8
Últimamente he estado tan atareada que la semana pasó volando. Las declaraciones de Wolf en la prensa y su estúpida promesa de que el inhibidor pronto estaría listo me han obligado a trabajar a deshoras en el laboratorio.
Pretendía pasar el fin de semana acurrucada en el sofá, viendo películas, y Wolf ha desbaratado mis aburridos (pero cómodos) planes haciéndome acudir a su pretenciosa fiesta benéfica. Puesto que no he podido oponerme, trato de sacarle el máximo provecho atiborrándome a canapés exquisitos.
—Gracias —le digo al elegante camarero que me ofrece la bandeja, y tomo dos canapés de caviar, uno con cada mano, además de una copa de champán.
Con el vestido entallado que Lin escogió para mí, me veo tan bien o mejor que cualquiera de las mujeres de la alta esfera que han acudido a la fiesta, y sin embargo me desenvuelvo peor que cualquiera de ellas. Para estas estiradas no es necesario actuar, este es su mundo, se sienten cómodas hablando de ópera o sobre lo enriquecedor que es viajar por África como voluntaria.
Todas dedican risitas falsas tras hacer halagos todavía más falsos.
—Deja de engullir como una cerda —me ordena Lin, no sé si enfadada o abochornada, tras aparecer por mi lado sin que la viera acercarse.
—Tengo hambre —respondo chupándome los dedos.
Su vestido es infinitamente más recatado que el mío, y el collar de perlas en su cuello la hace ver como una dama. Entre su aspecto elegante y su exótico acento ruso, parece una de esas espías secretas de las películas antiguas.
—Compórtate —me gruñe en voz baja.
—Lo que tú digas, mamá —me burlo tras vaciar mi copa de un trago.
—Emily, no olvides por qué estás aquí —dice, casi en un susurro, tras acercarse un poco más, sonriendo mientras observa al resto de invitados.
—Por un capricho del señor Wolf —respondo apartándome de ella.
Busco con la mirada al camarero de los canapés. A lo lejos, reunido con un grupo de hombres con aspecto de empresarios, encuentro la excusa perfecta para deshacerme de Lin: Víctor me invita a acercarme alzando su copa.
—¡Emily! —exclama, dándome más notoriedad de la que quiero.
Su forma de decir mi nombre, sin dudar ni por un instante, casi con adoración, es la de quien ha estado pensando en mí durante días.
—Recordad su nombre, señores —les dice lleno de orgullo a los hombres que lo acompañan—, porque pronto será de los más sonados de la ciudad.
—¿A qué se refiere? —pregunto, cohibida
—Por favor, no sea modesta, señorita White.
Arrugo el ceño sin abandonar mi sonrisa. ¿Cómo sabe mi apellido? No recuerdo que se lo dijera cuando nos conocimos en la tienda de ropa.
—Cualquier inversor que se precie debería saber que usted es el motivo de esta fiesta —se explica ante mi más que evidente confusión, y de pronto choca su copa con la mía en un inesperado brindis—. Por su brillante futuro.
—Salud —se suma el resto de presentes.
Sonrío tímidamente, sin saber qué hacer con mi copa vacía.
—A todo esto, ¿dónde está Wolf? —pregunta uno de los inversores.
—Conociéndolo, es extraño que no esté pegado a su culo —responde otro, más ebrio de lo recomendable para un evento de estas características—. Adrian Wolf no es la clase de hombre que deja a su chica con gente como nosotros.
—Como nosotros o como cualquiera —lo corrige su amigo.
Víctor asiente dándole la razón.
—Wolf es un genio —dice—, pero su personalidad es... complicada.
—Cuesta hacer negocios con él —coincide el más mayor de ellos.
—Por ahí viene —nos interrumpe el que está bebido—, shhh...
Cuando lo tengo a mi lado, reparo en que Wolf es más alto que cualquiera de estos hombres; puede que sea el más alto de la fiesta, en realidad.
—¿De qué hablaban? —pregunta, al encontrarnos tan callados.
Víctor trata de improvisar una mentira cuando Wolf le sonríe. Muestra esa clase de sonrisa calculada, fría y amenazadora que advierte de que es mejor que siga guardando silencio. Víctor cierra la boca, atragantándose.
—No recuerdo haberle invitado a la fiesta, señor Ivanov —le dice.
Viktor va a responderle, pero Wolf ya no le está mirando.
—¿Les importa si hablo con la señorita White un momento a solas? —se dirige al resto de los presentes.
