Capítulo I: Francia va a cambiar

17 de junio de 1789

La calle estaba más concurrida que de costumbre y, tras perder su empleo, Eugène pensó que sería un día propicio para un botín. Sin embargo, cuando se acercó a la plebe, comprobó que quienes allí se reunían eran iguales a él. No había levitas ni sombreros, ni pelucas, ni joyas. Solo ropas usadas, cuerpos sucios y brazos en alto. Lo que le llamó la atención, en cambio, fue la fiereza de sus rostros, la ilusión en su mirada y los labios que anunciaban guerra. No tardó en girarse hacia el lugar al que dedicaban los vítores.

Allí, un hombre de buen ver y gran talento pronunciaba palabras libres, llenas de magia y luz. Él sí portaba levita y unos calzones combinados con finas medias de seda. Sus ojos eran azules como los veranos pasados, aquellos en los que aún lucía el sol. Llevaba el cabello dorado recogido en una cola y dejaba entrever una mandíbula bien definida. Pero lo bello no era su aspecto, sino la oratoria impoluta que avivaba sueños perdidos, que decía que el poder estaba en ellos, en sus puños; que invitaba a luchar y levantarse contra aquellos que maltrataban y oprimían al pueblo. Al lado del caballero había una mujer esbelta, de porte elegante, que lucía un vestido azulado, menos pomposo de lo habitual y acompañado de un jubón sedoso que recordaba a las varoniles casacas.

El público —formado por jóvenes, ancianos, mujeres y niños— parecía sometido al mismo embrujo que él, ajeno al peligro y con el corazón abierto a la semilla que se acababa de instaurar y que, ahora, crecería sin control alguno.

—¿Quiénes son? —preguntó a un chiquillo andrajoso que tenía ante él.

Este le dedicó una sonrisa de soslayo y contestó sin mirarlo, pues el espectáculo estaba delante.

—¿No los conoces? Él es Pierre Lefont, un colega de Necker, y ella es su prima Charlotte.

—Por fin, la Asamblea Nacional es una realidad —añadió el tullido que estaba a su lado. Dio una larga calada a la pipa que vivía en su boca, y prosiguió—: La Revolución ha empezado.

Luego, al sonido del trote de los caballos le acompañó un silencio absoluto que apenas duró un segundo.

—¡Vienen los gendarmes! —advirtió alguien.

Gritos, empujones, sudor, perros ladrando y voces desde los balcones.

Tiros. Caos.

Eugène no entendía qué estaba sucediendo.

—¡Corre! —le sugirió el mismo chiquillo, antes de desaparecer de su vista.

Y lo hubiera hecho, hubiera desaparecido él también, pero girara adónde girase, solo había cuerpos que se amontonaban a su alrededor como murallas humanas, aunque todos buscaban lo mismo: huir.

Los caballos ya estaban encima cuando Eugène, finalmente, logró abrirse paso y correr calleja abajo. Escuchó más disparos, más gritos. «No te gires, no te gires», se decía. No pudo evitar hacerlo. Los adoquines se habían teñido de rojo y sobre aquellos que no habían logrado dispersarse estaba cayendo una lluvia de golpes.

—¡No te quedes quieto! —le advirtió una voz. A la vez, unos gruesos dedos le apresaron del brazo y tiraron de él hacia el interior de un local. Quiso quejarse, pero le cubrieron la boca y, forzando el silencio, le obligaron a permanecer oculto contra la pared. Desde donde estaba, podía escuchar los pasos y voces del exterior.

—¿Adónde han ido? —chillaba un guardia.

—No muy lejos, seguro —le contestaba otro—. Espera, ¡ahí hay alguien!

Y el sonido de sus botas, por suerte, se perdió en dirección a la avenida.

Las manos que lo tenían sujeto lo liberaron. Al darse la vuelta, Eugène contempló al mismo hombre que minutos antes diera el discurso incendiario, Pierre; a Charlotte y algunos de sus simpatizantes, como el crío y el tullido que estaba con él, quien se presentó como su padre, Antoine. Este último fue quien lo rescató.

Aquella noche no volvió a su casa. Tal como le informaron, los gendarmes controlaron la zona hasta pasado el amanecer. Pero no importó, porque esa noche, Pierre y Charlotte verbalizaron todas las ideas que él mismo tenía en su mente; y cada frase se acompañaba de gestos estudiados y sofisticados que le convencieron de que otro futuro era posible. Un futuro en el que no tendría que delinquir para sobrevivir, ni ver a su madre robar melenas a los muertos día y noche, a pesar de la enfermedad que tarde o temprano la llevaría a la tumba. Un futuro en el que Margot, su pequeña hermana, podría aspirar a ser más de lo que la sociedad tenía reservado para ella, sin necesidad de vestirse de niño para salir a vender diarios. Un futuro en el que su forma de amar no significase una condena de muerte.

