2


Uno de ellos me toma por detrás, me hunde los dedos en las caderas y me embiste sin cuartel. Siento cómo entra, cómo sale, cómo me llena. Gimo, o más bien lo intento. Porque el otro desconocido está enfrente, llenando mi boca, dejándome hacer.

Chupo, lamo, succiono, rodeo la punta con la lengua, cierro los ojos y me deleito con sus jadeos roncos de hombre maduro, con su sabor, con lo débil que parece y lo fuerte que me siento yo. Pongo todo mi empeño en hacer la mejor mamada del mundo, una de la que se acuerde, una mamada que lo haga volver a mí, que se grabe bajo su piel, que le impida pensar en otra cosa.

Pero no puedo demostrar mi técnica, no con el de atrás así, follándome tan duro, sin darme un respiro.

Los dos son muy fuertes, me tienen sometida.

Cuatro manos que me agarran, que me tocan, que me azotan.

—Emily.

Apenas puedo pensar, me ciega la proximidad del orgasmo.

—¿Señorita Emily White? —me llaman.

Abro los ojos de golpe. Vamos, Emily, céntrate en lo que estás haciendo, me digo, y me subo las gafas protectoras de plástico. Ahora no estás en la calle, sino en el laboratorio, en el trabajo. Deja de pensar en el fogoso trío de ayer.

—¿Es usted la investigadora White? —pregunta un hombre trajeado.

Su visión me quita el aliento, es guapísimo.

Ronda la treintena. Si llega a los cuarenta, se mantiene de maravilla. Va con el cabello perfectamente engominado hacia atrás, salvo por un mechón que le cae sobre la frente. Tiene la mirada seductora de un hombre de negocios hecho a sí mismo, la de un hombre que siempre consigue lo que se propone.

—Adrian Wolf. Encantado. —Aunque apenas se le nota, tiene acento.

Cuando sonríe al tenderme la mano me fijo en sus hoyuelos.

—H-hola, encantada —tartamudeo, y me pongo en pie para no sentirme tan pequeña.

Su mano engulle la mía en cuanto se la estrecho. Adrian Wolf es muy alto, mi cabeza queda a la altura de su pecho, y además es corpulento. Su elegante traje, sin duda hecho a medida, acentúa el ancho de sus hombros.

—El señor Wolf financia tu investigación —me informa mi jefa.

—Oh, vaya, gracias, no sé qué decir —rio nerviosa, alisándome la horrible bata blanca—, es un honor conocerle, agradecemos mucho su confianza.

—Por favor, el honor es mío, he oído maravillas de usted.

Estoy tan cohibida que no sé dónde mirar ni qué hacer.

—Emily es una investigadora brillante con mucho futuro, la mejor de su promoción, todo sobresalientes —me halaga mi jefa, y en seguida le hace un gesto a Adrian para que la siga—. Venga conmigo, le enseñaré las instalaciones.

—Si no es molestia preferiría que me las mostrara la señorita White —dice, mirándome de una forma en la que me resulta imposible negarme.

—C-claro, vamos.

El señor Wolf me sigue por el laboratorio. Su presencia, enorme a mis espaldas, me intimida. Todas mis explicaciones son torpes, de principiante. Él sonríe, me mira interesado y asiente con paternalismo. De algún modo, siento que ya sabe todo lo que le estoy contando, que solo estoy haciendo el ridículo.

—Por lo que dice, entiendo que pronto estará listo el inhibidor sexual en el que está trabajando —observa Wolf, acercándose a un tubo de ensayo con líquido rosa—. Revolucionaremos el mundo, señorita White. Calculamos que las violaciones y los abusos se reducirán hasta en un setenta por ciento.

—Ojalá pudiera ser el cien por cien —hablo para mí misma.

—Si es tan buena como dicen, seguro que lo consigue. —Ahora que lo veo de cerca, bajo la luz de los leds, recaigo en que tiene la mirada penetrante y los ojos ambarinos, los de un lobo—. Cuente conmigo para lo que necesite.

Doy un paso atrás, abrumada por su proximidad.

—Ahora que lo menciona, estoy trabajando en lo que podrían ser unas modificaciones del fármaco. —De pronto estoy agitada, sudo—. Había pensado que el inhibidor también bloqueara o redujera la libido de quien lo toma.

—¿Por qué querría alguien hacer eso?

Por descontado no puedo contarle la verdad, nadie creería que soy una súcubo que se alimenta de sexo, es de locos.

—Disculpe, supongo que es una tontería —murmuro.

—No, claro que no, solo quiero que me venda su idea, deme un por qué.

—De verdad, no tiene importancia, solo es un proyecto personal. —Tiro del cuello de mi camiseta, tengo tanto calor que me sobra la bata—. Como dijo que podía contar con usted para lo que necesitara...

—¿Y qué necesita, señorita White?

Aun sin pretenderlo suena seductor.

O peor aún, puede que sí lo pretenda.

Nerviosa, toda ruborizada, se me escapa una risa tonta.

—O sea, si usted quisiera colaborar...

—¿Colaborar en qué sentido? —me interroga, acercándose.

Una gota de sudor me baja rauda entre los pechos.

—Bueno, quizá colaborar no sea la palabra, es decir...