Pregunta por compromiso, sabe a la perfección que nadie va a oponerse.
Sigo a Wolf a través de la espaciosa sala hasta detrás de una columna de mármol en la que quedamos más o menos escondidos de miradas indiscretas.
—¿Qué ocurre? —le espeto.
—¿Pretende cabrearme, señorita White?
Parpadeo sin entender nada, al menos hasta que sus ojos acusadores se detienen más de la cuenta en mi pronunciado escote. Solo ahora me doy cuenta de que tengo los pezones duros, quién sabe desde hace cuánto. Debería haber reparado antes en que, con el sudor, el vestido me queda tan ceñido como una segunda piel; esto y no llevar nada es lo mismo. Cruzo los brazos sobre mi pecho, a la defensiva, tratando de que no se me note la vergüenza.
Lin me pagará esta.
—Si tiene algún inconveniente, hable con su secretaria —me defiendo.
Wolf guarda silencio, retándome.
—Lin escogió el vestido —prosigo—, dijo que a usted le gustaría.
Su expresión se endurece, no quiere oír excusas.
—Es bonito —termino.
—¿Bromea?
Alzo la vista para enfrentarme a sus fieros ojos de lobo.
—Además, puedo vestirme como quiera —le digo, envalentonada—. Usted no tiene derecho a decidir sobre qué vestido debo ponerme, señor Wolf.
—¿Olvida quién se lo pagó?
—¿Cómo se atreve? —exclamo, atónita, sin saber si reír o abofetearlo.
—¿Cómo se atreve usted —me enfrenta, alzando el tono por encima del mío, mientras da un paso hacia mí—, usted, mi invitada de honor, a venir aquí, a mi fiesta, a congeniar con la competencia vestida como una puta?
Prácticamente grita la última palabra.
—¿A congeniar con la competencia...? —repito sin voz.
—¿De qué hablaba con ellos?
—Wolf, ¿está celoso? —pregunto con una risa incrédula.
Parece que he dado justo en el clavo. Su expresión se ensombrece todavía más, y aprieta la mandíbula. Ahora mismo es un animal impredecible.
—Cualquiera diría que pretendía humillarme —masculla, dolido.
Abro y cierro la boca. Lo que faltaba.
—¿Habla en serio?
Wolf ya no me mira, solo niega con la cabeza, avergonzado de mí. Resoplo, harta de su actitud. Trato de mantener la calma. Porque si no me controlo lo agarraré de las solapas del traje para que me escuche de una maldita vez.
—Wolf —digo, inspirando profundamente, mostrándome más tranquila de lo que en realidad estoy—, ¿se ha parado a pensar, aunque fuera por un mísero momento, que quizá trataba ganarme la simpatía de los inversores?
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo pretendía hacerlo? —me acusa, con una mirada llena de reproche que me sienta peor que cuando me llamó puta.
Porque una cosa es que lo diga, y otra que de verdad lo piense.
Mi mano actúa más rápido que mi cerebro.
Acabo de darle una bofetada.
Para de sonar la orquesta. No se oyen los violines que hasta hace poco acompañaban el suave rumor de decenas de conversaciones, que de pronto también se han visto interrumpidas. Todo y todos a nuestro alrededor se han sumido en un profundo silencio del que somos protagonistas.
Wolf se acaricia la mejilla y me mira. Poco a poco le asoma una sonrisa fría que asusta. Valora sus opciones. Si no estuviéramos rodeados de gente, no me cabe duda de que me devolvería el guantazo y dios sabe qué más.
—¿Qué va a hacer? —le reto, sabiéndome a salvo con tantos testigos.
—Hablemos en otro sitio —dice, y me agarra del codo para sacarme del círculo de curiosos, que le abren paso sin ninguna intención de protegerme.
Prácticamente me arrastra hasta la cocina del hotel. Cierra la puerta tras de sí, y me empuja contra una mesa metálica parecida a las de mi laboratorio.
Con una mano enorme me obliga a recostarme sobre la mesa. De un tirón tan violento como repentino, me abre el escote, liberando mis pechos. Su boca se detiene en uno de ellos mientras me amasa el otro con urgencia.
—¿Se ha excitado con la bofetada, señor Wolf? —bromeo, atrapada bajo su musculoso cuerpo, duro al tacto incluso a través del traje.
Wolf no me escucha, ahora no es momento para hablar, me dice con esa mirada tan profunda, la de un depredador solitario de caza en su territorio. Ahora es el momento de que me folle, de que me dé una lección, es todo lo que entiendo cuando se acomoda sobre mí, desabrochándose el cinturón.
