El círculo rojo (I)
Bueno, señora Warren, no me parece que tenga usted ningún motivo concreto para preocuparse, ni veo razón alguna para que yo, que concedo cierto valor a mi tiempo, deba intervenir en el asunto. La verdad es que tengo otras cosas de que ocuparme.
Así habló Sherlock Holmes, volviendo a enfrascarse en el voluminoso álbum de recortes, en el que iba ordenando y registrando los materiales más recientes.
Pero aquella mujer poseía la tenacidad y la astucia propias de su sexo, y defendió su terreno con firmeza.
—El año pasado, usted resolvió un asunto para un inquilino mío —dijo—. El señor Fairdale Hobbs.
—¡Ah, sí! Un asunto sencillo.
—Pero él no paraba de hablar de usted, señor..., de lo amable que estuvo y de la manera en que consiguió arrojar luz sobre las tinieblas. Y cuando yo misma me encontré sumida en las tinieblas y en la duda, me acordé de sus palabras. Yo sé que usted podría hacerlo si quisiera.
Holmes era sensible a la adulación y también, para ser justos con él, a la bondad. La combinación de ambas fuerzas le hizo dejar a un lado el pincel de engomar y, con un suspiro de resignación, echó hacia atrás su silla.
—Está bien, está bien, señora Warren, oigamos lo que tiene que decir. Supongo que no le importará que fume. Gracias. Watson, las cerillas. Creo haber entendido que está usted preocupada porque su nuevo huésped permanece encerrado en sus habitaciones sin dejarse ver. ¡Válgame Dios, señora Warren! Si yo fuera inquilino suyo, se pasaría usted semanas enteras sin verme.
—No lo dudo, señor, pero esto es diferente. Ya no puedo soportar oírle andar a paso rápido de acá para allá, desde primera hora de la mañana hasta las tantas de la noche, sin poder echarle la vista encima ni un solo instante. A mi marido le pone tan nervioso como a mí, pero él se pasa todo el día fuera de casa, en el trabajo, mientras que yo no tengo un momento de alivio. ¿De qué se esconde? ¿Qué es lo que ha hecho? Quitando a la muchacha, estoy sola en la casa con él, y eso es más de lo que mis nervios pueden aguantar.
Holmes se inclinó hacia delante y posó sus largos y huesudos dedos en el hombro de la mujer. Cuando se lo proponía, poseía un poder casi hipnótico para tranquilizar a las personas. Los ojos de la mujer perdieron la expresión asustada y sus agitadas facciones fueron recuperando su vulgaridad habitual. Se sentó en la silla que él le había indicado.
—Si me encargo del asunto, tengo que tener claro hasta el último detalle —dijo Holmes—. Tómese tiempo para pensar. El detalle más insignificante puede resultar el más fundamental. Dice usted que este hombre llegó hace diez días y que le pagó por quince días a pensión completa, ¿no es así?
—Me preguntó el precio, señor, y yo le dije que cincuenta chelines por semana, y que tenía una habitación pequeña, con saloncito, y todo completamente amueblado, en el piso alto.
—¿Y bien?
—El me dijo que me pagaría cinco libras por semana si yo aceptaba sus condiciones. Soy una mujer pobre, señor Holmes, y mi marido gana poco, y aquel dinero significaba mucho para mí. Sacó un billete de diez libras y me lo dio en aquel instante, diciendo: «Si se atiene a mis condiciones, podrá cobrar otro tanto cada dos semanas durante mucho tiempo. Si no, se acabó nuestro trato».
—¿Y cuáles eran esas condiciones?
—Pues verá, señor: en primer lugar, quería una llave de la casa. En eso no había ningún problema. Muchos huéspedes la piden. Además, quería que se le dejase en paz, y que no se le molestase nunca, bajo ningún pretexto.
—Eso no tiene nada de extraordinario, ¿no cree?
—No, dentro de lo razonable. Pero esto se sale de lo razonable, señor. Lleva ahí diez días, y ni el señor Warren, ni yo, ni la muchacha, le hemos puesto la vista encima ni una sola vez. Podemos oírle andando a paso ligero de un lado a otro, mañana, tarde y noche. Pero, excepto aquella primera noche, no ha salido de casa ni una vez.
—Oh, ¿así que salió la primera noche?
—Sí, señor, y regresó muy tarde, cuando todos estábamos ya en la cama. Me lo había advertido después de alquilar la habitación, y me rogó que no atrancase la puerta. Cuando le oí subir las escaleras, era más de medianoche.
—¿Qué hay de las comidas?
