La aventura de Wisteria Lodge

II. El Tigre de San Pedro

Tras una larga y melancólica caminata de un par de millas, llegamos a un portón de madera, por el que se entraba a un lóbrego paseo flanqueado por castaños. El ondulado y sombrío sendero nos condujo a una casa baja y oscura, una masa negra como el carbón que se recortaba contra un cielo color pizarra. En la ventana delantera de la izquierda se advertía un débil resplandor de luz.

—Hay un agente de guardia —dijo Baynes—. Llamaré a la ventana.

Atravesó el césped y golpeó el vidrio con la mano. A través del empañado cristal vi una figura borrosa que se levantaba de una silla colocada junto a la chimenea, y oí un agudo chillido en el interior de la habitación. Un instante después, un policía pálido y jadeante nos abría la puerta, sosteniendo a duras penas una vela en su mano temblorosa.

—¿Qué ocurre, Walters? —preguntó Baynes secamente.

El hombre se secó la frente con un pañuelo y dejó escapar un largo suspiro de alivio.

—Me alegro de que haya venido, señor. Ha sido una guardia muy larga y creo que mis nervios ya no son lo que eran.

—¿Sus nervios, Walters? Jamás habría pensado que tuviera usted un solo nervio en su cuerpo.

—Verá, señor, es esta casa tan solitaria y silenciosa, y esa cosa rara de la cocina... Y cuando usted golpeó la ventana, creí que eso había vuelto.

—¿Que había vuelto quién?

—El diablo, o lo que quiera que fuese. Estaba en la ventana.

—¿Quién estaba en la ventana y cuándo?

—Hace como unas dos horas. Estaba empezando a oscurecer. Yo estaba leyendo, sentado en la silla. No sé qué es lo que me hizo levantar la mirada, pero ahí en la ventana había una cara mirándome. ¡Y qué cara, señor! Estoy seguro de que la seguiré viendo en sueños.

—Vamos, vamos, Walters. Esa no es manera de hablar para un agente de policía.

—¡Ya lo sé, señor, ya lo sé! Pero me asustó, y no sirve de nada negarlo. No era negro, ni blanco, ni de ningún otro color que yo conozca, sino de una tonalidad rara, como de arcilla salpicada de leche. Y el tamaño de la cabeza... el doble que la suya, señor. Y su aspecto..., los ojos enormes y saltones, la hilera de dientes blancos, como los de una fiera hambrienta... Le aseguro, señor, que no pude mover ni un dedo, ni recobré el aliento hasta que se apartó de la ventana y desapareció. Entonces salí corriendo y miré entre los arbustos, pero gracias a Dios no había nadie allí.

—Si no supiera que es usted un hombre de confianza, Walters, esto que dice le costaría una sanción. Aunque hubiera sido el mismo diablo, un policía de servicio nunca debe dar gracias a Dios por no haber podido echarle el guante. Supongo que todo esto no habrá sido una visión o un ataque de nervios.

—Eso, al menos, es muy fácil de comprobar —dijo Holmes, encendiendo su linternita de bolsillo—. Sí —dijo tras una breve inspección del césped—. Yo diría que es un zapato del número doce. Si el resto del cuerpo estaba en proporción al pie, tiene que tratarse de un gigante.

—¿Y qué ha sido de él?

—Parece haber atravesado los arbustos y salido a la carretera.

—Bien —dijo el inspector, con expresión seria y pensativa—. Quienquiera que haya sido, y buscara lo que buscara, por el momento se ha largado, y ahora tenemos asuntos más urgentes que atender. Señor Holmes, si le parece bien, voy a enseñarle la casa.

El minucioso registro de los diversos dormitorios y salas no había aportado nada. Al parecer, los inquilinos habían traído muy pocas cosas y todo el mobiliario, hasta los menores detalles, se había alquilado junto con la casa. Había mucha ropa de cama con la etiqueta de Marx & Co., de High Holborn. Un rápido intercambio telegráfico había demostrado ya que el señor Marx no sabía nada de su cliente, exceptuando que pagaba a tocateja. También había algunos objetos personales, entre ellos pipas, unas cuantas novelas —dos de ellas en español—, un revólver antiguo de percusión por aguja y una guitarra.

—Aquí no hay nada de interés —dijo Baynes, avanzando, vela en mano, de habitación en habitación—. Pero ahora, señor Holmes, quiero que vea lo que hay en la cocina.

La cocina era una pieza sombría, de techo alto, situada en la parte posterior de la casa, con un camastro de paja en un rincón, donde, al parecer, dormía el cocinero. La mesa estaba cubierta por un montón de platos sucios y fuentes con los restos de la cena de la noche anterior.

—Fíjese en eso —dijo Baynes—. ¿Qué le parece?

Levantó la vela y alumbró un objeto extrañísimo, colocado sobre un aparador. Estaba tan arrugado, encogido y marchito que resultaba difícil decir qué podía haber sido. Solo se notaba que era negro y coriáceo y que presentaba un cierto parecido con una figura humana de tamaño muy pequeño. Al principio creí que se trataba de un bebé de raza negra momificado. Pero luego me quedé con la duda de si era un animal o un ser humano. Una doble hilera de conchas blancas ceñía su cintura.

