El detective moribundo
La señora Hudson, casera de Sherlock Holmes, era una mujer de enorme paciencia. No solo tenía que aguantar que el apartamento del primer piso se viera invadido a todas horas por hordas de personajes extraños y a menudo indeseables, sino que además su pintoresco inquilino daba muestras de unas costumbres tan irregulares y excéntricas que ponían a dura prueba su paciencia. Su increíble desorden, su afición a la música a deshoras, sus ocasionales prácticas de revólver dentro de casa, sus extraños y muchas veces malolientes experimentos científicos, y la atmósfera de violencia y peligro que le rodeaba, hacían de él el peor inquilino de Londres. Por otra parte, pagaba un alquiler principesco. No me cabe duda de que se podría haber comprado la casa entera con el dinero que Holmes pagó por sus habitaciones durante los años en que yo estuve con él.
La patrona sentía por Holmes el más profundo respeto, y jamás se atrevía a meterse en su camino, por ofensivo que pudiera parecer su proceder. Incluso le tenía cariño, y es que Holmes trataba a las mujeres con una amabilidad y una cortesía extraordinarias. No le gustaban, y desconfiaba de ellas, pero siempre fue un adversario caballeroso. Así pues, sabiendo que ella le profesaba un afecto sincero, presté la máxima atención a lo que me dijo un día que vino a mi casa, durante el segundo año de mi vida de casado, para explicarme la triste condición a la que había quedado reducido mi pobre amigo.
—Se está muriendo, doctor Watson —dijo—. Lleva tres días cada vez peor, y no creo que pueda durar un día más. No me dejó avisar a un médico. Esta mañana, cuando vi cómo se le marcaban los huesos de la cara y cómo me miraba con esos ojos enormes y brillantes, no he podido soportarlo más. «Con su permiso o sin él, señor Holmes, ahora mismo voy a buscar a un médico», le dije. «En ese caso, que sea Watson», dijo él. Yo no perdería ni un momento, doctor, si es que quiere llegar a verlo vivo.
Me quedé horrorizado, ya que no sabía nada de su enfermedad. No hace falta decir que salí disparado a por mi abrigo y mi sombrero. Mientras nos dirigíamos a la casa, le pedí más detalles.
—No puedo decirle gran cosa, señor. Ha estado trabajando en un caso en Rotherhithe, en una callejuela cerca del río, y se trajo de allí la enfermedad. Se metió en la cama el miércoles por la tarde y desde entonces no se ha movido. Durante estos tres días no ha probado bocado ni bebido una gota.
—¡Santo Dios! ¿Por qué no avisó usted a un médico?
—El no lo consintió, señor. Ya sabe usted lo autoritario que es. No me atreví a desobedecerle. Pero ya no le queda mucho tiempo en este mundo, como verá usted mismo en cuanto le ponga los ojos encima.
Era, efectivamente, un espectáculo deplorable. En la penumbra de aquel brumoso día de noviembre, la habitación del enfermo ya resultaba de por sí bastante fúnebre, pero lo que me produjo un escalofrío en el corazón fue aquel rostro demacrado y macilento que me miraba desde la cama. Sus ojos tenían el brillo típico de la fiebre, sus mejillas estaban teñidas de rubor hético, y sus labios, cubiertos de gruesas costras; las delgadas manos temblaban incesantemente sobre la colcha y su voz sonaba cascada y espasmódica. Cuando entré en la habitación se encontraba inmóvil, pero al verme brotó en sus ojos una chispa de reconocimiento.
—Bien, Watson, parece que tenemos un mal día —dijo con voz débil que aún mantenía un rastro de su antiguo tono despreocupado.
—¡Querido amigo! —exclamé, acercándome a él.
—¡Atrás! ¡Quédese donde está! —dijo en el tono seco e imperioso que hasta entonces yo asociaba solo con los momentos de crisis—. Si se acerca a mí, Watson, ordenaré que le echen de la casa.
—Pero ¿por qué?
—Porque lo digo yo. ¿No le basta con eso?
Desde luego, la señora Hudson tenía razón: estaba más autoritario que nunca. Y sin embargo, daba pena verlo tan consumido.
—Solo pretendía ayudar —expliqué.
—Exacto. Y la mejor manera de ayudar es haciendo lo que se le dice.
—Como quiera, Holmes.
De pronto, sus modales se hicieron más suaves.
—¿Se ha enfadado usted? —preguntó, boqueando para tomar aire. ¡Pobre diablo! ¿Cómo me iba a enfadar viéndolo en semejante estado de postración?
—Lo hago por su bien, Watson —carraspeó.
—¿Por mi bien?
