Capitulo V: Caminos de miseria


10 de julio de 1789


«Unas veces se pierde y otras se gana». Eugène pensaba en ello mientras cargaba en un carro el pescado que pocos podrían comprar.

Su amigo había logrado robar y guardar entre sus ropas el sello que les había pedido Pierre. ¿Por qué no podía estar feliz? Había dos razones —o más bien, dos personas— que lo eclipsaban todo: Nicolás y Samir. Uno había muerto por su culpa y, aunque trataba de convencerse a sí mismo de que no había sido más que un déspota, otro noble viviendo a merced de los demás, no podía obviar el hecho de que estaba vivo gracias a su voluntad y, aun así, él lo había sentenciado a la muerte, algo que jamás se podría perdonar. Por si fuera poco, también por su culpa, Samir estaba herido con todo lo que ello conllevaba.

A lo lejos podía ver los últimos rayos del atardecer alumbrando zonas lejanas. Junto al río, en cambio, la noche ya había caído y las aguas se habían convertido en un espectáculo de luces de antorchas que danzaban sobre y bajo la superficie del Sena, como si vivieran entre ambos mundos.

El olor a pescado se le había pegado a la piel y el frío lo retenía cual capa de fino barniz. Además, estaba lleno de vísceras, algunas incluso se movían. Quizá no eran tripas. En cualquier caso, su hedor se entrelazaba con el de las calles llenas de desechos humanos y el de personas que se pudrían sobre las aceras. Añoraba trabajar en el palacio Flesselles, estaba más limpio, olía mejor y, no menos importante, no había ni la mitad de ratas. También añoraba las reuniones de Pierre, mas necesitaba ganar dinero para Samir y su familia, por eso dobló turno en el puerto, esperando, doblar la paga con ello. No fue así.

Eugène estaba decepcionado. Apenas dormía y había visto el sol nacer y morir desde aquel puerto varios días seguidos. Entretanto, él cargaba el pescado de arriba abajo, lo destripaba y lo organizaba, como siempre le viera hacer a Samir, todo por un pico más que no alcanzaría a llenar más de dos bocas.

Pensó en llevarse un poco sin que se notara. Esconderse algunos peces muertos entre la ropa sería sencillo, aun bajo la mirada atenta del patrón. Eugène era capaz de hacer sorprendentes trucos de manos y engaños, lo que le había servido para comer en más de una ocasión, no obstante, Samir había dado la cara por él. No iba a exponerlo de nuevo. Esta vez haría las cosas bien. Se lo debía.

En el mismo bolsillo interior del chaleco en el que había depositado las monedas ganadas, tenía guardado el abrecartas que le robó a Nicolás. ¿Cuánto le darían por él? Todavía no había pensado en ello. No fue algo que hiciera por avaricia, más bien fue una travesura, una forma de romper la tensión entre sirviente y señor.

Pero el estómago no entiende de humanidad y principios.

Por mucho que le doliera, al final tendría que venderlo. 

A pesar de que Samir se sentía mejor, todavía no estaba bien. Al menos ya no tiritaba de fiebre, estremeciéndose de frío mientras su piel se quemaba.

Había pasado los últimos días flotando en un estado extraño, entre la inconsciencia y la vigilia, deslumbrado, a veces, por imágenes de una opulencia obscena: bailes de máscaras, sedas y brocados, pelucas empolvadas... ¿Eran recuerdos de un trabajo anterior?

Le inquietaban, sobre todo porque en ellas no estaban las personas que lo cuidaban con tanta devoción: la anciana, su hermana y ese amigo llamado Eugène que le visitaba después del anochecer.

Al finalizar el día, el muchacho llegaba como una exhalación de alegría y entusiasmo, rodaba una silla y se sentaba a su lado a contarle cómo había estado su jornada. Era tan pobre como ellos, en cambio, a diferencia de su familia, Eugène hablaba con optimismo sobre el futuro, lleno de una vida y colores que el resto de ese mundo, plagado de miseria, carecía. A pesar de eso, no podía escapar de la realidad. Le había prometido ayuda económica, pero ¿cómo podría si él mismo no tenía qué comer y debía ayudar a su propia familia?