—Dio instrucciones muy concretas de que, cuando él tocara la campanilla, le subiéramos la comida y la dejáramos sobre una silla, a la puerta de su habitación. Cuando termina de comer, vuelve a llamar, y nosotros retiramos el servicio de la misma silla. Si quiere alguna otra cosa, la escribe en una hoja de papel y la deja fuera. —¿La escribe?
—Sí, señor, a lápiz y con letras de imprenta. Solo el nombre de la cosa, y nada más. He traído algunos de esos papeles para que usted los vea. Mire este: «JABÓN». Y este otro: «CERILLA». Y este lo dejó la primera mañana: «DAILY GAZETTE». Todas las mañanas le dejo este periódico con el desayuno.
—Caramba, Watson —dijo Holmes, examinando con enorme curiosidad las hojas de papel que la patrona le iba pasando—. Desde luego, esto es un poco extraño. Lo del aislamiento puedo entenderlo. Pero ¿por qué escribir así? Es un proceso bastante pesado. ¿Por qué no escribe normalmente? ¿Qué le sugiere esto, Watson?
—Que no quiere que se conozca su letra.
—Pero ¿por qué? ¿Qué puede importarle que su patrona tenga una muestra de su escritura? Sin embargo, podría ser como usted dice. Y además, ¿por qué estos mensajes tan lacónicos?
—No tengo ni idea.
—Esto abre todo un magnífico campo para la especulación inteligente. Las palabras están escritas con un lápiz de punta gruesa y color violeta, de tipo corriente. Fíjese en que el papel está rasgado por un lado después de haber escrito la palabra, de manera que parte de la «J» de «JABÓN» ha desaparecido. Esto es muy sugerente, Watson, ¿no le parece?
—¿Una medida de precaución?
—Exacto. Aquí, sin duda, había alguna marca, una huella de dedo o algo así, que podría dar alguna pista de su identidad. Veamos, señora Warren, dice usted que se trata de un hombre de estatura media, moreno y con barba. ¿Qué edad le calcula?
—Joven, señor; no más de treinta años.
—¿No puede darme algún otro dato?
—Hablaba inglés muy bien, pero, por su acento, pensé que era extranjero.
—Iba bien vestido.
—Muy elegante, señor, como un perfecto caballero. Traje oscuro, y nada que llamara la atención.
—¿No le dio su nombre?
—No, señor.
—¿Y no ha recibido cartas ni visitas?
—Ninguna.
—Pero usted o la muchacha entrarán en su habitación por las mañanas.
—No, señor, él se ocupa de la limpieza y de todo.
—¡Caramba! Esto sí que es curioso. ¿Qué hay de su equipaje?
—Trajo una bolsa grande de color marrón, y nada más.
—Bien, no parece que tengamos gran cosa para empezar. ¿Dice usted que de esa habitación no ha salido nada? ¿Absolutamente nada?
La mujer sacó un sobre de su bolso y lo sacudió, dejando caer sobre la mesa dos cerillas usadas y una colilla de cigarrillo.
—Esto estaba en su bandeja esta mañana. Lo he traído porque me han dicho que usted es capaz de ver grandes cosas en las cosas pequeñas.
Holmes se encogió de hombros.
—Aquí no hay nada —dijo—. Las cerillas, desde luego, se han usado para encender cigarrillos. Se nota en lo corta que es la parte quemada. Para encender una pipa o un cigarro puro se gasta la mitad de la cerilla. Pero, ¡caramba!, esta colilla sí que es curiosa. ¿Dice usted que ese caballero tiene barba y bigote?
—Sí, señor.
—Pues no lo entiendo. Yo diría que solo un hombre bien afeitado podría haber fumado esto. Hasta su humilde bigote, Watson, se habría chamuscado.
—Puede que use boquilla —sugerí.
—No, no, el extremo está chupado. Supongo que no podrá haber dos personas en esas habitaciones, ¿eh, señora Warren?
—No, señor. Come tan poco que a veces me sorprende que una sola pueda mantenerse viva con eso.
—Bien. Opino que tendremos que esperar hasta que dispongamos de más datos. Al fin y al cabo, usted no tiene ningún motivo de queja. Ha cobrado el alquiler y no se trata de un huésped molesto, aunque sí sea algo extraño. Paga bien, y si ha decidido permanecer oculto, no es cosa que a usted le afecte directamente. A menos que tengamos razones para suponer que lo hace por motivos criminales, no tenemos excusa para irrumpir en su vida privada. Me hago cargo del caso, y no lo perderé de vista. Comuníqueme cualquier novedad que ocurra y puede contar con mi ayuda si llega a ser necesario.