—Sé lo que tengo. Es una enfermedad de los culis de Sumatra..., algo que los holandeses conocen mejor que nosotros, aunque hasta ahora no les ha servido de mucho. Solo una cosa es segura: es mortal de necesidad y terriblemente contagiosa.
Hablaba con una energía febril, y sus largas manos temblaban y gesticulaban como indicándome que me alejase.
—Contagiosa por contacto, Watson..., eso es, por contacto. Manténgase a distancia y todo irá bien.
—¡Cielo santo, Holmes! ¿Cree usted que eso me va a influir ni por un instante? No me importaría aunque se tratase de un desconocido. ¿Cree que me va a impedir cumplir con mi deber, tratándose de un viejo amigo?
Avancé de nuevo, pero él me rechazó con una mirada feroz.
—Si se queda donde está, hablaré con usted. De lo contrario, tendrá que salir de la habitación.
Es tan profundo el respeto que siento por las extraordinarias cualidades de Holmes que siempre me había plegado a sus deseos, aun cuando menos los comprendía. Pero en aquel momento, todos mis instintos profesionales se encontraban activados. Podía darme órdenes en cualquier otra parte, pero en la habitación de un enfermo era yo quien mandaba.
—Holmes —le dije—, no es usted dueño de sus actos. Un hombre enfermo es como un niño y así voy a tratarle. Le guste o no le guste, voy a examinar sus síntomas y a darle el tratamiento correspondiente.
El me dirigió una mirada virulenta.
—Si voy a tener un médico, lo quiera o no, al menos que sea uno en el que tenga confianza —dijo.
—¿Así que no confía en mí?
—Como amigo, desde luego que sí. Pero los hechos son los hechos, Watson, y al fin y al cabo, usted no es más que un médico general, con experiencia muy limitada y un historial académico mediocre. Lamento tener que decir estas cosas, pero no me deja usted elección.
Aquello me hirió en lo más hondo.
—Ese comentario es indigno de usted, Holmes, y me demuestra bien a las claras en qué estado se encuentran sus nervios. Pero si no tiene confianza en mí, no le impondré mis servicios. Permítame avisar a Sir Jasper Meek, o a Penrose Fisher, o a cualquier otro de los mejores doctores de Londres. Pero alguien tiene que atenderle, y no hay más que decir. Si piensa que me voy a quedar aquí a verle morir, sin ayudarle ni traer a alguien que le ayude, se ha equivocado usted conmigo.
—Sé que tiene buena intención, Watson —dijo el enfermo, con una voz que estaba a mitad de camino entre un gemido y un sollozo—. ¿Voy a tener que demostrarle su propia ignorancia? ¿Qué sabe usted, por ejemplo, de la fiebre de Tapanuli? ¿Qué sabe de la podredumbre negra de Formosa?
—Jamás oí hablar de ninguna de las dos.
—En Oriente, Watson, existen muchas enfermedades, muchas posibilidades patológicas extrañas —hacía una pausa detrás de cada frase para reunir las fuerzas que se le escapaban—. Esto lo he aprendido durante una reciente investigación que tenía un carácter médico-criminal. Durante el transcurso de la misma contraje esta afección. Usted no puede hacer nada.
—Puede que no. Pero da la casualidad de que sé que el doctor Ainstree, el mejor especialista del mundo en enfermedades tropicales, se encuentra ahora mismo en Londres. De nada le servirán sus protestas, Holmes. Voy a buscarlo inmediatamente —y me volví con decisión hacia la puerta.
¡Jamás he sufrido semejante sobresalto! En un instante, dando un salto de tigre, el moribundo me cortó el paso. Oí el chasquido seco de una llave que giraba. Al instante siguiente, Holmes había regresado tambaleándose a su cama, agotado y jadeando tras aquel tremendo estallido de energía.
—No podrá quitarme la llave por la fuerza, Watson. Le tengo cogido, amigo mío. Aquí nos quedamos, usted y yo, hasta que yo decida otra cosa. Pero estoy dispuesto a entretenerlo —todo esto lo decía en breves frases entrecortadas, con terribles esfuerzos para respirar entre una y otra—. Ya sé que todo lo hace por mi bien. Quiero que le conste que estoy seguro de ello. Ya se saldrá con la suya, pero déme tiempo para recuperar fuerzas. Ahora no, Watson, ahora no. Son las cuatro. Le dejaré salir a las seis.
—Esto es una locura, Holmes.
—Solo dos horas, Watson. Le prometo que podrá salir a las seis. ¿No le importa esperar?
—Parece que no tengo elección.
