Capitulo IX: Mansiones y barricadas (I/II)
La mansión palaciega que tenían ante ellos era una de las más características del barrio de Saint Germain. Su naciente modernidad resaltaba contra el estilo sobrecargado de aquellas que se erigían a su alrededor. La fachada, en tonos pastel, combinaba hermosos ventanales con columnas corintias, y unas escaleras de piedra enmarcadas por balaustres, con motivos florales esculpidos en ellas, les daba la bienvenida.
—¿Es aquí? —preguntó Samir, a su lado.
Eugène lo observó, meditabundo, antes de contestar. Le costaba comprender su repentina amnesia y los cambios que se estaban produciendo en él. Siempre habían tenido una amistad íntima, fraternal. Ahora, aquel muchacho de piel ceniza y ojos azabache —pero con un nuevo brillo verdoso— no parecía el mismo. Y, sin embargo, más que nunca, necesitaba su contacto. Por eso, casi no se dio ni cuenta cuando su propio brazo, autómata, rodeó la cintura de su amigo, ni cuando sus labios volvieron a buscar aquel oído que, había descubierto, se erizaba bajo su aliento.
—Aquí es, Samir. Hoy te sentirás como un rey.
Inesperadamente, Samir giró la cabeza hacia él y sus narices se rozaron. Se miraron un segundo y casi suspiraron al unísono.
—No lo dudo —contestó.
El embrujo era palpable. De haber estado en otro lugar o en otro tiempo, probablemente hubiese sucumbido. Obligó a su mente a alejarse, también a su cuerpo.
—Nos esperan.
¿Qué le sucedía? Se sacudió a sí mismo. A su cabeza acudieron, de nuevo, las palabras dañinas y el recuerdo de su madre agónica. Avanzó hacia la entrada y Samir siguió sus pasos.
—Espera, Eugène —le pidió su compañero, antes de que llegara a traspasar el umbral. Tengo que preguntarte algo.
Se giró hacia él con una sonrisa tallada en el miedo. Le preocupaba saber qué quería decirle; qué necesitaba que él, Eugène, le dijera; porque si aquella duda era la misma que él retenía, ¿cómo iba a darle una respuesta oportuna? Por suerte, Antoine y su hijo llegaron en ese momento, uno con la medicación de su madre en la mano y el otro con la pipa encendida en la boca.
—Aquí tienes, para tu madre, joven.
Para Samir, entrar en aquella mansión fue como romper una barrera, penetrar otro mundo que, por raro que fuera, le pareció mil veces más familiar que todo cuánto había vivido en las últimas semanas.
No había recibidor, tan solo un gran salón con lujosas cortinas abiertas a través de las cuales se podía contemplar cómo la luz crepuscular accedía a través de los ventanales, mientras los haces acariciaban las grandes alfombras de diseños florales. Suelos de alta calidad y frescos estivales pintados en el techo, de donde nacían hermosas lámparas portavelas de forja, decoradas por cientos de pequeños cristales que arrojaban luces coloridas por todo el salón. Los muebles, a pesar de ser lujosos, tenían esa simpleza del nuevo estilo. Las molduras doradas trabajadas con esmero eran mucho más sencillas, pero no por ello menos hermosas, que el sobrecargado rococó que tanto le gustaba a la rancia nobleza de París.
Se maravilló al ver el moderno pianoforte. Fabricado en ébano, mostraba las sacrílegas marcas de unas posaderas que alguno de los cuantiosos invitados que llenaban la sala debió dejar al sentarse sobre la tapa. A Samir le disgustó mucho saber que alguien se había apoyado de una forma tan vulgar en él. Pero ¿qué estaba diciendo? Aquel lugar le resultaba familiar, y no lograba entender el por qué. ¿Cómo, de repente, reconocía el decorado, los estilos, los materiales? Tendría que preguntarle a Eugène si acaso él había trabajado en una casa tan lujosa como aquella alguna vez.
