** 17 **

Cuando el sitio quedó en completo silencio, Elisa reaccionó lentamente. Sentía que las piernas le temblaban, las manos le sudaban y unas increíbles ganas de devolver el estómago se apoderaron de ella.

—Debemos pedir ayuda —murmuró en un hilo de voz apenas audible.

—Ya no hay nada que podamos hacer —respondió Caliel observando al alma del difunto salirse del cuerpo para, junto con el ángel que lo había acompañado toda la vida, elevarse al cielo.

—Pero no podemos... dejarlo allí —insistió la chica increíblemente asustada.

—No te preocupes.

Caliel hizo una señal con el dedo para que guardara silencio y luego la movió para que quedara justo detrás de la pared y oculta a la vista.

—Pero...

—Shhh —insistió el ángel.

No pasaron ni dos segundos hasta que escucharon unos pasos. Personas aparecían desde el otro lado y se alteraban al ver el cuerpo inerte allí abandonado. Uno se disponía a llamar a la ambulancia mientras el otro buscaba el pulso en el cuello. Caliel hizo otra señal a Elisa para que caminara en otro sentido de manera que nadie la viera. Elisa entendió los gestos y se movió con sigilo.

Así continuaron por un tiempo, en silencio. Caliel pensando sobre las sombras que había visto y Elisa intentando salir del shock en que la había sumido aquella horrible escena que había presenciado.

Luego de caminar casi sin rumbo unas tres cuadras, Caliel le recordó a Elisa que debían llegar a casa lo más rápido posible. El ambiente no se sentía seguro y él podía percibir esa sensación de constante intranquilidad que le producía el saber que había demonios sueltos circulando tan cerca de los humanos y de los ángeles.

Por lo general, los demonios se alejaban de los sitios donde había un ángel de la guarda. No toleraban su luminosidad ni la paz que su presencia irradiaba. De la misma manera, los ángeles experimentaban una horrible sensación cuando los tenían cerca; aquellas nefastas sombras, con la intensidad de la maldad que bullía dentro de su esencia, eran capaces de cambiar el estado puro de la energía de los ángeles, haciéndoles sentir emociones que ellos no estaban acostumbrados a experimentar: desazón, desesperanza, desolación, angustia; llevándolos a un estado de cansancio o agotamiento que los sumía en una especie de trance, que si era muy profundo podía dejarlos como atontados por un tiempo. Tiempo que los demonios podían aprovechar para influir en sus protegidos hasta incluso llegar a la posesión. Pero esas eran cosas que no sucedían a menudo, los demonios no andaban así pululando a diestra y siniestra por la tierra, eran situaciones contadas, extrañas, donde normalmente el humano abría algún portal o invocaba a algún espíritu dejando ese espacio libre a los seres oscuros.

Elisa apretó el paso al escuchar murmullos a los alrededores y ver las sombras de las personas que transitaban cerca. No se sentía bien. Estaba ansiosa por hablar con Caliel, pero no podía hacerlo allí porque otra vez parecería loca, sin embargo le turbaba la expresión que traía su ángel en el rostro, lo veía demasiado preocupado.

De hecho al llegar al fin a casa, Elisa notó a Caliel tenso observando todo alrededor. La instó con un gesto a que ingresara de prisa a la casa y una vez dentro, le recordó que cerrara con llave la puerta.

—Necesitamos hablar —dijo Caliel mirándola con seriedad. Elisa asintió.

—Déjame ver cómo se encuentra mamá y hablamos —respondió la muchacha y se adentró a la habitación de su madre.

Caliel la siguió y esperó en el umbral de la puerta, Ana dormía profundamente y algunas pastillas yacían desparramadas en la mesa de noche. Caliel miró a Aniel —que se encontraba a un lado de la cama— y en respuesta el ángel solo se encogió de hombros. Ana estaba perdiendo la batalla y Aniel no podía hacer nada al respecto, esas eran las órdenes de los superiores. Caliel negó con la cabeza y se dirigió al cuarto de Elisa. Un sentimiento fuerte y poderoso inundaba toda su alma, se mezclaban allí la impotencia, la indignación y la duda, la preocupación y el temor a lo que quedaba por delante. Pero no un temor por él, sino por Elisa. ¿Qué le tocaría afrontar todavía? ¿Sería ella capaz de aguantar una pérdida más en el caso de que su madre no lograra ganar la batalla a la depresión? ¿Borraría todo lo malo que estaba sucediendo —y lo que aún sucedería—, la sonrisa, la espontaneidad, la ingenuidad y la ternura del alma de Elisa que él tanto amaba?