—En efecto, Watson, no la tiene. Gracias, no necesito ayuda para arreglar las sábanas. Haga el favor de mantener la distancia. Y ahora, Watson, tengo que imponerle otra condición. No irá a buscar a ese médico que ha dicho, sino al que yo le indique.
—Como usted quiera.
—Las tres primeras palabras sensatas que ha pronunciado usted desde que entró en esta habitación, Watson. Encontrará libros en aquel rincón. Me encuentro algo agotado. Me pregunto cómo se sentirá una pila cuando descarga electricidad en un cuerpo no conductor. Reanudaremos nuestra conversación a las seis, Watson.
Pero estaba escrito que la reanudaríamos mucho antes de aquella hora, y en circunstancias que me provocaron un sobresalto que nada tenía que envidiar al que me produjo el salto de Holmes hacia la puerta. Llevaba algunos minutos contemplando en silencio la figura que yacía en la cama. Tenía el rostro casi cubierto por las sábanas y parecía dormido. Sintiéndome incapaz de sentarme a leer, di un lento paseo por la habitación, examinando los retratos de famosos criminales que adornaban todas las paredes. Por último, caminando sin rumbo, llegué a la repisa de la chimenea. Sobre ella había desparramado todo un surtido de pipas, petacas, jeringas, navajas, cartuchos de revólver y otros objetos. En medio de todos había una cajita de marfil blanca y negra, con tapa deslizante. Era bastante bonita, y ya había extendido la mano para examinarla más de cerca, cuando...
—¡Deje eso! ¡Déjelo ahora mismo, Watson! ¡Ahora mismo, le digo! —su cabeza volvió a caer sobre la almohada, con un fuerte suspiro de alivio, cuando volví a dejar la cajita en la repisa—. Odio que anden tocando mis cosas, Watson, sabe usted que lo odio. Me está usted irritando más de lo que puedo soportar. Vaya un médico... Es usted capaz de mandar a un paciente al manicomio. Siéntese, hombre, y déjeme descansar.
El incidente me dejó una impresión de lo más desagradable. Aquella irritación violenta y sin motivo, acompañada por aquel lenguaje brutal, tan diferente de su habitual suavidad, me demostraba lo profundamente trastornada que estaba su mente. La ruina de una mente noble es la más lamentable de todas las ruinas. Me quedé sentado, callado y abatido, hasta que hubo transcurrido el tiempo estipulado. Pareció como si Holmes hubiera estado mirando el reloj lo mismo que yo, porque apenas dieron las seis comenzó a hablar con la misma excitación febril de antes.
—Vamos a ver, Watson —dijo—. ¿Lleva algo de calderilla en el bolsillo?
—Sí.
—¿Alguna moneda de plata?
—Bastantes.
—¿Cuántas medias coronas?
—Tengo cinco.
—¡Ah, son pocas, son pocas! ¡Qué pena, Watson! Pero, en fin, por pocas que sean, métaselas en el bolsillo del reloj. Y el resto del dinero métalo en el bolsillo izquierdo del pantalón. Gracias. Así estará mucho mejor equilibrado.
Aquello era un completo desvarío. Holmes se estremeció y emitió de nuevo un sonido que era mitad tos, mitad sollozo.
—Ahora, haga el favor de encender la luz de gas, Watson, pero ponga mucho cuidado en que en ningún instante esté a más de media potencia. Le ruego que ponga mucho cuidado. Gracias, así está muy bien. No, no hay necesidad de bajar la persiana. Ahora tenga la bondad de colocar algunas cartas y papeles en esta mesita, al alcance de mi mano. Gracias. Añada algunas cosas de encima de la repisa. Muy bien, Watson. Ahí tiene unas pinzas para el azúcar. Haga el favor de coger con ellas esa cajita de marfil. Colóquela aquí, entre los papeles. ¡Muy bien! Ahora ya puede ir a avisar al señor Culverton Smith, en el número 13 de Lower Burke Street.
A decir verdad, ya no sentía tantas ganas de ir a buscar a un médico, porque el pobre Holmes deliraba de una manera tan evidente que me parecía peligroso dejarlo solo. Sin embargo, ahora se le veía tan ansioso de consultar a la persona mencionada como antes se había obstinado en rechazar toda ayuda médica.
—Jamás he oído ese nombre —dije.
