Capitulo II: Todo por ti, amigo
25 de junio de 1789
El comedor era demasiado lujoso —tanto, que le preocupaba tocar algo y estropearlo— y al caminar tenía la sensación de que hubiera dos Samir: él y el otro que se reflejaba en el bruñido suelo de mármol, pero ambos zarrapastrosos, en franco contraste con la opulencia que les rodeaba.
Algunas miradas hostiles se dirigían hacia él. Eugène parecía no verlas y Samir no quería decirle que se sentía fuera de lugar, en territorio hostil. Pensó en salir de ahí, mas su compañero tiró de su mano y se dejó guiar por el amplio salón.
—Mira, Samir. —Eugène señaló a un galán que, acodado sobre la tapa de un reluciente pianoforte, removía una copa de coñac. Portaba medias de color crema, calzones lujosos, camisa con jabot y una levita celeste y para nada discreta—. Aquel de ahí es Pierre. Te lo presentaré.
Junto al susodicho, una mujer de melena morena y mirada altiva daba vueltas a unos documentos. Según le había comentado Eugène, ella era la señora de la casa, Charlotte. Apenas se acercaron, ambos burgueses lo observaron con gesto desconfiado.
—Pierre, Charlotte, quiero presentaros a mi gran amigo Samir. Él también está en la lucha.
—Claro, cómo no —murmuró Pierre.
Charlotte le dio un ligero codazo a su primo, dejó los papeles sobre el pianoforte y se presentó de forma más amistosa, aunque la brecha de clase que había entre ambos fuera más que evidente.
—Encantada de conocerte, Samir —comentó con miradas furtivas alrededor, como si la incomodara que la vieran con él—. Eugène me ha hablado mucho de ti, pero no me dijo que fueras...
—¿Tan guapo? —terminó Samir, que sabía lo que iba a decir: «mestizo»—. Dicen que todo se pega y llevo demasiado tiempo con Eugène.
El iluso de su amigo rio al escucharlo y Charlotte calló, algo abochornada. Se la imaginaba debatiéndose allí, entre la línea que separa los principios de los estigmas.
—Bueno, Samir —interrumpió Pierre—. Quizá puedas esperar en la zona de servicio mientras hablamos con Eugène: hoy tiene su primera misión.
La sonrisa de su amigo se estiró de hoyuelo a hoyuelo, colmado de la ilusión que acompaña la primera batalla, aquella en la que todos se creen invencibles, pero que, de alguna forma, todos pierden.
—Pierre, él es de confianza. Además, conoce el palacio Flesselles tan bien como yo. Deja que se quede —rogó Eugène.
Por supuesto, Samir sabía que la única razón de que le enviaran a la zona de servicio era el color de su piel. Él había nacido en Francia, al igual que sus padres y, mínimo, sus abuelos. Pero la ascendencia nazarí era palpable y los rasgos arábicos le llevaban a la clase más baja y repudiada de la sociedad, la de los mestizos. Eugène era demasiado ingenuo y no alcanzaba a ver el mal que no sufría en sus carnes.
Finalmente, Pierre accedió a hablar con ellos en privado y lejos de los demás.
—La intrusión será esta noche. Espero que estés listo, Eugène.
—¿Qué intrusión? —quiso saber Samir, a quien todo aquello le olía mal.
El burgués lo miró por encima del hombro y continuó, fijo en Eugène. Lo tomó de los hombros, aprovechando para darle un discreto codazo a Samir, y repitió:
—¿Estás listo?
—Lo estoy —afirmó Eugène, y la sonrisa seguía ahí, en sus labios, como si estuviera esculpida en piedra.
—Bien —prosiguió Pierre—. Antoine tiene una pequeña carreta que os servirá para huir si es preciso. Además, solía ejercer la medicina, aunque espero que no sea necesario hacer uso de esos conocimientos. Una vez dentro de la mansión, estarás solo. En cuanto tengáis el sello, venid directos aquí.
—Sí —afirmó su amigo con ¿obediencia?
—Y si te pillan...
—Juro que tu nombre no saldrá a la luz.
—Bien. Lo último que quiero es que me relacionen con un robo. —Luego, Pierre alzó la voz con osadía y le dio una palmada en la espalda—. Querido Eugène, ¡gracias a ti, la Revolución será posible!
Se marcharon tan rápido que Samir ni siquiera tuvo tiempo de hablar a solas con Eugène. Lo vio meterse en la carreta de Antoine y él se metió detrás sin esperar invitación.
—¿Se puede saber adónde vas? ¡No puedes volver ahí! Si Nicolás te ve te matará.
Antoine los miró de reojo. Según Pierre, era un médico, pero apestaba a tabaco, mugre y alcohol. Samir redujo el tono de su voz para no llamar la atención. Ante él, Eugène lo miraba con aquellos ojos oscuros que siempre lograban arrastrarlo adonde quisieran. Era un maldito desastre, un pícaro al que tarde o temprano pillarían robando en el mercado; un loco que no pensaba en las consecuencias y al que continuamente debía socorrer. ¿Por qué seguía cayendo en su red una y otra vez? La respuesta era simple: lo quería.