Ese pensamiento hizo que un calor se extendiera intenso desde el centro de su pecho. Dios era amor puro, él —como criatura angelical— era amor puro, y lo que sentía por Elisa desde que se enteró que sería su protegida, también era amor puro. Sin embargo, en los últimos tiempos, ese amor había crecido de una forma tan intensa y arrolladora, que le dejaba experimentar sentimientos que nunca antes había sentido. Por ejemplo el miedo: el miedo a perderla, el miedo a tener que dejarla partir, a alejarse de ella, a no verla nunca más.

Y es que el miedo no era una emoción que los ángeles acostumbraran a sentir, ellos no tenían miedo de nada, el miedo era puramente terrenal. Y eso le asustaba, le hacía sentir intranquilo, confundido, incluso con un cierto temor a no estar haciendo las cosas correctamente, a estar cometiendo un error.

—No despierta, pero respira. —La voz compungida de Elisa lo sacó de sus pensamientos y se volteó a mirarla. Verla de esa manera, apagada, atemorizada, abatida, le causaba una sensación de dolor en el pecho, y eso tampoco era común en los ángeles. Cerró los ojos y suspiró al sentirse perdido—. No sé si podré dormir luego de lo que vimos hoy —añadió la muchacha sentándose en la cama y cubriéndose el rostro con las manos.

—Sobre eso, Elisa. No puedes ser así de irresponsable. Ya te he explicado que las cosas van a cambiar, que el mundo se volverá peligroso, cada vez más. No puedes exponerte así. ¿Qué hubiera pasado si esos tipos te hubieran visto? —dijo Caliel mientras de a poco iba subiendo su tono de voz y se alteraba con la simple idea de que aquello hubiera sucedido—. ¡Te hubieran matado allí mismo, sin piedad! ¿No lo entiendes? ¡No había nada de bondad en el corazón de esos hombres! No puedes andar por la vida exponiéndote así, Elisa. ¡Debes entenderlo, las cosas cambiaron en el mundo!

Caliel caminaba nervioso de un lado al otro, enfadado con Elisa porque ella había puesto en peligro su vida; molesto con él mismo, ya que se preguntaba qué habría sucedido si eso hubiera pasado. ¿Habría sido capaz de dejarla morir sin más como había hecho el ángel de ese hombre? ¿Sería él capaz de soltarla, de dejarla ir como estaba haciendo Aniel? En su interior sabía la respuesta, y era un rotundo no. Él no sería capaz de hacerlo, no podría dejarla. Había algo grande creciendo dentro suyo que no se lo permitiría, algo que no entendía precisamente qué era ni cómo manejarlo, pero que lo haría entregar su propia vida, su propia alma a cambio de la de Elisa, si fuera necesario.

Suspiró y se giró para verla. Ella estaba asustada y sollozaba, se tapaba el rostro con las manos, pero aun así esas gotas que soltaban los humanos cuando lloraban, se escapaba a borbotones por sus ojos y entre sus dedos. Estaba asustada y lloraba, y él con su actitud solo la estaba asustando más.

Se acercó a ella sintiéndose roto al verla de esa manera, se agachó para quedar a su altura y liberó con dulzura las manos que cubrían su rostro, ella bajó aún más el rostro avergonzada y él le levantó la barbilla con un dedo para que lo mirara.

—No llores, perdóname por hablarte así... Estoy asustado, Elisa, no quiero que te suceda nada y esto me hizo enfadar —admitió.

—¿Asustado? ¿Enfadado? ¿Tú? —preguntó la muchacha confusa, sabía que esos no eran sentimientos de los ángeles.

—Sí... y no me gusta cómo se siente esto. No quiero que te suceda nada y yo no pueda interferir para rescatarte. Debes ayudarme, Elisa, debes dejar de meterte en esta clase de problemas, por favor —rogó el ángel.

Elisa lo miró a los ojos sintiendo que toda la energía y luminosidad de Caliel ingresaba a su ser y la hacía sentir abrigada, protegida, en calma. Sin embargo la mirada violeta e intensa de su protector, también mostraba otras emociones y sentimientos que la chica no supo definir correctamente. Algo había de diferente allí, algo había cambiado.