—Es muy posible que no, mi buen Watson. Quizá le sorprenda saber que el hombre que más sabe de esta enfermedad en todo el mundo no es un médico, sino un plantador. El señor Culverton Smith es un conocido residente de Sumatra, que ahora se encuentra de visita en Londres. Una epidemia de esta enfermedad en su plantación, que está muy alejada de toda asistencia médica, le obligó a estudiarla personalmente, obteniendo algunos resultados de gran trascendencia. Se trata de una persona muy metódica, y yo no quería que usted saliera antes de las seis, porque me constaba que no lo encontraría en su despacho. Si pudiera usted convencerle de que viniera aquí y pusiera a nuestro servicio sus conocimientos sobre la enfermedad, cuyo estudio constituye su mayor afición, estoy seguro de que podría ayudarme.
Estoy transcribiendo las frases de Holmes completas y seguidas, sin pretender indicar cómo se interrumpían a causa de los jadeos, y sin describir las contracciones de las manos, que revelaban el dolor que sufría. Su aspecto había cambiado a peor durante las pocas horas que yo llevaba con él. Las manchas héticas se veían más pronunciadas, los ojos relucían aún más en el fondo de las oscuras cuencas, y un sudor frío brillaba en su frente. Sin embargo, aún conservaba su manera de hablar, airosa y desenfadada. Hasta el último suspiro, seguiría controlando la situación.
—Cuéntele exactamente en qué estado me dejó —dijo—. Tiene que transmitirle la misma impresión que tiene usted en la mente: la de un hombre moribundo..., moribundo y delirante. La verdad es que no me explico cómo el fondo entero del mar no es una masa compacta de ostras, con lo prolíficas que parecen estas criaturas. ¡Ah, estoy divagando! Es curioso, hay que ver cómo el cerebro controla al cerebro. ¿Qué estaba diciendo, Watson?
—Me daba instrucciones para el señor Culverton Smith.
—¡Ah, sí, ya recuerdo! Mi vida depende de ello. Tendrá que rogarle, Watson. Nuestras relaciones no son muy buenas. Su sobrino..., ¿sabe, Watson?..., yo sospechaba que había juego sucio y dejé que él se diera cuenta. El muchacho tuvo una muerte horrible, y él me guarda rencor. Tiene usted que ablandarle. Ruegue, suplique, pero tráigalo aquí como sea. Solo él puede salvarme..., solo él.
—Lo traeré en un coche, aunque tenga que subirlo en él a la fuerza.
—No hará nada semejante. Tiene que convencerlo de que venga... y después tiene usted que regresar antes que él. Ponga cualquier excusa para no venir con él. No lo olvide, Watson. Sé que no me fallará usted. Nunca me ha fallado. Sin duda, las ostras deben tener enemigos naturales que controlan el aumento de su población. Usted y yo, Watson, hemos cumplido con nuestra parte. ¿Acaso ahora va a quedar el mundo a merced de las ostras? No, no, sería horrible. Tiene usted que transmitirle todo lo que lleva en la mente...
Me marché de allí obsesionado por la imagen de aquel poderoso intelecto balbuceando como un niño tonto. Me había entregado la llave, y yo me la guardé de buena gana, no fuera a ocurrírsele encerrarse de nuevo. La señora Hudson esperaba en el pasillo, temblando y sollozando. Al salir del apartamento, oí a mis espaldas la voz aguda y cascada de Holmes entonando un cántico delirante. Una vez en la calle, mientras yo silbaba para llamar a un coche de alquiler, un hombre salió entre la niebla y se me acercó.
—¿Cómo está el señor Holmes? —me preguntó. Era un viejo conocido, el inspector Morton, de Scotland Yard, vestido con un traje informal de lana.
—Está muy enfermo —respondí.
Me miró de una manera muy curiosa. De no haber sido un pensamiento demasiado horrible, podría haber imaginado que la luz de la puerta iluminaba una expresión de regocijo en su rostro.
El coche había llegado y me despedí de él.
Lower Burke Street resultó ser una hilera de elegantes casas en la incierta frontera que separa Notting Hill y Kensington. La casa concreta ante la que se detuvo el cochero tenía un aire de respetabilidad pomposa y relamida, con su anticuada verja de hierro, su maciza puerta de dos hojas y sus relucientes apliques de latón. Todo ello hacía juego con el solemne mayordomo que apareció enmarcado en el resplandor rosado de una luz eléctrica encendida a sus espaldas.
—Sí, el señor Culverton Smith está en casa. ¿El doctor Watson? Muy bien, señor, le llevaré su tarjeta.
Mi humilde nombre y mi título no parecieron impresionar al señor Culverton Smith. A través de la puerta entreabierta oí una voz chillona, penetrante y petulante.
—¿Quién es este individuo? ¿Qué quiere? Válgame Dios, Staples, ¿cuántas veces tengo que decir que no quiero que me molesten durante mis horas de estudio?
