Capitulo III: Perdido

25 de junio de 1789


Abrió los ojos de golpe y miró a ambos lados. Trató de incorporarse, entonces, un dolor lo recorrió de arriba abajo, como si sus entrañas se abrieran por la mitad.

En medio de la tenue claridad de la habitación donde se encontraba, apareció un joven de ojos grandes que le miraba preocupado. Sus rizos oscuros estaban tan agitados como su voz.

—Doctor, ¡ha despertado! —exclamó.

Otro hombre habló tras exhalar humo de tabaco desde algún lugar cercano a su cuerpo. Tuvo la angustiosa idea de que esa persona era la causante del dolor en su estómago.

—Acerca la esponja, aún no termino. Hazlo dormir de nuevo.

Quiso rebelarse y luchar. Algo le hacían, algo que le producía mucho dolor.

El joven de rizos —que le resultaba familiar— acercó la esponja a su rostro. Un olor dulzón se filtró desde su nariz hasta su cerebro y, de inmediato, le invadió el sueño. Antes de cerrar los ojos vio aquellos otros, grandes, castaños y hermosos.

—Descansa, Samir. Te pondrás bien —le dijo.

¿Quién era Samir?

En su mente empezó a sonar una extraña melodía, semejante a violines, que se fue atenuando en lo que él caía, poco a poco, en la inconsciencia. En aquel limbo en el que se hallaba, escuchó un mensaje que no supo descifrar.

«Cuida de ellos.»

Cuando quiso abrir los ojos, estos vibraron con un leve temblor. Después, escuchó el sonido de la lluvia y observó varias sombras borrosas que se perfilaban en la oscuridad.

—¡Ha pasado mucho ya! ¿Por qué no despierta? —oyó decir a una mujer que sonaba ansiosa.

—Debemos esperar —contestaba otra persona, envuelta en olor a tabaco y cuya voz grave ya había escuchado antes. 

Él intentó reaccionar. No sabía dónde ni con quién se hallaba, ni siquiera recordaba su nombre. Sus memorias se habían convertido en lejanos espejismos que parecían irreales. 

Se encontraba en un lugar muy humilde, daba la impresión de que pronto se derrumbaría. Las paredes desconchadas hasta el punto de poder verse en algunas partes los ladrillos de la construcción. Los escasos muebles, todos ellos, maltrechos, conformaban el humilde y casi inexistente mobiliario.

Su pecho permanecía cubierto por una sucia manta habitada por cientos de pulgas, seguramente, huéspedes del perro flaco que dormía enroscado a su costado.

Desde el hogar le llegó el crepitar de la leña que se mezclaba con los sollozos de la mujer cerca de él. Ella, sentada en una silla, retorcía sus manos mientras que de  sus ojos brotaban lágrimas silenciosas que corrían por los surcos de sus mejillas.  

Las llamas de las velas le recordaron a pequeñas hadas apresadas en mausoleos de cera. Temblaban sacudidas por el aire frío que se colaba desde la ventana. Aunque estaba cerrada, debido al precario estado de la madera podrida, no evitaba las corrientes gélidas.

Se incorporó de golpe y, de pronto, un agudo dolor proveniente de su estómago le cortó la respiración y le obligó a detener el movimiento. 

La anciana volvió su rostro enrojecido hacia él. Se le abrazó al cuello, sorprendida, y lloró como si llevara horas o días esperando a que él despertara. 

—¡Hijo! —repitió una y otra vez—. ¡Estás vivo! ¡Es un milagro! 

Por un momento dudó de corresponder el abrazo. No recordaba quién era ella, ni él, ni mucho menos qué hacía allí. Además, el sucio aspecto de la anciana prendada de su cuerpo le producía asco, al igual que los olores nauseabundos que penetraban desde afuera. Pero el profundo sentimiento de ella le conmovió, a pesar de que la situación fuese tan extraña.

Envolvió los brazos trémulos alrededor del cuerpo enjuto de la mujer y sintió cada una de sus costillas estremecidas por el llanto.  Cuando por fin rompieron el abrazo, lo soltó. Él la observó compadecido. Su cabello gris se fundía con los harapos que vestía. Tenía los ojos claros, casi amarillentos, y le observaban, devotos, enmarcados por unas finas líneas de kohl. 

—¡Samir! —dijo ella con la voz quebrada por la emoción—. Mi pequeño, ¡has despertado! —Se giró, como lo haría una delgada rama azotada por el viento, y gritó a alguien más en la estancia—: ¡Antoine! ¡Doctor, ven pronto! ¡Samir ha despertado! 