—Bienvenido, Eugène —escuchó nombrar a una voz femenina. Se dio la vuelta al tiempo de ver cómo una joven y distinguida mujer estiraba los brazos alrededor del cuello de su amigo—. Estaba preocupada por ti. Aquel día, cuando te dije que él había fallecido, saliste corriendo.
¿Quién había muerto? Eugène había perdido a alguien querido, pero ¿a quién? ¿Cuándo?
—Necesitaba ver a Samir. Asegurarme de que él sí seguía vivo —le contestaba su amigo.
Samir recordó el día en que fue a verlo, al poco de despertar. La preocupación oculta que portaban sus ojos castaños y las lágrimas cuyo paso aún se veía reflejado en las mejillas. También su pesadilla... Pero la única muerte de la que le habló fue la del aristócrata para el cual trabajaba y esa no podía ser tan importante para él, un revolucionario.
—Estoy bien, los dos lo estamos.
Entonces, Eugène se inclinó y la besó en la mejilla, demasiado cerca del cuello. Verle tan cercano a ella estaba haciendo que algo se moviera dentro de él, algo posesivo, fuerte y peligroso, como bien podrían ser los celos.
—Gracias por la invitación. —Los interrumpió Samir con descaro, hizo una reverencia y puso la mano ante el rostro de la muchacha, esperando. Esta miró con cierta desconfianza, primero alrededor y luego a él. Finalmente, se la estrechó.
Samir no tardó en entender qué era lo que le causaba tal incomodidad a la anfitriona. Él era un mestizo. Pudiera ser que, por unos días, esa burguesa hubiera abierto las puertas de su hogar a una clase social que estaba lejos de sí, pero que la vieran hablando con un mestizo debía resultar aún más incómodo.
—Me alegro de que esté usted bien. Nos dio un buen susto.
—Siento haberos preocupado, mi señora —contestó él, con otra sutil reverencia. Luego, giró sobre sí mismo mostrando el opulento salón—. Es maravilloso. Tenéis un gusto exquisito.
Charlotte carraspeó, extrañada, y con las mejillas sonrojadas apenas articuló un «gracias». Al momento, una decena de sirvientes pasó con lustrosas bandejas entre las manos. De ellas venía un aroma particular, familiar, un aroma que le encandilaba. Uno de esos sirvientes se colocó junto a ellos y la burguesa retiró dos pequeñas piezas de color pardo.
—Recién llegado del Nuevo Mundo. ¿Queréis probarlo?
La mirada de Eugène y la suya se cruzaron. Su amigo parecía fuera de lugar, perdido en unos pensamientos que, claramente, se posaban sobre él. Lo miraba como si no lo conociera. Samir tomó las delicadas tazas de porcelana de Savrês entre los dedos, con elegancia, y le dio una a su amigo, quien se la llevó, poco a poco, a la boca.
—Está... —empezó a decir— delicioso... —Y a pesar de sus palabras, su rostro denotaba asco—. ¿Hay vino?
Samir y Charlotte intercambiaron una mirada cómplice y una sonrisa burlona. ¿A quién quería engañar? Luego, él mismo se llevó aquello a los labios. El aroma exótico y su calor ya le habían atraído. Cuando lo introdujo en el paladar, la pieza se deshizo y le arrojó un sabor dulce y amargo, como si el paraíso pudiera comprimirse y ser devorado. Fue como saborear un orgasmo.
Y por raro que fuera, sabía que no era la primera vez que lo probaba.
—Chocolate... —murmuró.
Entonces, quienes se miraron fueron Eugène y Charlotte, ambos con las cejas enarcadas en una mueca de sorpresa.
—¿Ya lo habías probado? —le interrogó Eugène.
Samir se encogió de hombros.