Le respondió una suave oleada de explicaciones tranquilizadoras por parte del mayordomo.
—Bueno, pues no voy a recibirle, Staples. No puedo interrumpir mi trabajo así como así. No estoy en casa, dígaselo. Dígale que venga por la mañana si tiene verdadera necesidad de verme.
De nuevo se oyó el suave murmullo.
—Bien, bien, déle este mensaje. Que venga por la mañana o que se quede en su casa. Mi trabajo no puede sufrir interrupciones.
Pensé en Holmes revolviéndose en su lecho de enfermo, y tal vez contando los minutos hasta que yo le hiciera llegar ayuda. No era momento de andarse con ceremonias. Su vida dependía de mi celeridad. Antes de que el mayordomo me transmitiera el mensaje deshaciéndose en disculpas, yo le había hecho a un lado y había entrado en la habitación.
Lanzando un agudo chillido de ira, un hombre se levantó de la poltrona instalada junto a la chimenea. Vi una cara grande y amarillenta, de piel rugosa y grasienta, con una gruesa papada y dos ojos grises, feroces y amenazadores que me miraban desde debajo de unas cejas rubias y pobladas. El cráneo, alto y calvo, se cubría con un gorrito de terciopelo, ladeado coquetamente sobre la curva de color de rosa. La cabeza tenía una capacidad enorme, pero cuando miré hacia abajo vi con sorpresa que el cuerpo era pequeño y frágil, con los hombros y la espalda torcidos, como si hubiera padecido raquitismo en su infancia.
—¿Qué es esto? —gritó con voz chillona—. ¿Qué significa esta invasión? ¿No le he enviado recado de que le recibiría mañana por la mañana?
—Lo siento —dije yo—. Pero el asunto no admite demoras. El señor Sherlock Holmes...
La mención del nombre de mi amigo ejerció un efecto extraordinario sobre aquel hombrecillo. La mirada furiosa desapareció al instante de su rostro. Sus facciones se pusieron tensas y en estado de alerta.
—¿Viene usted de parte de Holmes? —preguntó.
—Acabo de dejarlo.
—¿Y qué hay de Holmes? ¿Qué tal está?
—Está gravísimamente enfermo. Por eso he venido.
Me indicó un asiento y volvió a sentarse en el suyo. Al hacerlo, pude captar una imagen fugaz de su cara en el espejo que había sobre la repisa de la chimenea. Podría haber jurado que en ella se dibujaba una sonrisa maliciosa y abominable. Pero preferí pensar que lo que había visto era una simple contracción nerviosa, porque al instante se volvió hacia mí con una expresión de sincero interés.
—Lamento oír eso —dijo—. Solo conozco al señor Holmes por unos asuntos de negocios que hemos tenido, pero siento el mayor respeto por su talento y su personalidad. Es un aficionado al estudio del crimen, como yo lo soy de la enfermedad. El persigue criminales; yo, microbios. Ahí están mis cárceles —señaló una hilera de frascos y tarros alineados sobre una mesa—. En esos cultivos gelatinosos cumplen condena algunos de los peores delincuentes del mundo.
—Precisamente por esos conocimientos especiales suyos desea verle el señor Holmes. Tiene una elevada opinión de usted y está convencido de que es usted el único hombre de Londres que puede ayudarle.
El hombrecillo dio un respingo y su coquetón gorrito resbaló hasta el suelo.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué habría de pensar el señor Holmes que yo puedo ayudarle en ese trance?
—Por los conocimientos sobre enfermedades orientales que usted posee.
—¿Y qué le hace pensar que esa enfermedad que ha contraído es oriental?
—El hecho de que, en una de sus investigaciones profesionales, ha estado trabajando en los muelles entre marineros chinos.
El señor Culverton Smith sonrió complacido y recogió su gorrito.
—Ah, ¿conque es eso? —dijo—. Confío en que se trate de un asunto tan grave como usted supone. ¿Cuánto tiempo lleva enfermo?
—Tres días.
—¿Delira?
—De vez en cuando.
—Vaya, vaya. Parece cosa seria. Sería inhumano no responder a su llamada. Doctor Watson, me molesta mucho cualquier interrupción en mi trabajo, pero desde luego este es un caso excepcional. Iré con usted inmediatamente.
Yo recordé las instrucciones de Holmes.
—Tengo otra cita —dije.
—Muy bien, iré solo. Tengo apuntada la dirección del señor Holmes. Puede usted confiar en que estaré allí dentro de media hora como máximo.