El doctor Antoine llegó hasta ellos, no era viejo, pero tenía la piel del rostro arrugada y tanto las mejillas como la punta de la nariz, sonrojadas, tal vez, por una fuerte afición a la bebida. Sus labios delgados sostenían una pipa. Cuando se acercó lo suficiente lo miró con unos ojos pequeños y negros, muy parecidos a las garrapatas más grandes que caminaban sobre la manta.

—¡Aún hay ciencia en estas viejas manos! —exclamó, mostrando sus extremidades un tanto temblorosas—. Sahira, ahora debéis cuidarlo de la fiebre, la herida todavía tardará algunos días en cerrar por completo.

—¡Oh, doctor! Tanto mi nieta como yo le estamos muy agradecidas —dijo la mujer que, ahora, sabía, se llamaba Sahira, mientras le acariciaba el rostro. 

—No he hecho más que recordar lo que solía hacer cuando aún era alguien. A quién debéis agradecer es a ese muchacho, Eugène. No hacía otra cosa que suplicar que lo ayudara.

—¿Eugène? De no ser por él, esto no habría pasado. A quién quisiera agradecer de mejor manera es a usted.

—Francia va a cambiar, mi señora, y eso es todo cuanto importa.

Sahira le dio la razón y luego volvió a él su rostro ajado:

—Recuéstate y descansa, Samir.

Samir obedeció y apoyó la cabeza en la almohada dura. El perro a su costado se estiró hasta llegar a la altura de sus manos y le dio varios lengüetazos cariñosos que le llenaron los dedos de baba.

Antoine se despidió de la anciana y salió de la humilde vivienda. Samir continuaba sin comprender y sin recordar.

—¿Qué-qué ha pasado? —Se aventuró a preguntar mientras ella corría al perro de la cama.

La anciana se levantó, apartó una raída cortina que separaba el ambiente del resto de la estancia y salió al otro lado, lejos de su vista. Desde allí le contestó: 

—¿Qué va a pasar? Aunque el doctor diga que debemos agradecerle, lo cierto es que Eugène es el culpable de que estés así. Ese «bueno para nada» siempre arrastrándote en sus fantasías. Por culpa de él casi te mueres. Por fortuna se hizo cargo.

La mujer regresó. En sus manos traía un cazo humeante que dejó sobre la mesita, al lado de la cama, y lo ayudó a incorporarse. Volvió a tomar el plato y se lo acercó. Samir pudo ver y oler el contenido y no supo qué era peor. Sahira le introdujo en la boca una cuchara cargada con aquel caldo, más parecido a aguas sucias que a sopa. Sin embargo, el contacto del líquido caliente y ligeramente salado le despertó un apetito que, no se había dado cuenta, tenía. Cucharada tras cucharada, Sahira continuó hablando.

—Eugène trajo consigo a ese hombre, dijo que era un aliado en «la lucha», un médico, aunque más parece un borracho cualquiera. No apartó la pipa de los labios en todo el tiempo en que te estuvo cosiendo. Te juro, hijo, que creí que te morías. ¡Pero ya ves! —La mujer le secó los labios con afecto, con la misma manta que lo cubría—. Dijo que había que esperar, que eras un chico fuerte y que si no te daba fiebre sobrevivirías, y así fue. 

Las palabras de Sahira eran huecos en su mente, sin sentidos, nada más. ¿Quién era Eugène? Ese nombre era lo único que le sonaba familiar ¿Cuál era esa lucha a la que lo arrastraba? ¿Y por qué había estado a punto de morir? 

 Cerró los ojos después del último trago de sopa y una imagen luminosa danzó detrás de sus párpados: risas alegres, música de violines, perfumes exquisitos. Los abrió de golpe cuando la imagen de aquel salón de baile fue interrumpida por el resplandor metálico de una espada que se clavaba en su vientre.

No entendía sus recuerdos. ¿Por qué solo veía imágenes inconexas de riqueza que no le decían nada? Tampoco entendía por qué esa mujer —aquella que le alimentaba y cuidaba— no estaba en ellas, sin embargo, la sintió tan cercana que le dio igual. Olía miseria; respiraba decadencia. Era el vivo retrato de los últimos días de una sociedad marchita. Una sociedad que no recordaba haber conocido. 

Se sentía cansado y confundido, pero la mano rugosa y cálida apoyada en su frente le traía consuelo. Poco a poco, se quedó dormido. 

***Nota de Autor***

La frase «Todo en Francia va a cambiar ahora» que pronuncia el médico Antoine, fue pronunciada por Robespierre al inicio de la Revolución francesa en 1789 durante la reunión de los Estados Generales y con ella presagiaba los cambios que se avecinaban.

También fue Robespierre el creador del lema revolucionario que pasaría a la historia: Libertad, fraternidad, igualdad

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