—¿Por qué haces esto? —imploró—. Te meterás en problemas y tu familia te necesita...
—Samir, te preocupas en demasía. Conozco aquel palacio como la palma de mi mano; he estado en el despacho de Nicolás. Si me cruzo con él, sabré cómo actuar. Al fin y al cabo, tenemos asuntos pendientes... —Y de nuevo aquel brillo insultante en su mirada. Una parte de él se preguntaba qué había sucedido exactamente el día del robo en el que el señor Nicolás lo despidió, pues temía que su buen amigo no hubiera sido del todo sincero.
Entretanto, llegaron al lugar acordado. Antoine esperó lejos, oculto tras unos árboles, mientras que Eugène y Samir atravesaron los jardines juntos.
El despacho estaba en la planta baja y disponía de una hermosa balconada, con balaustres de piedra, que daba al jardín. Las enredaderas se enfilaban entre las columnas y se perdían en la oscuridad de la noche, de tal manera, que daba la sensación de estar en un tétrico cuento de hadas.
—Si viene alguien, silba —pidió a Samir. Pero este seguía sin estar convencido.
—Eugène, por favor. Insisto: si esto sale mal, tu madre y tu hermana pagarán las consecuencias.
¿Por qué no podía entender Samir la importancia de lo que estaban haciendo? Siempre tan correcto, tan prudente.
—Alguien tiene que arriesgarse para que las cosas cambien. Mi madre no vivirá mucho —confesó con pena—, y Margot necesita la Revolución más que yo. Ella es muy inteligente y se defiende bien. Si esto tiene éxito, podrá optar a un futuro mejor, y, si no, te tendrá a ti, ¿verdad? —Miró a los ojos negros y esperó una respuesta, sin embargo, tan solo encontró dos pozos llenos de dudas—. Estará bien. —La sombra de la preocupación apareció en él, no obstante, la desechó con gran facilidad—. ¿Pero de qué estamos hablando? No es tan difícil. Se te olvida que soy un profesional. De verdad, es sencillo. Tan solo he de coger el sello oficial. Podría hacerlo con los ojos cerrados.
En ese preciso instante, unos pasos se acercaron, pausados. Eugène agarró a Samir y juntos se ocultaron tras uno de los setos que decoraban el lugar. No tardó en reconocer la figura de Nicolás desde la penumbra. Su corazón se desbocó, tenía ganas de salir de ahí y terminar lo que había iniciado. Un abrecartas ardía en su chaleco, quizá, rogando que se lo devolviera a su dueño. Apenas se alejó, se volvió hacia Samir, quien lo miraba de forma enigmática.
—Eugène, ¿qué sucedió entre vosotros?
—Puede que, aparte del pan, también le robara un beso —confesó con una sonrisa.
Samir empezó a sulfurar delante de él, a tirarse del cabello y suspirar de forma nerviosa.
—Pero ¿¡en qué estabas pensando!? ¿Cómo se te ocurre volver después de algo así? ¡Si te ve, no dudará en acabar contigo!
—Solo fue un malentendido, y creo que le gustó. Samir, tranquilo, fue una chiquillada...
—¿Tranquilo? ¡Es el sobrino del preboste de los mercaderes de París y le has dado una razón de peso para matarte! No voy a consentir que te juegues la vida porque te lo haya pedido un maldito burgués.
—No hables así de Pierre, por favor.
—¿Que no hable así? —De haber podido, seguro, hubiera elevado la voz, pero el instinto de supervivencia era más fuerte, así que gritó en silencio, acompañando cada palabra de gestos rabiosos—. ¿No ves que es un maldito déspota?
—Es un revolucionario, Samir.
—¡Es un burgués! Un burgués que solo busca ser como ellos. ¿Acaso no sabes qué es este sitio? Eugène, ¡aquí es donde los burgueses se convierten en aquello que tanto critican, porque son iguales! ¿Cómo no te das cuenta? ¡El tío de Nicolás vende títulos de nobleza y concede permisos para explotar tierras!
Eugène sabía muy bien de aquellos burgueses que compraban palacios y ostentaban lujosos ropajes, pero Pierre era un ilustrado, quería llevar la razón al mundo, que hubiera colegios para todos, incluso para Margot. Libertad para vivir en igualdad.
Se lo intentó hacer saber, mas era imposible, Samir no entraba en razón. «¡Solo el pueblo salva al pueblo! —decía—. Ellos solo buscan el poder y cuando lo tengan, que lo harán, tendremos que librar contra su codicia. ¡Mira cómo tratan a las mujeres del telar! ¿Crees que les darán libertad cuando sean los que manden? Las leyes irán a su favor. No, Eugène, no te confundas: ni Pierre ni Charlotte son como tú, ellos se aprovechan de tu necesidad. Nosotros no pertenecemos a su mundo. Escúchame, por favor».
Quedaron en silencio durante unos segundos. ¿Y qué si no eran iguales? La lucha le convenía a él y a todos los parisienses. Negó con la cabeza, y su amigo se mostró completamente abatido.
