Capitulo IX: Mansiones y barricadas (II/II)

13 de julio de 1789


Se había hecho silencio en el salón y los criados ya se retiraban. Samir contempló, por primera vez, a todos los asistentes. Nobles y burgueses se repartían las sillas mientras que aquellos pertenecientes a clases más bajas, como él, Eugène o cualquier otro sans culotte —quienes conformaban la mayoría— permanecían sentados en el suelo. También le llamó la atención la cantidad de niños y se preguntó si Margot estaría entre ellos.

En esta ocasión, Pierre llevó la voz cantante. Estaba indignado: Luis XVI se burlaba del Tercer Estado y de la Asamblea Nacional. Había destituido a Necker y con ello echaba por tierra la esperanza de sanear las finanzas del reino. El orador anunciaba la necesidad de hacerse con armas, decía algo que Samir ponía en duda: el rey contrataba mercenarios suizos y alemanes, pensaba arrasar París y, según Pierre, la única manera de hacer frente era tomar las armas. Su prima Charlotte, a su lado, tomaba notas de forma incesante. Le pareció ver disgusto en ella, incluso cierto rencor. El ambiente era tenso a la par que emocionante. Lo que estaba sucediendo ahí, en esos momentos, también lo hacía en otras tantas casas de burguesas como Charlotte, que habían cedido sus hogares para difundir y organizar el evento. De hecho, en el Palais-Royal, muchos se congregaban. Según rumoreaban, había más de diez mil personas en los alrededores.

—A partir de ahora, Francia va a cambiar —concluyó Pierre, al finalizar la parte técnica—. Los derechos de los hombres serán una realidad.

—Y los de las mujeres, querido —añadió Charlotte.

Hubo algunas risas entre los asistentes que se vieron interrumpidas por gritos de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Después, una canción surgió de las gargantas con la promesa de una nueva era.

La anfitriona se dirigió al exterior y Eugène abandonó su puesto para ir tras ella. Samir dudó unos instantes, aún estaba traspuesto por la conversación con su amigo, aquella que no les había llevado a nada. Por otra parte, el discurso se le hacía familiar y, a pesar de que Pierre continuaba sin gustarle, las palabras que dijera tenían cierta razón. Quería seguir escuchando, pero se puso en pie y salió tras su amigo.

Se encontraron a la anfitriona acodada en la balaustrada, con la mirada fija al jardín y algo desenfocada.

—¿Qué te sucede? —le preguntó Eugène.

Ella retiró un pañuelo de su manga y se secó unas lágrimas invisibles.

—No nos dejan ir a la calle. Tengo derecho a estar en el Palais-Royal con el resto.

No entendía a qué se refería, iban a ir todos, eso había dicho Pierre.

—¿A quiénes no dejan ir?

—A nosotras. Dicen que las barricadas no son lugar para damas. Tampoco quieren dejarnos participar en la Asamblea. Quieren dejarnos fuera. Pero no lo permitiremos, crearemos nuestros propios clubes. Esta revolución también es nuestra.

Entonces entendió. Cuando saliera el sol, quienes lucharían serían ellos. Claramente, estaba decepcionada, algo que Samir podía entender, pues daba por seguro que, siendo mestizo, él tampoco entraría en esa «declaración de derechos» de la que tanto se hablaba.

—Has ayudado mucho, todas las mujeres lo han hecho —volvió a hablar su amigo, queriendo quitar hierro al asunto—. Pero no es necesario que arriesgues tu vida.

Ella volteó hacia él, indignada. Y Samir también, que le dio un codazo cariñoso para indicarle que había hablado más de la cuenta.

—¿En serio? ¿He ayudado? ¿Hemos ayudado? No se trata de ayudar, se trata de que esta guerra no es vuestra, es de todos. ¿Libertad? ¿Igualdad? ¿Crees que tenemos eso? Hemos cedido nuestros hogares y hemos propulsado la voz, no por vosotros, no por ayudaros, sino porque esto también nos atañe, y tengo tanto derecho a luchar como cualquier otro. Esta revolución, sin nosotras, no tendría el mismo impacto.

Ahora, las lágrimas de impotencia sí eran visibles. Eugène se disculpó por su estupidez e hizo amago de abrazarla, aunque ella se apartó y miró a los lados.

—No es apropiado —le explicó Samir.

Charlotte suspiró con aceptación.

—Nos van a dejar fuera —añadió luego, en un sollozo.

—Es posible. —Samir se perdió un segundo en sus propios pensamientos. ¿Era indicado lo que iba a decir?—. Pero estoy convencido de que, en sus escritos, Rousseau os incluía. «Toda persona es buena por naturaleza», por tanto, todas las personas tienen la capacidad de hacer un mundo mejor.