—Muy interesante, pero que muy interesante —dijo Holmes, contemplando la siniestra reliquia—. ¿Hay algo más?

Sin decir palabra, Baynes nos condujo hacia el fregadero y adelantó la vela. Estaba lleno con los restos de un ave blanca de gran tamaño, despedazada de manera salvaje y sin desplumar. Holmes señaló la cresta de la cabeza cortada.

—Un gallo blanco —dijo—. Esto es interesantísimo. Tenemos un caso curioso de verdad.

Pero el señor Baynes había guardado para el final la exhibición más siniestra. Sacó de debajo del fregadero un cubo de cinc que contenía una cierta cantidad de sangre, y a continuación tomó de la mesa una fuente llena de trocitos de hueso chamuscado.

—Aquí han matado algo y luego lo han quemado. Rescatamos todos estos restos del fuego. Esta mañana hicimos venir a un médico, y dice que no son humanos.

Holmes sonrió y se frotó las manos.

—Tengo que felicitarle, inspector, por la manera en que está manejando este caso tan original y tan instructivo. Si no se lo toma a ofensa, le diré que sus facultades parecen superiores a las oportunidades que se le presentan.

En los ojillos del inspector Baynes brilló un relámpago de satisfacción.

—Tiene usted razón, señor Holmes. Aquí en provincias nos estancamos. Un caso como este representa una oportunidad, y confío en poder aprovecharla. ¿Qué opina usted de estos huesos?

—Yo diría que son de cordero, o de cabrito.

—¿Y el gallo blanco?

—Muy curioso, señor Baynes, muy curioso. Casi diría que es algo único.

—Sí, señor, en esta casa tiene que haber vivido gente muy rara, con costumbres igual de raras. Uno de ellos ha muerto. ¿Fueron sus compañeros los que le siguieron y lo mataron? Si fueron ellos, los agarraremos, porque tenemos vigilados todos los puertos. Pero yo lo veo de otro modo. Sí, señor, lo veo de un modo muy diferente.

—¿Así que tiene una teoría?

—Y quiero sacarla adelante por mí mismo, señor Holmes. Es cuestión de amor propio. Usted ya tiene una reputación, pero yo aún tengo que labrarme la mía. Cuando el caso esté concluido, me gustaría poder decir que lo resolví sin su ayuda.

Holmes se echó a reír de buena gana.

—Muy bien, inspector, muy bien —dijo—. Usted siga su camino y yo seguiré el mío. Los resultados que yo obtenga estarán siempre a su disposición si decide recurrir a mí. Creo que ya he visto todo lo que había que ver en esta casa y que aprovecharé mejor el tiempo en otra parte. Au revoir, y buena suerte.

Yo me había dado cuenta, por numerosos indicios sutiles que habrían pasado desapercibidos a cualquiera menos a mí, de que Holmes estaba ya sobre la pista. Aunque a primera vista parecía tan impasible como siempre, había una tensión contenida en el brillo de sus ojos y una ansiedad latente en su manera de actuar que me indicaban que la caza había comenzado. Como de costumbre, no me dijo nada; y yo, como de costumbre, no le pregunté nada. Me bastaba con participar en la cacería y aportar mi humilde ayuda en la captura, sin distraerle de su concentración con interrupciones innecesarias. Ya me enteraría de todo a su debido tiempo.

Así que esperé; pero esperé en vano, con profunda desilusión por mi parte. Pasó un día tras otro, y mi amigo no avanzó ni un paso. Se pasó toda una mañana en Londres, y supe, por un comentario casual, que había visitado el Museo Británico. Exceptuando este viaje, ocupaba los días en largos y generalmente solitarios paseos, o charlando con varios chismosos del pueblo, con los que había trabado conocimiento.

—No cabe duda, Watson, de que una semana en el campo le sienta a uno de maravilla —comentó un día—. Es muy agradable observar los primeros brotes verdes en los setos y ver salir los amentos de los avellanos. Se pueden pasar días muy instructivos con una escarda, una caja de lata y un libro de botánica elemental.

Y era cierto que andaba por ahí con este equipo, aunque al final de la jornada traía a casa unos muestrarios de plantas muy reducidos.

De vez en cuando, tropezábamos en nuestras correrías con el inspector Baynes. Su rostro ancho y colorado se deshacía en sonrisas y sus ojillos resplandecían cada vez que saludaba a mi compañero. No decía casi nada sobre el caso, pero por lo poco que decía dedujimos que no le disgustaba la marcha de los acontecimientos. Sin embargo, tengo que reconocer que me quedé algo sorprendido cuando, cinco días después del crimen, abrí el periódico de la mañana y leí en grandes titulares:

EL MISTERIO DE OXSHOTT SOLUCIONADO

DETENCIÓN DEL PRESUNTO ASESINO

Holmes saltó de su asiento cuando le leí los titulares, como si le hubieran pinchado.

—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¿Quiere decir que Baynes le ha cogido?