—Sí, aunque no recuerdo cuándo. —Antes de terminar de hablar, vio un cuadro al fondo del salón que llamó su atención. Era una representación clásica de Julio César, antes de cruzar el río Rubicón. No sabía por qué tenía ese conocimiento, ni por qué le llamaba tanto la inscripción que portaba—. Alea Iacta est.
Charlotte se posicionó a su vera, con la incomodidad ahora convertida en curiosidad.
—La suerte está echada —tradujo—. ¿Sabes latín?
—¿Ahora sabes leer? —exclamó Eugène, todavía más incrédulo.
¿Por qué no iba a saber leer? Recordó su hogar, a Samira y Sahira con el manto de pobreza que las envolvía. Ciertamente, todo aquello era extraño, pero en ese ambiente se sentía en casa, lo que le provocaba algo de incomodidad. Masajeó su frente y, de pronto, la mano de Eugène se cerró en torno a la suya.
—¡Deja de hacer eso! —exigió. Sus ojos, en ese instante, mostraban pena, y miedo, y confusión.
—¿El qué?
No obtuvo respuesta. Eugène se mordía el labio, otra vez, presa de la ansiedad.
—Bueno, bueno, bueno... —pronunció un hombre, de acento refinado y con una mirada, que a Samir le pareció embustera.
—¡Pierre! —exclamó Eugène, emocionado como un niño que hubiera estado esperando a que su maestro favorito, al fin, le hiciera caso. De haber sido un cachorro, seguro, estaría moviendo el rabo de un lado a otro.
El tal Pierre rodeó a Charlotte con el brazo y la aproximó hacia su cuerpo. Ella sonrió levemente, no sabría decir si con sinceridad.
—Y aquí tenemos la flor más majestuosa de todas.
—Déjate de tonterías —replicó ella—. ¿No vas a decirles nada?
Samir carraspeó. Tenía una mano en la espalda, se inclinó levemente y ofreció la otra. Sin embargo, Pierre se limitó a observarlos.
—Me alegro de que hayáis vuelto —les dijo—. Lo habéis hecho en el momento oportuno.
A pesar del desprecio, Eugène continuaba emocionado. Él no podía decir lo mismo. Aquel hombre le sonaba de algo y no de algo bueno. No sabía cómo, pero era consciente de que no era de fiar.
Charlotte les dio un beso en la mejilla y se alejó con él, según dijeron, a preparar el discurso.
—Estamos a solas —dijo Eugène, entonces.
Samir asintió.
—Y tenemos que hablar.
—Tal vez podamos salir afuera, al jardín.
Se alejaron lo suficiente como para quedar apartados de miradas indiscretas. Eugène necesitaba respuestas.
Juntos atravesaron la magnífica puerta acristalada de la entrada y las hermosas escalinatas de piedra blanca. Afuera, ante ellos, se abría un mundo multicolor y de embriagador aroma. Samir se acodó en la larga balaustrada, seducido por la vista, y Eugène lo hizo a su lado.
Si la mansión ya era lujosa, ¿qué decir del jardín? Los arbustos florales habían dejado atrás la escarcha primaveral y abrían sus maravillosos capullos a la luz del sol. No sabía el nombre de ninguna de esas flores. De soslayo miró a Samir y con algo de amargura se preguntó si, tal vez, el embeleso en su mirada se debía a que las reconocía. Flanqueando el jardín se extendían a cada lado árboles de un verdor que retaba la naturaleza. Sus ramas, perfectamente recortadas, formaban círculos y, en el medio de toda aquella opulencia de hojas y pétalos, se extendía la grama, como un mar de verde frescor.
¿Quién era el Samir que tenía a su vera? No podía negar sus sentimientos hacia él, pero, por otro lado, percibía que aquel hombre poco tenía que ver con su viejo amigo, y lo añoraba. Añoraba su humildad, su humor, añoraba sus gestos y su raciocinio. Y, contra todo pronóstico, sentía que, ahora que no era el mismo, le atraía más que nunca.
