, como si él tan solo fuera un títere cuyos hilos pendían de la mano de Eugène, accedió y los acompañó con pasos ausentes.
—¡Daos prisa, imbéciles! ¡Que es para hoy! —gruñó su hermana.
Entonces, fue Samira quien los llamó.
—¿Adónde te lo llevas? ¡Tiene que descansar! —La joven se acercó a ellos. Una ventisca casi le vuela el pañuelo, que llevaba mal colocado por las prisas, pero con sorprendente agilidad se lo volvió a poner bien con un gesto elegante. —Deja que se venga conmigo, yo cuidaré de él —le pidió a Samira.
Ella suspiró y miró a su hermano en profundidad, la pena y el remordimiento se reflejaban en los ojos de la muchacha, enmarcados por líneas de kohl. Se colgó del cuello de Samir, quien continuaba sin reaccionar, y le acarició la mejilla con una ternura inusitada.
—¡Eres un tonto! —le reclamó entre lágrimas—. ¿Cómo fuiste a creerme todo lo que te dije? ¿A marcharte a Les Inocents y dejarnos a la abuela y a mí así? —Samira hundió la cabeza en su pecho, mientras Samir tan solo se quedaba de pie sin reaccionar, sumido en su propio dolor—. ¡Perdóname, perdóname! ¡Gracias al cielo estás bien!
Quizás conmovido por el llanto de su hermana o traspuesto por todo lo que vivía en ese instante, Samir, finalmente la acercó a su cuerpo. Margot, a cierta distancia, los apuraba, inquieta. Entonces, Samira se separó del abrazo y se volvió hacia Eugène. La expresión dulce y compungida que había tenido durante todo ese tiempo, mutó a otra amenazante:
—¡Como le pase algo, juro que te mato!
La joven nazarí tomó de manos de un vecino un gran trozo de carne y se lo puso en las manos a Eugène. Margot, al ver la carne, salivó mientras sus ojos grises se deshacían de emoción.
—¡Vamos! —volvió a apresurarles, todavía con más urgencia.
Eugène se la dio a ella para que la guardara, envuelta en su propia casaca, y fijaron el rumbo a su casa sin estar seguro de si quería llegar. Temía el espectáculo que lo esperaba.
La niña iba por delante, a paso raudo y abrazada al botín. Ellos apenas tenían fuerzas para seguir su ritmo y Samir, en ocasiones, se doblaba sobre sí mismo. Eugène lo tomó de la cintura para ayudarlo a aligerar, quizá el dolor de la herida le estaba atenazando. Su amigo lo rechazó.
—No me toques —susurró, para que Margot no pudiera oírlos.
Unos momentos antes habían permanecido abrazados y Eugène pudo sentir ese vínculo que tenían mucho más intenso que de costumbre. Ahora lo eludía. ¿Seguiría molesto por lo del caballo o estaría asustado por aquel acercamiento extraño? Él mismo juraría haber sentido un beso que flotaba entre ambos como una tentadora amenaza que prometía destruir su amistad, una amistad que siempre había creído inquebrantable y a la que no quería renunciar.
La noche era cerrada y las estrellas estaban ocultas bajo extensas nubes de vapor. Llegaron a un pequeño edificio de paredes ennegrecidas y Margot se perdió escaleras arriba.
—Samir —advirtió Eugène, al cerciorarse de que su amigo pasaba de largo, como si no se diera cuenta de que habían llegado—. Es aquí.
El otro asintió y lo siguió, aún ausente, al interior del edificio.
La humedad era palpable debido a la cercanía del río. El moho y algunas babosas recorrían las paredes. Muchas cucarachas correteaban, otras crepitaban bajo sus pies, y las ratas no se tomaban la molestia de ocultarse ante su presencia.
Observó a su amigo y creyó ver una mueca de asco en él. Luego, ante el umbral de la vivienda, le vio frotarse la frente de aquella manera peculiar que le recordaba tanto a Nicolás.
Eugène le sujetó la mano, con tal de detener el gesto, y lo miró con intensidad. De nuevo, le pareció ver un brillo verdoso que luchaba por refulgir desde la oscuridad de sus iris. Se mordió el labio inferior y entornó los ojos con pena.
—Todo está bien —le dijo. Guardar la calma le estaba resultando ardua tarea.
Lo hizo entrar a la buhardilla, cerró la puerta tras sí y buscó a su madre. La halló descansando en la única habitación, sobre un colchón de paja. Margot permanecía a su lado.
—No sabía dónde estabas, cielo. Me preocupaste mucho. —Apenas pronunció estas palabras, la mujer, un esqueleto viviente, se puso a toser desde el pecho, con un sonido desgarrador que se entrelazaba continuamente.
