El pie del diablo
Cada vez que me he propuesto dar a conocer algunas de las curiosas experiencias e interesantes recuerdos que conservo de mi larga e íntima amistad con Sherlock Holmes, me he tropezado con continuas dificultades ocasionadas por su aversión a la publicidad. Aquel carácter sombrío y cínico aborreció siempre todo lo que sonase a aplausos del público, y nada le divertía más que, después de haber resuelto con éxito un caso, atribuir el mérito a algún funcionario y escuchar con sonrisa burlona el coro de felicitaciones mal dirigidas. Ha sido esta actitud por parte de mi amigo, y no precisamente la escasez de material interesante, la causa de que, en los últimos años, hayan sido tan pocas las crónicas publicadas. Mi participación en algunas de las aventuras de Holmes fue siempre un privilegio que acarreaba un compromiso de discreción y reserva.
Dicho esto, podrán imaginarse mi sorpresa cuando el pasado martes recibí un telegrama de Holmes —jamás fue amigo de escribir cartas cuando podía bastar con un telegrama— que decía lo siguiente: «¿Por qué no les cuenta lo del horror de Cornualles, el caso más extraño que he investigado?». No tengo idea del extraño reflujo de la memoria que le había hecho acordarse del caso, ni del curioso capricho que le hacía desear que yo lo relatase; pero, antes de que llegue otro telegrama anulando el anterior, me apresuro a rebuscar las notas que me proporcionarán los detalles exactos del caso y a exponer la historia a mis lectores.
En la primavera del año 1897, la férrea constitución de Holmes empezó a mostrar algunos síntomas de estar cediendo al impacto de un trabajo duro y constante, del tipo más agotador, agravado tal vez por sus ocasionales imprudencias particulares. En marzo de aquel año, el doctor Moore Agar, de Harley Street (del que quizá cuente algún día las dramáticas circunstancias en que conoció a Holmes), ordenó terminantemente que el famoso detective privado abandonara todos sus casos y se sometiera a una cura de reposo si quería evitar un derrumbamiento absoluto. Holmes jamás había prestado la más mínima atención a su estado de salud, ya que vivía en una abstracción mental absoluta, pero al final se le pudo convencer, bajo la amenaza de quedar permanentemente incapacitado para trabajar, de que se concediera un cambio completo de aires y de ambiente. Y así, a comienzos de la primavera de aquel año, los dos fuimos a parar a una casita de campo cerca de la bahía de Poldhu, en el extremo más apartado de la península de Cornualles.
Se trataba de un sitio muy peculiar, que cuadraba muy bien con el carácter sombrío de mi paciente. Desde las ventanas de nuestra casita encalada, que se alzaba en lo alto de un promontorio cubierto de hierba, podíamos contemplar todo el siniestro semicírculo de la bahía de Mounts, antigua trampa mortal para barcos veleros, con su orla de acantilados negros y sus arrecifes a flor de agua, donde innumerables marinos han encontrado la muerte. Cuando sopla la brisa del Norte, parece un lugar apacible y recogido, que invita a las embarcaciones fugitivas de la tormenta a buscar en él refugio y protección.
Y de pronto cambia el viento, sopla el furioso vendaval del Sudoeste, el ancla es arrancada, la costa queda a sotavento, y la última batalla se libra en las rompientes cubiertas de espuma. Los marinos prudentes se mantienen alejados de este lugar maligno.
En tierra firme, el paisaje era tan tétrico como por el lado que daba al mar. Se trataba de una región de páramos ondulantes, solitaria y de color pardusco, con alguna que otra torre de iglesia que señalaba el emplazamiento de una antiquísima aldea. En aquellos páramos se veían por todas partes huellas de una antigua raza que desapareció para siempre, dejando como único recuerdo extraños monumentos de piedra, montículos irregulares que contenían las cenizas de sus muertos, y curiosas construcciones de tierra que parecían insinuar una contienda prehistórica. El embrujo y el misterio de la región, con su siniestra atmósfera de pueblos olvidados, estimuló la imaginación de mi amigo, que dedicaba gran parte de su tiempo a largas caminatas y solitarias meditaciones por los páramos. También el antiguo idioma de Cornualles había despertado su interés, y recuerdo que se le metió en la cabeza la idea de que estaba emparentado con el caldeo y que derivaba en gran parte del lenguaje de los traficantes de estaño fenicios. Había recibido un cargamento de libros de filología, y ya se disponía a la tarea de desarrollar su tesis cuando, de pronto, con gran consternación por mi parte y un nada disimulado regocijo por la suya, nos encontramos metidos, incluso en aquella región de ensueño, en un embrollo que surgió ante nuestra propia puerta, y que resultó más excitante, más absorbente e infinitamente más misterioso que ninguno de los problemas que nos habían obligado a marcharnos de Londres. Nuestra sencilla vida y nuestra apacible y saludable rutina se vieron interrumpidas violentamente, y nos precipitamos al centro mismo de una serie de acontecimientos que causaron enorme sensación, no solo en Cornualles, sino en todo el oeste de Inglaterra. Es posible que muchos de mis lectores aún se acuerden de lo que la prensa de la época llamó «El horror de Cornualles», aunque la versión que llegó a la prensa londinense estaba muy desvirtuada. Ahora, después de trece años, me dispongo a ofrecer al público los detalles auténticos de aquel increíble caso.
Ya he dicho que por aquí y por allá se alzaban campanarios que señalaban la situación de las aldeas que salpicaban esta parte de Cornualles. La más cercana a nosotros era Tredannick Wollas, cuyas casitas, donde vivían unos doscientos habitantes, se agrupaban en torno a una antigua iglesia cubierta de musgo. El señor Roundhay, vicario de la parroquia, era aficionado a la arqueología, y eso había hecho que Holmes entablara contacto con él. Era un hombre de edad madura, corpulento y afable, con considerables conocimientos sobre las tradiciones locales. Nos había invitado a tomar el té en la vicaría, y allí habíamos conocido al señor Mortimer Tregennis, caballero independiente, que contribuía a engrosar los escasos recursos del clérigo alquilándole unas habitaciones en su espaciosa y destartalada casa. Al vicario, que era soltero, le venía muy bien aquel arreglo, aunque tenía muy poco en común con su inquilino, que era un hombre delgado y moreno, con gafas y con una manera de encorvarse que daba la impresión de una verdadera deformidad física. Recuerdo que, durante nuestra breve visita, el vicario se mostró muy parlanchín, mientras que su inquilino nos pareció extrañamente reservado: un hombre de expresión triste, introvertido, que permaneció todo el tiempo con la mirada perdida, como si reflexionara sobre asuntos privados.
Estos fueron los dos hombres que irrumpieron de golpe en nuestra salita de estar el martes 16 de marzo, poco después de nuestro desayuno, cuando nos encontrábamos fumando como preparación a nuestra excursión diaria a los páramos.
—¡Señor Holmes! —dijo el vicario con la voz alterada—. ¡Esta noche ha ocurrido un suceso absolutamente extraordinario y trágico! ¡Algo completamente inaudito! ¡Tenemos que considerar como un favor especial de la Providencia que se encuentre usted aquí precisamente ahora, porque es usted la única persona de toda Inglaterra que puede ayudarnos!
Yo fulminé al entrometido vicario con una mirada nada amistosa, pero Holmes se sacó la pipa de la boca y se incorporó en su asiento como un viejo sabueso que oye el grito de caza de su amo. Señaló con la mano el sofá, y nuestro tembloroso visitante y su agitado compañero se sentaron junto a él. Mortimer Tregennis se mantenía más controlado que el clérigo, pero el temblor de sus manos y el brillo de sus ojos oscuros demostraban que ambos compartían una misma emoción.