—Eso parece —respondí, leyendo a continuación el siguiente reportaje:

Ha producido gran sensación en todo el distrito de Esher la noticia, comunicada la pasada noche, de que se ha practicado una detención en el caso del asesinato de Oxshott. Como nuestros lectores recordarán, la víctima fue el señor García, de Wisteria Lodge, cuyo cadáver se encontró en Oxshott Common con señales de extrema violencia. Aquella misma noche desaparecieron su criado y su cocinero, lo cual hizo sospechar que estos pudieran haber participado en el crimen. Aunque no se llegó a demostrar, se apuntó la posibilidad de que el caballero asesinado guardara en su casa objetos de valor, cuyo robo habría podido ser el móvil del crimen. El inspector Baynes, encargado del caso, no ha escatimado esfuerzos para localizar el escondite de los fugitivos, y tenía buenas razones para suponer que estos no habían ido muy lejos, sino que se encontraban ocultos en algún refugio preparado de antemano. No obstante, desde un principio estuvo convencido de que acabaría por detectarlos, ya que el cocinero, según el testimonio de uno o dos comerciantes que habían tenido ocasión de verlo a través de la ventana, era un hombre de aspecto sumamente llamativo: un mulato gigantesco y feísimo, con rasgos acusadamente negroides, pero de piel amarillenta. Este hombre ha sido visto después del crimen, concretamente la noche después, cuando tuvo la audacia de regresar a Wisteria Lodge, y fue descubierto y perseguido por el agente de policía Walters. El inspector Baynes, convencido de que esta visita tenía que tener algún motivo y que, por lo tanto, era probable que se repitiera, retiró la guardia de la casa, pero tendió una emboscada en el bosquecillo de arbustos. Anoche, el fugitivo cayó en la trampa y fue capturado tras una feroz lucha, en el transcurso de la cual el agente Downing sufrió una grave mordedura. Según hemos podido saber, la policía solicitará al juzgado que decrete la prisión del detenido, y se espera que su captura aporte trascendentales novedades al caso.

—Es preciso que veamos a Baynes inmediatamente —exclamó Holmes, recogiendo su sombrero—. Todavía estamos a tiempo de alcanzarlo antes de que salga de su casa.

Bajamos la calle corriendo y, tal como habíamos esperado, encontramos al inspector en el momento de salir de su domicilio.

—¿Ha visto el periódico, Holmes? —preguntó, enseñándonos un ejemplar.

—Sí, Baynes, lo he visto. Por favor, no se lo tome a mal si le hago una advertencia de amigo.

—¿Una advertencia, señor Holmes?

—He examinado este caso con cierto detenimiento, y no estoy convencido de que vaya usted por el camino correcto. No me gustaría que se comprometiera usted demasiado antes de estar seguro de las cosas.

—Es usted muy amable, señor Holmes.

—Le aseguro que lo digo por su bien.

Por un momento, me pareció observar una especie de guiño en uno de los ojillos del inspector Baynes.

—Quedamos de acuerdo en trabajar cada uno a su manera, señor Holmes, y eso es lo que estoy haciendo.

—Oh, muy bien —dijo Holmes—. Luego no me eche a mí la culpa.

—No, señor. Estoy seguro de que lo hace con buena intención. Pero cada uno tiene sus sistemas, señor Holmes. Usted tiene los suyos y puede que yo tenga los míos.

—No se hable más del asunto.

—No tengo ningún inconveniente en comunicarle mis novedades. Este fulano es un auténtico salvaje, tan fuerte como un caballo percherón y feroz como un demonio. Casi le arranca el pulgar a Downing de un mordisco antes de que pudiéramos dominarlo. Apenas habla inglés, y no hemos podido sacarle nada más que gruñidos.

—¿Y cree usted poder demostrar que él asesinó a su difunto señor?

—Yo no he dicho eso, señor Holmes, yo no he dicho eso. Todos tenemos nuestros pequeños trucos. Use usted los suyos y yo usaré los míos. Ése era el trato.

Holmes se encogió de hombros mientras nos alejábamos.

—No entiendo a este hombre. A mí me parece que se va a pegar un buen batacazo. Pero, como él dice, que cada uno lo intente a su manera, y ya veremos lo que sale. Pero hay algo en el inspector Baynes que no acabo de entender.

Cuando estuvimos de regreso en nuestra habitación del Toro, Sherlock Holmes se decidió:

—Siéntese en esta silla, Watson. Quiero ponerle al corriente de la situación, ya que puedo necesitar su ayuda esta noche. Permítame que le exponga la evolución de este caso, hasta donde yo he podido seguirla. A pesar de que, en sus aspectos fundamentales, resultaba bastante sencillo, ha presentado unas dificultades sorprendentes en lo referente a detener al culpable. En este sentido aún existen huecos que tenemos que rellenar.

»Vamos a retroceder hasta la nota que le entregaron a García la noche de su muerte. Podemos descartar esa idea que tiene Baynes de que los criados están implicados en el asunto. La prueba de que no fue así la tenemos en el hecho de que fue el propio García quien organizó la presencia de Scott Eccles, que no podía tener otra finalidad que la de asegurarle una coartada. Así pues, era García quien tenía un asunto entre manos aquella noche, y al parecer un asunto delictivo, en el curso del cual encontró la muerte. Lo del asunto delictivo lo digo porque solo un hombre que planea un delito se toma la molestia de prepararse una coartada. Y teniendo esto en cuenta, ¿quién tiene más probabilidades de haber acabado con su vida? Sin duda, la persona contra quien iba dirigido el intento criminal. Hasta aquí, me parece que pisamos terreno firme.