—Rousseau lo que quería era que nos centráramos en educar a nuestros hijos. Para él, esa era nuestra finalidad y la razón por la que debíamos estudiar. ¿Has oído hablar de Émilie du Châtelet? Todas las mujeres tendríamos que tener derecho a ser cómo ella, pero no, solo vosotros podéis ir a la Universidad. —Luego bajó la mirada y se disculpó—. Lo siento. Sé que vosotros tampoco habéis tenido ese privilegio. En cualquier caso, cielo, te aseguro que Rousseau no estaría de acuerdo con nada de esto: los jacobinos estamos muy divididos. Hay un interés común, sí, pero ese interés se solapa con los propios. Tendrías que haber visto a Robespierre hace apenas un par de días. Tiene fuerza, la gente le sigue ciegamente, pero no es el mismo que hace unos meses. Ahora hay rabia en su mirar. El discurso de bañar la plaza de la Concordia con la sangre de los avaros cada vez está más presente en él. Y, ¿quiénes serán los sacrificados? El cambio es necesario, Samir, hay que luchar, pero te mentiría si no te dijera que siento cierto temor.

Las palabras de Charlotte tenían sentido. El cambio siempre asustaba, aunque él lo deseaba de alguna forma extraña, tal vez en una nueva patria lo que sentía por Eugène podría ser aceptado. Lo miró y este parecía intentar comprender las palabras de la dama. Se le acercó un poco, buscando un roce intencionado pero discreto, antes de continuar con la conversación.

—Pero Robespierre está en contra de la pena de muerte.

—Así es, pero ¿hasta cuándo? —aclaró ella.

Entonces, un hombre muy elegante con una hermosa mujer de rizos pelirrojos sujeta a su brazo se les aproximó, como si recién acabara de llegar.

—¿Qué haces con ellos? —preguntó el hombre—. ¿Han terminado la reunión?

—Casi —contestó ella—. Samir, Eugène, os presento a mi marido Paul y a su amante Madeleine.

Ambos amigos intercambiaron una mirada confusa. ¿Estaba casada? Y, peor aún, ¿el susodicho se presentaba con su amante y a ella no le importaba? La buena relación de ambas mujeres se hizo presente cuando se tomaron de la mano, se apartaron unos pasos y tuvieron una conversación entre susurros.

—Nos están dejando fuera, Madeleine —decía la burguesa—. No es justo.

—No lo consentiremos, cariño —contestaba la hermosa pelirroja.

Luego, Paul y ella volvieron a tomarse del brazo y entraron en la mansión por la puerta gemela a la de Charlotte.

—No nos miréis así —se defendió ella, al captar la desaprobación de ambos muchachos, y les dedicó una sonrisa sincera—. Un matrimonio concertado no debe robarnos la libertad, ¿no? Y vosotros pronto la tendréis también. Tendréis derecho a estar juntos. Algo bueno saldrá de esto.

Ambos compañeros se quedaron atónitos, sin saber qué decir. Fue Eugène quien rompió el silencio.

—Te confundes —exclamó—. Solo somos amigos, Samir es como un hermano para mí.

Era más de lo que podía soportar. Eugène mentía. Él había visto el mismo deseo en sus ojos. ¿Por qué se empeñaba en negarlo una y otra vez cuando era él quien buscaba acercamientos continuos? Necesitaba salir de ahí, alejarse de su amigo y poner en orden sus ideas.

—Vuelvo adentro —se justificó, y se fue con pasos ligeros.

Eugène quiso seguirle, mas Charlotte lo agarró del brazo.

—Siento haber dicho algo inoportuno, Eugène —se disculpó—. Me pareció evidente. Él no te ve como un hermano, ni tú a él. Algo entre ustedes ha cambiado y él está...

—¿Diferente? —se aventuró a completar Eugène. Charlotte asintió.

El joven suspiró abatido. Seguía con las dudas en su mente, como un remolino que lo alejaba y lo empujaba contra sus propias ideas. Necesitaba respuestas.

—Samir no es el mismo desde que despertó. Ha cambiado mucho... —Tenía la necesidad de explicarse y por muy extraño que pareciera decidió abrirse con ella—. Y yo ya no sé lo que siento por él.

—Me he dado cuenta de ello —le contestó Charlotte, empática—, pero te mira con el mismo amor de antes, o similar. Creo que deberían hablarlo, aclarar las cosas. No siempre somos los mismos, Eugène. Para bien o para mal, todos cambiamos.

Tras decir eso, lo dejó a solas.

Eugène volvió a pensar en el Samir de antes, y en el nuevo. Añoraba tanto a su hermano... A la vez, se sentía tan atraído por su nuevo amigo. ¿Por qué no podía compaginar ambas imágenes en su mente? ¿Por qué se le hacía tan difícil dejar atrás al amigo y aceptar esta nueva versión y los sentimientos que por ella tenía? No se entendía a sí mismo.