—¿Habla usted o hablo yo? —preguntó Tregennis al vicario.
—Bueno —intervino Holmes—, puesto que parece que es usted quien ha hecho el descubrimiento, y el vicario se ha enterado de segunda mano, tal vez lo mejor sea que hable usted.
Yo me fijé en el eclesiástico, que evidentemente se había vestido a toda prisa, y en el inquilino, correctamente ataviado, que se sentaba junto a él, y me divirtió mucho la sorpresa que la sencilla deducción de Holmes hizo reflejarse en sus caras.
—Quizá sea mejor que yo diga antes unas pocas palabras —dijo el vicario—, y luego usted juzgará si desea escuchar los detalles de boca del señor Tregennis o si prefiere que vayamos de inmediato al escenario de este misterioso suceso. Debe usted saber que nuestro amigo aquí presente pasó la tarde de ayer en compañía de sus dos hermanos, Owen y George, y de su hermana Brenda, en su casa de Tredannick Wartha, que está cerca de la antigua cruz de piedra que hay en el páramo. Se marchó de allí poco después de las diez, y los dejó jugando a las cartas en la mesa del comedor, en excelente estado de salud y de ánimo. Esta mañana, como es muy madrugador, salió a dar un paseo en esa dirección antes del desayuno, y se encontró con el coche del doctor Richards, que le dijo que acababan de avisarle para que acudiera con la máxima urgencia a Tredannick Wartha. Como es natural, el señor Tregennis decidió ir con él. Al llegar a Tredannick Wartha se encontró una situación espeluznante. Sus hermanos y su hermana seguían sentados en torno a la mesa, exactamente como él los había dejado, con las cartas aún extendidas entre ellos y las velas consumidas hasta el fondo de los candeleras. La hermana estaba muerta, echada hacia atrás en su asiento, y los dos hermanos estaban sentados a los lados de ella, riendo, gritando y cantando, con la razón completamente perdida. Y los tres, tanto la mujer como los dos hombres dementes, tenían en sus rostros una expresión de absoluto espanto, una convulsión de terror que daba miedo mirar. No había en la casa señales de la presencia de otra persona, exceptuando a la señora Porter, la anciana cocinera y ama de llaves, que declaró haber estado profundamente dormida y no haber oído ruido alguno durante la noche. No se había robado ni desordenado nada, y no existe absolutamente ninguna explicación de qué pudo ser aquello tan espantoso que mató del susto a la mujer y volvió locos a dos hombres sanos. Esta es la situación en pocas palabras, señor Holmes, y si puede usted ayudarnos a aclararla, habrá realizado una gran obra.
Yo había abrigado esperanzas de poder persuadir de algún modo a mi compañero de que regresara a la vida tranquila que constituía el objetivo de nuestro viaje, pero bastó una mirada a su rostro tenso y a sus cejas contraídas para darme cuenta de lo vanas que habían sido tales esperanzas. Permaneció un buen rato sentado en silencio, absorto en el extraño drama que había venido a perturbar nuestra paz.
—Estudiaré el asunto —dijo por fin—. A primera vista, parece un caso verdaderamente excepcional. ¿Ha estado usted allí en persona, señor Roundhay?
—No, señor Holmes. El señor Tregennis vino a contármelo a la vicaría, y yo vine aquí a toda prisa para consultarle.
—¿A qué distancia está la casa donde ocurrió esta extraña tragedia?
—Como a una milla tierra adentro.
—Entonces iremos andando juntos. Pero antes de salir, tengo que hacerle unas cuantas preguntas, señor Mortimer Tregennis.
El aludido había permanecido callado todo este tiempo, pero yo me había fijado en que su excitación, aunque más controlada, era aún más intensa que la emoción del clérigo, a quien el asunto no afectaba personalmente. Estaba sentado con el rostro pálido y contraído, clavando en Holmes su mirada ansiosa, y con sus delgadas manos entrelazadas en un gesto nervioso. Sus pálidos labios temblaban mientras escuchaba el relato del espantoso suceso ocurrido a su familia, y sus ojos oscuros parecían reflejar parte del horror de la escena.
—Pregunte lo que quiera, señor Holmes —dijo con convicción—. No resulta agradable hablar de ello, pero le responderé la verdad.
—Hábleme de lo que hicieron anoche.
—Pues bien, señor Holmes, cené allí, como ha dicho el vicario, y mi hermano mayor, George, propuso que jugáramos al whist después de cenar. La partida comenzó a eso de las nueve. Cuando me levanté para irme, eran las diez y cuarto. Los dejé sentados a la mesa, tan alegres como el que más.
—¿Quién le acompañó a la puerta?
—Como la señora Porter ya se había acostado, salí por mi cuenta y cerré la puerta al salir. La ventana de la habitación en la que estaban todos estaba cerrada, pero la persiana no estaba bajada. Esta mañana no advertí ningún cambio ni en la puerta ni en la ventana, ni nada que induzca a pensar que pueda haber entrado un extraño en la casa. Y sin embargo, allí estaban los dos, completamente locos de terror, y Brenda muerta de miedo, con la cabeza colgando sobre el brazo del sillón. Jamás podré borrarme de la cabeza esa escena, por muchos años que viva.
—Tal como usted los expone, los hechos son verdaderamente extraordinarios —dijo Holmes—. Supongo que no tiene usted ninguna teoría que pueda explicarlos.
—Es algo diabólico, señor Holmes. ¡Diabólico! —exclamó Mortimer Tregennis—. No es cosa de este mundo. Algo entró en esa habitación que apagó la luz de la razón en sus mentes. ¿Qué invención humana podría hacer una cosa así?
—Me temo que, si el asunto se sale de los límites de lo humano, estará también por encima de mis posibilidades —dijo Holmes—. No obstante, conviene agotar todas las explicaciones naturales antes de inclinarnos hacia esta clase de teorías. En cuanto a usted, señor Tregennis, tengo entendido que se encontraba algo distanciado de su familia, dado que ellos vivían juntos y usted se alojaba en otra parte.
—Así es, señor Holmes, aunque se trata de un asunto pasado y concluido. Nuestra familia tenía una mina de estaño en Redruth, pero se la vendimos a una compañía y nos retiramos con dinero suficiente para seguir viviendo. No le negaré que hubo algunas diferencias a la hora de repartir el dinero, y eso se interpuso entre nosotros, pero todo estaba perdonado y olvidado, y ahora nos llevábamos muy bien.
—Volviendo a la velada que pasaron juntos, ¿puede recordar alguna cosa que arroje algo de luz sobre esta tragedia? Piense cuidadosamente, señor Tregennis; cualquier pequeño indicio puede ser de gran ayuda.
—No hay nada en absoluto.
—¿Su familia estaba de buen humor?
—Mejor que nunca.
—¿Eran personas nerviosas? ¿En algún momento mostraron aprensión por un posible peligro?
—Nada de eso, señor.
—Entonces, ¿no tiene nada que añadir que pueda servirme de ayuda?
Mortimer Tregennis reflexionó intensamente durante unos momentos.
—Solo se me ocurre una cosa —dijo por fin—. Durante la partida de cartas, yo estaba sentado de espaldas a la ventana, y mi hermano George, que era mi compañero en el juego, estaba de frente. En cierto momento le vi mirar fijamente por encima de mi hombro, así que me volví para mirar yo también. La persiana estaba levantada y la ventana cerrada, pero pude distinguir los arbustos del jardín, y por un momento me pareció ver algo moviéndose entre ellos. Ni siquiera podría decir si se trataba de una persona o de un animal; solo me pareció que había algo allí. Cuando le pregunté a George qué era lo que estaba mirando, me dijo que a él le había dado la misma sensación. Eso es todo lo que puedo decirle.