»Ahora ya podemos entender la razón de que desaparecieran los criados de García. Todos ellos estaban confabulados en el mismo delito desconocido. Si hubiera salido bien y García hubiera regresado, toda posible sospecha habría quedado disipada por el testimonio del inglés, y todo habría ido bien. Pero la empresa era peligrosa, y si García no regresaba a cierta hora, era probable que el intento le hubiera costado la vida. Así pues, tenía convenido que, de ocurrir tal cosa, sus dos subordinados correrían a esconderse en algún lugar preparado de antemano, donde podrían eludir las investigaciones y estar en condiciones de repetir la intentona más adelante. Eso explicaría todos los hechos, ¿no cree?

Toda la inexplicable maraña pareció desenredarse ante mis ojos. Como siempre, me asombró no haber visto antes una cosa tan evidente.

—Pero ¿por qué habría de regresar uno de los sirvientes?

—Podemos suponer que, con la confusión de la huida, se debieron dejar olvidado algo muy importante, algo de lo que no se resignaban a prescindir. Eso explicaría su persistencia, ¿no?

—Muy bien. ¿Y cuál es el siguiente paso?

—El siguiente paso es la nota que recibió García durante la cena. Eso indica que tenían un cómplice en el otro lado. Ahora bien, ¿dónde estaba el otro lado? Ya le he demostrado que solo podía tratarse de una casa grande, y el número de casas grandes es reducido. Mis primeros días en este pueblo los dediqué a hacer una serie de paseos, durante los cuales, y en los intervalos de mis investigaciones botánicas, llevé a cabo un reconocimiento de todas las casas grandes del distrito y estudié la historia familiar de sus inquilinos. Una casa, y solo una, me llamó la atención. Me refiero a la famosa mansión jacobina de High Gable, situada al otro lado de Oxshott, a una milla de distancia del pueblo y a menos de media milla del lugar de la tragedia. Las otras mansiones pertenecen a gente prosaica y respetable, que vive aislada de todo lo romántico y novelesco. Pero el señor Henderson, de High Gable, era un hombre extraño en muchos aspectos, a quien muy bien podrían ocurrirle aventuras extrañas. Así pues, concentré mi atención en él y en los demás ocupantes de la casa.

»Son una pesadilla la mar de rara, Watson, y él es el más raro de todos. Me las arreglé para verle con un pretexto aceptable, pero me pareció advertir en sus ojos oscuros, hundidos y melancólicos, que se daba perfecta cuenta de mis verdaderas intenciones. Es un hombre de unos cincuenta años, fuerte, activo, de cabellos grises y cejas espesas y negras, con andares de ciervo y aires de emperador. Un hombre impetuoso, dominante, cuya cara de pergamino oculta un carácter turbulento. O es extranjero o ha vivido mucho tiempo en los trópicos, porque está amarillento y reseco, aunque se le ve duro como un látigo. Su amigo y secretario, el señor Lucas, es extranjero sin lugar a dudas: de color chocolate, marrullero, zalamero y felino, con una suavidad venenosa en la manera de hablar. Como ve, Watson, ya nos hemos topado con dos grupos de extranjeros, uno en Wisteria Lodge y otro en High Gable, y nuestros huecos empiezan a llenarse.

»Estos dos hombres, que son amigos íntimos, constituyen el centro de la casa; pero hay otra persona que puede tener aún más importancia para lo que a nosotros nos interesa. Henderson tiene dos hijas, de once y trece años, y su institutriz es una tal señorita Burnet, una inglesa de unos cuarenta años. Hay también un criado de confianza. Este pequeño grupo forma la verdadera familia, porque siempre viajan juntos, y Henderson es un viajero infatigable, que anda siempre de un lado para otro. Hace solo unas semanas que regresó a High Gable después de un año de ausencia. Debo añadir que es inmensamente rico y puede permitirse cualquier capricho. Además de ellos, la casa está llena de mayordomos, lacayos, doncellas y demás elementos sobrealimentados e inactivos que forman el servicio habitual de las grandes mansiones rurales inglesas.

»De todo esto me enteré, en parte gracias a los chismosos del pueblo y en parte gracias a mis propias observaciones. No existe mejor instrumento que un criado despedido y rencoroso, y yo tuve la suerte de encontrar uno. He dicho que fue una suerte, pero no lo habría encontrado si no hubiera estado buscándolo. Como dice Baynes, cada uno tiene sus sistemas. Mi sistema me permitió encontrar a John Warner, antiguo jardinero de High Gable, despedido en un arranque de malhumor del autoritario caballero. Warner, a su vez, tenía amigos entre los sirvientes de la casa, unidos por el miedo y la antipatía hacia su señor. Allí estaba la llave que me abriría la puerta de sus secretos.