Suspiró y pensó, también, en Nicolás, aquel noble al que amó en secreto. Recordó aquella relación extraña de tira y encoge, el beso, y cómo huyó de sus sentimientos. Durante días se cuestionó por ello. Lo sedujo para salir corriendo después. ¿Qué hubiera sucedido si se hubiera entregado a lo que ambos sentían? O, si tal como prometió, hubiera vuelto para devolverle el abrecartas... Nunca lo hizo. Le dio la espalda a sus sentimientos y, ahora, Nicolás estaba muerto. Sin embargo, de alguna forma, volvía a verlo en Samir. Algo unía a Nicolás y a Samir, y eso a Eugène lo estaba enloqueciendo. ¿Volvería a huir? Necesitaba aclararse, hablar con él y definir lo que sentía. Fue en su búsqueda hasta el salón.

Sin embargo, apenas entró, se encontró con Margot, con sus ropas de niño y el rostro encendido por el espíritu revolucionario.

—¿Qué haces aquí, enana? —la increpó.

—Lo mismo que tú, caraculo. Digas lo que digas, no me puedes obligar a quedarme a un lado.

Eugène entendía que quisiera participar, pero otras cosas apremiaban.

—¿Y quién cuidará de mamá?

—Hazlo tú. Yo he quedado con Jean y los demás.

—Margot, te prohíbo que vayas. Mamá necesita que estés con ella, ¿y si te pasara algo? ¿Y si le pasara algo a ella? Además, habrá más ocasiones, estoy seguro.

—¡No me lo puedes prohibir! ¡Y mamá no se va a morir por estar sola un día!

—¿Podrías jurarlo?

La niña se entristeció, pero con la misma rapidez con que languideció, recompuso su expresión en una más decidida.

—Tienes razón. Te daré todos los guijarros que recogí en la plaza. Debes apuntar directo a la cabeza, ¿de acuerdo?

Eugène rio en voz baja, asintió, le quitó la boina y le revolvió el cabello. Luego, mirando al interior de la sala, le preguntó:

—¿Has visto a Samir?

—Está por allá. —La niña señaló el centro de la reunión—. Escuchándolos hablar. —Luego, de manera confidencial, añadió:— Parece que entiende lo que dicen.

Eugène sonrió, hasta ella lo notaba. Caminó y se detuvo al lado de su amigo. Este le dedicó una pequeña sonrisa, después señaló al frente, al hombre que hablaba, y le dijo en voz baja:

—Esto es importante, Eugène. Realmente merecemos algo mejor. Tu madre, Samira, mi abuela, tu hermana, tú y yo: todos somos iguales ante el creador. No hay diferencias.

Eugène le miró sorprendido. Era la primera vez que Samir se mostraba de acuerdo con la revolución y, además, religioso. Suspiró con fuerza, resignado. Asintió, incapaz de entender nada, y decidió no darle más vueltas al asunto, simplemente, dejarse llevar.


*** Nota de Autoras***

Durante toda la revolución francesa las mujeres fueron un importante motor, y aunque algunas mentes de la época, incluido el filósofo Jean-Jacques Rousseau, pensaban que las mujeres debían tener derecho a una educación, esta debería centrarse en cuidar y educar a los niños ya que las mujeres se diferenciaban de los hombres en sus "derechos naturales".

Sin embargo, a medida que la revolución se extendió por Francia, trayendo ideales de igualdad y fraternidad, las mujeres encontraron formas de participar en todos los aspectos.

Hubo quienes vieron la oportunidad de promover los derechos de las mujeres junto con los de los hombres franceses, como la activista y escritora Olympe de Gouges.

En 1791, de Gourges declaró que "la mujer nace libre y vive en igualdad de derechos con el hombre". Murió decapitada.

Había mujeres, como Marie-Jeanne Roland y Germaine de Staël, conocidas como sallonières, que organizaban salones donde se fomentaban las ideas revolucionarias y se negociaba el poder político.

Y, por supuesto, hubo mujeres que tomaron las armas.

En octubre de 1789, cuando la escasez de harina y el hambre en París generaban un descontento que se convertiría en ira, las mujeres estaban en el centro de la vorágine. 

Por otro lado, cabe resaltar un aspecto muy poco conocido de la Revolución Francesa y que atañe al colectivo LGBT: para aquel entonces, la homosexualidad se condenaba a muerte, aunque era más habitual la prisión. No obstante, la ilustración consideraba la homosexualidad como un "delito imaginario", así como los de paganismo o brujería. Con la llegada de la Revolución dejó de condenarse, aunque no se retiró oficialmente del código penal hasta 1791. 

***Esperamos que les esté gustando la novela y estos apartados de historia no sean muy aburridos. Hágannos saber qué les parece en los comentarios.

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