—¿No investigaron ustedes?
—No, no le dimos ninguna importancia.
—Así que usted se marchó sin barruntar ningún peligro.
—Ninguno en absoluto.
—No he comprendido muy bien cómo se enteró de la noticia esta mañana tan temprano.
—Soy bastante madrugador, y por lo general doy un paseo antes de desayunar. Esta mañana, nada más salir al camino, me alcanzó el doctor en su coche. Me dijo que la vieja señora Porter había enviado a un muchacho con una llamada urgente. Subí al coche con él y fuimos a casa de mis hermanos. Al llegar, nos encontramos con esa terrible escena en la habitación. Las velas y el fuego de la chimenea debían de haberse apagado hacía horas, y mis hermanos habían estado sentados en la oscuridad hasta que amaneció. Según el doctor, Brenda llevaba muerta por lo menos dos horas. No tenía señales de violencia. Simplemente, estaba caída sobre el brazo del sillón, con aquella expresión en la cara. George y Owen estaban cantando fragmentos de canciones y parloteando como dos chimpancés. ¡Era espantoso verlo! Yo no pude soportarlo, y el doctor se quedó blanco como el papel. Bueno, la verdad es que se dejó caer en una silla medio desmayado, y casi tuvimos que atenderle a él también.
—Curioso..., muy curioso —dijo Holmes, levantándose y poniéndose el sombrero—. Creo que lo mejor será que vayamos a Tredannick Wartha sin más dilación. Confieso que pocas veces me he topado con un caso que, a primera vista, planteara un problema tan extraño.
Nuestras gestiones de aquella primera mañana no hicieron avanzar gran cosa la investigación. Sin embargo, nada más comenzar, fuimos testigos de un incidente que me produjo una impresión de lo más siniestra. Para llegar al lugar de la tragedia había que recorrer un camino rural estrecho y sinuoso. íbamos por él cuando oímos el traqueteo de un carruaje que venía hacia nosotros, y nos hicimos a un lado para dejarlo pasar. Cuando cruzó ante nosotros pude vislumbrar fugazmente, a través de la ventanilla cerrada, un rostro horriblemente contorsionado que nos miraba haciendo muecas. Aquellos ojos desorbitados y aquellos dientes rechinantes pasaron rápidamente ante nosotros como una visión infernal.
—¡Son mis hermanos! —exclamó Mortimer Tregennis, pálido hasta los mismos labios—. ¡Se los llevan a Helston!
Contemplamos con horror el negro carruaje, que se alejaba bamboleándose. Luego dirigimos nuestros pasos hacia la desventurada casa en la que habían sufrido tan extraña desgracia.
Era una vivienda grande y alegre, que tenía más de mansión que de casa de campo, con un extenso jardín que, gracias al clima de Cornualles, estaba ya repleto de flores de primavera. A este jardín daba la ventana del comedor, y por él, según Mortimer Tregennis, debió llegar aquel ente maligno que, en un solo instante, había causado tal espanto a sus hermanos destrozándoles por completo el cerebro. Antes de entrar en el porche, Holmes estuvo caminando, lenta y pensativamente, por el sendero y entre las macetas de flores. Recuerdo que iba tan absorto en sus pensamientos que tropezó con la regadera, volcando su contenido y empapando nuestros pies y el sendero del jardín. En el interior de la casa nos recibió la anciana ama de llaves, la señora Porter, que, con ayuda de una muchacha, atendía las necesidades de la familia. Respondió sin vacilar a las preguntas de Holmes. No había oído nada en toda la noche. Sus patrones habían estado todos de muy buen humor últimamente, y nunca los había visto tan animados y tan prósperos. Se había desmayado de espanto al entrar en la habitación por la mañana y contemplar aquella macabra reunión en torno a la mesa. Al recuperarse, había abierto la ventana para dejar entrar el aire matutino y había salido corriendo hasta el camino, donde encontró a un mozo de una granja, al que envió a avisar al doctor. La señora estaba en su cama, en el piso de arriba, si es que queríamos verla. Habían hecho falta cuatro hombres fuertes para introducir a los hermanos en el furgón del manicomio. No pensaba quedarse ni un día más en la casa, y aquella misma tarde se marchaba a Saint Ivés a reunirse con su familia.
Subimos las escaleras y vimos el cadáver. La señorita Brenda Tregennis había sido muy hermosa de joven, aunque ahora rondaba ya la madurez. Su rostro, moreno y bien perfilado, era bello incluso después de la muerte, pero todavía conservaba parte de aquella convulsión de horror que había sido su última emoción. Salimos de su dormitorio y bajamos al comedor, donde había ocurrido aquella extraña tragedia. En la chimenea se veían las cenizas calcinadas del fuego de la noche anterior. Sobre la mesa había cuatro candeleras con las velas consumidas y un montón de cartas desparramadas. Las sillas se habían retirado, arrimándolas a las paredes, pero todo lo demás estaba igual que la noche anterior. Holmes recorrió la habitación con paso rápido y ligero; se sentó en todas las sillas, acercándolas a la mesa y reconstruyendo sus posiciones; comprobó cuánta extensión del jardín se veía por la ventana; inspeccionó el suelo, el techo y la chimenea. Pero ni una sola vez llegué a ver ese súbito brillo en los ojos y ese apretón de los labios que me habrían indicado que vislumbraba algún rayo de luz en aquellas tinieblas absolutas.
—¿Por qué encendieron el fuego? —preguntó en cierto momento—. ¿Siempre encendían la chimenea de esta pequeña habitación las noches de primavera?
Mortimer Tregennis explicó que la noche era fría y húmeda, y que por eso, después de llegar él, habían encendido el fuego.
—¿Qué va usted a hacer ahora, señor Holmes? —preguntó a continuación.
Mi amigo sonrió y me puso la mano sobre el brazo.
—Creo, Watson, que lo mejor será que reanude las sesiones de envenenamiento con tabaco que usted ha condenado con tanta frecuencia y tanta razón —dijo—. Con su permiso, caballeros, vamos a regresar a nuestra casa, porque no creo que aquí lleguemos a descubrir un nuevo factor. Estudiaré los hechos, señor Tregennis, y, si se me ocurre algo, puede estar seguro de que me pondré en comunicación con usted y con el vicario. Mientras tanto, que tengan ustedes un buen día.
Hasta mucho después de haber regresado a nuestra casa de Poldhu, Holmes no rompió su completo y ensimismado silencio. Estuvo acurrucado en su butaca, con su rostro macilento y ascético apenas visible entre los remolinos azulados de su tabaco, las cejas fruncidas, la frente arrugada, y la mirada inexpresiva y perdida en el infinito. Por último, dejó a un lado su pipa y se puso en pie de un salto.
—Es inútil, Watson —dijo, echándose a reír—. Vamos a dar un paseo por los acantilados y a buscar flechas de sílex. Tenemos más probabilidades de encontrar eso que de encontrar pistas para este misterio. Dejar que el cerebro funcione sin tener material suficiente es como poner a toda marcha un motor: acaba haciéndose pedazos. Aire marino, sol y paciencia, Watson. Lo demás ya vendrá.
