3
—¿De cuánto tiempo estamos hablando, señor Wolf? —lo provoco.
Roza con sus dientes el lóbulo de mi oreja.
—¿Cuánto estaría dispuesta a esperar?
Con un gesto cariñoso a la vez que posesivo, posando su mano en mi cuello, me tiende sobre la mesa y me acaricia la clavícula hasta donde le permite el sostén. Tengo dos botones del escote desabrochados.
Oh, joder... ni siquiera sé cuándo lo ha hecho.
Adrian Wolf es endemoniadamente bueno.
—Puedo hacerla esperar tanto como quiera, señorita White.
Su pantalón está tirante en la zona de la entrepierna.
—¿Está seguro? —me falla la voz de solo imaginar su tamaño.
Wolf recorre el espacio entre mis pechos con un dedo. Cierro los ojos con un suspiro impaciente. Pero en vez de quitármelo se incorpora, y la distancia que crece entre nuestros cuerpos se me hace insoportable.
—Como le dije, usted desea esto más que yo —dice.
Rodeo sus caderas con mis piernas para atraerlo y él a su vez me toma de la cintura y tira de mí aplastando mis bragas contra su enorme erección. Se me escapa un gemido débil. Hoy más que nunca siento la zona sensible, hinchada y húmeda. Todo mi cuerpo arde pidiendo sexo.
Adrian Wolf lo sabe.
—Deje de jugar conmigo —le suplico.
—¿Quiere que pare o que la folle de una vez?
Por una parte quiero detenerlo. Pero por otra quiero que me arranque la ropa, me sujete con firmeza y me la meta hasta el fondo.
Hago acopio de todas mis fuerzas para hacer lo correcto.
—Por favor, aquí no podemos...
Mi voz es casi inaudible.
—¿Puede repetirlo? —se burla subiéndome poco a poco la falda.
—Señor Wolf, por favor...
Tengo el corazón a mil.
—¿Por favor qué? —me reta.
Wolf me ha enrollado la falda en la cintura e introduce los pulgares por la goma de las bragas. Por mucho que mi mente quiera resistirse, mi cuerpo actúa por sí solo y me descubro levantando el trasero para que me las quite.
—Deténgase... —le pido con la respiración acelerada.
—Tendrá que esforzarse por sonar más convincente.
Comienza a deslizarlas por mis muslos y noto que su mirada se oscurece de deseo en cuanto ve mi pubis depilado, lo húmeda que estoy. Ha perdido la sonrisa. Se pone serio, respira pesadamente. Como yo, está tan excitado que no piensa con claridad. Debo pararlo antes de que sea demasiado tarde.
—Señor Wolf, ya basta —le ordeno con toda la autoridad que soy capaz de reunir, que no es mucha, dada la situación.
Wolf da un paso atrás, se pasa las manos por la cabeza. Resopla.
Verlo así de frustrado me hace sentir bien, más fuerte.
—¿Qué decía de mantener las piernas cerradas? —le recuerdo, ácida.
Bajo torpemente de la mesa. Aún me tiemblan las rodillas.
—Usted gana, señorita White —me concede, alisándose el traje.
Intento subirme las bragas, que se me enrollan en los muslos sudados.
—¿Ahora entiende por qué quiero modificar el inhibidor?
—Prometo que lo pensaré. —Habla como para sí mismo, sin mirarme, revisando los ojales de sus mangas—. Tendrá noticias mías en breves.
—¿De verdad? —Tengo ganas de gritar y de besarlo.
Por fin podré mantener mi apetito sexual bajo control, por fin podré tener una vida normal, con un novio, un futuro junto a alguien.
—No se emocione tan pronto, no sea niña.
Su respuesta cae sobre mí como un cubo de agua helada. Wolf me sonríe como la clase de monstruo que destruye los sueños de los demás por el simple placer de hacerlo. Por muy guapo que sea, sigue siendo un cretino. Voy a responderle mal cuando oigo que se abre la puerta del laboratorio y a mi jefa hablando con una chica. Cruzo una mirada con Adrian Wolf, la mía de rabia, la suya de indiferencia, antes de pasar por su lado como una flecha.
—La llamaré —se despide, tendiéndome la bata.
Se la arranco de las manos hecha una furia.
Al final del pasillo, junto a la puerta, está mi jefa, la doctora Stein, quien también fue mi tutora de licenciatura y de máster, una mujer cariñosa y atenta que se ha convertido en una especie de madre para mí.
—Emily, cielo, ¿va todo bien? —me intercepta antes de que pueda abandonar el laboratorio—. Te veo mala cara.
—Sí, sí, voy al baño, ahora vuelvo —me excuso.
—Pero cariño, ¡si estás ardiendo!
—De verdad, no pasa nada, solo es un poco de fiebre.
—Anda, anda, ve a casa, tómate el día libre.
Una vez afuera, en el silencioso pasillo de la sección B, uso la manga de la blusa para limpiarme el sudor de la frente, que me escuece en los ojos.
—¿Quieres? —una chica me ofrece un pañuelo de papel.
Cuando la miro directamente para agradecérselo, noto que se me seca la boca. Su mirada afilada de ojos rasgados me ha robado el habla.
Además de ser preciosa, desprende un no sé qué magnético. Sus ojos oscuros son como agujeros negros que me absorben.
—Gr-gracias... Soy Emily, e-encantada —logro decir.
—El chófer del señor Wolf la espera —me informa, sin aceptar la mano que le tiendo.