»¡Vaya una gente más rara, Watson! No pretendo haberme enterado de todo, pero le digo que son gente muy rara. La casa tiene dos alas, y los sirvientes viven todos en un lado y la familia en el otro. Entre los dos grupos no hay más conexión que el criado de confianza de Henderson, que sirve las comidas de la familia. Todo se lleva hasta una puerta, que constituye la única comunicación. La institutriz y las niñas apenas salen, excepto al jardín. El propio Henderson jamás da un paso solo, ni por casualidad. El secretario moreno es como su sombra. Entre los sirvientes circula el rumor de que su jefe tiene un miedo terrible de algo. "Vendió su alma al diablo a cambio de dinero —dice Warner— y ahora espera que su acreedor se presente a reclamar lo que es suyo". Nadie tiene ni idea de quiénes son ni de dónde vinieron. Y son gente muy violenta. En dos ocasiones, Henderson ha llegado a azotar a alguien con un látigo, y solo su abultada bolsa y el pago de fuertes compensaciones le han librado de los tribunales.

»Y ahora, Watson, analicemos la situación a la luz de estos nuevos datos. Vamos a suponer que la carta procedía de esta extraña casa, y que se trataba de una invitación a García para que intentara llevar a cabo algo que ya tenían planeado. ¿Quién escribió la nota? Tuvo que ser alguien del círculo interno, y sabemos que fue una mujer. ¿Quién podría ser sino la señorita Burnet, la institutriz? Todos nuestros razonamientos parecen apuntar en esa dirección. En cualquier caso, podemos utilizarlo como hipótesis de trabajo y ver adonde nos conduce. Tengo que añadir que la edad y el carácter de la señorita Burnet permiten descartar de manera definitiva mi primera suposición de que podría haber un asunto de amor en el fondo de la historia.

»Si fue ella quien escribió la nota, es de suponer que fuera amiga y cómplice de García. ¿Qué se puede esperar que haya hecho al enterarse de su muerte? Si García murió tratando de llevar a cabo algo inconfesable, no le quedará más remedio que mantener la boca cerrada. Pero aun así, es probable que sienta odio y rencor contra los que le mataron, y que esté dispuesta a ayudar en lo que pueda para vengarse de ellos. ¿Habría alguna posibilidad de hablar con ella y tratar de conseguir su ayuda? Eso fue lo primero que se me ocurrió. Pero ahora llegamos a un hecho siniestro. Desde la noche del crimen, nadie ha visto a la señorita Burnet. Se ha esfumado por completo desde aquella noche. ¿Está viva? ¿Acaso encontró la muerte la misma noche que el amigo al que había citado? ¿O simplemente la tienen prisionera? Esto es algo que todavía tenemos que resolver.

»Supongo, Watson, que se dará cuenta de lo difícil de la situación. No tenemos nada en que apoyarnos para solicitar una orden de registro. Si le explicásemos a un magistrado todas estas suposiciones, le parecerían ridículas. La desaparición de la mujer no significa nada, porque en esa casa tan extraña cualquiera de sus habitantes puede permanecer invisible toda una semana. Y sin embargo, es posible que en este mismo momento su vida corra peligro. Lo único que puedo hacer es tener la casa vigilada, poniendo a mi agente Warner de guardia ante la puerta. Pero no podemos dejar que esta situación se prolongue más. Si la ley no puede hacer nada, tendremos que correr nosotros con el riesgo.

—¿Qué es lo que propone?

—Sé dónde está la habitación de la Burnet, y se puede llegar a ella desde el tejado de un cobertizo. Propongo que usted y yo vayamos allí esta noche y tratemos de penetrar hasta el corazón del misterio.

Debo confesar que no me pareció una proposición muy atractiva. La vieja mansión con su atmósfera de crimen, los extraños y temibles habitantes, los peligros desconocidos de la incursión y el hecho de que al entrar nos colocábamos en una posición legal bastante dudosa contribuían a apagar mi entusiasmo. Pero el frío razonamiento de Holmes tenía algo que hacía que resultara imposible escurrir el bulto ante cualquier aventura que él pudiera recomendar. Uno sabía que así, y solo así, se podía encontrar una solución. Le estreché la mano en silencio y la suerte quedó echada.

Pero el Destino no quiso que nuestra investigación tuviera un final tan aventurero. Serían aproximadamente las cinco, y empezaban a caer las sombras de la tarde de marzo, cuando un campesino muy excitado se precipitó en nuestra habitación.

—¡Se han ido, señor Holmes! Se han marchado en el último tren. La mujer escapó, y la tengo abajo, en un coche.

—¡Excelente, Warner! —exclamó Holmes, poniéndose en pie de un salto—. Watson, los huecos se van llenando rápidamente.

En el coche encontramos a una mujer medio desmayada de agotamiento nervioso. En su rostro aguileño y demacrado se advertían las huellas de alguna tragedia reciente. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero cuando la alzó y dirigió hacia nosotros sus ojos sin brillo, vi que sus pupilas eran simples puntitos negros en el centro de un amplio iris de color gris. La habían drogado con opio.