Esa noche, Eugène supo que el pueblo podía levantarse, que había llegado el siglo de las luces y que, ahora, solo tres palabras regirían su vida:

Libertad, Igualdad y Fraternidad.


A aquel primer contacto con Pierre le siguieron otros, siempre en compañía de Charlotte. Ella, al igual que su primo, pertenecía a una burguesía renovada que tenía las ganas y el poder de cambiar las cosas. De hecho, en algunas reuniones, cuando la ocasión lo propiciaba, Charlotte también elevaba palabras al viento que otras mujeres vitoreaban. «¿Hombre, eres capaz de ser justo? Una mujer te hace la pregunta», decían. La lucha les daría fuerza e igualdad.

Cada uno tenía su estilo: él, con elegancia y serenidad; ella, salvaje y valiente, decidida. Y cuando hablaban los dos, sus cantos formaban una armonía perfecta que atrapaba a quienes los escuchaban por igual.

Hasta que llegaban los caballos, los gritos, los tiros. Adoquines ocres con frases empaladas. Y tras ellos la lucha, las reuniones secretas, aquellas en las que siempre intentaba conseguir que Pierre le diera una misión, a pesar de que parecía ser invisible a su vista.

—No se lo tengas en cuenta —le dijo Charlotte, un día, creyendo ver su esfuerzo y consecuente decepción—. Somos demasiados.

Eugène llevaba una mala racha en la que no solo había perdido su empleo en la mansión de su señor Nicolás, sino algo que le dolía incluso más. El miedo le había traicionado y aquellas reuniones lograban apartar de su mente las cosas en las que no quería pensar.

Se fijó en la burguesa. Había hablado con un halo de tristeza y Eugène sintió la necesidad de consolarla.

—A ti te ve.

—Mientras le convenga —replicó ella, en voz baja—. Pero no es él quien quiero que me vea. Quiero que lo haga el mundo y que su voz no apague la mía.

Eugène se encogió de hombros, sin comprender.

—Él no sería nada sin ti —afirmó. Charlotte le dedicó una sonrisa, lo abrazó fuerte y lo besó en la frente.

—Me alegro de que estés con nosotros. Y Pierre también, aunque no lo exprese.

—¿Yo qué? —El recién nombrado apareció a sus espaldas, se sentó entre ambos, les puso una copa en las manos y se apoyó sobre sus hombros.

Eugène y Charlotte se miraron con complicidad.

—Hablábamos de lo bien que te sienta la tierra en el pelo —bromeó Eugène.

Al salir corriendo, antes de llegar a la mansión de Charlotte, Pierre había sufrido un pequeño inconveniente: un mal paso en un mal lugar que se había traducido en cabello, rostro y ropajes llenos de tierra. La mujer de ojos pardos se unió a las risas y espolvoreó su cabello.

—Es cierto, te sienta bien —canturreó.

—¿Qué será un poco de polvo cuando nos bañemos en la sangre de los avaros? ¡A partir de ahora, Francia va a cambiar! —Alzó aún más fuerte la voz y empezó a cantar un himno revolucionario al que pronto se añadieron los demás.

Aquella canción era la llama de una mecha que iba in crescendo hasta convertirse en fuegos artificiales. Cada voz venía de un guerrero o guerrera al cual no le importaba perder la vida en pos de la nueva patria. Cuando terminó, Charlotte tomó de la mejilla a Pierre y depositó un casto beso en sus labios.

—¿Qué tal si lo llevas contigo al Palais-Royal mañana? —dijo señalando a Eugène, a la par que le guiñaba el ojo con escueto disimulo.

—¿Yo? —Por fin podría hacer algo más que escuchar. Podría ser un miembro activo. Se puso en pie y los hoyuelos se le marcaron por la emoción, pero aún más cuando Pierre aceptó. Querría haber abrazado a Charlotte. Sin embargo, la ilusión fue efímera. No podía arriesgar su empleo. Madre y Margot dependían de él—. Mañana será imposible. Tengo algo importante que hacer.

—¿Más importante que «la causa»? —le interrogó Pierre. Eugène pensó en faltar al trabajo e ir con él, aun sin saber qué pintaría allí—. Qué decepción. De boca todos quieren ayudar, pero a la hora de la verdad...