Reconozco su voz, es la chica con la que antes hablaba mi jefa. Durante el último año de carrera estudié con un ruso, sé cómo es su acento, así que sospecho que esta estúpida maleducada es rusa o de Europa del este, lo que explicaría sus facciones, demasiado angulosas para una asiática pura.
Gira sobre sí misma, guiándome.
Calculo que su vestido ceñido es más caro que toda la ropa de mi armario, y lo rellena maravillosamente con un cuerpo grácil de piernas larguísimas.
—Por aquí —dice, abriéndome la puerta al final del pasillo.
—Sé dónde está la salida —le espeto adelantándola.
En la calle, un coche negro aparcado cerca del edificio toca el claxon para llamar mi atención. Es de gama alta y tiene los cristales polarizados. Desbloquea las puertas en cuanto me acerco. Subo al asiento de atrás con un suspiro.
—Buenas tardes, soy Alessandro, un placer conocerla —me saluda el chófer a través del retrovisor—. Póngase el cinturón, en seguida la llevo a casa.
Después de un rato conduciendo en silencio, me pregunta:
—¿Un día duro?
—Ni se imagina —admito suspirando de nuevo.
—Tratar con el señor Wolf puede ser agotador.
Veo que sus ojos me sonríen desde el espejo. Parece un hombre cordial, más accesible que Wolf el prepotente o la zorra fría de su ayudante.
—Uf, no sé quién es peor, si él o la chica que lo acompaña —le digo.
—¿Ha conocido a Lin? —Contiene una risita—. Ahora entiendo su humor.
—Sí, supongo, ni siquiera me ha dicho su nombre.
Cruzo mis brazos mientras miro cómo pasan las calles por la ventanilla.
—Lin ha pasado por cosas terribles —dice como para sí mismo al cabo de un rato—. Por favor, no piense que la defiendo, pero...
Su mirada en el retrovisor parece la de un hombre comprensivo. Tiene los ojos verdes, muy tristes. Sin necesidad de que lo diga sé que él ha visto de primera mano esas cosas horribles de las que habla.
Aprieto el pañuelo que me dio Lin en mi puño.
—Perdone, no... no lo sabía —murmuro.
Alessandro calla, incómodo.
—No quería hacerla sentir culpable —se disculpa.
—Ni yo parecer irrespetuosa.
Volvemos a quedarnos en silencio.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Alessandro? —Él responde con un gesto afirmativo—. ¿El señor Wolf también ha pasado por cosas terribles?
Consigo que sonría tímidamente.
—Me temo que él no tiene excusa —me confiesa.
Para cuando quiero darme cuenta ya estamos frente a la puerta de mi apartamento. Tardo un poco en reaccionar, no entiendo cómo llegamos aquí.
—¿Cómo...? Alessandro, ¿le he dado mi dirección?
—Usted no. —Se gira un poco en su asiento y me sonríe avergonzado—. Lo hizo el señor Wolf.
—¿Cómo sabe él mi dirección? ¿Me ha investigado? —exclamo indignada.
Inspira pesadamente. Sin duda, odia tener que dar la cara por su jefe.
—Al señor Wolf le gusta saberlo todo de la gente que financia. —Contrae los labios, agacha la vista—. Se acabará acostumbrando, créame.
—¡Será posible! —Sacudo la cabeza sin dar crédito.
—Por su bien, es mejor que se acostumbre —me aconseja Alessandro cuando me estoy bajando del coche.
Doy grandes zancadas hacia la puerta de mi casa, cabreadísima. Solo me faltaba eso, tener que aguantar al acosador de Adrian Wolf. Diablos, lo acabo de conocer y ya lo odio. Odio que se crea con derecho a hacer lo que quiera.
¡Señor Wolf, no eres el dueño del mundo!
Pero sí el dueño de tu investigación, me dice una voz en mi cabeza.
Mierda. Mierda, mierda, mierda. ¡Cuánto lo odio!
Abro la puerta de mi casa como un huracán. Hago tanto ruido que Matt, quien estaba jugando a la videoconsola, se levanta a ver qué me ocurre.
Matt es mi compañero de piso desde hace dos años. Se podría decir que también es mi mejor amigo, aunque hay alguna cosa que otra que no le cuento, como el detalle "sin importancia" de que soy una súcubo.
Por eso nunca me he acostado con él por mucho que me atraiga.
Porque sí, lo admito, me atrae muchísimo. Básicamente estoy enamorada en secreto de él. Tiene más o menos mi edad, es buen chico, es inteligente, me entiende, se preocupa por mí y me hace reír, y además está buenísimo.
Por si eso fuera poco, baja la tapa del retrete.
Todo él es perfecto, y no quiero estropearlo por un polvo, que serían dos, después tres, a la semana sumaríamos veinte y al mes cien. Uno de los puntos más negativos de ser una súcubo es que mis parejas sexuales desarrollan una adicción, lo que, sumado a mi necesidad casi constante de sexo...
¡Vamos, Emily, deja de pensar en eso!
—¿Estás bien? —insiste Matt, demasiado cerca.
—Sí, solo tengo fiebre, no te acerques, no quiero contagiarte.
Otro punto negativo: cuando me excito, o cuando hace mucho que no mantengo relaciones con nadie, mi cuerpo libera unas feromonas muy potentes que encienden la libido de cualquiera que haya a mi alrededor.
Ahora, por ejemplo, acabo de provocarle una erección a Matt.
—¿Puedo ayudarte? —insiste.
—De verdad, estoy bien, voy a mi cuarto.
—¿Te traigo una infusión? ¿Una aspirina?
—Por favor, Matt, déjame en paz.
Corto la conversación cerrándole la puerta en la cara.
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