—Yo estaba vigilando la puerta, como usted me dijo, señor Holmes —dijo nuestro emisario, el jardinero despedido—. Cuando salió el carruaje, lo seguí hasta la estación. Ella iba como sonámbula; pero cuando intentaron subirla al tren, volvió a la vida y se resistió. La metieron en el vagón a la fuerza, pero ella consiguió salir de nuevo. Entonces yo corrí en su ayuda, la metí en un coche y aquí nos tiene. Jamás olvidaré la cara de Henderson, mirándome a través de la ventanilla cuando me la llevé. No me quedaría mucho tiempo de vida si de él dependiera. ¡Ese demonio amarillo y rabioso, con su mirada siniestra!

Llevamos a la señorita a nuestra habitación, la tendimos en el sofá y con un par de tazas de café del más fuerte conseguimos despejar su cerebro de las nieblas de la droga. Holmes había hecho avisar a Baynes, y le explicó la situación en pocas palabras.

—Caramba, señor mío, me ha proporcionado usted precisamente la prueba que andaba buscando —dijo el inspector calurosamente, estrechándole la mano a mi amigo—. Desde un principio he estado siguiendo la misma pista que usted.

—¡Cómo! ¿Andaba usted detrás de Henderson?

—Le diré, señor Holmes, que, mientras usted se arrastraba sigilosamente entre los arbustos de High Gable, yo estaba subido a uno de los árboles de la plantación y le veía desde arriba. Solo era cuestión de ver quién conseguía la prueba antes.

—Y entonces, ¿por qué detuvo usted al mulato?

Baynes se echó a reír.

—Estaba seguro de que Henderson, como él se hace llamar, se daba cuenta de que sospechábamos de él; y mientras se creyera en peligro, se portaría con absoluta discreción y no daría un paso. Así que detuve a un falso culpable para hacerle creer que ya no le vigilábamos. Estaba convencido de que entonces intentaría largarse y eso nos daría una oportunidad de acercarnos a la señorita Burnet.

Holmes puso la mano en el hombro del inspector.

—Llegará usted muy alto en su profesión. Tiene intuición e instinto —dijo.

Baynes se sonrojó de placer.

—He tenido a un agente de paisano vigilando la estación toda la semana. Vayan donde vayan esas gentes de High Gable, mi hombre no los perderá de vista. Supongo que habrá pasado un mal rato cuando vio que la señorita Burnet se escapaba; pero, como su hombre se hizo cargo de ella, todo ha terminado bien. Está claro que sin la declaración de la señorita no podemos detener a nadie, así que cuanto antes obtengamos esa declaración, mejor.

—Se va recuperando rápidamente —dijo Holmes, echando un vistazo a la institutriz—. Pero dígame, Baynes, ¿quién es ese Henderson?

—Henderson —respondió el inspector— es, en realidad, don Murillo, conocido en otros tiempos como el Tigre de San Pedro.

¡El Tigre de San Pedro! La historia completa de aquel hombre pasó como un relámpago por mi cabeza. Se había hecho famoso como el tirano más depravado y sanguinario que jamás hubiera gobernado un país con pretensiones de civilizado. Un hombre fuerte, valeroso y enérgico, virtudes que le bastaron para imponer sus odiosos vicios durante diez o doce años a un pueblo acobardado. Su nombre infundía terror en toda América Central. Al final, la población se había levantado contra él, pero el tirano era tan astuto como cruel, y al primer rumor de lo que se avecinaba había hecho cargar en secreto sus riquezas a bordo de un barco tripulado por leales partidarios suyos. Al día siguiente, los insurgentes solo pudieron asaltar un palacio vacío. El dictador, sus dos hijas, su secretario y sus tesoros se les habían escapado. Desde aquel momento, fue como si Murillo se hubiera desvanecido de la faz de la Tierra, y su posible identidad era frecuente tema de comentarios en la prensa europea.

—Sí, señor: don Murillo, el Tigre de San Pedro —repitió Baynes—. Si se toma la molestia de consultarlo, señor Holmes, comprobará que los colores de San Pedro son el verde y el blanco, como se decía en la nota. El se hacía llamar Henderson, pero yo le he seguido la pista a su paso por París, Roma, Madrid y Barcelona, donde llegó su barco en el 86. Desde entonces, le andan buscando para vengarse, pero hasta ahora no habían podido localizarlo.

—Lo descubrieron hace un año —dijo la señorita Burnet, que se había incorporado y seguía con gran interés la conversación—. Ya se hizo un atentado contra su vida, pero algún espíritu maligno le protegió. Y ahora, una vez más, ha sido el noble y caballeroso García quien ha caído, mientras el monstruo escapa sano y salvo. Pero vendrá otro, y luego otro, hasta que por fin se haga justicia; eso es tan seguro como que mañana saldrá el sol.

Mientras decía esto, apretaba sus delgadas manos y el odio hacía que su ya demacrado rostro se volviera aún más pálido.

—¿Pero cómo se vio usted metida en este asunto, señorita Burnet? —preguntó Holmes—. ¿Cómo es posible que una dama inglesa participe en semejante intriga asesina?

—Me uní a ella porque no había en el mundo otra manera de hacer justicia. ¿Qué le importan a la justicia inglesa los ríos de sangre que corrieron hace años en San Pedro, o el barco cargado de tesoros que este hombre robó? Para ustedes, es como si se tratara de crímenes cometidos en otro planeta. Pero nosotros sabemos qué es eso. Hemos aprendido la verdad a fuerza de dolor y sufrimientos. Para nosotros, no existe en el infierno un demonio comparable a Juan Murillo, y no existirá paz en la vida mientras sus víctimas sigan pidiendo venganza.