—¡Pierre! —exclamó la oradora—. Cada uno vive la lucha cómo puede. Eugène lleva tiempo ofreciéndose a participar y tú lo has ignorado. Si él dice que no puede, estoy segura de que es por una buena razón.

—¿Una buena razón? Bien, ¿cuál es esa «razón» tan importante?

Ambos lo escudriñaron mientras buscaba las palabras adecuadas. Entretanto, la verdad acudió a sus labios.

—Debo trabajar... —empezó a decir. No tardó en percibir la decepción en el rostro de Pierre. Recién había perdido su empleo de sirviente, y debía dar las gracias de que solo fuera eso y no la vida, pues la causa de que no pudiera volver había sido un hurto a su señor, un noble, algo imperdonable. Cualquiera podría pensar que robó una gran obra de arte, aunque lo cierto es que tan solo había robado el pan duro que le ofrecían a las gallinas cada mañana. Aquel año el invierno fue largo y, por si fuera poco, habían alcanzado un frío inaudito, los ríos se habían congelado y las cosechas habían muerto, con lo que la escasez de trigo había convertido un alimento tan primordial en oro. El coste de una hogaza era muy superior a su paga en el palacio y, sin embargo, Nicolás lo derrochaba en las gallinas. Aunque, si debía ser sincero consigo mismo, el pan duro no era todo cuanto se había llevado de la mansión de su señor. Guardó a buen recaudo el recuerdo de su mirada canalla, el tacto de sus labios y un pequeño abrecartas que guardaba en el interior del chaleco.

Aquel día, su buen amigo Samir le tendió la mano, como siempre hacía. Desde muy pequeños, él siempre era quien arreglaba sus errores, cubría sus locuras y, de vez en cuando, aquel que lograba hacerle entrar en razón. Sus perfilados ojos oscuros jamás lo juzgaron, tan solo predicaban ayuda y sentido común. Ahora, había movido los hilos para lograr que trabajara junto a él: había dado la cara por Eugène y Eugène había prometido no volver a echarlo todo a perder.

La risa de Pierre lo trajo de vuelta a aquel salón de suelos brillantes, hermosos candelabros y muebles recubiertos de raso.

—Trabajar... Bien. Libertad, Igualdad y Fraternidad en realidad no significan nada para ti. ¿De qué sirve que vengas a estas reuniones si eres incapaz de arriesgar?

Charlotte, enfurecida, lo obligó a girarse hacia ella.

—No te atrevas —gruñó—. Aquí el que menos arriesga eres tú, que tienes el favor de Claude Carrier.

Al oír el apellido, la mente de Eugène vagó a días atrás.

—Claude Carrier... —repitió en voz baja—. Lo conozco. Le vi en varias ocasiones en el palacio Flesselles, solía estar con el señor Nicolás.

Charlotte y Pierre se volvieron hacia él.

—¿Conoces a Nicolás Flesselles? —preguntó el líder de la asamblea.

Sí, lo conocía. Lo conocía demasiado bien.

Como polillas a la luz, Pierre y Charlotte se le acercaron más y, con un simple gesto, otros tantos se acomodaron a su alrededor mientras les contaba cómo había trabajado para él e incluso estado en su despacho.

—¿En su despacho? ¿Sabes qué guardaba ahí?

Eugène trató de sumergirse en su recuerdo y reproducirlo por completo.

—Muchas cosas... Títulos, figuras, libros, papeles del Ayuntamiento...

—¿Y un sello? —preguntó Pierre.

—Varios, de hecho.

Entonces, el líder de la asamblea estalló en una musical carcajada.

—Vaya, pues parece que sí nos vas a servir de ayuda. Tengo una misión para ti. Ven, te lo contaré...

25 de junio de 1789

A esas horas, la luna regaba el Sena y sus destellos plateados bailoteaban junto a las truchas. Muchos dirían que era un bello espectáculo, lo cierto era que Samir había dejado de reparar en él.

En el tiempo que llevaba trabajando en aquel puerto, pasó del encandilamiento al hartazgo para finalizar en la aceptación, o así lo creyó hasta que su viejo amigo, Eugène, empezó a trabajar con él.

Nunca le contó qué había sucedido exactamente el día en que le despidieron, tampoco se quejaría, porque junto a Eugène las jornadas parecían más cortas y terminaban con charlas trascendentales al amanecer. Sin embargo, últimamente la cabeza de su preciado amigo permanecía distante a la realidad. El muy iluso se había dejado seducir por un par de burgueses e incluso parecía haber olvidado que él no era más que un vulgar parisino, como todos los demás. Sus destinos estaban sellados desde el día en que nacieron. No obstante, un Eugène ilusionado era una luz por sí misma y él se negaba a ser el desalmado que la apagara.