—Y ahora, vamos a definir tranquilamente nuestra situación, Watson—dijo más tarde, mientras bordeábamos juntos los acantilados—. Concretemos bien lo poquísimo que sabemos, para que cuando surjan nuevos datos podamos encajarlos en el lugar que les corresponde. En primer lugar, doy por supuesto que ninguno de nosotros está dispuesto a admitir intromisiones diabólicas en los asuntos humanos. Comencemos por borrar del todo esa posibilidad de nuestras mentes. Muy bien. Lo que nos queda son tres personas que han sido terriblemente golpeadas por algún agente humano, consciente o inconsciente. Eso ya es pisar terreno firme. Ahora bien, ¿cuándo ocurrió esto? Evidentemente, y suponiendo que su relato sea cierto, ocurrió inmediatamente después de que Mortimer Tregennis saliera de la habitación. Este detalle es muy importante. Tuvo que suceder pocos minutos después. Las cartas aún estaban esparcidas por la mesa. Había pasado ya la hora a la que solían acostarse. Y sin embargo, no habían cambiado de postura ni echado hacia atrás las sillas. Repito, pues, que todo ocurrió inmediatamente después de que Tregennis se marchara, como máximo a las once de la noche.
«Nuestro siguiente paso, evidentemente, consistía en comprobar, hasta donde resultara posible, los movimientos de Mortimer Tregennis después de salir de la habitación. Esto no presentó dificultades, y no parece que exista en ellos nada sospechoso. Conociendo mis métodos como usted los conoce, se daría cuenta, por supuesto, de mi truco de la regadera, algo burdo, pero que me permitió obtener una huella de su pie mucho más clara de lo que habría sido posible de otra manera. Quedó marcada a la perfección en la arena mojada del sendero. También anoche había mucha humedad, como recordará, y una vez obtenida una muestra, no me resultó difícil distinguir sus pisadas de las demás y seguir sus movimientos. Parece que se marchó a paso ligero en dirección a la vicaría.
»Así pues, si Mortimer Tregennis desapareció de la escena y fue otra persona la que vino de fuera y aterrorizó a los jugadores, ¿cómo podríamos identificar a esa persona, y cómo se transmitió semejante impresión de espanto? Podemos eliminar a la señora Porter; evidentemente, es inofensiva. ¿Existe alguna prueba de que alguien se acercara a la ventana del jardín y de alguna manera produjera un efecto tan terrorífico como para volver locos a quienes lo vieron? La única sugerencia en este sentido procede del propio Mortimer Tregennis, que dice que su hermano habló de algo que se movía en el jardín. Esto, desde luego, es muy raro, porque la noche era lluviosa, brumosa y muy oscura. Cualquiera que deseara asustar a esa gente tendría que haber pegado la cara al cristal para conseguir que le vieran. En la parte de fuera de la ventana hay un arriate de flores de un metro de anchura y no se ve en él ninguna pisada. En estas condiciones, resulta difícil imaginar de qué manera pudo alguien, desde fuera, causar una impresión tan terrible en los allí reunidos, y tampoco hemos encontrado ningún motivo verosímil para un ataque tan extraño y complicado. ¿Se da usted cuenta de nuestras dificultades, Watson?
—Están clarísimas —respondí con convicción.
—Y sin embargo, con unos pocos datos más, aún podríamos demostrar que no son insuperables —dijo Holmes—. Me imagino que en sus extensos archivos, Watson, habrá unos cuantos casos que al principio parecían casi tan oscuros como este. Mientras tanto, vamos a dejar el caso a un lado, hasta que dispongamos de datos más precisos, y dedicaremos la mañana a la búsqueda del hombre neolítico.
Ya he comentado la capacidad de abstracción mental de mi amigo, pero nunca me ha maravillado tanto como aquella mañana de primavera en Cornualles, en la que, durante dos horas, estuvo disertando acerca de los celtas, las puntas de flecha y los restos de cerámica, como si no existiera ningún siniestro misterio aguardando solución. De hecho, no volvimos a pensar en el asunto hasta que regresamos por la tarde a nuestra casa de campo y encontramos que había una visita esperándonos. Ninguno de nosotros dos necesitó que le dijeran quién era nuestro visitante. Aquel cuerpo gigantesco, aquel rostro pétreo y surcado por profundas arrugas, con ojos ardientes y nariz de halcón, aquel cabello canoso que casi tocaba el techo de nuestra casa, aquella barba dorada hacia los bordes y blanca en torno a los labios, excepto por la mancha de nicotina producida por su perenne cigarro en la boca, eran conocidos tanto en Londres como en Africa, y solamente podían corresponder a la exuberante personalidad del doctor León Sterndale, el célebre explorador y cazador de leones.
Estábamos enterados de su presencia en el distrito, y una o dos veces habíamos divisado su alta figura por los caminos de los páramos. Pero ni él había intentado abordarnos ni a nosotros se nos habría ocurrido abordarle a él, pues era bien sabido que su afición a la soledad le llevaba a pasar la mayor parte de los intervalos entre sus viajes en un pequeño bungalow escondido en el solitario bosque de Beauchamp Amanee. Allí, rodeado de sus libros y sus mapas, llevaba una vida absolutamente aislada, atendiendo a sus sencillas necesidades y, al parecer, prestando muy poca atención a los asuntos de sus vecinos. Así pues, fue para mí una sorpresa oírle preguntar a Holmes, con voz llena de ansiedad, si había realizado algún progreso en el esclarecimiento del misterioso incidente.
—La policía del condado no sirve absolutamente para nada —dijo—, pero tal vez usted, con su mayor experiencia, haya intuido alguna explicación lógica. Mi única justificación para pedirle que se confíe a mí es que, durante mis numerosas estancias aquí, he llegado a conocer muy bien a la familia Tregennis. De hecho, podría decirse que son primos míos por parte de mi madre, que era de Cornualles. Y, como es natural, su extraño destino me ha producido una fuerte impresión. Para que se hagan cargo, les diré que ya me encontraba en Plymouth, donde iba a embarcarme a África, cuando esta mañana me llegó la noticia y he regresado inmediatamente por si puedo ayudar en la investigación.
Holmes levantó las cejas.
—¿Ha perdido usted el barco?
—Ya tomaré el siguiente.
—¡Caramba! ¡Eso sí que es amistad!
—Ya le digo que son parientes.
—Ah sí, primos por parte de madre. ¿Se había embarcado ya su equipaje?
—Parte de él, pero lo principal está en el hotel.
—Ya veo. Pero ¿cómo es posible que el suceso haya salido ya en los periódicos matutinos de Plymouth?
—No ha salido. He recibido un telegrama.
—¿Puedo preguntarle de quién?
Una sombra cruzó por el enjuto rostro del explorador.
—Es usted muy curioso, señor Holmes.
—Es mi oficio.
Con un esfuerzo, el doctor Sterndale recuperó su inestable compostura.
—No tengo inconveniente en decírselo. El señor Roundhay, el vicario, me envió el telegrama que me ha hecho venir.
—Gracias —dijo Holmes—. En respuesta a su pregunta inicial, puedo decirle que aún no me he formado un criterio claro acerca del caso, pero tengo grandes esperanzas de llegar a alguna conclusión. Sería prematuro decir más.
—¿Le importaría decirme si sus sospechas apuntan en alguna dirección particular?
—No creo poder responderle a eso.
—Entonces, he perdido el tiempo y no es preciso prolongar esta visita.
El célebre doctor salió de nuestra casa de campo muy malhumorado, y Holmes siguió sus pasos al cabo de menos de cinco minutos. No volví a verlo hasta el anochecer, cuando regresó con paso lento y gesto abatido, lo cual me indicó que no había hecho grandes progresos en su investigación. Echó un vistazo a un telegrama que le estaba esperando, y lo tiró a la chimenea.
—Era del hotel de Plymouth, Watson, me enteré por el vicario de cuál era, y telegrafié para asegurarme de que el relato del doctor Sterndale era cierto. Parece que, efectivamente, pasó allí la noche y que parte de su equipaje ha zarpado ya para África mientras él regresaba para estar presente en la investigación. ¿Qué le parece eso, Watson?