Giraban, sin parar, en un remolino de infortunio y pobreza.

Samir se llenó de remordimiento cuando se dio cuenta de que su hermana y la anciana compartían el plato una vez al día, todo procurando que él comiera al menos una ración completa.

Su hermana Samira pocas veces se despegaba de su lecho. Cada vez que abría los ojos, ella estaba allí, untando cataplasmas en la herida de su vientre o bajándole la fiebre con trapos humedecidos en agua de lluvia. El kohl de sus ojos casi siempre estaba corrido debido a las lágrimas. Ver la devoción con que le cuidaba y no poder recordarla lo llenaba de desespero.

Esa mañana, Samira había salido por primera vez desde que él despertara. Lo dejó al cuidado de la anciana Sahira. Debía buscar trabajo, dijo. El pan se había acabado al igual que el resto de provisiones. Pero ya casi anochecía y ella aún no volvía.

La maltrecha ventana, finalmente, cedió a la ventisca. El aire impregnado de agua penetró en la casucha y apagó las velas. La anciana, que removía la olla en el fogón, se acercó presurosa. Aunque intentó tapar el hueco con una de las mantas, el viento inclemente lo removió una y otra vez. Ante su incapacidad, abandonó la ventana a los caprichos del clima.

—¿Cuánto más durarán estas lluvias? Arrópate bien, Samir —se quejó con su voz gangosa—. Esta noche, seguro que refrescará.

El muchacho, por un momento, creyó que la ventisca también había derribado la puerta, pues esta se abrió de golpe.

Una figura a contraluz evitó que la lluvia torrencial entrara de lleno en el hogar.

Samir, asustado de que un bandido hubiese entrado, se incorporó en el catre. Su cara se contrajo cuando el dolor de la herida en su vientre despertó. La figura terminó de penetrar el umbral y cerró la puerta tras de sí.

—¿Por qué están a oscuras? —preguntó, mientras se arreglaba el hiyab en la cabeza. Luego se quitó el abrigo, oscuro y remendado, mojado, cubierto de barro en los orillos. Samir exhaló al reconocer la voz de su hermana, quien después se inclinó sobre las velas con un cerillo para encenderlas.

—Se apagaron de golpe —dijo la anciana, intentando, de nuevo, tapar el agujero de la ventana.

—Ma, por favor, yo lo arreglo. —La joven tomó de un rincón un cuadro sin enmarcar. Era el retrato a medio terminar de una mujer con rasgos árabes muy parecidos a los de ella: piel bronceada, con ojos y cabello oscuro.

—¿Qué haces, niña? —protestó la anciana.

—En la ventana servirá de mucho más que en ese rincón —dijo ella enérgica y decidida, claveteando el lienzo en el marco.

Sahira intentó arrebatarle la piedra con que martilleaba.

—Es el cuadro de tu padre, el que le hizo a tu madre antes de que la tisis se los llevara.

Desde donde estaba, Samir vio como la mandíbula de su hermana se apretaba; sus ojos negros, iluminados por la llama temblorosa, refulgieron con rabia.

—¿Y qué? Ninguno de los dos está. Estoy segura de que padre desearía que «su gran obra» sirviera para algo más que para agarrar polvo, olvidada en un rincón.

La anciana abrió sus ojos amarillentos con pánico y luego el dolor los invadió. No pudo hacer otra cosa que negar con la cabeza, incapaz de hacerle frente a la juventud y terquedad de la nieta.

Cuando Samira concluyó su labor, se volvió hacia Samir. Sus ojos negros, enmarcados por kohl, parecían ya no enojados, sino cansados.

—¿Cómo te encuentras?

—Mejor. Creo que ya puedo levantarme —aseveró el joven, haciendo amago de abandonar la cama.

Ella no le dejó. Suavemente, lo detuvo.

—Debes descansar.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó él.