—No dudo que fuera como usted dice —dijo Holmes—. He oído hablar de sus atrocidades. Pero ¿de qué manera le afectó a usted?

—Voy a explicárselo todo. La política de este canalla consistía en asesinar, con un pretexto u otro, a cualquiera que diera señales de poder llegar a convertirse en un rival peligroso. Mi marido..., porque mi verdadero nombre es señora de Víctor Durando..., mi marido, digo, era embajador de San Pedro en Londres. Allí me conoció y allí nos casamos. Jamás hubo en el mundo un hombre más noble. Por desgracia, Murillo oyó hablar de sus cualidades, le hizo llamar con algún pretexto y lo mandó fusilar. Sus propiedades fueron confiscadas, y yo me quedé en la ruina y con el corazón destrozado.

»Entonces se produjo la caída del tirano, que escapó como ustedes han dicho. Pero todos aquellos cuyas vidas había arruinado, cuyos seres más queridos habían sufrido la tortura y la muerte a sus manos, no estaban dispuestos a dejar así las cosas. Y formaron una sociedad que no se disolvería hasta que hubiera realizado su tarea. Cuando descubrimos que el déspota derrocado se hacía pasar por este Henderson, a mí se me encargó unirme a su séquito y mantener a los demás al tanto de sus movimientos. Y lo hice, consiguiendo que me contratara como institutriz de sus hijas. Poco sospechaba Murillo que la mujer que se sentaba frente a él en las comidas era la misma a cuyo esposo había mandado al otro mundo sin darle ni tiempo para prepararse. Yo le sonreía, cumplía mis deberes con sus hijas y aguardaba el momento. Se llevó a cabo un intento en París, pero fracasó. Estuvimos viajando en zigzag de un lado a otro de Europa, para despistar a los perseguidores, y por fin regresamos a esta casa, que Murillo había alquilado cuando llegó a Europa por primera vez.

»Pero también aquí le aguardaban los agentes de la justicia. Sabiendo que tarde o temprano regresaría aquí, García, que era hijo del anterior presidente de San Pedro, le estaba aguardando junto con dos leales compañeros de origen más humilde, pero igualmente animados por el mismo afán de venganza. Poco podía hacerse durante el día, porque Murillo tomaba toda clase de precauciones y nunca salía sin que le acompañara su satélite Lucas, o López, que es como se llamaba en sus tiempos de grandeza. Sin embargo, por la noche dormía solo y el vengador podía llegar hasta él. Cierta noche, acordada de antemano, envié a mi amigo las instrucciones finales, porque Murillo vivía en constante alerta y cambiaba continuamente de habitación. Yo tenía que encargarme de que las puertas estuvieran abiertas y colocar una señal en la ventana que da al sendero de entrada, una luz verde o blanca que indicaría si todo iba bien o si convenía más aplazar el intento.

»Pero todo salió mal. De alguna manera, yo había despertado las sospechas de López, el secretario, que se me acercó por detrás y saltó sobre mí cuando yo estaba acabando de escribir la nota. Entre él y su jefe me llevaron a rastras a mi habitación y me declararon culpable de traición. Me habrían apuñalado allí mismo, pero no se les ocurría ninguna manera de eludir las consecuencias del crimen. Por fin, después de mucho discutir, llegaron a la conclusión de que asesinarme resultaba demasiado peligroso; pero decidieron librarse para siempre de García. Me tenían amordazada, y Murillo me retorció el brazo hasta que le di su dirección. Les aseguro que me habría dejado arrancar el brazo de haber sabido lo que le aguardaba a García. López escribió la dirección en el sobre, metió dentro la nota que yo había escrito, lo selló con el gemelo de su camisa, y lo envió por medio de su criado José. No sé cómo lo mataron, pero sí sé que tuvo que ser Murillo quien lo hizo, porque López se había quedado para vigilarme. Supongo que lo aguardó escondido entre los tojos que crecen junto al camino y que lo atacó cuando pasaba. Al principio habían pensado dejarle entrar en la casa y matarlo allí, como si se tratara de un ladrón sorprendido con las manos en la masa; pero temían que, si se veían mezclados en una investigación, se diera a conocer su identidad, con lo que quedarían expuestos a nuevos ataques. También pensaban que la muerte de García podría servir para que cesara la persecución, ya que los otros se asustarían y desistirían de su empeño.

»Y todo les habría salido bien de no haber sido porque yo sabía lo que habían hecho. Estoy convencida de que hubo momentos en los que mi vida pendió de un hilo. Me tenían encerrada en mi habitación, aterrorizándome con las amenazas más horribles, torturándome para quebrantar mi espíritu..., miren esta cuchillada que tengo en el hombro y los cardenales por todos los brazos..., y una vez que traté de pedir ayuda por la ventana, me amordazaron. Cinco días duró este espantoso encierro, durante los cuales apenas comí lo suficiente para mantener el alma unida al cuerpo. Esta tarde me trajeron una buena comida, pero nada más tomarla me di cuenta de que estaba drogada. Recuerdo como en sueños que me subieron a un coche, al que llegué medio andando, medio en volandas. En el mismo estado me hicieron subir al tren. Solo entonces, cuando ya las ruedas casi empezaban a moverse, me di cuenta de pronto de que tenía la libertad al alcance de la mano. Salté fuera del vagón, ellos intentaron meterme de nuevo y, de no haber sido por la ayuda de este buen hombre, que me subió al coche, jamás habría logrado escapar. Ahora, gracias a Dios, estoy fuera de su alcance para siempre.