—Está muy interesado.
—Muy interesado, sí. Aquí hay un hilo que aún no hemos seguido, y que podría guiarnos por la madeja. Anímese, Watson, que estoy seguro de que aún no han llegado a nuestras manos todos los datos. En cuanto lleguen, no creo que tardemos en dejar atrás nuestras dificultades.
Poco sospechaba yo lo pronto que se iban a hacer realidad las palabras de Holmes, o lo extraño y siniestro que iba a ser aquel nuevo acontecimiento que abrió una línea de investigación completamente nueva. A la mañana siguiente, estaba yo afeitándome junto a la ventana cuando oí el ruido de cascos de caballo, y al levantar la mirada vi un coche de dos ruedas que se acercaba al galope por el camino. Se detuvo ante nuestra puerta, y nuestro amigo el vicario saltó al suelo y avanzó corriendo por el sendero del jardín. Holmes ya estaba vestido, y los dos salimos a su encuentro.
Nuestro visitante estaba tan alterado que apenas podía articular las palabras, pero al fin, entre jadeos y sollozos, conseguimos sacarle su trágico relato.
—¡Estamos poseídos por el demonio, señor Holmes! ¡Mi pobre parroquia está endemoniada! —gimió—. ¡El propio Satanás anda suelto por ella!
Su agitación le hacía bailotear de un lado a otro, lo cual nos habría parecido ridículo si no hubiera sido por su rostro ceniciento y sus ojos desorbitados. Por último, soltó la terrible noticia.
—El señor Mortimer Tregennis ha muerto durante la noche, exactamente con los mismos síntomas que el resto de su familia.
Holmes se puso en pie de un salto, convertido al instante en pura energía.
—¿Cabemos todos en su coche? —Claro que caben.
—En tal caso, Watson, tendremos que aplazar nuestro desayuno. Señor Roundhay, estamos a su completa disposición. ¡Deprisa, deprisa, antes de que lo revuelvan todo!
El inquilino ocupaba dos habitaciones en la vicaría, una encima de la otra, formando una esquina del edificio. La habitación de abajo era una sala de estar bastante espaciosa; la de arriba, el dormitorio. Ambas daban a un campo de croquet, cuyo césped llegaba hasta las ventanas. Habíamos llegado antes que el médico y que la policía, de manera que todo estaba absolutamente intacto. Permítanme describir la escena que contemplamos aquella neblinosa mañana de marzo, y que me dejó una impresión que jamás se borrará de mi mente.
Reinaba en la habitación una atmósfera de ahogo horrible y deprimente. Y eso que la sirvienta, que había entrado la primera, había abierto la ventana, pues de lo contrario habría resultado aún más insoportable. En parte, podía deberse a una lámpara que ardía y humeaba en la mesa del centro. Junto a la mesa se encontraba sentado el difunto, echado hacia atrás en su asiento, con la barba apuntando hacia delante, las gafas alzadas hasta la frente y su rostro enjuto y moreno vuelto hacia la ventana y deformado por la misma convulsión de terror que había distorsionado los rasgos de su hermana muerta. Tenía los miembros retorcidos y los dedos contraídos, como si hubiera muerto en pleno paroxismo de terror. Comprobamos que había dormido en su cama, y que el trágico desenlace se había producido a primera hora de la mañana.
Uno se daba cuenta de la energía al rojo vivo que se ocultaba bajo la flemática apariencia de Holmes al ver el brusco cambio que se operó en él en el momento de entrar en la habitación fatal. En un instante se puso en tensión, alerta, con los ojos brillantes, el rostro rígido y los miembros temblando de ansiosa actividad. Salió a la pradera, volvió a entrar por la ventana, recorrió la sala y volvió a subir a la alcoba, exactamente igual que un perro de caza husmeando en la maleza. En el dormitorio echó un rápido vistazo y luego abrió de par en par la ventana, lo cual pareció proporcionarle nuevos motivos de excitación, porque sacó medio cuerpo fuera con sonoras exclamaciones de interés y satisfacción. A continuación, bajó corriendo la escalera, salió por la ventana abierta, se tiró boca abajo en el césped, se levantó y volvió a subir a la habitación, todo ello con la energía del cazador que le va pisando los talones a su presa. Examinó con minuciosa atención la lámpara, que era de tipo común y corriente, tomando medidas de su depósito. Con ayuda de su lupa, realizó un cuidadoso escrutinio de la capa de talco que cubría la parte superior de la tulipa y raspó algunas cenizas que había adheridas a su superficie, guardando parte de las mismas en un sobre, que introdujo en su bolsillo. Por último, cuando ya hacían acto de presencia el médico y la policía, le hizo una seña al vicario y salimos los tres al campo de croquet.
—Me alegra poder decir que mi investigación no ha sido del todo estéril —comentó—. No puedo quedarme a discutir el asunto con la policía, pero le quedaría muy agradecido, señor Roundhay, si pudiera presentarle mis saludos al inspector y dirigir su atención hacia la ventana del dormitorio y la lámpara de la sala. Las dos son sugerentes por sí solas, pero juntas resultan casi concluyentes. Si la policía desea más información, tendré mucho gusto en recibirla en la casa donde me alojo. Y ahora, Watson, creo que tal vez seríamos más útiles en otra parte.
Es posible que la policía no viera con buenos ojos la intromisión de un aficionado, o que creyera estar llevando la investigación por buen camino sin necesidad de ayuda; pero lo cierto es que no supimos nada de ella en los dos días siguientes. Durante este periodo, Holmes dedicó parte de su tiempo a fumar y soñar despierto en la casa, pero la mayor parte la empleaba en dar paseos por el campo; salía solo y regresaba al cabo de muchas horas sin hacer el menor comentario acerca de dónde había estado. Realizó, además, un experimento que me sirvió para saber por dónde iban sus investigaciones. Había comprado una lámpara exactamente igual que la que habíamos encontrado encendida en la habitación de Mortimer Tregennis la mañana de la tragedia. Llenó el depósito con la misma cantidad de petróleo que había tenido la lámpara de la vicaría, y cronometró con exactitud el tiempo que tardaba en consumirse. Y aún llevó a cabo otro experimento, de carácter mucho más desagradable, que no olvidaré mientras viva.
—Recordará usted, Watson —comentó una tarde—, que todos los diversos informes que nos han llegado presentan un solo detalle en común. Me refiero al efecto del ambiente de la habitación en la primera persona que entró en ella. Acuérdese de que Mortimer Tregennis, al describir su ultima visita a la casa de sus hermanos, comentó que el doctor casi se desmayó sobre una silla al entrar en la habitación. ¿Se le había olvidado? Pues puedo asegurarle que dijo eso. Y acuérdese también de que la señora Porter, el ama de llaves, nos dijo que se había desmayado al entrar, y que después tuvo que abrir la ventana. En el segundo caso, la muerte de Mortimer Tregennis, no habrá usted olvidado la atmósfera horriblemente sofocante que había en la habitación cuando llegamos, y eso a pesar de que la sirvienta había abierto la ventana. Dicha sirvienta, según he averiguado, se puso tan enferma que tuvo que meterse en la cama. Tiene usted que reconocer, Watson, que estos hechos son muy sugerentes. En ambos casos hay evidencia de una atmósfera tóxica. También en ambos casos había una combustión en la habitación: en el primer caso, la chimenea; en el segundo, la lámpara. La chimenea era necesaria, pero la lámpara se encendió mucho después de que amaneciera, según demuestra la cantidad de petróleo consumida. ¿Por qué? Seguramente, porque existe una conexión entre estas tres cosas: la combustión, la atmósfera sofocante y, por último, la locura o muerte de esta pobre gente. Eso está claro, ¿no cree?