La joven, de inmediato, rehuyó sus ojos y caminó hacia el fogón, donde extendió sus manos en un intento de secarse el cuerpo, mojado por la lluvia de afuera. La anciana se le acercó con un plato humeante recién servido de la olla.

—Aquí hay sopa. Te he guardado un poco.

—¿Has comido? —Samira se mostró preocupada.

—Hasta el hartazgo —le respondió la abuela con una sonrisa—. ¿Qué hay de nuevo en las calles de París?

—Nada nuevo, en verdad. Otra panadería saqueada en Ilè de la citè. —Una cucharada interrumpió el relato de la joven. Llevaba varias en las cuales, por más que se esforzaba, Samir no lograba ver la verdura—. La gente está cada vez más desesperada por el aumento del pan, ¡es que es imposible comprarlo! ¡Oh! ¡Y hay revuelo en Versalles! Los «incroyables et merveilleuses» no se ponen de acuerdo, seguro que subirán los impuestos. En la calle dicen que «a partir de ahora, Francia va a cambiar».

—¿Has encontrado trabajo? —volvió a preguntar Samir.

La joven abanicó la sopa con la mano, en un intento de enfriarla, antes de responder.

—Yo no veo cómo. Lo único que sé es que en Saint Lazare, de seguro, esconden el trigo. Deben querer subirle el precio al pan. —Otra vez, no le contestó—. Me he enterado, también, que Amelié de nuevo está en cinta.

—¡No puede ser! ¿Cuántos niños tiene ya? —exclamó Sahira.

—¿Contando los que se le han muerto o solo los vivos?

El joven escuchaba aquella conversación trivial con la absoluta convicción de que, deliberadamente, su hermana evitaba responderle y la anciana la alcahueteaba.

—¿Has conseguido trabajo, Samira? —volvió a insistir.

—Los curas repartirán sopa mañana en las afueras de la catedral de Notre Dame. Me levantaré temprano, a ver si así logro conseguir algo. La última vez, solo golpes y patadas fue lo que obtuve, los hombres se llevaron todo.

Su hermana continuaba ignorándolo. Sin poder aguantarse más, Samir se levantó. Apretó los dientes cuando el dolor le atravesó desde el estómago a la espalda, pero no se quejó. Caminó sin tambalearse hasta pararse frente a ella.

—¡He hecho una pregunta!

—Hijo, ¿qué haces? —Las manos apergaminadas de Sahira intentaron arrastrarlo de nuevo al lecho. Con delicadeza, él se sacudió.

—¡Quiero saber! ¡No hay nada de comer! —El joven sujetó a su hermana del brazo y la sacudió para que le mirara a la cara—. ¿Cómo esperan que pueda seguir acostado mientras las veo tomar caldo de col hervido?

—¿Quieres saber? —dijo ella, poniéndose en pie—. ¡Pues no he encontrado trabajo! Regresé con Madame Bernard y me dijo que mi puesto se lo dio a otra.

Madame Bernard no puede ser la única vendedora de muñecas de París. ¿Fuiste a otras tiendas?

La joven se rio con sorna, zafándose del agarre de su hermano.

—¡Me he dejado los zapatos en ello! —Samira señaló la piel de su brazo antes de volver a hablar—. ¡Mestiza! Nadie tiene trabajo que ofrecer a alguien como yo. No hay plazas.

—¡No puede ser! ¡No has buscado bien!

—¿Ah, no? ¿Y por qué no sales tú y buscas? Después de todo estamos en esta situación por tu estúpida obsesión con ese Eugène. ¿Cuántas veces te dije que no lo siguieras? —Samira había empezado a llorar con rabia—. Lo que él persigue no es más que un sueño. ¡Creyendo en tonterías! ¡Ya ves! Por estar cuidándote he perdido mi empleo y ahora no hay qué comer.

—¡Niña, por favor! —trató de mediar, la anciana.

—¡Por favor nada, ma! Ya va siendo hora de que abra los ojos a la realidad. ¿Quieres saber cuál es el único empleo que encontré, Samir? Nadie quiere muñecas ni vestidos, pero siempre hay quien pague por la carne... aunque sea mestiza.