Sus ojos escudriñan cada centímetro de mi piel desnuda. Dios santo, me encanta, siento que voy a correrme solo por cómo me mira.
—Parece que por fin tendrá lo que quiere —me dice con voz grave, rasposa por su acento, echándose sobre mí, con sus labios carnosos junto a mi oído.
Su respiración pesada me eriza el vello de la nuca, me hace cosquillas en el cuello, donde Wolf dirige sus atenciones con pequeños mordiscos. Suspiro de gusto, entregada por completo a su boca, a la mano que se adentra en el espacio entre mis muslos. Con su otra mano me agarra de la mandíbula obligándome a echar la cabeza hacia atrás, y me aprieta, asfixiándome suavemente.
—Señor Wolf, fólleme —le suplico al sentir dos dedos explorándome.
Su técnica es la de un experto, sabe perfectamente cómo me gusta. Me estimula sirviéndose de mi humedad. Hace resbalar la yema de los dedos entre mis pliegues, da dos círculos y tienta mi entrada. Repite el proceso, recoge mis jugos, hace girar magistralmente el dedo sobre mi hinchado clítoris y mete un poco más el dedo. Cada vez que lo hace, frota su mano a lo largo de toda mi raja y llega un milímetro más adentro. Wolf sabe cómo calentarme, después de cuatro o cinco penetraciones solo ha llegado a meterme la falange, y lo hace con tanta calma que me está volviendo loca. Quiero que me meta el dedo entero, que me meta dos, que me meta ese monstruo que tiene entre las piernas. Pero no solo me da lo que quiero, sino que deja de moverse. Impaciente, abro los ojos para reclamarle y me encuentro con que ni siquiera me está mirando. Otra cosa ha captado su atención. Wolf mira por encima de su hombro. Giro la cabeza hacia donde él. Un cocinero nos ha estado espiando desde detrás de la encimera.
Se me detiene el corazón. Mierda. Mierda, mierda.
—Parece que es usted una exhibicionista, señorita White —observa Wolf, con una media sonrisa perversa que revela sus intenciones—, ¿o va a negarme que se ha puesto más húmeda? —dice, retorciendo su dedo en mi interior.
Palpa directamente en mi zona más sensible, presiona contra ella y con solo eso casi me provoca el orgasmo. Que el cocinero siga ahí me calienta mucho más de lo que jamás reconocería frente a Wolf. En vez de responderle, muevo las caderas para follarme con su mano y él sonríe, satisfecho.
Como para recompensarme, introduce un segundo dedo y los mueve adentro y afuera, muy lento. Wolf parece disfrutar torturándome.
Pellizco y tiro de mis pezones sin poder contener mis gemidos.
—Dile que se vaya... —le suplico.
—Tranquila, no dirá nada —me promete Wolf con esa seguridad innata que captó mi interés desde el momento en que lo conocí.
Si fuera otro, lo detendría por miedo a las consecuencias. Pero con Wolf es distinto, tiene tanto poder que sé que el cocinero mantendrá el pico cerrado.
—Ábrete para mí —me ordena Wolf, y yo obedezco, sumisa.
Cierro los ojos. Estoy tan húmeda que siento cómo se mojan las puntas de los dedos con los que me separo los labios, y no puedo evitar que uno de mis dedos se aventure a tocar directamente mi clítoris sensible.
Wolf va a castigarme por mi descaro cuando de pronto alguien lo reclama.
—Wolf. Señor Adrian Wolf. Por favor, venga.
Reconozco la voz. Se trata de Lin. Joder, no podía ser más inoportuna.
—¿Qué pasa? —me quejo, incorporándome sobre mis codos.
Wolf se está cerrando la bragueta, se inclina para que Lin le diga al oído algo que no escucho. Lin se traga una sonrisa y se le escapan miraditas en mi dirección. Parece disfrutar con todo esto, no sé si por verme desnuda o porque le gusta saber que nos ha interrumpido. Cubro mis pechos con un brazo.
—¿Pero adónde va? —le reclamo a Wolf.
Wolf sacude la cabeza, preocupado, mientras se ajusta las mangas de la americana. Otra vez hace lo de no mirarme. Lin se adelanta hacia la salida.
Sé que Wolf la seguirá dejándome aquí tirada, a medias.
—Wolf, si se va no volverá a tener otra oportunidad —le advierto.
—Lo siento, se lo compensaré —dice, antes de marcharse.
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