—Bueno, eso parece.
—Por lo menos, podemos aceptarlo como hipótesis de trabajo. Supongamos, pues, que en ambos casos se quemó algo que produjo una atmósfera capaz de provocar extraños efectos tóxicos. Muy bien. En el primer caso, el de la familia Tregennis, esta sustancia se introdujo en la chimenea. La ventana estaba cerrada, pero gran parte de los vapores tuvieron que escaparse chimenea arriba. Así que es de suponer que los efectos del veneno serían menores que en el segundo caso, en el que no existía ningún escape de humos. Y los resultados parecen indicar que así ocurrió, puesto que, en el primer caso, solo murió la mujer, que supuestamente tendría el organismo más sensible, mientras que en los otros solo se manifestó esa demencia temporal o permanente, que es, sin duda, el primer efecto de la droga. En el segundo caso, el resultado fue completo. Así pues, los hechos parecen corroborar la teoría de un veneno que actúa por combustión.
«Siguiendo esta línea de razonamiento, busqué en la habitación de Mortimer Tregennis algún resto de dicha sustancia. El lugar más obvio donde buscar era el guardahumos de talco de la lámpara. Y allí, efectivamente, advertí la presencia de cenizas escamosas, y vi que en los bordes había un cerco de polvo pardusco que aún no se había quemado. Como usted vio, recogí la mitad de ese polvo y la guardé en un sobre.
—¿Por qué la mitad, Holmes?
—Querido Watson, yo no me interpongo en el camino del Cuerpo de Policía. Les dejo todas las evidencias que encuentro. Todavía quedaba veneno en el talco, por si eran lo bastante listos como para encontrarlo. Y ahora, Watson, vamos a encender nuestra lámpara. Sin embargo, tomaremos la precaución de abrir la ventana para evitar el fallecimiento prematuro de dos meritorios miembros de la sociedad, y usted se sentará en un sillón junto a la ventana abierta, a menos que, haciendo gala de sensatez, decida no querer saber nada del asunto. Ah, ¿conque quiere probar, eh? Estaba seguro de que conocía a mi Watson. Yo me sentaré en esta silla frente a usted, de manera que estemos a la misma distancia del veneno, y uno frente al otro. Dejaremos la puerta entreabierta. De este modo, podremos vigilarnos el uno al otro, y poner fin al experimento si los síntomas empiezan a parecer alarmantes. ¿Está todo claro? Muy bien, saco el polvo del sobre, lo que queda de él, y lo pongo sobre la lámpara encendida. ¡Ya está! Y ahora, Watson, sentémonos y a ver qué sucede.
No tuvimos que esperar mucho. Apenas me había instalado en mi asiento cuando empecé a sentir un olor espeso y almizcleño, sutil y nauseabundo. En cuanto aspiré la primera bocanada, perdí por completo el control de mi cerebro y de mi imaginación. Una nube negra empezó a girar ante mis ojos, y algo me dijo que dentro de aquella nube, todavía invisible, pero a punto de saltar sobre mis espantados sentidos, se ocultaba todo lo indescriptiblemente horrible, todo lo monstruoso e inconcebiblemente maligno que existe en el universo. En el seno de la oscura nube flotaban y remolineaban formas confusas, cada una de las cuales constituía una amenaza y un aviso de algo que estaba al llegar, un anuncio de la inminente presencia de algún innombrable morador de las tinieblas, cuya simple sombra podía hacer estallar mi mente. Un terror paralizante se apoderó de mí. Sentí que se me ponía el pelo de punta, que se me desorbitaban los ojos, que se me abría la boca y que tenía la lengua como si fuera de cuero. Había tal torbellino dentro de mi cabeza que algo tenía que romperse de un momento a otro. Intenté gritar, y tuve la vaga conciencia de un áspero croar, que era mi propia voz, pero lejana y separada de mí mismo. En aquel instante, haciendo esfuerzos por escapar, capté una fugaz visión del rostro de Holmes, blanco, rígido y deformado por el terror..., exactamente con la misma expresión que habíamos visto en los rostros de los muertos. Aquella visión me proporcionó un instante de cordura y de fuerza. Salté de mi asiento, rodeé a Holmes con los brazos, nos arrastramos juntos a través de la puerta y, un momento después, nos dejamos caer sobre el césped y quedamos tumbados uno junto a otro, conscientes tan solo de la gloriosa luz del sol, que se iba abriendo camino a través de la nube infernal que nos envolvía. Poco a poco, la nube se fue disipando en nuestras almas como se disipa la niebla en el campo, hasta que se restauraron la paz y la razón, y quedamos sentados en la hierba, enjugándonos las sudorosas frentes y mirándonos con aprensión uno a otro, al acecho de los últimos vestigios de aquella terrorífica experiencia que habíamos sufrido.
—¡Palabra de honor, Watson! —dijo por fin Holmes con voz temblorosa—. Le debo un agradecimiento y una disculpa. Ha sido un experimento injustificable, aun para uno mismo, pero mucho más para un amigo. Le aseguro que lo siento mucho.
—Ya sabe usted —respondí, algo emocionado, pues jamás había oído a Holmes hablar tan sinceramente— que mi mayor placer y privilegio es ayudarle.
Al instante, Holmes recuperó la vena medio humorística, medio cínica, que constituía su actitud habitual hacia aquellos que le rodeaban.
—En realidad, querido Watson, habría sido superfino volvernos locos —dijo—. Cualquier observador imparcial habría declarado sin la menor duda que ya lo estábamos cuando nos embarcamos en este disparatado experimento. Confieso que jamás imaginé que los efectos serían tan rápidos y tan fuertes —entró corriendo en la casa, volvió a salir con la lámpara encendida, sosteniéndola con el brazo completamente extendido, y la arrojó a un zarzal—. Tendremos que esperar algún tiempo a que se despeje la habitación. Supongo, Watson, que ya no tenemos ni la sombra de una duda sobre cómo ocurrieron estas tragedias.
—Absolutamente ninguna.
—Pero la causa sigue estando tan oscura como antes. Vamos a ese emparrado de ahí y discutiremos juntos el asunto. Aún me parece sentir en la garganta ese maldito mejunje. Creo que tenemos que admitir que todos los indicios señalan a este tal Mortimer Tregennis como el autor del primer crimen, aunque ha resultado ser la víctima del segundo. Hay que recordar, en primer lugar, que existen evidencias de una disputa familiar, seguida de una reconciliación. No sabemos lo grave que fue la disputa ni lo falsa que pudo ser la reconciliación. Cuando pienso en ese Mortimer Tregennis, con su cara de zorro y sus ojillos astutos brillando detrás de las gafas, no me parece precisamente el tipo de hombre al que yo atribuiría una especial disposición a perdonar. Fíjese, por otra parte, en que fue él quien mencionó aquella historia de algo que se movía en el jardín que distrajo por un momento nuestra atención de la verdadera causa de la tragedia. Tenía sus razones para desorientarnos. Por último, si no fue él quien arrojó esta sustancia al fuego en el momento de marcharse, ¿quién lo hizo? Todo ocurrió inmediatamente después de marcharse él. Si hubiera entrado alguien más, no cabe duda de que la familia se habría levantado de sus asientos. Además, en la apacible Cornualles no se hacen visitas después de las diez de la noche. Así pues, tenemos que reconocer que todos los indicios señalan a Mortimer Tregennis como culpable.
—¡Pero entonces su propia muerte fue un suicidio!