Los ojos de Samir se abrieron hasta puntos inconmensurables ante lo que insinuaba su hermana. ¡No podía ser! Su cabeza empezó a girar. Se llevó las manos a la frente y la masajeó. Imaginarla siendo mancillada lo enfureció. ¿Cómo pudo venderse de esa manera? Tomar el camino fácil por unas cuantas monedas.

—¿Qué has hecho? —preguntó él con la voz quebrada por la furia—. ¿Cómo has podido hacer algo así? ¡No eres más que una vil ramera!

La joven levantó el rostro enrojecido. Sus ojos, furiosos, eran brasas capaces de desatar incendios.

—¿Qué cómo he podido hacer algo así? ¡Y me llamas ramera! ¿Crees que es fácil dejar que esos hombres asquerosos toquen tu piel? ¿Te parece que se puede disfrutar cuando unas manos que no deseas sobre tu cuerpo te toman a la fuerza? ¡No sabes nada, Samir, más que de promesas vacías! ¡He hecho lo necesario! —le gritó—. ¿Por qué no vas y te vendes tú en lugar de soñar con igualdad, libertad y no sé qué otras patrañas junto a tu querido amigo? Te aseguro que en los alrededores de Les Innocents conseguirás quien compre por ti, siempre hay sodomitas dispuestos a llevarse a alguien «exótico».

La joven metió la mano en los pliegues de su falda y sacó tres monedas que arrojó sobre la mesa. No logró seguir en pie, se sentó en la silla y se cubrió el rostro. Sus hombros se estremecían por culpa del llanto.

Samir no pudo seguir escuchándola. No sabía qué era peor, si saberla mancillada o sus reproches. La furia dio paso a la culpa y al remordimiento. Se preguntó qué clase de persona era él.

¿Quién era él?

Aunque no tuviera memoria, no podía ser que fuera alguien tan pusilánime. No permitiría que su hermana se vendiera una vez más, ni que su abuela, de nuevo, se acostara sin comer. Si era necesario, sería él quien se prostituyera en la podredumbre que rodeaba al antiguo cementerio de París.

Sin mirar a ninguna de las dos ni atender las súplicas de la anciana, Samir salió de la casucha.

Iba sin rumbo, sin atender a dónde le guiaban sus pasos. Todo en cuanto podía pensar era en las dos mujeres que dejaba atrás, ya no le importaba que estuvieran sucias. Ni siquiera el no poder recordarlas evitaba que su corazón se estremeciera bajo el peso de la tragedia que significaba su pobreza.

Caminaba tan rápido que la herida en su vientre tiró de los extremos que la mantenían cerrada, ocasionándole un espasmo de dolor, pero él no se detuvo. Anduvo callejuelas malolientes, atravesadas por riachuelos de aguas pútridas, en donde, igual que su casa, todas parecían a punto de derrumbarse. Sin saber cómo, salió a otra mucho más grande. Allí, el viento cargado de llovizna le azotó el cabello. Samir se abrazó a sí mismo. Antes de salir no tomó el abrigo ni la boina y empezaba a lamentarlo.

Se paró en medio de una calle que le parecía tan extraña como todos los hechos recientes de su vida. Miró hacia el frente y vio, en la lejanía, las encumbradas torres de Notre Dame, elevándose ante un dios que parecía ajeno a su sufrimiento. Debía estar en la rue de Franciade, cerca de Les Innocents. Giró y caminó más allá, hasta encontrarse con los puestos del mercado, aquellos últimos que todavía permanecían abiertos.

Se acercó a cada uno y se ofreció en lo que pudiera ser útil: cargar cajas, limpiar..., pero invariablemente todos se negaron a emplearlo. A medida que avanzaba sentía con más intensidad la humedad metérsele en los huesos. Miró a ambos lados y no encontró nada más que adoquines cubiertos de desperdicios del mercado que cerraba las puertas. Sus pasos le llevaron al sitio en el que antes se había erigido la iglesia de Les Innocents.