Caliel abrazó a Elisa y se quedaron sumergidos en un silencio cómodo por un buen rato. Caliel acariciaba su espalda con suavidad intentando relajarla para que durmiera un rato, de esa forma él aprovecharía ese espacio para comunicarse con algún arcángel y que le aclarara lo que estaba sucediendo, que le explicara qué eran aquellas sombras que vio y sintió, o mejor dicho por qué estaban allí como si nada.

Elisa dejó de pensar en todo lo que le había sucedido para repetir en su cabeza el sonido de la voz de Caliel rogándole que ya no se metiera en problemas. Nunca lo había escuchado de esa forma, tan sentido, tan afectado, tan confundido. Además le había dicho que sentía temor y eso era completamente fuera de lo normal.

Contrario a lo que ella había pensado —que la inseguridad de su protector le haría sentir ese miedo a ella misma—, experimentó sin embargo una necesidad de protegerlo ella a él, de salvarlo de tener que experimentar los sentimientos o las emociones más feas a las que se enfrentaban los seres humanos: el miedo, la incertidumbre, la impotencia, la confusión. Lo abrazó aún más fuerte y escondió su cabeza en el cuello del ángel, como si en ese gesto quisiera darle la seguridad de que ella no lo expondría más a aquello, que haría lo que él le dijera, que así lo protegería ella a él, que así lo cuidaría.

Un par de palabras se formaron en su corazón sin siquiera pensarlas. Cuando se dio cuenta de aquello suspiró sin saber si exteriorizarlas sería lo correcto... Entonces recordó las palabras de su madre: «No cometas el mismo error que yo. Cuando encuentres al hombre de tu vida demuéstrale que lo amas. Díselo cada que tengas la oportunidad. El orgullo envenena las relaciones. Nada es más importante que estar con la gente que amas y hacerla sentir querida. Nada es más importante que el amor». No supo en ese momento por qué esas palabras vinieron a su mente, no entendió por qué abrazar a Caliel y sentir aquellas ganas de cuidarlo, de protegerlo, la había llevado a ese recuerdo. Pero tuvo la certeza de que debía decirle lo que estaba sintiendo, sobre todo en esos momentos de tanta incertidumbre.

—Caliel —lo llamó con un hilo de voz y el ángel se apartó para mirarla—. Tú sabes que... yo... te quiero. —Sonrió avergonzada. Una sonrisa se formó en el rostro del ángel y sintió algo encenderse en su interior. Ese te quiero no era igual a los que se habían dicho antes, no se sentía igual, pero era lo mismo que él estaba sintiendo y eso resultaba asombrosamente maravilloso.

—Yo también, Elisa. También te quiero.

No necesitaron decir más, ambos estaban absortos en demasiadas emociones que no sabían de donde provenían ni cómo manejarlas. Sin embargo, ante la paz que le rodeaba en brazos de Caliel, Elisa se sintió tranquila y el sueño la invadió lentamente. El ángel sintió su respiración calmada y profunda, y la recostó con cuidado en la cama arropándola con las mantas. La observó dormir y recogió entre sus dedos un mechón de su pelo desordenado enviándolo con cuidado atrás de una de sus orejas. Suspiró.

Se alejó entonces para concentrarse en la comunicación que quería lograr. El arcángel que lo recibió le aclaró aquello que él ya había deducido, los demonios estaban libres en la tierra, y no solo eso, se multiplicaban con rapidez y pronto invadirían todos los rincones en busca de las almas más débiles y negativas para apoderarse de ellas, y no solo eso; también buscarían a las almas más puras y brillantes para acabarlas o infundirles tanta oscuridad hasta que toda bondad se opacara en ellas. La delincuencia, la desolación, las enfermedades y la muerte llenarían cada rincón de la tierra a una velocidad nunca antes esperada. Dios había decidido dejar a los hombres a su suerte y apelar a su libre albedrío para poder separar a los buenos de los malos, a los fieles de los infieles. Los ángeles tenían órdenes estrictas de no interferir de ninguna manera, y aquel que lo hiciera sería castigado por la Ley Divina.

Eso solo podía significar una cosa: lo que más temía estaba pasando.

El fin... ya había comenzado.

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