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Caliel observaba a Elisa dormir con tranquilidad. Estaba sentado al pie de la cama y velaba por sus sueños. Le gustaba la noche, pues eran esas horas las que utilizaba para meditar o pensar en lo que estaba viviendo: el sueño de toda su existencia.

Caliel había nacido en el seno de una familia de ángeles de la primera jerarquía. Su padre y su madre eran querubines, al igual que sus hermanos, tíos y primos. Los querubines eran los guardianes de la luz y las estrellas. Su luz divina era capaz de filtrarse desde el cielo para tocar las vidas de los hombres, pero Caliel siempre se había sentido diferente. Desde muy pequeño se había visto atraído por los humanos y todo el misterio que conllevaba la existencia de los mismos; le gustaba juntarse con ángeles guardianes retirados y escuchar sus historias de cuando andaban de servicio por el mundo.

Cuando les comentó a sus padres que había decidido unirse a la Legión de Ángeles Guardianes, pensó que no estarían de acuerdo, sin embargo, ellos lo aceptaron sin objeciones. Así eran los seres celestiales, sus vidas eran armónicas y no sabían de sentimientos negativos. Aun así, no escapó a las bromas de su hermano mayor, ya que a este le parecía sumamente extraño que alguien perteneciente a la primera jerarquía angelical quisiera formar parte de la tercera. De todas formas, no dudaron en apoyarlo y darle ánimos.

Caliel ingresó a la legión que deseaba y se graduó con honores. Fue el mejor de su clase y durante el tiempo que siguió, se preparó con ahínco. Hacía prácticas y acompañaba a ángeles en servicio para aprender de cerca todo respecto a su futura función.

Al terminar su entrenamiento, se le entregó —como al resto de sus compañeros— una tarjeta con un código correspondiente al número bajo el cual nacería su protegido o protegida. A las almas humanas preparadas para nacer en la Tierra, también se les asignaba un código, y en el mismo instante en que se realizaba la concepción de un nuevo ser, el alma era asignada a un nuevo cuerpo. Era en ese mismo momento en el cual comenzaba a vibrar la tarjeta del guardián que tenía dicho código, entonces este debía presentarse en las oficinas de las Potestades —ángeles de la segunda jerarquía—, que se encargaban de las muertes y nacimientos de las almas humanas.

Caliel había esperado con entusiasmo ese día, feliz de poder al fin conocer al alma humana que le tocaría cuidar. Sabía que acompañaría a esa persona hasta el final de sus días y luego le tocaría volver al cielo por unas vacaciones, después de las cuales se le asignaría otro código para asistir a un nuevo humano. Sin embargo, todos los ángeles de la guarda que había conocido, decían no poder olvidar a su primer protegido y siempre lo recordaban con muchísimo cariño. Así, Caliel, desde que se alistó como ángel guardián, ya podía sentir el amor puro que le inspiraba ese ser a quien aún no conocía.

La emoción que lo embargó cuando su tarjeta vibró fue fantástica. Entonces le tocó acompañar en la Tierra a su protegida desde su gestación en el vientre materno. Durante el embarazo, la mujer era acompañada por dos ángeles guardianes: el de sí misma y el de la criatura en camino.

Así conoció a Aniel, el ángel guardián de la madre de Elisa. Era un ángel que llevaba mucho tiempo de servicio y que le había instruido muchísimo durante esos meses que le tocó acompañarlo. Aniel le había contado que, durante un breve periodo de tiempo, los bebés humanos eran capaces de verlos. Aquello sucedía porque sus almas aún eran puras y, además, como no hablaban, no podían descubrirlos. Le había dicho que era una etapa divertida y que había que aprovecharla, pues los bebés solían reír y manotear mientras jugaban con ellos e intentaban atraparlos deslumbrados por su brillo.

Caliel había sido un alumno aplicado durante su época como estudiante y un aprendiz eficiente durante sus prácticas. Se había leído todos los libros y enciclopedias sobre los humanos: Cómo proteger a humanos despistados, Las necesidades fisiológicas de los seres humanos de acuerdo con su edad biológica, El ser humano (tomos uno, dos, tres, cuatro y cinco), El humano y el amor, Todo lo que debes saber de tu humano favorito, y un montón de libros más. Sin embargo, nada lo había preparado para aquel momento en el que se vio reflejado en la mirada asustada y confundida de una niña de ocho años que lo miraba con curiosidad.

Elisa ya había crecido... y aun así podía verlo.

