4
Junto a mi cama está la mesita de noche con la cueva de Alí Babá, como he apodado al cajón de las mil maravillas, en el que guardo un surtido de lo más variado de juguetes sexuales. Por desgracia con los juguetes me pasa como con los hombres, me canso rápido de ellos, dejan de hacerme efecto. Cuanto más los uso más me cuesta llegar al orgasmo y necesito probar con uno nuevo.
Por lo tanto, no es extraño que a estas alturas esté a punto de llenar un cajón de 40x30x15, 18.000 centímetros cúbicos de juguetes sexuales. Para que os hagáis una idea, esa capacidad de almacenaje daría cabida a más o menos diez consoladores —diez consoladores y medio, para ser más exactos— de 30,5 centímetros de largo por 7,5 de diámetro, aunque no tengo ninguno de ese tamaño. Una es viciosa, pero no tanto.
Si hago todos estos cálculos mentales no es por deformación profesional, sino para mantener la cabeza lejos de pensamientos tan sumamente estúpidos como el de querer abrirle la puerta a Matt, que sigue incordiando.
—Emily, ¿puedo hacer algo por ti? —se ofrece en cuanto oye la vibración de mi succionador de clítoris.
Muerdo mi labio para contener un gemido.
—Por favor, Matt... —jadeo sin querer— solo... vete.
Oigo que la puerta cruje cuando empuja intentando entrar. Hace tanta fuerza que temo que reviente el pestillo, o peor aún, que la eche abajo.
—¡Matt, para! —le chillo excitada—. ¡Como la rompas te vas a enterar!
—¡Joder, Emily, no hay quien te entienda!
Gracias a dios se va. Si llega a entrar y me ve así, desnuda y abierta de piernas, ni de broma hubiera podido pararlo.
Aislada en el fértil paraíso de mi imaginación, visualizo cómo sería tener la cabeza de Matt entre mis muslos, besándome, lamiéndome, chupándome. Su lengua recorriéndome arriba y abajo, explorándome por fuera y por dentro.
Su aliento, su respiración costosa...
Una de mis manos estruja mi pecho.
Aumento la potencia. Un relámpago de placer me recorre la espina desde la cabeza hasta la punta de los dedos de los pies. Boqueo sin aire, cerca, muy cerca del orgasmo. Tengo la piel ardiendo y me siento fuera de mí. Solo puedo pensar en Matt detrás de la puerta, oyéndome mientras se masturba.
Pienso en las ganas que me tiene.
Sexo violento.
Con Matt.
Gruño con un poderoso orgasmo múltiple que me arquea la espalda.
—Oh, dios... —suspiro desplomándome en el colchón.
Trato de recuperar el aliento, tan relajada que se me cierran los ojos, y no hago ningún esfuerzo por mantenerlos abiertos. Porque admitámoslo: no hay nada mejor que una buena siesta después de un buen orgasmo.
*
Despierto con hambre a la hora de la merienda. Por suerte o por desgracia mi cuerpo es como un reloj, y si tiene que interrumpir la siesta perfecta para cumplir con la protocolaria tostada con mermelada, lo hace.
—Ya voy, ya voy... —le respondo al rugido de mi estómago.
Voy directa a la cocina, meto unas rebanadas en la tostadora y me quedo absorta frente a la nevera cuando me parece escuchar la voz del señor Wolf.
¿Cómo va a estar aquí, en mi casa?
Como estoy medio dormida, lo achaco a una alucinación.
—...en resumidas cuentas, con este nuevo fármaco, que pronto estará en fase experimental...
Su acento ronco es inconfundible.
Asomo la cabeza al salón y ahí está, con un elegante traje de color oscuro, tan atractivo como siempre, si no más, mientras sonríe mirándome con esos ojos dorados de lobo, por suerte a través de la pantalla del televisor.
—...producción de feromonas antiandrogénicas que...
—¿Qué haces viendo a ese imbécil? —le pregunto a Matt.
—Van a sacar una medicina contra violadores —me resume.
—Cambia de canal, no lo soporto.
—Parece un engreído —coincide riendo.
—Se cree el dueño del plató.
—Además, ¿de dónde saca ese acento?
—Podría aprender a pronunciar de una vez.
—Parece que habla mal a propósito.
—Así obliga a la gente a prestarle atención.
—De lo contrario nadie le haría ni caso.
—Claro, finge ese acento sexy para hacerse el interesante.
—¿Sexy? —se sorprende Matt.
Solo me quedo callada un instante, con un segundo a Wolf le basta y le sobra para llevarse todo el protagonismo. Tanto Matt como yo estamos muy atentos a lo que nos tiene que decir sobre los posibles efectos secundarios.