Eugène corrió a su vera y la ayudó a incorporarse. La pequeña Margot, que bajo aquellas paredes volvía a ser una niña asustada, le trajo un pañuelo que ella tardó en agarrar. Se sujetaba el pecho con una mano y emitía unos potentes pitidos.
—¿Qué le sucede? —preguntó Samir, entonces.
Margot se acercó a él, indignada.
—¿Tú qué crees? —reclamó—. Os dije que estaba mal. Lleva días sin comer y pasando frío en busca de muertos. ¡Tal como está, un resfriado puede matarla! ¡Necesita la puta medicación!
—Enana, llévate a Samir afuera, por favor. —Eugène los contemplaba sin soltar a su madre. Él ya había asumido que pronto la perderían, pero la pequeña no, y su preciado amigo ya había tenido bastantes malas emociones por una noche, sin embargo, su respuesta le sorprendió. Samir no apartaba la vista del lecho donde su madre no dejaba de toser. Con un leve gesto de la cabeza se rehusó a marchar. Margot lo miró y Eugène le indicó que lo dejara, no estaba muy seguro de que su amigo debiera permanecer ahí; no obstante, tampoco quería contradecirle, no después de lo que había pasado.
Eugène sostuvo a su madre, que temblaba y seguía tosiendo de forma agresiva, hasta que pareció calmarse un poco.
—Hijo, ¿qué te ha pasado?
La mujer pasó el pulgar por la mejilla de Eugène y le mostró una mancha de sangre. Falto de ánimos, el joven sonrió a medias.
—He traído carne de caballo, madre. Te vendrá bien para coger fuerzas.
Recolocó el almohadón a su espalda y la cubrió con la manta. Al momento le sobrevino un hedor insoportable, el de la muerte que acecha, pero se centró en ignorarlo.
—Estoy cansada...
—Duerme, te despertaré en un rato para que comas.
Ella obedeció como si esas palabras hubieran sido una especie de embrujo, y cerró los ojos.
Eugène la besó en la frente helada y se giró para ir afuera. Sus ojos se encontraron de frente con los de Samir, que le veía con una expresión difícil de comprender: tristeza, sorpresa, miedo... había tanto que no decía en aquella mirada. Cuando su mano ya reposaba sobre el picaporte, la mujer volvió a hablar:
—Cielo, quiero que os vayáis a Canadá cuanto antes, con tu padre. No me esperéis.
Eugène se quedó paralizado durante unos segundos.
—Estoy en ello, madre —mintió. Luego, salió junto con su amigo.
En el extremo del salón que hacía de cocina, Margot había hervido algo de agua con laurel y tomillo y, ahora, salaba la carne.
—Es mucha —se quejó la niña. Volvió a dar vueltas a la sopa y comprobó unos cortes que había echado directamente sobre el fuego. Todo estaba lleno de humo y apenas podían abrir los ojos—. Y no tenemos más sal. Se nos va a estropear.
—¿Tenemos papas? —Ante la pregunta, su hermana lo miró y asintió.
—Tres.
—¿Cebollas?
—Junto a los ajos, criando en la ventana.
—Podríamos hacer baekoffie e ir a venderlo pasado mañana a Les Halles. —Luego, se acercó a la olla, aspiró profundo y retiró los filetes del fuego—. Aún tardará, yo me encargo. Llévale esto a mamá y ve a dormir.
Samir se había mantenido invisible en una punta del salón. Ver esta pequeña buhardilla que, igual a su casa, solo tenía escasos muebles: algunos cojines, una tabla medio enmohecida sobre viejas cajas del muelle haciendo de mesa y más cajas a modo de silla, seguía pareciéndole extraño, fuera de lugar. Pero ya, poco a poco, se iba acostumbrando. Era como si todo lo viera por primera vez. Eugène lo observaba de vez en cuando mientras cocinaba, pero no decía nada. Quizá pensaba que aún estaba enfadado con él. Lo cierto era que, con quien estaba enfadado, era consigo mismo. Había visto y vivido el hambre de una forma que creía desconocer. Aun así, no alcanzaba a entender la grotesca escena del caballo. Todos sobre el pobre animal, cual viles carroñeros, festejando mientras su vida se escurría entre adoquines y ollas. Aún escuchaba el relinchar desesperado y las risas alegres a la par que aquel ser inocente se deshacía en sufrimiento. No era justo.
—¿Estás mejor? —preguntó Eugène, luego de darle la sopa a su madre. El caldo con la carne del animal sacrificado.
