Capitulo IV: Promesas de amistad
26 de junio de 1789
Samir abrió los ojos, alertado por el sonido de unos fuertes golpes que atentaban contra la puerta. Su hermana, quien humedecía trapos en agua para luego colocarlos en su frente, dejó la faena y se levantó.
—Ma, ¿quién es? —dijo, tras apartar la cortina que separaba la recámara del resto de la vivienda.
—Es Eugène —espetó de mala manera, la anciana.
Eugène.
Ese nombre le cosquilleaba en la punta de la lengua, pero sentía que el recuerdo se le escapaba igual que arena entre los dedos.
—¡Voy a por la palangana con agua para que se limpie los pies antes de entrar! —contestó Samira, con un mohín disgustado—. Y luego iré a la fuente, otra vez... —refunfuñó después, entre dientes, aunque quienes estaban en el interior de la casa pudieron escucharla.
Las voces al otro lado de la cortina le llegaban en susurros. Los que provenían de su hermana parecían reclamos enojados y los del visitante eran tan bajos que apenas se oían. Luego de escasos minutos, un joven de estatura media, con rizos y ojos castaños, apartó la tela raída.
Tenía un rostro juvenil y apuesto que le miraba en una mezcla de alivio y ansiedad.
Avanzó con premura y se sentó a su lado.
—¡Samir! Menos mal que estás bien, ¡tuve tanto miedo! —exclamó, con la voz quebrada, el recién llegado—. Tu hermana tiene razón, todo esto es mi culpa. Jamás debí permitir que fueras a esa casa. Pero ¿cómo se te ocurre? ¡Eres un cabezota! Yo... yo... —Se había agitado más de la cuenta y las lágrimas que retenía hacían eco en su tono. Samir lo miró en profundidad. Descubrió que tenía las córneas enrojecidas y los párpados hinchados, como si hubiera pasado largo rato llorando—. No vuelvas a hacerlo nunca más. No vuelvas a darme un susto así. Si te perdiera...
—Estoy bien —le interrumpió Samir, aún confuso, pero con la insistente necesidad de consolarlo—. Estoy bien, tranquilo.
Eugène asintió, inseguro, y observó las vendas que le cubrían la herida. Después, bajó la mirada y volvió a hablar, nervioso.
—Samir, yo... Lo siento, acabo de enterarme de algo —sollozó—. Necesito saber qué pasó...
¿Qué pasó?
No podía recordarlo.
Esa casucha destartalada, la comida insípida, las dos mujeres andrajosas y él mismo, agobiado por el dolor y la fiebre. ¡Todo era una hórrida pesadilla! Había descendido al infierno y no sabía cuándo ni por qué.
Contempló, de nuevo, los ojos brillantes delante de él que esperaban alguna respuesta. Solo ese rostro, de alguna manera, le era familiar. O tal vez sus rasgos le parecían atrayentes.
—Un hombre gritó que habías matado al señor —relató Eugène—, y, cuando entré, ambos estabais en un charco de sangre. No logro entender lo que sucedió.
—Tampoco yo lo sé. No recuerdo nada.
Eugène se limpió las lágrimas y achicó los ojos al mirarle.
—¿El robo? —Ante la pregunta, Samir negó—. ¿A Pierre?
Volvió a negar.
—¿Quién es Pierre? —Frunció el ceño y suspiró, luego señaló con la cabeza hacia el otro lado de la cortina—. No las recuerdo a ellas, ni a esta casa. Nada. Ni siquiera me recuerdo a mí mismo. Solo tú me eres vagamente familiar.
Sabía que había sonado patético, pero la ansiedad desde que despertara cada vez era mayor, le ahogaba y, por momentos, no le permitía respirar. De pronto, sintió a Eugène arrojarse a sus brazos y apretarle con fuerza. Resintió el gesto, la herida en su vientre todavía ardía, pero no le apartó.
Una ligera nota floral le llegó a la nariz y, con ella, la sensación de un recuerdo que de nuevo esquivo se esfumó. Aun así, el corazón empezó a martillarle contra el pecho. El joven en sus brazos, su olor... Tal vez él era la clave.
Lo estrechó, a pesar del dolor urente, y algo de paz se derramó en su espíritu.
—Tranquilo, pronto recordarás —le dijo al oído, muy bajito. Una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo, algo que nada tenía que ver con la herida en su vientre, ni con la fiebre que lo torturaba día y noche—. Lo importante es que estás vivo.