—Bueno, Watson, así a primera vista, no es del todo imposible. Un hombre atormentado por la culpa de semejante crimen, cometido contra su propia familia, bien podría ceder al remordimiento y decidir correr él la misma suerte. Sin embargo, existen algunas razones de peso en contra de esta teoría. Afortunadamente, existe un hombre en Inglaterra que lo sabe todo, y lo he arreglado para que esta misma tarde podamos oír todos los hechos de sus propios labios. ¡Vaya! ¡Viene antes de lo previsto! Haga el favor de venir por aquí, doctor León Sterndale. Hemos estado realizando un experimento químico dentro de la casa que ha dejado nuestra habitación en condiciones inadecuadas para recibir a una visita tan distinguida.
Oí rechinar la puerta del jardín, y la majestuosa figura del gran explorador de Africa apareció en el sendero. Algo sorprendido, se volvió hacia el rústico emparrado bajo el que estábamos sentados.
—Me ha hecho usted llamar, señor Holmes. Recibí su nota hace cosa de una hora, y aquí estoy, aunque, la verdad, no sé por qué tengo que obedecer a sus llamamientos.
—Tal vez podamos aclarar eso antes de despedirnos —dijo Holmes—. Mientras tanto, le quedo muy agradecido por su gentil aceptación. Tendrá que perdonarnos esta recepción tan informal al aire libre, pero mi amigo Watson y yo hemos estado a punto de añadir un nuevo capítulo a lo que los periódicos llaman «El horror de Cornualles», y por el momento preferimos una atmósfera despejada. Por otra parte, y dado que las cuestiones que tenemos que discutir le afectan personalmente de un modo muy íntimo, quizás sea mejor que hablemos donde nadie pueda escucharnos.
El explorador se sacó el cigarro de la boca y miró muy serio a mi compañero.
—Me gustaría saber, señor Holmes —dijo—, de qué tiene usted que hablarme que me afecta personalmente de un modo tan íntimo.
—Del asesinato de Mortimer Tregennis —respondió Holmes.
Por un momento, deseé que estuviéramos armados. El rostro feroz de Sterndale adquirió un color rojo oscuro, sus ojos llamearon, y en su frente se marcaron venas nudosas y coléricas, mientras avanzaba hacia mi compañero con los puños apretados. Pero se contuvo y, con un violento esfuerzo, adoptó nuevamente la actitud calmada, pero fría y rígida, que en cierto modo daba incluso más sensación de peligro que su apasionado arrebato.
—He vivido tanto tiempo entre salvajes, fuera del alcance de la ley, que he llegado a acostumbrarme a imponer mi propia ley —dijo—. Haría bien en no olvidarlo, señor Holmes, porque no deseo hacerle ningún daño.
—Tampoco a mí me gustaría hacerle daño a usted, doctor Sterndale. Y la mejor prueba de ello es que, sabiendo lo que sé, le he hecho llamar a usted, y no a la policía.
Sterndale se sentó emitiendo un jadeo, intimidado seguramente por primera vez en toda su vida de aventuras. Había en los modales de Holmes una tranquila afirmación de poder que resultaba irresistible. Nuestro visitante balbuceó unas excusas, abriendo y cerrando sus manazas muy alterado.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó por fin—. Si esto es un farol, señor Holmes, ha elegido usted un mal sujeto para su experimento. Dejemos de andarnos por las ramas. ¿Qué ha querido decir?
—Voy a explicárselo —dijo Holmes—, y la razón por la que voy a hacerlo es porque espero que corresponda a la franqueza con franqueza. Lo que yo haga a continuación dependerá de cómo se defienda usted.
—¿Defenderme?
—Sí, señor.
—¿Defenderme de qué?
—De la acusación de haber asesinado a Mortimer Tregennis.
Sterndale se secó la frente con un pañuelo.
—Le aseguro que empieza usted a fastidiarme —dijo—. ¿Debo entender que todos sus éxitos se basan en esta prodigiosa capacidad para farolear?
—Es usted quien se tira faroles, doctor León Sterndale, y no yo —dijo Holmes en tono severo—. Y para demostrárselo, voy a explicarle algunos de los hechos en los que se basan mis conclusiones. De su regreso de Plymouth, dejando que gran parte de su equipaje siguiera rumbo a África, le diré únicamente que fue el primer indicio que tuve de que usted era uno de los factores que había que tener en cuenta para reconstruir este drama...
—Regresé porque...
—Ya me explicó sus razones, y me parecieron inadecuadas y poco convincentes. Pero dejemos eso aparte. Usted vino aquí a preguntarme de quién sospechaba. Yo me negué a responderle. Entonces usted se dirigió a la vicaría, esperó fuera un buen rato y después se marchó a su casa.
—¿Cómo sabe eso?
—Le seguí.
—No vi a nadie.
—Eso es lo que suele ver la gente a la que yo sigo. Pasó usted la noche sin dormir, y elaboró ciertos planes, que se dispuso a poner en práctica por la mañana. Salió de su casa al amanecer, y se llenó el bolsillo de grava rojiza, que tenía en un montón al lado de la puerta —Sterndale dio un violento respingo y miró a Holmes con asombro—. A continuación, recorrió a paso ligero la milla que separa su casa de la vicaría. Dicho sea de paso, llevaba usted ese mismo par de zapatos de tenis a rayas que ahora mismo cubren sus pies. Al llegar a la vicaría, atravesó el huerto y el seto lateral y se situó bajo la ventana del inquilino Tregennis. Era ya pleno día, pero aún no había movimiento en la casa. Sacó usted un poco de grava del bolsillo y la arrojó contra la ventana.
Sterndale se puso en pie de un salto.
—¡Es usted el demonio en persona!
Holmes sonrió ante el cumplido.
—Tuvo que tirar dos o tres puñados de grava antes de que el inquilino se asomara a la ventana. Usted le pidió que bajara. Él se vistió a toda prisa y bajó a su sala de estar. Usted entró por la ventana. Tuvieron una conversación bastante breve, durante la cual usted no paró de andar de un lado a otro de la habitación. Luego volvió a salir, cerró la ventana y se quedó en el césped de fuera, fumando un cigarro y aguardando a ver qué ocurría. Por último, tras la muerte de Tregennis, se marchó por donde había venido. Veamos, pues, doctor Sterndale: ¿cómo justifica usted su conducta y cuál fue el motivo de sus acciones? Si intenta mentirme o jugar conmigo, le doy mi palabra de que el asunto saldrá de mis manos definitivamente.
La cara de nuestro visitante se había puesto de color gris ceniza al escuchar las palabras de su acusador. Estuvo reflexionando un buen rato, con el rostro oculto entre las manos, y de pronto, con un súbito gesto impulsivo, sacó del bolsillo del pecho una fotografía, y la arrojó sobre la mesa rústica que teníamos delante.
—Esa es la razón de lo que hice —dijo.
Se trataba del retrato de una mujer hermosísima. Holmes se inclinó para verla mejor.
—Brenda Tregennis —dijo.
—Sí, Brenda Tregennis —repitió nuestro visitante—. La he amado desde hace años. Y ella me amaba a mí. Ese era el secreto de mi aislamiento en Cornualles, que tanto asombra a la gente. Aquí podía estar cerca de la única cosa que me importaba en el mundo. No podía casarme con ella, porque tuve una esposa que me abandonó hace años, pero de la cual no puedo divorciarme, por culpa de las deplorables leyes inglesas. Brenda esperó años y años. Yo esperé años y años. ¡Y hemos esperado tanto para esto! —un tremendo sollozo sacudió de arriba abajo el enorme cuerpo del doctor, que se llevó las manos a la garganta por debajo de su barba leonada. Por fin, con un esfuerzo, logró dominarse y continuó hablando—: el vicario lo sabía. Era nuestro confidente. Él les podrá decir que Brenda era un ángel bajado a la tierra. Por eso me telegrafió para que regresara. ¿Qué me importaba mi equipaje o África, sabiendo lo que le había ocurrido a mi amor? Ahí tiene usted la clave que le faltaba para entender mis acciones, señor Holmes.
