Catorce
Los hombres me llevan a una limusina; dos entran conmigo y los otros dos se van en otro auto.
Todo me da vueltas y mantengo la mirada en mis manos hasta que puedo enfocar bien. La limusina es espaciosa y somos cuatro personas sin contar el conductor. Los dos hombres, yo y mi padre.
Le transmito todo el odio posible con la mirada. Él solo me observa con cara de póker sin decir nada. Nos mantenemos en un duelo de miradas hasta que él rompe el silencio.
-Tuve que cancelar una junta para venir a buscarte.
-Por mí no hubiera problema si fueras a tu junta -respondo con un tono de voz neutro.
-Un «gracias» hubiera sido suficiente, al menos por todo lo que hemos hecho por ti.
-¿Gracias? -La palabra suena hueca, sin sentido- Entonces gracias por enviarme a una isla cuando aún era una bebé, gracias por no darme el cariño que necesitaba y gracias por usarme. Ahí lo tienes ¿Felíz?
El hombre que se hace llamar mi padre me observa desde de el otro lado con su cara inexpresva. Detesto las personas que no puedo leer. No sé como se siente si no dice nada y mucho menos si no muestra una expresión.
La limusina sigue su curso y las palabras brillan por su ausencia. Nos miramos intentando decifrarnos mutuamente.
Odio parecerme a él; no solo el físico sino también nuestra actitud. Ambos somos determinados y preferimos evaluar a los demás mientras nos mantenemos en silencio.
Odio, es lo que siento. Un odio y un rencor enorme. Estoy enojada porque mis padres me quieren para su beneficio, me quieren esclavizar.
Sin embargo el dolor se abre paso en ese odio. Yo solo quería una familia normal y una vida común. ¿Era mucho pedir el cariño de mis padres?
-Papá... -llamo su atención- ¿Me quieres?
La imagen que representaba hace unos minutos se desvanece y una expresión confundida y triste adorna su rostro. Lo tomé desprevenido.
-¿Me quieres? -repito.
-Eres mi hija, claro que te quiero -contesta ocultando la debilidad bajo su cara de póker otra vez.
-Si me quieres... ¿Por qué no me dejas ir? Prometo visitarlos de vez en cuando y ayudarlos siempre que el trabajo no involucre dañar a nadie.
-Pero no dañarás a nadie trabajando en nuestra empresa -evade mi pregunta.
-La salud de la gente se ve afectada, mira el aumento de la población con sobrepeso y enfermedades cardíacas -enumero con el índice-. El plástico sigue arruinando los océanos. Y ya sé que han destruido dos países deforestando para conseguir el ingrediente principal. ¿Quieres que siga?
-No es necesario.
-Y me hace daño trabajar en algo que sé que no es correcto. Mucho más si es algo que hago en contra de mi voluntad.
-No harás nada en contra de tu voluntad -retracta.
-¿Y cómo llamas entrar a una casa a la fuerza para llevarme contigo? ¡Me dispararon con una pistola eléctrica! -grito inclinándome hacia delante.
Lo dejo sin palabras. Él no hace nada y solo mantiene la mirada sobre mí.
-Me voy de aquí -enuncio mientras me pongo de pie.
-No puedes -destaca. Lo tomo con un desafío.
-Entonces mira como lo hago -. Justo cuando lo termino de decir los hombres se ponen de pie y se acercan con la intención de devolverme al asiento.
Al más cercano le doy una patada en las corvas para que se caiga. Después golpeo mi pie fuerte sobre su estómago.
Al segundo le doy otra patada, pero esta vez en el espacio entre las costillas y la pelvis infringiéndole un dolor insoportable.
El que tumbé primero se incorpora y me arroja al piso mientras me golpea con el puño repetidamente en el estómago. Rodeo mis piernas en su cuello y giro para quedar encima de él. No suelto su cuello y veo que se está poniendo morado.
-No le hagas daño -ordena papá. Pienso que me habla a mí, pero veo que se refiere al otro tipo que me apunta con la pistola eléctrica.
Me pongo de pie y suelto al que estaba asfixiando, le doy una patada en las costillas.
Subo el pie derecho al asiento y me impulso hacia arriba. Extiendo el brazo izquierdo y con este rodeo el cuello del que tiene el arma.
Corro sobre los asientos girando al hombre sobre su eje y luego salto al piso de rodillas para tumbarlo hacia delante.
Aprovecho que ambos están en el suelo y abro la puerta de atrás. El vehículo ha tomado velocidad y si salto puedo herirme.
-Sue, no -pide papá. Lo miro desafiante.
-Pídele a tu chofer que baje la velocidad.
-No.
-Uno.
-No lo hagas, Sue.
-Dos.
-Estás loca -murmura-. ¡Fred, baja la velocidad!
-¡Tres! - salto fuera del vehículo y ruedo por la carretera.
Mis brazos se rasguñan y me duelen los codos. Me incorporo y veo por el rabillo del ojo que un vehículo se acerca a toda velocidad y espero el impacto.
Escucho las llantas del auto frenar de golpe. Me pongo de pie y cuando doy el primer paso noto que me duele la pierna izquierda.
Le hago señas al conductor que espere y cojeo hasta el lado del copiloto. Abro la puerta y me subo sin pedir permiso.
-¿Podría llevarme lejos de aquí?
Acelera y nos alejamos de la limusina que se ha detenido. Veo por el espejo retrovisor como los dejamos atrás.
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