Matt incluso sube el volumen.
—Uno de los efectos secundarios más probables es que se reduzca de forma notoria el apetito sexual del o la paciente. Pero sería un efecto a corto plazo y totalmente reversible tan pronto como dejara de tomarse el inhibidor.
Abro la boca, incrédula.
—Pero... ¿qué dice? ¿De qué va? —exclamo nada más procesarlo.
—¿Qué pasa? —Matt se sobresalta de tal modo que se le cae el mando de la tele.
—¡Pues que ese imbécil habla más de la cuenta! —elevo el tono señalando a Wolf con un dedo acusador—. ¡Aún no hemos hecho pruebas suficientes, estamos lejos de la versión experimental, y ni hablemos de salir al mercado!
—Emily, no me digas que...
—Trabajo para Adrian Wolf —termino la frase por Matt—, y no tenemos ni idea de cuáles serán los efectos secundarios, ni cómo de graves serán.
Matt asiente conmocionado.
—Wow...
—Te juro que si pudiera le diría cuatro cosas ahora mismo.
De pronto me suena el teléfono en el bolsillo. Número oculto.
—¿Sí? —respondo arisca.
—Buenos días, señorita White.
Su voz. La de Wolf. Por un momento creo que ha sido el televisor.
—Perdone, ¿quién es? —carraspeo.
Con un gesto urgente le pido a Matt que baje el volumen.
—¿Tan pronto se ha olvidado de mí?
—¿Wolf? —mascullo dubitativa.
—Prometí que la llamaría, ¿recuerda?
—Sí, sí, claro, perdone.
Matt, que está sentado en el sofá aguantando la risa, me recuerda muy bajito si no iba a decirle cuatro cosas bien dichas.
Tapo el auricular.
—Cállate —le chisto a Matt, que se ríe.
—¿Emily? —me llama Wolf.
—Dígame —respondo solícita.
—Tenemos que hablar en persona —me informa directo al grano—. Abajo la está esperando mi chófer. Dese prisa, solo la esperará veinte minutos.
—¿Veinte minutos? ¡Imposible, ni siquiera estoy en casa!
—Señorita White, no me mienta.
—Si quiere dígame dónde nos vemos, cogeré un taxi.
—Alessandro la llevará —sentencia, inflexible.
—Pues deme media hora, al menos.
—Tiene quince minutos.
—¡Por dios, sea razonable!
—Póngase un vestido bonito —se despide antes de colgar.
—¡Será imbécil! —grito, y lanzo el móvil contra el sofá.
Puesto que no me ha dado tiempo ni para maldecirlo, voy disparada a mi habitación, a ver qué mierda de vestido puedo ponerme. Tras meditarlo media centésima de segundo, me decido por uno ceñido que me compré de oferta.
Salgo a toda velocidad hacia el salón. Con una mano me cepillo el cabello mientras con la otra intento ponerme los zapatos dando saltitos.
—¿Qué pasa, llegas tarde a una cita? —se burla Matt.
—Ni de coña saldría con ese.
Señalo con la barbilla al Wolf silenciado del televisor.
—Podría comprarte un móvil nuevo —me dice, tendiéndome el mío, con la pantalla tan llena de grietas que nadie se explica cómo se enciende.
—¡Bah, si funciona perfectamente! —exclamo metiéndome en el baño.
Opto por maquillarme lo indispensable. Matt, que me ha seguido, me habla desde detrás de la puerta:
—¿Y qué quiere Tío Gilito ahora?
—Ojalá lo supiera —mascullo mientras me hago la raya.
—¿Qué te ha dicho?
—Que quería verme —respondo sin detenerme al salir del baño, directa a la cocina.
—¿Para qué quiere verte?
Me encojo de hombros mientras unto mi tostada, que tiene preferencia a cualquier otra cosa, sea una siesta o una reunión con Wolf.
—¿Te llama sin decirte nada y tú simplemente vas? —se indigna Matt.
Doy un bocado a la tostada antes de responder, con la boca llena:
—Eh mi efe. —Trago—. Es mi jefe.
—Tu jefe es imbécil.
—¿Cómo voy de hora?
Pero yo misma la reviso impaciente en mi teléfono, y después miro a la que Wolf me ha llamado. Aún tengo unos cinco minutos.
De cuatro enormes bocados me termino la tostada.
Voy por segunda vez al baño a echarme perfume, desodorante y un poco de agua en los hombros. Resoplo apoyándome en el lavamanos.