—Desde luego, este caso presenta algunos detalles interesantes —comentó Holmes cuando la patrona se hubo marchado—. Claro que podría tratarse de algo sin importancia, una pura excentricidad; pero también podría ser algo mucho más serio de lo que parece a simple vista. Lo primero que a uno se le ocurre es la evidente posibilidad de que la persona que ahora ocupa las habitaciones sea completamente distinta de la que las alquiló.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Bien, aparte de la colilla, ¿no le resulta sugerente que la única vez que el huésped ha salido haya sido inmediatamente después de alquilar las habitaciones? ¿Y que regresara, él o alguna otra persona cuando ningún testigo podía verlo? No tenemos ninguna prueba de que la persona que regresó fuera la misma que salió de la casa. Por otra parte, el hombre que alquiló las habitaciones hablaba inglés muy bien. Este otro, sin embargo, escribe «cerilla» cuando debería haber escrito «cerillas». Me imagino que sacaría la palabra de un diccionario, que trae el singular, pero no el plural. El estilo lacónico puede tener por objeto disimular la falta de conocimiento del idioma. Sí, Watson, tenemos buenas razones para sospechar que se ha producido un cambio de inquilinos.
—¿Pero para qué?
—¡Ah! Eso es lo que tenemos que resolver. Sigamos la línea de investigación más obvia —echó mano al enorme álbum en el que, día tras día, iba coleccionando las columnas de anuncios personales de los diversos diarios de Londres—. ¡Válgame Dios! —exclamó, pasando las hojas—. ¡Menudo coro de lamentos, llantos y balidos! ¡Qué cajón de sastre de sucesos curiosos! Y, sin embargo, es sin duda el mejor territorio de caza que puede recorrer un estudioso de lo extraño. Tenemos a una persona que está aislada, y no se puede comunicar con ella por carta sin romper el secreto absoluto que se quiere mantener. ¿Cómo se le puede hacer llegar una noticia o un mensaje desde fuera? Evidentemente, por medio de los anuncios de un diario. No parece que exista otro sistema, y por suerte solo tenemos que preocuparnos de un diario. Aquí tenemos los recortes del Daily Gazette de la última quincena. «Señora con boa negra en el Club de Patinaje del Príncipe»... este podemos saltarlo. «Seguramente, Jimmy no destrozará el corazón de su madre»... tampoco parece importante. «Si la dama que se desmayó en el autobús de Brixton»..., no me interesa la tal dama. «Mi corazón suspira día y noche...». Balidos, Watson, puros balidos. ¡Ah! ¡Esto ya es un poco más prometedor! Escuche, Watson: «Ten paciencia. Encontraré algún medio seguro para comunicarnos. Mientras tanto, lee esta columna.—G». Esto salió dos días después de la llegada del huésped de la señora Warren. Tiene posibilidades, ¿no le parece? El inquilino misterioso entiende el inglés, aunque no sepa escribirlo. Veamos si podemos seguir esta pista. Sí, aquí la tenemos, tres días después: «Estoy arreglando las cosas. Paciencia y prudencia. Las nubes pasarán.—G». Después de esto, nada en una semana. Y luego viene algo mucho más concreto: «El camino se va despejando. Si tengo ocasión, mensaje con señales. Recuerda el código acordado: Uno, A; Dos, B; y así sucesivamente. Noticias pronto.—G». Esto salió en el periódico de ayer, y en el de hoy no hay nada. Todo esto podría casar muy bien con el inquilino de la señora Warren. Si aguardamos un poco, Watson, estoy seguro de que el asunto se volverá más inteligible.
Y así fue. A la mañana siguiente encontré a mi amigo de pie frente a la chimenea, de espaldas al fuego, con una sonrisa de absoluta satisfacción en el rostro.
—¿Qué le parece esto, Watson? —exclamó, recogiendo el periódico que había sobre la mesa—: «Casa roja alta, con fachada de piedra blanca. Tercer piso. Segunda ventana de la izquierda. Después de anochecer.—G». Esto es bastante concreto. Creo que después de desayunar tendremos que practicar un pequeño reconocimiento en el vecindario de la señora Warren. ¡Caramba, señora Warren! ¿Qué noticias nos trae esta mañana?
Nuestra cliente había irrumpido de pronto en la habitación con una energía explosiva que anunciaba alguna novedad trascendental.
—¡Es asunto para la policía, señor Holmes! —exclamó—. ¡Ya no pienso aguantar más! Tendrá que largarse con su equipaje. Habría subido directamente a decírselo, pero me pareció que lo más adecuado era contar primero con su opinión. Pero ya se me ha acabado la paciencia, y cuando se ha llegado al punto de golpear a mi marido...
—¿Que han golpeado al señor Warren?
—Bueno, lo han maltratado, que viene a ser lo mismo.
—¿Pero quién lo ha maltratado?