La madre se moría y esa carne tal vez le alargaría unos días la vida. La existencia era eso, muerte de unos para que otros continuaran en esta tierra. Samir suspiró al ver que Eugène le ofrecía con solemnidad un vaso con ese caldo. Pero por mucho que entendiera las razones de su amigo, no podía aceptarlas. Apartó la cara con repugnancia.
—He separado los filetes que cortó Margot. Si quieres...
—¡No! —replicó, conteniendo las náuseas.
—Vale... Tranquilo.
Eugène se sentó a su lado y apoyó la cabeza sobre su hombro. Fue un gesto muy natural, quizá era normal entre ambos.
De pronto, su amigo le tomó del orillo de la camisa. De nuevo.
—Lo había olvidado. Debemos cambiar este vendaje.
Samir se frotó la frente. Descubrirse ante él no era algo que deseara, mucho menos sentir sus manos en su cuerpo. No estaba muy seguro de cómo respondería.
—Estoy bien. No me duele.
—No digas tonterías —le dijo su anfitrión, levantándose—. Debe de haber vendas limpias en algún sitio. Margot siempre se rompe las rodillas por andar saltando de más.
El joven se afanaba buscando entre cajas que hacían las veces de estantes. Desde donde estaba, le ordenó:
—Quítate la camisa. Antoine explicó que debíamos evitar una infección y eso solo lo conseguiremos cambiando el vendaje. —Eugène se volteó. En sus manos traía pedazos de tela no muy sucia y una pequeña palangana con agua. Reticente, Samir se subió la camisa como quien se destina a ir a la horca—. Tiéndete —le dijo después, mirándolo a los ojos, y aunque las palabras no tenían más significado que el dicho, Samir no pudo evitar que el calor cubriera su rostro.
Fue a acostarse en el piso.
—¿Qué haces? —Eugène sonreía y negaba con la cabeza—. Cada vez estás más loco. Allí no, en la cama.
La cama.
Sí, iría a la horca. Moriría. Si no en ese momento, pronto.
Resignado y sin camisa, se tumbó en la cama. Las manos de Eugène, aunque rústicas, se movían con cuidado, desatando el amarre de la venda cubierta de sangre seca en algunas partes y fresca en un extremo. Cuando la piel estuvo libre de toda tela, los dedos se desplazaron apenas rozando. Las yemas, algo callosas, intentaban no hacerle daño. Un estremecimiento lo recorrió y Samir arrugó la frente conteniendo un gemido.
—¿Te duele? —se preocupó Eugène.
Le dolía, pero no exactamente allí. Negó con la cabeza sin perder de vista las manos que ahora mojaban un paño en el agua y que luego frotó contra su piel. El cambio de temperatura le hizo respingar. Ante cada uno de sus gestos, su amigo le miraba y Samir tenía la impresión de que podía escuchar el furioso retumbar de su corazón.
—Hay un pedacito descosido, aunque ya no sangra —le dijo con una sonrisa, dejando el paño en la palangana—. Bien, ya está. Pero mañana quiero que descanses, para asegurarnos de que no se vuelve a abrir.
Eugène comenzó a rodear su torso con el trozo de tela limpia. El roce continuo lo cubría de escalofríos. Al ver el rostro de su amigo, Samir tuvo la impresión de que se sonrojaba, mas no podía mirarlo bien, pues el cabello castaño caía sobre su frente agachada. El improvisado médico carraspeó y se levantó con los utensilios. En ese momento, él soltó el aire que había estado reteniendo y volvió a respirar con soltura.
Permaneció un rato más tumbado en el jergón, mirando hacia el techo de madera remendado. Por las vigas correteaban algunas ratas. Escuchaba el trajinar silencioso de su amigo y cómo revolvía lo que fuera que preparaba en la olla. Lo sentía caminar de aquí para allá y se preguntó qué pensaría. ¿Se sentiría como él?, y, si así era, ¿desde cuándo pasaba? Odió no poder recordar, no acordarse de él. O sí, se acordaba, y el único recuerdo que tenía era el que más lo atormentaba.
—¿Te apetece ayudarme a pelar algunos ajos? —le pidió Eugène.
Se levantó y fue a sentarse en la caja frente al tablón que hacía de mesa. El joven anfitrión lo hizo a su lado y dejó los ajos frente a él.
—Hueles a pescado —se le escapó de los labios, de inmediato se arrepintió. Quizá había sido grosero.
Eugène lo miró sobre el hombro y le dedicó una sonrisa pícara. Luego se estiró sobre él, algo que inquietó aún más su ya turbado estado de ánimo. Cuando recuperó la posición, su amigo jugueteaba con un pequeño recipiente que, por lo visto, había tomado de una repisa que estaba justo detrás de él.