Regresé a la habitación de Holmes con el corazón abatido. Por lo que yo sabía, durante mi ausencia podía haber ocurrido lo peor. Sin embargo, advertí con gran alivio que había mejorado considerablemente en aquel intervalo. Su aspecto seguía siendo tan cadavérico como antes, pero había desaparecido todo rastro de delirio, y aunque hablaba con voz débil, lo hacía con una agudeza y lucidez aun mayores que lo habitual en él.
—¿Y bien, Watson? ¿Lo ha visto?
—Sí; va a venir.
—¡Estupendo, Watson, estupendo! Es usted el mejor de los mensajeros.
—Quería venir conmigo.
—Ah, pero eso no habría dado resultado, Watson. Eso habría sido de todo punto imposible. ¿Preguntó por mi dolencia?
—Le conté lo de los chinos en el East End.
—¡Perfecto! Muy bien, Watson, ha hecho usted todo lo que podría hacer un buen amigo. Ahora ya puede desaparecer de la escena.
—Tengo que quedarme y escuchar su opinión, Holmes.
—Pues claro que sí. Pero tengo razones para suponer que su opinión será mucho más sincera y valiosa si él cree que estamos solos. Hay sitio suficiente detrás de la cabecera de mi cama, Watson.
—¡Pero Holmes!
—Me temo que no hay alternativa, Watson. La habitación no se presta mucho a ocultamientos, lo cual es una ventaja, porque así es menos probable que despierte sus sospechas. Pero aquí creo que podrá esconderse —de pronto se incorporó con una rígida expresión de ansiedad en su rostro macilento—. ¡Ahí se oyen las ruedas, Watson! ¡Rápido, hombre, si es que me aprecia! Y no se mueva, ocurra lo que ocurra..., ocurra lo que ocurra, ¿me oye? No hable, no se mueva, limítese a escuchar como si fuera todo oídos.
Al instante, aquel súbito acceso de energía se esfumó, y su hablar dominante y lleno de sentido degeneró en el vago murmullo de una persona medio delirante.
Desde el escondrijo en el que tan rápidamente me habían hecho introducirme, oí los pasos en la escalera y el abrirse y cerrarse de la puerta de la alcoba. A continuación, con gran sorpresa por mi parte, hubo un prolongado silencio, roto tan solo por la respiración jadeante del enfermo. Me imaginé que el visitante estaría de pie junto a la cama, examinando al paciente.
—¡Holmes! ¡Holmes! —llamó el recién llegado, en el tono insistente que se utiliza para despertar a una persona dormida—. ¿Puede oírme, Holmes?
Se oyó un roce, como si estuviera sacudiendo violentamente al enfermo por el hombro.
—¿Es usted, señor Smith? —murmuró Holmes—. Tenía pocas esperanzas de que viniese.
El otro se echó a reír.
—Ya me lo imagino —dijo—. Y sin embargo, ya lo ve, he venido. ¡Es usted un malpensado, Holmes, un malpensado!
—Es usted muy amable..., muy generoso... Tengo en gran estima sus conocimientos.
Nuestro visitante soltó otra risita.
—¿Sí, eh? Por suerte, es usted el único en Londres que los sabe apreciar. ¿Sabe usted qué es lo que le pasa?
—Lo mismo —dijo Holmes.
—¡Ah! ¿Reconoce los síntomas?
—Demasiado bien.
—Pues bien, no me sorprendería, Holmes. No me sorprendería que fuera lo mismo. Mala cosa para usted, si es así. El pobre Víctor murió en cuatro días... con lo joven, fuerte y saludable que era. Desde luego, como usted dijo, resultaba muy sorprendente que fuera a contraer una extraña enfermedad asiática en pleno corazón de Londres... y, además, una enfermedad que yo había estudiado tan a fondo. Una curiosa coincidencia, Holmes. Fue usted muy listo al observarlo, pero fue muy poco caritativo al sugerir que había una relación de causa y efecto.
—Sé que usted lo hizo.
—¿Ah, conque lo sabe, eh? Pues no pudo demostrarlo. ¿Y qué le parece eso de ir difundiendo informes acusatorios contra mí, y luego venir arrastrándose a pedir ayuda en cuanto se encuentra en apuros? ¿Qué clase de juego es ese?
Oí la respiración ronca y trabajosa del enfermo.
—¡Déme el agua! —jadeó.
—Está usted muy cerca del final, amigo mío, pero no quiero que se muera sin haber hablado unas palabras con usted. Por eso le doy agua. Tenga, no la derrame. Ya está bien. ¿Entiende lo que le digo?
Holmes gimió.
—Haga lo que pueda por mí. Lo pasado, pasado —susurró—. Borraré esas palabras de mi mente..., le juro que lo haré. Cúreme, y lo olvidaré todo.