—¿Insinúa que me necesita para mantener a raya su libido? —me interrumpe, sonriendo como si me tuviera en la palma de su mano—. Si es eso, déjeme informarle que por desgracia se me conoce por provocar lo contrario.

—¿Pero qué está diciendo? —exclamo ahogada.

Doy un vistazo a mi alrededor. Por suerte nos esconden varias pantallas de mesas con sus respectivas estanterías, estamos fuera del campo de visión de mi jefa. Hay tanto silencio en el laboratorio que parece que estamos solos.

—Si quiere se lo explico en un lugar más privado.

—Puede explicármelo aquí, señor Wolf —murmuro cohibida.

—¿Está dispuesta a correr el riesgo?

Guardo silencio mientras él espera mi respuesta. Todo está tan tranquilo que casi puedo escuchar el latido de mi corazón desbocado. El señor Wolf me arrincona contra una mesa de muestras. Se me acelera la respiración.

A esta distancia huelo su caro perfume.

—Pues claro que está dispuesta —responde por mí.

Coloca un mechón detrás de mi oreja con un cariño, un mimo, que sé que es directamente proporcional a lo duro que quiere follarme. Contengo las ganas de besarle la muñeca cerca de su elegante reloj de diseño.

—¿Puedo quitarle esto? —pregunta.

Tengo tanto calor que puede quitarme lo que quiera cuando quiera.

—Se ve ridícula —dice, y en cuanto me las toca recuerdo que aún llevo puestas las gafas protectoras a modo de diadema.

Deja las gafas en la mesa que tengo a mis espaldas.

Sin que me lo pida, dejo que también me quite la bata, que se desliza por mis brazos al suelo.

Wolf recorre mi cuerpo con la mirada.

—¿De qué quería hablar en privado, señor Wolf? —pregunto.

Sus ojos están clavados en los botones de mi escote.

Retengo el impulso de abrírmelo. Sé que no pararía hasta desnudarme entera, y no puedo dejar que eso ocurra aquí, en el laboratorio.

Wolf me acorrala poniendo ambas manos a mis lados, sobre la mesa.

—¿De qué cree que quiero hablar?

Su aliento acaricia mis labios.

Poco a poco se acerca. Respira en mi boca ya entreabierta.

Amo cómo huele, cómo me mira, cómo me tienta. Amo que me tenga contra las mesas, que quiera poseerme aquí y ahora, que me desee al punto de poder arriesgarlo todo, su carrera, su imagen, su proyecto, por un polvo.

El señor Wolf tiene tanta hambre que podría saciarme durante meses.

—Tú quieres esto más que yo —gruñe, con su boca a un centímetro de la mía.

Pero el maldito se retira antes de que pueda besarlo.

—¿Cuándo te convertiste en súcubo? —me pregunta.

Es como un disparo a quemarropa.

—¿C-cómo...? —titubeo conmocionada.

—¿Desde cuándo?

—¿Cómo lo sabe? —Palpo la mesa a mis espaldas en busca de cualquier cosa que pueda usar para defenderme.

—Tranquila, señorita White, soy como usted.

Con parsimonia me quita la botella de vidrio que tengo en la mano.

—Señor Wolf, usted... ¿es un súcubo? —vacilo.

—Un íncubo. A los súcubos hombres se nos llama íncubos —me corrige—. Pero no nos perdamos en los detalles. A efectos prácticos, sí, soy como usted.

—¿Cómo ha sabido que yo...?

—Se nota. Usted también debió darse cuenta —dice, mientras me seca con un pañuelo de seda la gota de sudor en mi cuello—. ¿Verdad que notó que no soy un hombre cualquiera? Eso fue lo que la ha excitado tanto.

—¿Perdone? —salto ofendida.

—Mírese, ¿va a negarlo?

Desliza su mano bajo mi falda. Abro las piernas inconscientemente.

—Apuesto a que la humedad de aquí abajo no se debe al sudor.

Trago saliva, me muerdo el labio.

—¿Cuánto tiempo hace que es una súcubo? —insiste.

—Unos cuatro o cinco años.

Sube su mano lentamente por la cara interior de mi muslo.

—¿Por eso quiere modificar el inhibidor? —Su mirada intensa me quita el habla—. ¿Tanto le cuesta mantener las piernas cerradas?

Adrian Wolf me enciende la piel, me nubla la cabeza.

Tardo unos segundos en responder.

—¿Pero usted qué se ha...?

—Conmigo no tiene que hacerse la digna, señorita White —me dice, tomándome del culo para subirme sin dificultad a la mesa—, admita que desde que me ha visto solo puede pensar en cómo se sentirá tenerme dentro.

Su seguridad me pone húmeda.

Poso mis manos sobre sus poderosos brazos, y aunque quiero, no hago el menor esfuerzo por apartarlo de mí. Me descubro atrapando con mis dedos las solapas de su traje. Quiero arrancárselo junto con la camisa.

—Hace más de diez años que soy un íncubo.

—¿Y a mí qué?

—Que mis necesidades son más fuertes que las suyas —me informa, con una mirada tan fría que quema—, y sin embargo aún no te estoy follando.

—¿Aún? —jadeo.

—Cuestión de tiempo —gruñe en mi oído.

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