Ese mismo día, cuando finalmente, la niña fue acostada y arropada por su madre para dormir y, una vez que esta salió del cuarto, Caliel se sentó en la cama, como siempre, a contemplar una vez más su momento favorito del día: cuando la niña rezaba su oración al Ángel de la Guarda.

Cuando Elisa terminó, se incorporó y lo observó sorprendida durante algunos segundos, entonces sonrió y exclamó divertida:

—¡Eres mucho más brillante que mi velador de angelito!

Caliel le devolvió la sonrisa aún asombrado.

—Entonces, ¿de verdad me puedes ver? —preguntó y Elisa asintió.

—¡Brillas muchísimo! —añadió—. Ahora ya no tendré miedo a la oscuridad. ¿Cómo te llamas?

—Caliel —respondió el ángel. La niña arrugó las cejas confundida.

—¿Qué clase de nombre es ese? —quiso saber.

—Un nombre... ¿de ángel? —respondió Caliel sin comprender del todo su pregunta.

—¿Eres un ángel? —cuestionó ella incrédula. Él asintió con una sonrisa de orgullo—. ¡Genial! Caliel —repitió—. Pero tu nombre suena muy raro. Me gusta más Chispita. ¡Yo te llamaré así! —exclamó y asintió orgullosa de lo que acababa de decir.

—Pero ese no es mi nombre. Además, no me gusta —respondió Caliel y negó con diversión. Elisa era ocurrente y a él eso lo hacía reír.

—Mi mamá me dijo que yo podía ponerle a mi ángel el nombre que quisiera, así que para mí serás Chispita.

—Eso es porque tu mamá no sabe que puedes verme y hablar conmigo, Elisa. Pero, ya que lo puedes hacer, deberías llamarme por mi nombre.

—¿Tú cómo sabes mi nombre?

—Soy tu ángel de la guarda —dijo él, arrancándole a la niña un gritito de emoción—. Y así como yo te llamo por tu nombre, tú deberías llamarme por el mío.

Elisa volvió a arrugar el ceño y sacudió la cabeza de un lado a otro.

—¡Es que suena muy raro! —exclamó frunciendo los labios—. Cuando me imaginaba a mi ángel de la guarda, lo pensaba como una niña rubia, con un vestido rosado lleno de volantes, un par de alas de algodón, el pelo largo y una varita en forma de estrella —añadió soñadora.

—Eso se parece más a un hada madrina —sonrió Caliel.

—Bueno, supongo que tendré que acostumbrarme a ti —dijo Elisa encogiéndose de hombros—. Después de todo me has salvado la vida hoy, a mí y a Bigotino, así que supongo que eres un buen ángel. —Asintió pensativa. Observó al chico frente a ella con curiosidad, y entonces se percató de que algo le faltaba—. ¿Por qué no tienes alas? —preguntó de repente recelosa.

—Las tengo, pero no las puedes ver. Cuando venimos a la Tierra se hacen más livianas y se vuelven invisibles, ya que aquí no las necesitamos.

—¡Qué aburrido! ¿De qué serviría ser un ángel si no tienes alas?

Caliel sonrió y negó con la cabeza. Le agradaba la conversación tan ingenua que estaba teniendo con Elisa. Ella parecía nada más aceptarlo, como si poder verlo fuera algo natural.

—Bien, Elisa. Creo que debes dormir ahora —añadió en un intento por calmarla. Sabía que esa niña estaba llena de energía y que si no dormía enseguida, se pasaría toda la noche llenándolo de preguntas.

—Hmmm... ¿Te sabes algún cuento? —quiso saber ella recostándose de nuevo.

—¿Te gustaría uno sobre ángeles encargados de encender las estrellas en la noche?

Elisa asintió entusiasmada.

—¿Me cuidarás toda la noche, Chispita?

—Sí, pero mi nombre es Caliel... Recuérdalo —insistió el ángel.

—¿Y estarás mañana cuando despierte? —preguntó ella ignorando el comentario del ángel.

—Estaré aquí siempre —asintió con dulzura—. Soy tu ángel de la guarda.

—Bien... Eso me agrada —añadió en medio de un bostezo—. ¡Cuéntame ese cuento entonces! —exclamó y Caliel procedió a contarle una historia sobre querubines en el cielo.

Cuando terminó algunos minutos después, Elisa ya tenía los ojos cerrados y respiraba de forma pausada.

—Buenas noches, Elisa —dijo pensando que ya dormía.

—Buenas noches, Chispita —respondió la niña adormilada.

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