—¿Olvidará qué?
—Pues la muerte de Victor Savage. Prácticamente acaba de reconocer que usted lo hizo. Pero lo olvidaré.
—Por mí, puede olvidarlo o recordarlo, como prefiera. No le veo a usted en el estrado de los testigos. Más bien en una caja de madera, mi buen Holmes, se lo aseguro. No me importa nada que sepa cómo murió mi sobrino. No estamos hablando de él, sino de usted.
—Sí, sí.
—Ese tipo que vino a buscarme..., he olvidado su nombre..., dijo que había usted contraído la enfermedad en el East End, entre los marineros.
—Es la única explicación que encuentro.
—Se siente orgulloso de su cerebro, ¿verdad, Holmes? Se cree usted muy listo, ¿no es así? Pues en esta ocasión se ha topado con alguien más listo que usted. Haga memoria, Holmes. ¿No se le ocurre ninguna otra manera en la que haya podido contraer este mal?
—No puedo pensar. Se me va la cabeza. ¡Por amor de Dios, ayúdeme!
—Sí, le ayudaré. Le ayudaré a comprender su situación y cómo se metió en ella. Quiero que lo sepa antes de morir.
—Déme algo para aliviar el dolor.
—Duele, ¿verdad? Sí, los culis solían chillar bastante, hacia el final. Da como un calambre, me imagino.
—Sí, sí, un calambre.
—Bien, por lo menos oye usted lo que digo. Ahora, escuche. ¿No recuerda que sucediera algo fuera de lo normal poco antes de que se presentaran los síntomas?
—No, no, nada.
—Piénselo bien.
—Estoy demasiado enfermo para pensar.
—Está bien, le ayudaré. ¿No recibió nada por correo?
—¿Por correo?
—¿Tal vez una cajita?
—Me desmayo..., me muero.
—¡Escuche, Holmes! —se oyó un sonido como si estuviera sacudiendo al moribundo, y solo a duras penas pude permanecer inmóvil en mi escondite—. Tiene usted que oírme. Y va a oírme. ¿No recuerda una cajita? ¿Una cajita de marfil? Llegó el miércoles. Usted la abrió. ¿Lo recuerda?
—Sí, sí, la abrí. Dentro había un resorte con punta. Alguna broma...
—No era ninguna broma, como pronto comprobará a costa suya. ¡Estúpido! Se lo estaba buscando, y ahí lo tiene. ¿Quién le mandó cruzarse en mi camino? Si me hubiera dejado en paz, yo no le habría hecho ningún daño.
—Ahora recuerdo —jadeó Holmes—. ¡El resorte! Me hizo sangre. La caja..., esa caja que hay en la mesa...
—¡Esa misma, por San Jorge! Y más vale que me la lleve en el bolsillo. Con esto desaparece su último vestigio de prueba. Pero ahora sabe la verdad, Holmes, y puede morir con el conocimiento de que yo le maté. Sabía usted demasiado sobre la muerte de Víctor Savage, así que hice que la compartiese. Su final está ya muy cerca, Holmes. Voy a sentarme aquí a verle morir.
La voz de Holmes se había ido reduciendo a un susurro casi inaudible.
—¿Qué dice? —preguntó Smith—. ¿Que abra más la llave de la luz de gas? Ah, las sombras empiezan a envolverle, ¿eh? Sí, daré toda la luz, y así podré verle mejor —cruzó la habitación y la luz se acentuó de pronto—. ¿Hay alguna otra cosilla que pueda hacer por usted, amigo mío?
—Una cerilla y un cigarrillo.
Estuve a punto de soltar un grito de júbilo y asombro. Holmes estaba hablando con su voz natural; un poco débil, tal vez, pero la misma voz que yo conocía. Hubo una larga pausa y me dio la sensación de que Culverton Smith estaba mirando a su interlocutor, mudo de asombro.
—¿Qué significa esto? —le oí decir por fin, con voz seca y ronca.
—La mejor manera de representar un papel con éxito es vivirlo —respondió Holmes—. Le doy mi palabra de que durante tres días no he probado alimento ni bebida hasta que usted tuvo la bondad de servirme ese vaso de agua. Pero lo que más echo de menos es el tabaco. ¡Ah, aquí hay cigarrillos! —oí encenderse una cerilla—. Vaya, vaya. Creo que oigo los pasos de un amigo.
Se oyeron pisadas fuera, se abrió la puerta y apareció el inspector Morton.
—Todo va bien, y este es su hombre —dijo Holmes. El policía hizo las advertencias de rigor.
—Queda detenido por el asesinato de Víctor Savage —dijo para concluir.