—Continúe —dijo mi amigo.
El doctor Sterndale sacó de su bolsillo un paquete de papel y lo colocó sobre la mesa. En su parte exterior llevaba escrito Radix pedis diaboli, y debajo, una etiqueta roja con la señal de veneno. Lo empujó hacia mí.
—Tengo entendido que es usted médico —dijo—. ¿Ha oído hablar alguna vez de este preparado?
—¡«Raíz de pie del diablo»! No, jamás había oído hablar de esto.
—Eso no hace desmerecer sus conocimientos profesionales, doctor, ya que estoy convencido de que, exceptuando una muestra que tienen en un laboratorio de Buda, no existe otra en toda Europa. Aún no figura ni en la farmacopea ni en los textos de toxicología. Se trata de una raíz que tiene forma de pie, medio humano, medio de cabra, de ahí el pintoresco nombre que le impuso un misionero aficionado a la botánica. La utilizan los hechiceros de ciertas regiones de Africa Occidental como veneno para pruebas de iniciación o juicios, y lo mantienen en secreto entre ellos. Esta muestra que tengo aquí la conseguí en circunstancias verdaderamente extraordinarias, en el país de los ubangui.
Mientras hablaba, abrió un paquete, dejando a la vista un montoncito de polvo pardorojizo que parecía rapé.
—¿Y bien, señor? —dijo Holmes en tono severo.
—Voy a contarle todo lo que sucedió, señor Holmes, porque es ya tanto lo que sabe que está claro que me conviene que lo sepa todo. Ya le he explicado cuál era mi relación con la familia Tregennis. Por amor a la hermana, yo me mostraba amistoso con los hermanos. Hubo una disputa de familia por cuestiones de dinero, y ese Mortimer se distanció de los demás, pero se suponía que habían hecho las paces, y yo volví a tratarlo igual que a los otros. Era un tipo astuto, sutil y calculador, y observé varios detalles que me hicieron desconfiar de él, pero sin que existiera motivo concreto para reñir.
»Un día, hace solo un par de semanas, vino a visitarme y yo le enseñé algunas de mis curiosidades africanas; entre ellas, este polvo. Le hablé de sus extrañas propiedades, de cómo estimula los centros cerebrales que controlan la emoción del miedo, y de la locura o la muerte que aguardan a los desdichados nativos que son sometidos a la prueba por los sacerdotes de su tribu. Le dije también que la ciencia europea sería completamente incapaz de detectarlo. No me explico cómo logró apoderarse de él, porque yo no salí de la habitación en ningún momento, pero no cabe duda de que, mientras yo abría cajones y desembalaba cajas, se las arregló para sustraer un poco de polvo de pie del diablo. Recuerdo muy bien que me acribilló a preguntas sobre la cantidad y el tiempo necesarios para que hiciera efecto, pero ni se me pasó por la cabeza que pudiera tener un motivo personal para preguntar tales cosas.
»No volví a pensar en el asunto hasta que recibí en Plymouth el telegrama del vicario. Ese canalla había pensado que yo ya estaría en alta mar antes de que me pudiera llegar la noticia, y que me perdería en Africa durante años. Pero regresé inmediatamente y, como es natural, nada más enterarme de los detalles tuve la seguridad de que se había empleado mi veneno. Vine a hablar con usted, por si acaso se le hubiera ocurrido alguna otra explicación. Pero era imposible que existiera otra. Estaba convencido de que Mortimer Tregennis era el asesino... por afán de dinero, y tal vez con la idea de que, si todos los demás miembros de la familia se volvían locos, él quedaría como único custodio de los bienes comunes, utilizó el polvo de pie del diablo, hizo perder la razón a sus dos hermanos y mató a su hermana Brenda, el único ser humano al que he amado y que me ha amado. Ese era su crimen; ¿cuál debía ser su castigo?
»¿Debía recurrir a la ley? ¿Qué pruebas tenía? Yo estaba seguro de lo que había ocurrido, pero ¿podría conseguir que un jurado de campesinos se creyera una historia tan fantástica? Y no podía correr el riesgo de fracasar. Toda mi alma clamaba pidiendo venganza. Ya le dije hace un rato, señor Holmes, que he pasado gran parte de mi vida fuera del alcance de la ley, hasta acabar rigiéndome por mis propias leyes. Eso es lo que ocurrió. Decidí que debía sufrir la misma suerte que él había hecho sufrir a los otros. O eso, o yo mismo haría justicia con mi propia mano. No existe en toda Inglaterra un hombre que conceda menos valor a su propia vida que yo en estos momentos.
»Ya se lo he contado todo. Usted mismo ha aportado el resto. Como bien ha dicho, tras una noche de insomnio, salí de casa al amanecer. Había previsto que pudiera resultar difícil despertarle, así que cogí un poco de grava del montón que usted ha mencionado, y la utilicé para lanzarla contra la ventana. El bajó y me hizo pasar por la ventana de la sala de estar. Yo le dije que estaba al corriente de su crimen, y que había ido en calidad de juez y de verdugo. El muy miserable se dejó caer en un sillón, paralizado por la visión de mi revólver. Encendí la lámpara, eché en ella el polvo, y aguardé en la parte de fuera de la ventana, dispuesto a cumplir mi amenaza de matarle a tiros si intentaba salir de la habitación. Murió en cinco minutos. ¡Dios mío, y cómo murió! Pero mi corazón era de pedernal, porque no estaba sufriendo nada que mi inocente amor no hubiera sufrido antes. Esta es mi historia, señor Holmes. Es posible que, si usted amase a una mujer, hubiera hecho lo mismo que yo. En cualquier caso, estoy en sus manos, y puede usted tomar las medidas que le parezcan. Como ya le he dicho, no hay un hombre vivo que tenga menos miedo a la muerte que yo.
Holmes permaneció sentado en silencio durante unos momentos.
—¿Qué pensaba hacer a continuación? —preguntó por fin.
—Tenía la intención de perderme en África Central. Mi trabajo allí está a medio hacer.
—Pues vaya y termine la otra mitad —dijo Holmes—. Yo, por lo menos, no pienso impedírselo.
El doctor Sterndale irguió su gigantesca figura, hizo una solemne reverencia, y se alejó del emparrado. Holmes encendió su pipa y me pasó la petaca.
—Para variar, resultará muy agradable aspirar algo de humo que no sea tan venenoso —dijo—. Creo que estará de acuerdo, Watson, en que no debemos interferir en este caso. Nuestra investigación era extraoficial, y también debe serlo nuestra actuación. ¿Denunciaría usted a este hombre?
—Desde luego que no —respondí.
—Nunca he estado enamorado, Watson, pero si lo estuviera, y la mujer que amara hubiera sufrido una muerte semejante, puede que me comportara como nuestro indómito cazador de leones. ¿Quién sabe? Bien, Watson, no ofenderé su inteligencia explicándole lo que es obvio. Por supuesto, el punto de partida de mi investigación fue la grava que había en el alféizar de la ventana. No había nada parecido en el jardín de la vicaría. No encontré otra igual hasta que dirigí mi atención hacia el doctor Sterndale y su casa de campo. La lámpara encendida en pleno día, y los restos de polvo en el guardahumos fueron los siguientes eslabones de una cadena que se iba haciendo ya muy evidente. Y ahora, querido Watson, creo que podemos borrar el asunto de la mente y regresar, con la conciencia tranquila, al estudio de las raíces caldeas que se advierten sin lugar a dudas en la rama cómica del gran idioma celta.
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