Eugène se separó un poco y lo miró. Por un momento pareció desconcertado. Los ojos de Samir se desviaron a sus labios entreabiertos, estaban tan cerca que si quería podía beber su aliento. Era una tentación difícil de resistir.
Su amigo parpadeó un par de veces y se alejó de él, lo suficiente como para romper el extraño embrujo que, repentinamente, se había instalado entre los dos.
Eugène estaba desconcertado. Por un instante desconoció a su amigo. Sus ojos negros no lo veían cómo recordaba, el brillo verdoso que en ellos relucía le era extraño. En cambio, trajeron a su memoria a otro, uno que ya no existía y cuya pérdida aún lloraba en secreto.
Parpadeó varias veces y el corazón se le saltó un latido cuando Samir frotó su frente, un gesto que jamás había visto en él. Pero sí en el otro.
¿Qué estaba pasando?
¿Acaso ese dios en el cual no creía lo castigaba?
Por su culpa, un inocente había muerto. Ahora, aquel recuerdo lo torturaría hasta el fin de sus días.
Era su expiación.
Se levantó de la desvencijada silla y se llevó las manos al rostro. Tenía que serenarse. Lo importante era que Samir, su más preciado amigo, vivía. ¿Qué trascendencia había en que un noble, un chupasangre, hubiera dejado de existir en el camino que llevaría el Antiguo Régimen a la muerte? Nicolás era un aristócrata, la representación de todo lo que estaba mal en Francia.
Pierre se lo había dicho, «no se puede hacer tortilla sin romper los huevos», pero, por más que tratara de convencerse, él sabía que Nicolás no lo merecía. Y no se trataba solo de lo que hubiera sucedido entre ambos. No. En su último encuentro, Eugène percibió la duda en su señor, cómo se tambaleaban sus creencias. Tal vez, si hubiese tenido más tiempo...
O tal vez no y todo era una fantasía de su mente que no paraba de sentirse culpable. No obstante, ¿por qué morir en lugar de cambiar? Ser iguales y corresponder a lo que, sabía, habían sentido el uno por el otro.
La cortina se abrió y lo sacó de sus divagaciones. Samira lo miró con el ceño fruncido.
—Gracias por el matasanos que enviaste. —El agradecimiento pareció más bien un reproche—. Espero que no tengamos que pagarle. Como sabrás, las cosas aquí estarán más escasas que de costumbre.
Ella tenía razón. Sin el aporte económico de Samir sus vidas se pondrían difíciles. Él tenía su propia familia y, además, estaba comprometido con la Revolución, por lo que le costaría trabajo ayudarlas; no podía estar en dos sitios a la vez.
Giró a ver a su amigo: su rostro confundido, esos ojos extraños y, a la vez, conocidos. Sin pensarlo, presa de la culpabilidad y del cariño que le tenía, tomó una decisión: no podía abandonarlo, ni a él ni a su familia.
—¡Los ayudaré!
Samira enarcó las cejas y resopló burlona.
—¿En serio? ¿Dejarás de lado tus fantasías y te comportarás como alguien responsable? Si tuviera dinero, apostaría.
Eugène puso los ojos en blanco y se sentó de nuevo al lado de Samir. Tomó entre las suyas las otras, morenas, e hizo una promesa.
—¡No te abandonaré! Todo lo que soy es tuyo, así ha sido siempre y continuará siéndolo, Samir.
La promesa removió algo en su interior y ni qué decir de tener esas manos entre las suyas. ¿Qué le estaba pasando? ¿Acaso estaba enamorado de su amigo? ¿Los dos tenían algo? Tragó grueso; cada vez más confundido.
¿Cómo era posible que toda su vida no fuera otra cosa que un hueco negro en la memoria?
Cerró los ojos... y una melodía de violines resonó en su mente.
***Nota de Autoras***
La frase «No se puede hacer tortilla sin romper los huevos» fue pronunciada por Robespierre en alusión a la necesidad de ejecutar a los nobles que se oponían a la revolución.
Maximilien François Marie Isidore de Robespierre, más conocido como Maximilien Robespierre , fue un abogado, escritor, orador y político francés apodado «el Incorruptible». Fue uno de los más prominentes líderes de la Revolución Francesa, diputado, presidente de la Convención Nacional en dos oportunidades, jefe indiscutible de la facción más radical de los jacobinos y miembro del Comité de Salvación Pública, entidad que gobernó Francia durante el periodo revolucionario conocido como el «Terror», donde alrededor de 35.000 personas fueron ejecutadas, principalmente con la guillotina. Murió en 1794, guillotinado.
Fuente: https://citas.in/autores/maximilien-robespierre/
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