—Iré yo —declaró Samir, al fin—. A mí no me conoce, pero si te ve a ti... No quiero ni pensar en lo que te podría hacer. Sabe dónde vives, ¡si sospecha que lo acosas irá a por tu familia!
—No puedo dejar que vayas tú, ¡es mi misión! ¡Mi responsabilidad!
Samir se acercó a él, lo miró a los ojos y posó su frente contra la suya. Luego tragó saliva. Eugène nunca lo había visto actuar de aquel modo.
—Eres un idiota, pero... te quiero demasiado como para dejar que te arriesgues —confesó, en tono íntimo.
—Y yo a ti, Samir, eres como un hermano. Si te pasara algo, Samira y Sahira no me lo perdonarían. Por favor...
Al oír la respuesta, Samir se separó.
—Si viene alguien, silba, Eugène.
Y, sin más, se enfiló al balcón, abrió la ventana y accedió al interior.
Todo estaba planificado. El plan saldría bien. Eso se decía a sí mismo Eugène, sin embargo, tenía una sensación extraña. El corazón le latía, temblaba como una hoja en manos de la tramuntana e, incluso, el sentido de la vista parecía deteriorado. La alegría se había desvanecido bajo la sombra de la culpa y de un mal presagio. ¿Por qué Samir había sido tan testarudo?
Entonces escuchó un grito, cristales rotos, viento helado y el sonido de unos violines.
—¡Samir! —gritó. Se enfiló hasta la ventana e intentó abrirla, pero esta estaba cerrada, así que empezó a golpear el cristal como si le fuera la vida en ello.
Hubo otro grito, la melodía se detuvo y la ventana cedió bajo su peso. Una vez dentro, alcanzó a ver a un hombre de ropas lujosas con el rostro confuso y un estoque ensangrentado en la mano.
—Yo no... Yo no... —Parecía que aquel individuo quisiera excusarse, sin embargo, salió corriendo al pasillo, gritando sin cesar—: ¡Lo han matado! ¡Un maldito mestizo ha matado al señor Nicolás!
Fue entonces cuando los vio en el suelo y su corazón se detuvo. Nicolás y Samir se mantenían la mirada, uno a un metro del otro, ambos yaciendo sobre un lago de sangre. Eugène creyó que iba a perder la cabeza. Los dos estaban moribundos y los guardias no tardarían en llegar. Casi no podía ni respirar, no obstante, debía actuar con rapidez.
Aunque solo fuera un segundo, dudó qué camino elegir, a quién ayudar primero, sabía lo que debía hacer, pero...
Corrió hacia Samir y presionó la herida con fuerza.
—Aguanta, amigo, te sacaré de aquí —sollozó—. ¡Tienes que vivir!
Dirigió una última mirada a Nicolás y sintió una fuerte presión en el pecho. Sus sentimientos por él seguían presentes y temía por su vida. Le dolía dejarlo así, no merecía morir y aún debía devolverle aquello que le había quitado, pero los pasos de la guardia cada vez eran más rápidos y cercanos. Debía confiar en que pudieran salvarle. Sí, seguro que podrían.
—Lo siento, Nicolás. Juro que lo siento... Yo no quería que esto pasara.
Agarró a su amigo a la fuerza y huyó por la ventana.
Tras él, escuchó gritos de «¡están ahí!», pero Eugène no aflojó el paso, a pesar de que apenas podía cargar con Samir. Tampoco aflojó cuando una bala pasó por su costado para estrellarse contra un árbol justo cuando llegaba a la carreta de Antoine, donde el médico les esperaba a la luz de la luna, con actitud relajada y una pipa en los labios.
—¡Corre! —gritó Eugène, una vez sentados. Antoine azotó al caballo y corrieron raudos. Mientras, ante él, Samir agonizaba con la sangre brotando de su vientre—. Samir, pronto estarás en casa. No dejaré que te mueras —prometió. Si le sucedía algo a su amigo, jamás podría perdonárselo, de la misma forma que no podría perdonarse haber abandonado a Nicolás.
Samir quiso contestar algo, mas la herida era profunda y, antes de que pudiera articular ninguna palabra, sus párpados se cerraron.
***Nota de Autor***
El apellido Flesselles es de un personaje histórico, Jacques Flesselles, quien para la época en que se desarrolla la historia ostentaba el cargo de preboste de los comerciantes de París y se encargaba del gobierno de la ciudad, así como del comercio fluvial, la administración y las obras públicas. En la novela tiene un sobrino, Nicolás Flesselles, este último personaje y todo lo que le sucede es una licencia creativa, es decir, no existió en realidad.
En cuanto a que Charlotte acogiera en su casa a los revolucionarios, es un hecho histórico que las damas burguesas abrieron sus salones para debatir las ideas de la ilustración, (movimiento que surgió en Francia y el cual fue uno de los propulsores de la Revolución francesa) así como también de intercambio político entre ambos sexos. La mujer, durante la revolución francesa, luchó sin importar su estrato social, sin embargo, quedaron excluidas en la Primera República, aun así continuaron su lucha para lograr reinvindicaciones e igualdad de condiciones con los hombres.
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