—Pillo las indirectas, capullo. —Se echó un poco y lo volvió a colocar en su sitio.
Fue entonces cuando lo olió, el perfume a lavanda que tan familiar le era y que tanto le atraía. Volvió a hacerse las preguntas que hervían en su mente. ¿Había algo entre ellos? Porque recordaba el hambre de su piel y la sed de los labios. Quizá debería preguntarle.
Sí, iba a hacerlo.
—Eugène —empezó a decir. Y los ojos marrones se posaron sobre los suyos. Sintió las palabras atragantadas, quiso masticarlas y escupirlas poco a poco, pero luego decidió preguntar algo que era más importante—. ¿Qué le pasa a tu madre?
Eugène lo miró perplejo.
Samir dudó. Tal vez había dicho algo indebido otra vez.
Antes de que alguno de los dos pudiera decir algo, Margot salió sin hacer ruido de la habitación donde descansaba la madre. En sus manos traía el plato con el caldo casi intacto. Su hermano desvió la atención hacia ella.
—¿No comió nada?
La muchacha negó, compungida.
—Mamá está enferma desde hace tiempo —dijo de pronto Eugène, dándole respuesta a su pregunta—. El médico explicó que es anemia. —Luego varió el tono a uno alegre—. ¡Pero pronto se recuperará! ¿A que sí, enana? Solo debemos tener paciencia. ¡Ahora a dormir! Samir, tienes que recuperarte. Si te encuentras bien, pasado mañana saldremos al despuntar el alba. Quédate, así, podrás descansar y ayudar a Margot a cocinar mientras estoy en el puerto. Avisaré a Samira de que estás conmigo.
Él asintió y fue a tenderse en el suelo. Eugène enarcó las cejas y exhaló con una sonrisa:
—¿Qué haces? ¿Por qué quieres dormir en el suelo? Venga, a la cama. —Habló, otra vez, con aquella naturalidad que indicaba que la cercanía era habitual entre ellos, sin embargo, debió notar la incomodidad de Samir, porque, en breve, añadió con un ligero carraspeo—: Perdona si te he incomodado, no es la primera vez que dormimos juntos.
La frase sobresaltó su espíritu. No sería la primera vez que dormía con él, pero con este Samir, que no tenía ni idea de quién era en realidad ni de cómo comportarse, sí. Habría deseado abrir la puerta y salir corriendo. Padecer frío afuera hasta que el corazón se le congelara y su mente se aturdiera. Tal vez así hallaría las respuestas a esa vida sin sentido. Pero en lugar de eso, tragó y fue a acostarse en el lecho.
Su amigo se quitó las botas y se tendió a su lado. La cama era pequeña y el espacio entre ambos cuerpos casi inexistente. Samir trató de pegarse a la pared lo más que pudo, no quería rozar, ni por accidente, su cuerpo. Eugène le daba la espalda, pero estaban tan cerca que las notas florales de su aroma invadían su espacio y lo cubrían como una manta limpia.
Y él anhelaba.
Tenía los ojos fijos en su cuerpo tendido de lado, en el lento y reposado respirar. En las hebras de su cabello castaño. Quería tocarlo. Deseaba decirle lo que tenía atorado en el pecho: que no sabía por qué o desde cuándo, pero tenía la impresión de que lo deseaba desde siempre, desde antes de perder la memoria.
Cerró los ojos y trató de serenarse, de respirar lentamente, de encontrar sosiego. Oró mentalmente y, poco a poco, el sueño acudió en su rescate.
11 de julio de 1789
Cuando Samir despertó, Eugène ya no estaba y Margot, que recién regresaba de vender los diarios, correteaba de arriba para abajo como una hormiga. En todo ese tiempo, la madre de Eugène no se movió de la cama y no dijo más que algunas incoherencias que la pequeña fingió entender con optimismo. Comprendió que ambos eran muy parecidos, mostrando sonrisas incluso cuando el mundo se les venía abajo.
Eugène no regresó del puerto hasta pasada la media noche. Para aquel entonces, Samir ya estaba recostado y a punto de caer dormido. Así debió sentirlo su amigo, que se movió en silencio y, tras pasar unos minutos en la habitación en la que su madre y su hermana descansaban, vino a echarse a su lado. Hubiera querido saludarlo, pero sintió sus ojos sobre él. Estaba convencido de que lo estaba observando desde muy cerca y él no se atrevía ni a respirar. Finalmente, sintió el peso de su cabeza sobre la almohada y sus exhalaciones e inspiraciones cada vez más rítmicas. La noche, igual a la anterior, prometía ser larga.
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