—Ese tal Pierre —comenzó a decir Samir—, ¿sientes algo por él?
La pregunta a bocajarro lo dejó perplejo.
—¡No! Bueno, sí... Admiro su forma de hablar, su liderazgo... Pero si te refieres a lo que creo, no.
—Bien —contestó pensativo—. No te ilusiones, no es trigo limpio. Tú eres mucho mejor que él.
¿Serían celos? No le importó, por fin había vislumbrado algo de su amigo, algo suyo, la desconfianza hacia Pierre. Y, aunque en el fondo eso era algo que le alegraba, también sintió la necesidad de defender a su ídolo.
—Nunca te gustó, y parece que eso no va a cambiar ni con tu amnesia. Tú odias a Charlotte y a Pierre solo por ser burgueses.
—No. Charlotte me cae bien —aclaró Samir, ensimismado, como escuchando su propia voz y disfrutando del proceso—. Ella es una mujer que ha nacido en el tiempo equivocado, pero tiene fuerza y está dispuesta a abrir su mente. Me recuerda un poco a Samira. Pero Pierre no, Pierre nos desprecia, solo quiere lo que le podemos dar. Conozco a los de su calaña.
—¿Sí? ¿Los conoces? ¿Me podrías decir de qué?
—No lo sé, no lo recuerdo... Quizá ya estuve aquí antes. ¿Puede ser?
—No, no es eso. Haber estado aquí no explica nada. Has probado el chocolate, sabes modales... ¿Desde cuándo te gusta este mundo? No son como nosotros, eso solías decirme, pero te pareces a ellos tanto o más que cualquier otro de «su calaña». Sabes montar a caballo y... ¡leer! ¿Desde cuándo sabes leer?
Eugène se sentía agitado, confuso, necesitaba sacar todo aquello fuera. Entonces, Samir volvió a frotarse la frente, un gesto que no era suyo. Había algo que aún se le hacía más complicado de asumir y era que esos sentimientos nuevos hacia su buen amigo radicaban en todo lo que le recordaba a su señor, algo que, además, lo hacía sentir culpable. Volvió a tomarlo de la muñeca para detenerlo y lo miró profundamente a los ojos.
—¿Dónde está el Samir que conocía? Echo de menos a mi hermano —sollozó.
«¿Dónde está?», repitió Samir para sus adentros, mientras los ojos castaños permanecían fijos en los suyos.
Era difícil para Eugène, y también lo era para él. Recién en esa casona comenzaba a sentirse él mismo, pero ¿cómo podría decírselo? ¿Qué le pasaba? No lo sabía, aun así, esperaba que Eugène pudiera ayudarle a descubrirlo.
—No lo sé. Al igual que tú, me encuentro perdido. Sin embargo, ahora comienzo a sentirme más como yo mismo.
Eugène giró hacia él y lo miró asombrado.
—¿Más como tú mismo? —Luego, su voz adquirió un punto de enojo—. ¿Como un burgués? ¡No te entiendo! El Samir que conozco ni siquiera estaba de acuerdo con...
—Por favor, Eugène —le interrumpió, mirándolo a los ojos con algo de desespero—. Te pido que me ayudes a entender todo esto, nada más. Tampoco para mí es fácil.
Sus manos se cerraron sobre las otras en la balaustrada. Necesitaba su apoyo, era el único con el que se sentía, de alguna forma, cercano. Ni siquiera con su hermana o su abuela lograba compenetrarse como con él.
Eugène lo miró y sus pupilas temblaron, era evidente que le costaba decidir. Elevó una plegaria a quien lo escuchara. Lo necesitaba.
Finalmente, apartó la mirada y Samir tuvo miedo. El rictus de su boca le indicaba lo muy difícil que se le hacía aceptarlo tal como era ahora. Suspiró derrotado.
—No entiendo qué te está pasando, pero estamos juntos en esto. Volverás a ser quien eras... Igual podemos hablar con Antoine. Él debería saberlo, es médico...