Todos habíamos escuchado con la mayor atención este extraordinario relato. Fue Holmes el que rompió el silencio.

—Nuestras dificultades no han terminado —declaró, meneando la cabeza—. Aquí concluye el trabajo de la policía, pero empieza el de los juristas.

—Exacto —dije yo—. Un abogado competente podría hacerlo pasar por un caso de legítima defensa. Puede que estos hombres hayan cometido centenares de crímenes, pero solo se les puede juzgar por este.

—Vamos, vamos —dijo Baynes en tono animado—. Yo tengo mejor concepto de nuestra justicia. Una cosa es la legítima defensa, y otra muy diferente tender una emboscada a sangre fría con la intención de asesinar a un hombre, por muy amenazado que te sientas por él. No, no; ya verán cómo todos quedamos justificados cuando veamos a los habitantes de High Gable comparecer ante el tribunal de Guilford.

Sin embargo, es del dominio público que aún tendría que transcurrir algún tiempo antes de que el Tigre de San Pedro recibiera su merecido. En un alarde de astucia, él y su acompañante lograron despistar a su perseguidor entrando en una casa de huéspedes de Edmonton Street y saliendo por la puerta trasera, que daba a Curzon Square. Y desde aquel día no se les volvió a ver en Inglaterra. Unos seis meses después, el marqués de Montalva y su secretario, el señor Rulli, fueron asesinados en sus habitaciones del Hotel Escorial de Madrid. Se atribuyó el crimen a los nihilistas y jamás se llegó a detener a los asesinos. El inspector Baynes vino a visitarnos a Baker Street, trayendo una descripción impresa del rostro moreno del secretario y de las facciones dominantes, los ojos negros y magnéticos y las pobladas cejas de su señor. No nos cupo duda de que por fin se había hecho justicia, si bien con algún retraso.

—Un caso caótico, querido Watson —dijo Holmes, dando chupadas a su pipa de la tarde—. No le va a ser posible presentarlo de esa forma compacta que tanto le gusta. Abarca dos continentes, incluye dos grupos de gentes misteriosas y se complica aún más con la respetabilísima presencia de nuestro amigo Scott Eccles, cuya inclusión demuestra que el difunto García poseía una mente muy dotada para la intriga y un instinto de conservación muy desarrollado. Lo único notable ha sido que, en semejante jungla de posibilidades, nosotros y nuestro digno colaborador, el inspector, hayamos sabido aferramos a lo fundamental y así hayamos podido seguir todo este tortuoso camino. ¿Hay algún detalle que todavía no haya quedado claro para usted?

—¿Para qué regresó el mulato a la casa?

—Yo creo que la explicación está en la extraña criatura de la cocina. Ese hombre era un salvaje primitivo de las selvas de San Pedro, y aquello era su fetiche. Cuando él y su compañero tuvieron que huir a algún escondite preparado de antemano, donde, sin duda, vivía otro de sus compinches, el compañero debió de convencerlo de que abandonara aquel objeto tan comprometedor. Pero el mulato sentía demasiado apego por su amuleto y al día siguiente se sintió arrastrado a regresar a por él. Sin embargo, al espiar por la ventana vio que el agente Walters tenía controlada la casa. Esperó tres días más, y su fe o su superstición le impulsaron a intentarlo de nuevo. El inspector Baynes, que con su astucia habitual había procurado quitarle importancia al incidente delante de mí, se había percatado ya de su trascendencia y había tendido una trampa en la que el pobre individuo fue a caer. ¿Alguna otra cosa, Watson?

—El ave despedazada, el cubo de sangre, los huesos chamuscados, todo el misterio de aquella macabra cocina.

Sonriendo, Holmes buscó una anotación en su cuaderno.

—Me pasé una mañana en el Museo Británico leyendo sobre este tema y algunos otros. Aquí tengo una cita de la obra de Eckermann El vudú y las religiones africanas:

El verdadero creyente en el vudú no emprende una acción de importancia sin realizar antes ciertos sacrificios con la intención de propiciar a sus siniestros dioses. En los casos extremos, estos ritos adoptan la forma de sacrificios humanos, seguidos de canibalismo. Pero las víctimas más habituales son un gallo blanco, al que se despedaza vivo, y una cabra negra, a la que se degüella para luego quemarla.

»Como ve, nuestro amigo el salvaje era un tipo muy ortodoxo en cuestión de rituales. Es grotesco, Watson —añadió Holmes, cerrando lentamente su cuaderno de notas—, pero, como ya he comentado en más de una ocasión, de lo grotesco a lo espantoso no hay más que un paso.

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