—Y podríamos añadir el asesinato frustrado de Sherlock Holmes —comentó mi amigo con una risita—. ¿Sabe, inspector? Para ahorrarle molestias a un inválido, el señor Culverton Smith ha tenido la bondad de hacer nuestra señal, abriendo él mismo la llave de la luz de gas. Por cierto, el detenido lleva en el bolsillo derecho de su chaqueta una cajita que sería mejor incautarle. Gracias. Si yo fuera usted, la manejaría con mucho cuidado. Déjela ahí. Puede ser importante en el juicio.
Hubo un movimiento súbito y un forcejeo, seguidos por un choque metálico y un grito de dolor.
—¡Lo único que conseguirá será hacerse daño! —dijo el inspector—. ¿Quiere estarse quieto de una vez? —se oyó el chasquido de las esposas al cerrarse.
—¡Bonita trampa! —exclamó la voz chillona, en tono de burla—. Esto le llevará a usted al banquillo, Holmes, y no a mí. Me pidió que viniera aquí a curarle. Me dio lástima, y por eso vine. Y ahora, sin duda, querrá hacer creer que yo he dicho cualquier cosa que él quiera inventarse, y que corrobore sus disparatadas sospechas. Puede decir todas las mentiras que quiera, Holmes. Es su palabra contra la mía.
—¡Válgame Dios! —exclamó Holmes—. Me había olvidado por completo de él. Querido Watson, le debo a usted mil excusas. ¡Mira que olvidárseme que estaba usted aquí! No hace falta que le presente al señor Culverton Smith, ya que tengo entendido que se conocieron ustedes esta misma tarde. ¿Tiene abajo el coche, inspector? Iré tras ustedes en cuanto me haya vestido. Quizá les sea de alguna utilidad en la comisaría.
—Jamás lo necesité tanto —dijo Holmes, mientras se reconfortaba con un vaso de clarete y unas galletas, al mismo tiempo que se aseaba—. Sin embargo, como usted sabe, soy hombre de hábitos irregulares, y este montaje me ha resultado menos penoso que a la mayoría. Era esencial impresionar a la señora Hudson y hacerla creer que todo era real, ya que ella era quien tenía que convencerle a usted, y usted, a su vez, tenía que convencerle a él. No estará ofendido, ¿eh, Watson? Ya sabe usted que entre sus muchos talentos no figura el del disimulo, y si usted hubiera compartido mi secreto, jamás habría podido persuadir a Smith de la urgente necesidad de su presencia, que era el punto crucial de todo el plan. Conociendo su carácter vengativo, estaba segurísimo de que vendría a contemplar el resultado de su obra.
—Pero ¿y su aspecto, Holmes? Ese rostro cadavérico...
—Tres días de ayuno absoluto no embellecen a nadie, Watson. En cuanto al resto, no hay nada que una esponja no pueda curar. Se puede conseguir un efecto de lo más satisfactorio con vaselina en la frente, belladona en los ojos, colorete en las mejillas, y unos pegotes de cera en los labios. Esto de fingirse enfermo es un tema sobre el cual he pensado varias veces en escribir una monografía. Y con unos cuantos comentarios acerca de medias coronas, ostras, o cualquier otra extravagancia, se logra producir una excelente impresión de delirio.
—Pero ¿por qué no me dejó acercarme a usted, dado que en realidad no había peligro de contagio?
—¿Es posible que me lo pregunte, querido Watson? ¿Se imagina que no siento ningún respeto por su capacidad como médico? ¿Cómo iba yo a esperar que su agudo criterio aceptara un moribundo que, por muy débil que estuviese, no tenía fiebre ni el pulso alterado? A cuatro metros de distancia podía engañarle. Si no lo conseguía, ¿quién iba a traerme a Smith al alcance de mi mano? No, Watson, yo no tocaría esa caja. Si la mira de costado, verá por donde salta el resorte al abrirla, como el colmillo de una víbora. Me atrevería a decir que fue un artilugio como ese el que provocó la muerte del pobre Savage, que se interponía entre ese monstruo y una restitución de propiedades. Pero, como sabe, recibo una correspondencia muy variada, y siempre estoy un poco en guardia contra los paquetes que me llegan. No obstante, estaba seguro de que, si fingía que su plan había tenido éxito, podría arrancarle una confesión. Y he llevado a cabo esa simulación con la minuciosidad del verdadero artista. Gracias, Watson: tendrá usted que ayudarme a ponerme la chaqueta. Cuando hayamos terminado en la comisaría, creo que no nos vendría nada mal tomar algo nutritivo en Simpson's.
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