Samir exhaló de nuevo y se frotó la frente, frustrado. ¿Ser quién era? ¿Y si ya no quería serlo? Estaba seguro de que su verdadera personalidad estaba en un punto medio entre quien fue antes de perder la memoria y la persona que era en ese instante. Tomó una decisión, debía darle un nuevo sentido a su existencia. ¿Y si nunca llegaba a recordar su antigua vida? Eso no tenía por qué continuar frenándolo. Un nuevo Samir debía surgir, uno con quien finalmente pudiera congeniar y sentirse él mismo.
Solo esperaba que su amigo lo acompañara en el proceso.
—Eugène, —Sintió las palabras atoradas en la garganta, los ojos le escocían—, ¿y si ya no quiero ser quién antes fui? Y si este Samir es otro... Aun así, ¿te quedarías conmigo?
Su amigo suspiró hondo.
—Siempre —afirmó, pero le temblaba la voz. A Samir le hubiera encantado poder penetrar en su mente, ver sus pensamientos y dudas—. Al fin y al cabo, somos como hermanos, ¿no?
«Hermanos». Eso era algo que, definitivamente, el nuevo Samir no quería, pero que tal vez no podía elegir. Acarició la mano entre la suya y asintió. Por ahora tendría que bastar con lo que Eugène tenía para ofrecer.
—Solo eso necesito —le dijo, pero apartó la mirada y la fijó en sus manos entrelazadas—, tu apoyo.
—Samir, ¿eso es todo?
Ahora, los ojos castaños lo miraban y el pulgar de la mano de Eugène le acariciaba el reverso. Sentir ese dedo cálido recorriendo su piel era más de lo que podía tolerar. Llevó la otra mano a su frente en un afán de aliviar la turbación. Entonces, Eugène rompió ese contacto tan íntimo que tenían y lo giró hacia sí, sujetándolo de nuevo por la muñeca.
—¿Por qué tienes que hacer eso? —Volvían a estar frente a frente, separados por un suspiro.
—¿Hacer qué? —le dijo susurrando sobre sus labios. Eran una verdadera tentación, una que no sabía cómo evitar o que, más bien, no quería evitar. Ya los había probado una vez y se moría de ganas de volver a hacerlo.
Un atisbo de tristeza recorrió el rostro de Eugène, sin embargo, Samir sentía su anhelo de corresponder. No podía negarlo, en ese momento se dio cuenta, el deseo era mutuo. ¿Por qué se resistía?
—Es que... —Su amigo intentaba decirle algo, pero las palabras no llegaban a nacer.
—¿Qué sucede, Eugène?
¿Que qué le sucedía? Que Eugène nunca antes había sentido esa atracción por él; que los sentimientos que tenía le eran desconocidos; que estaba hecho un lío, atrapado en sus pensamientos, en el desconcierto, y que cuanto más próximos estaban el uno del otro, cuanto más palpable era lo que fuera que había nacido entre ambos, más recordaba a su señor Nicolás. ¿Cómo podía eso estar bien?
La voz de Antoine se sobrepuso a aquellas palabras que jamás llegaron a aflorar.
—¿Dónde estabais, muchachos? La reunión va a comenzar.
***Nota de las autoras***
En este capítulo nos hemos permitido un capricho literario (porque no se le puede llamar de otra forma) en cuanto a la casa de Charlotte, pues nos hemos inspirado en le petit Trianon, un palacio ubicado en los jardines de Versalles y cuyo arquitecto fue Ange-Jacques Gabriel. Esta mansión era el lugar en el que María Antonieta solía darse a su atareada vida social.
Por otro lado, la cita alea iacta est proviene de Julio César, justo antes de cruzar el río Rubicón, un punto en el que no había marcha atrás. Siempre fue una de mis citas favoritas.
Y ahora, volviendo a la trama... ¿qué le pasa a Samir?
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