Los ojos negros de Samir se posaron en las mujeres paradas en la calle. Imaginó a su hermana, igual a aquellas, y la rabia que antes sintió se convirtió en compasión. ¿Cuán desesperadas debían estar para hacer lo que hacían? ¿Para estar paradas allí, envueltas en los gélidos brazos de ese frío verano?

Suspiró desalentado por el lóbrego porvenir que se cernía frente a él. Antes de irse, notó sobre sí una pesada mirada. Se giró y en uno de los callejones vio a un hombre recostado contra la pared de ladrillos.

Desde donde estaba no podía detallarle bien, solo el abrigo oscuro, la gorra y la pesada mirada que le dirigía. Samir volvió a abrazarse a sí mismo y caminó un poco más por los alrededores. Cuando iba a cruzar la rue de Franciade para regresar a su casa, el hombre del abrigo caminó en su dirección para abordarlo.

—¡Eh, pequeño! —le dijo.

Samir fijó en él la mirada solo por un momento, luego, le dio la espalda para echar andar hacia el otro lado.

—¡Chiquillo, no te asustes! ¡No voy a hacerte daño! —El hombre lo seguía a pocos pies de distancia—. ¡Estás empapado! Ven, te presto mi abrigo. Apuesto a que también tienes hambre. Te he observado, nadie ha querido emplearte. —Samir apuraba el paso, receloso, pero no podía evitar escucharlo—. Puede que tenga un trabajo para ti.

Esas palabras fueron como magia. De inmediato, se detuvo. Exhaló y el hálito de su boca revoloteó frente a él. El hombre del abrigo se le puso en frente y, tal vez por el clima húmedo o la expectativa de qué sería lo que le ofrecería, Samir comenzó a tiritar.

—¡Pobrecillo! —se compadeció el hombre, acercando a su rostro una mano enguantada hasta los nudillos—. Mírate: tus labios están azules; tu ropa, empapada; tus zapatos, gastados. ¿Tienes hambre, pequeño?

La voz era suave, casi un susurro dulce, y sus ojos, compasivos, parecían tener promesas que ofrecer. Samir no pudo evitar afirmar.

—¿Qué edad tienes? Te ves tan joven. —Los dedos fríos le acariciaron la mejilla y delinearon el contorno de su boca—. Tan bonito. Ya puedo imaginarte. —El hombre se había acercado mucho más, tanto que su aliento caliente le sopló el rostro. Luego, del interior de su abrigo, sacó un monedero y lo agitó frente a él. El rechinar metálico le indicó al muchacho que estaba lleno—. Verás, tengo cierta afición que a mis amigos y a mí nos cuesta satisfacer.

Samir tragó grueso. A su mente acudieron las palabras de su hermana: «Te aseguro que en los alrededores de Les Innocents, conseguirás quien compre por ti. Siempre hay sodomitas dispuestos a llevarse a alguien "exótico"».

Dio un paso atrás en un intento por huir de aquel extraño, pero su espalda chocó contra algo. Al volverse, se dio cuenta de que dos hombres más estaban tras él. Asustado, giró la cabeza a su alrededor. Los tres desconocidos lo rodearon.

Lo miraban como lobos hambrientos.

En ese momento, más que nunca, Samir se lamentó del turbio futuro que vislumbraba ante sí.

*** Nota de Autor***

Los incroyables (increíbles) y sus contrapartes femeninas, las merveilleuses (maravillosas, equivalente a «divas fabulosas» en este contexto), eran miembros de una subcultura de moda aristocrática en el París de la época cercana a la revolución francesa.

Cuando Samira hace alusión a que el en Saint Lazare esconden el trigo, se refiere al convento Saint Lazare, donde, en efecto, se almacenaba trigo. Cercano al día de la toma de la Bastilla se creó un rumor de que en ese convento lo tenían escondido para matar al pueblo de hambre, ya que el pan era el principal alimento de los parisinos en aquella época.

En vista de la escasez de pan y las condiciones de extrema pobreza muchas iglesias se dedicaron a realizar jornadas para entregar sopa a los pobres.

Esperamos que les este gustando la historia y nos lo hagan saber con sus comentarios

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