—¿Y cuánto llevas asistiendo a esas asambleas? —le preguntó tras escuchar con cautela el relato de la última reunión. Terminó de llenar la caja en la que depositaba el pescado destripado y la cargó sobre sus hombros sin contar con que pesaba más de lo que esperaba.

—No sé. ¿Dos días? ¿Tres? ¿Una semana? El tiempo vuela cuando estás con ellos. ¡Oh, Samir! Si tú estuvieras allí, conmigo, si escucharas sus palabras, lo que dicen... ¡Si vinieras sabrías que de verdad es posible! —Asió la caja de manos de su amigo y la colocó sobre las demás.

A Samir le encantaba saber a Eugène entusiasmado. Hacía tiempo que no lo veía tan feliz y no quería arruinar el espejismo que se estaba forjando. «Las cosas no cambian». La lucha solo era para quienes podían permitírsela, para quienes no tenían problemas en encontrar trabajo o para aquellos de los que no dependía nadie. Ellos tenían responsabilidades, familias que sacar adelante. Se limpió con el delantal y, también, con una esquina, la mejilla de Eugène, la cual se había ensuciado de tripas de pescado.

—Eugène, tan solo te pido que seas prudente. Si te pasara algo...

—Ellos me ayudarían. «Fraternidad», ¿recuerdas? Todos somos hermanos; todos estamos en el mismo barco y entre todos hundiremos hasta los cimientos el Antiguo Régimen, como dice Pierre.

Pierre. Su maldito nombre había estado en boca de Eugène en todo momento. Un burgués. Samir los detestaba casi tanto como a los nobles. La aristocracia vivía en una burbuja, pero los burgueses sí conocían las dificultades del pueblo... y las usaban a su favor. Lo peor era ver cómo a su amigo le brillaban los ojos cada vez que pronunciaba su nombre, con ciega admiración. Sin duda, deseando ser como él.

Sin darse cuenta de su propio valor.

—Hablas mucho de Pierre, Eugène. Recuerda que no es más que un burgués.

—Él es diferente, créeme, Samir. ¡Cómo me gustaría que lo conocieras! —Cargó la última caja sobre la pila y se volvió para contemplar la mirada dubitativa de su amigo—. Sabes cuánto te aprecio, eres como un hermano para mí. Ojalá pudieras ver a Pierre cómo yo lo veo. —De golpe, los ojos de Eugène centellearon a la luz de la luna. Lo sostuvo de las manos, frente a frente, y le hizo una propuesta:— ¡Ven esta noche!

Quiso recordarle que no era buena idea. El trabajo en el puerto era pesado y todo debía estar listo a primera hora. Ambos tenían familias que mantener y a Samir no le hacía ninguna gracia arriesgar su puesto por los desvaríos de un loco —aunque ese loco fuera Eugène—. Pero cuanto más tardaba en llegar la respuesta, más intensa era la emoción con que lo sujetaba. ¿Cómo negarse?

—Está bien —decidió al fin. 


Nota de autor

Hola, queridas y queridos lectores: es un placer dar inicio formal a esta novela.

Haremos un breve recuento histórico para ponerlos en contexto.

A finales del siglo XVIII Francia atravesaba una crisis económica. La corte de Versalles despilfarraba grandes cantidades de dinero en bailes suntuosos; El rey Luis XVI había patrocinado la independencia de Estados Unidos; y la nación venía de una largo invierno que dejó como consecuencia malas cosechas. Por todo lo anterior, el precio de los alimentos subió. Un tercio de la población estaba desempleado y solo los comerciantes, campesinos y obreros (pertenecientes al tercer estado) pagaban impuestos. Los nobles y el clero no lo hacían. 

Todo lo anterior desencadenó en el malestar del pueblo. El tercer estado  exigió un cambio en la política económica.  El rey, incapaz de hacer frente a las reformas exigidas, fue ineficiente en evitar el inicio de la Revolución.

Muchos burgueses ilustrados elevaron la voz en las plazas de París y en el Palais Royal, el cual se convirtió en uno de los principales puntos de reunión delos revolucionarios.

Las mujeres tuvieron un importante rol durante la revolución francesa, sin embargo al final fueron excluidas en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano pronunciada el 26 de agosto de 1789. 

La cita que aparece en negritas fue pronunciada por  Olympe de Gouges, quien en 1791 escribió su famosa Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana. El manifiesto comenzaba con dicha frase. Nos hemos tomado la licencia de colocarla en este momento para  hacer énfasis en el papel jugado por las mujeres durante la revolución francesa.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top