Tengo un aspecto horrible, estoy roja como un tomate.
Vamos, Emily, solo es una reunión, da igual que sea con Wolf.
Como siempre antes de un evento importante, los nervios me la juegan en el último minuto provocándome un punzante dolor de estómago. Presa de un repentino retortijón, me arremango el vestido y me desplomo en el retrete.
—¡Jodeeeer...! —maldigo con los codos sudando sobre mis muslos.
Cuando salgo del baño ya voy cinco minutos tarde.
—Ayúdame con el vestido, por favor —le pido a Matt.
Se pone detrás de mí para subirme la cremallera.
—¿Vas sin sujetador?
—Cállate —le ordeno.
—¿Pretendes conseguir un aumento de sueldo? —se burla.
Trago saliva, su proximidad me altera. Controlo mi respiración cuando siento sus dedos tan cerca de la piel desnuda de mi espalda.
Matt, a diferencia de lo que haría cualquier otro hombre, no aprovecha la ocasión para quitarme el vestido. Después de subirme la cremallera, no sin esfuerzo, me da una palmada de ánimo en el culo. Matt está tan acostumbrado a mis miradas asesinas que ni se inmuta cuando le dedico una.
—Acuérdate de decirle esas cuatro cosas cuando lo tengas delante —me recuerda con una sonrisa irónica.
Hago alarde de paciencia al negar con la cabeza.
—Que te jodan, Matt —me despido.
Cierro la puerta tras de mí. Ocho minutos tarde. Wolf parece un hombre inflexible, y sé que cada minuto de retraso es un clavo más en mi ataúd.
Alessandro me espera junto a la puerta de la calle con un paraguas. Con las prisas, ni siquiera me he dado cuenta de que está lloviendo a raudales. Se me acerca para darme cobijo y me abraza hasta la puerta del coche.
—¡Perdone que llegue tarde! —le grito por encima de la tormenta.
Tomo asiento en la parte de atrás.
—Póngase el cinturón, señorita White, llegaremos a tiempo —me dice tan seguro de sí mismo que no puedo sino creerle.
Con un rápido movimiento sobre el cambio de marchas, arranca haciendo chillar los neumáticos; acelera como un cohete, hundiéndome en mi sitio.
Veo luces pasando por las ventanillas a derecha e izquierda. Alessandro adelanta tan rápido a los otros coches que da el efecto de que están parados. Se salta un semáforo en rojo. Dos semáforos más. Su mano experta golpea el cambio de marchas y derrapa tomando una curva cerrada.
—¡Vamos a matarnos! —chillo muerta de miedo.
—Agárrese, conozco un atajo.
Sin dudarlo un instante, se mete por un callejón tan estrecho que ha tenido que recoger los retrovisores para que no perderlos contra las paredes.
De un volantazo, se mete derrapando en la calle principal.
—¿Todo bien ahí atrás?
—¡¿Se ha vuelto loco?! —grito por la adrenalina.
—Va bene —se dice, con un acento italiano que nunca noté antes.
—¿Pero quién es usted?
—¿Creía que el señor Wolf contraría a un chófer cualquiera?
A diferencia de esta mañana, ahora su mirada está llena de vida. Tiene los ojos ardientes de un gamberro de veinte años.
—¡Cuidado, la policía! —Señalo al frente entre los dos asientos.
Pero Alessandro no afloja, al contrario. Pasamos como una exhalación junto al coche patrulla aparcado al final de la calle. Vamos tan rápido que ni se molestan en perseguirnos, conscientes de que nunca nos darán alcance.
Con otro volantazo nos metemos en el parking privado del rascacielos más alto de la ciudad.
Baja la velocidad hasta pararnos frente a la pesada puerta de acceso.
—Alessandro Giordano —dice sacando la cabeza por la ventanilla.
Una luz se enciende de color verde y se abre la compuerta.
—Wow... —es todo lo que puedo decir.
Más que un parking, parece una exposición en un concesionario de lujo. Allá donde mire hay coches carísimos que brillan como nuevos. Deportivos bajos de colores llamativos. Todoterrenos elegantes. Incluso limusinas.
Alessandro aparca el suyo junto a un Porsche impoluto.
—Hemos llegado —informa, bajándose para abrirme la puerta.
—Alessandro, ¿este rascacielos es del señor Wolf?
—Sí, señorita White, este es uno de los rascacielos de su propiedad.
—¿Uno...? —digo alucinada—. ¿Cuánto dinero tiene el señor Wolf...?
Hasta el suelo se ve como por estrenar de tan limpio que está.
—Sinceramente, apuesto que ni él lo sabe.
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