—¡Ah! ¡Eso nos gustaría saber! Ha sido esta mañana, señor. Mi marido controla la hora de entrada de Morton & Waylight's, de Tottenham Court Road, y tiene que salir de casa antes de las siete. Pues bien, esta mañana no había dado ni diez pasos por la calle cuando dos hombres se le acercaron por detrás, le taparon la cabeza con un abrigo y lo metieron en un coche que aguardaba junto a la acera. Se lo llevaron por ahí durante una hora, y luego abrieron la puerta y lo arrojaron hiera. Se quedó tirado en medio de la calle, tan aturdido que ni siquiera vio por dónde se iba el coche. Cuando logró recuperarse, vio que estaba en Hampstead Heath; así que tomó un ómnibus para volver a casa, y allí lo tengo, tumbado en el sofá, mientras yo venía derecha a contarle a usted lo sucedido.
—Muy interesante —dijo Holmes—. ¿Se fijó en el aspecto de esos hombres? ¿Los oyó hablar?
—No; está completamente atontado. Solo sabe que lo levantaron como por arte de magia y que luego lo dejaron caer, también como por arte de magia. Eran por lo menos dos, y tal vez tres.
—¿Y por qué relaciona usted esta agresión con su inquilino?
—Bueno, llevamos viviendo allí quince años, y en todo este tiempo no nos ha ocurrido nada semejante. Ya be tenido bastante. El dinero no lo es todo. Antes de que acabe el día lo habré echado de mi casa.
—Espere un momento, señora Warren. No se precipite. Empiezo a pensar que este asunto puede ser mucho más importante de lo que parecía a primera vista. Ahora está claro que a su huésped le amenaza algún peligro. Y también está claro que sus enemigos, que acechaban cerca de su puerta, confundieron a su marido con él, a causa de la niebla matutina. Al darse cuenta de su error, lo soltaron. Quién sabe lo que habrían hecho de no haberse equivocado.
—¿Y qué debo hacer, señor Holmes?
—Siento grandes deseos de ver a ese huésped suyo, señora Warren.
—No se me ocurre cómo podría hacerlo, a menos que forzara la puerta. Siempre le oigo abrir la cerradura cuando bajo la escalera después de dejarle la bandeja.
—Tiene que meter la bandeja en la habitación. Quizá pudiéramos escondernos y verle cuando abra la puerta. La patrona meditó unos instantes.
—Vamos a ver, el cuarto de equipajes está justo enfrente. Podría colocar un espejo, y si ustedes se situaran detrás de la puerta...
—¡Excelente! —dijo Holmes—. ¿A qué hora come?
—A eso de la una, señor.
—En tal caso, el doctor Watson y yo nos pasaremos por ahí antes de esa hora. Por el momento, señora Warren, adiós.
A las doce y media nos encontrábamos ante la puerta de la casa de la señora Warren, un edificio alto y estrecho de ladrillo amarillo situado en Great Orme Street, una estrecha callejuela que discurría al nordeste del Museo Británico. La casa se encontraba cerca de una esquina de la calle, y desde ella se divisaba un buen trecho de Howe Street, con sus casas más pretenciosas. Riendo por lo bajo, Holmes señaló una de ellas, un edificio de apartamentos que sobresalía de tal manera que resultaba inevitable fijarse en él.
—Mire, Watson —dijo—. «Casa roja alta, con fachada de piedra». Desde ahí, sin duda, se envían las señales. Conocemos el lugar y conocemos el código, así que nuestra tarea tendría que resultar sencilla. Hay un cartel de «Se alquila» en esa ventana. Se trata, evidentemente, de un piso vacío, al que el cómplice tiene acceso. ¿Qué hay, señora Warren?
—Lo tengo todo dispuesto. Si vienen arriba, dejando los zapatos en el descansillo, les enseñaré dónde tienen que meterse.
La patrona nos había preparado un escondrijo excelente. El espejo estaba colocado de tal modo que, sentados en la oscuridad, podíamos ver perfectamente la puerta de enfrente. Apenas habíamos terminado de instalarnos y la señora Warren de marcharse, cuando un lejano campanilleo nos hizo saber que nuestro misterioso vecino había llamado. Poco después apareció la patrona con la bandeja, la depositó sobre una silla que había junto a la puerta cerrada y se retiró, haciendo resonar sus pasos con fuerza. Holmes y yo, agazapados en el ángulo de nuestra puerta, manteníamos los ojos clavados en el espejo. De pronto, en cuanto se apagó el sonido de los pasos de la patrona, se oyó el chasquido de una llave que giraba, se movió el picaporte y dos manos delgadas se proyectaron al exterior y levantaron la bandeja de la silla. Un instante después la volvían a depositar apresuradamente, y pude captar una fugaz visión de un rostro moreno, hermoso y aterrado, que miraba hacia la estrecha abertura del cuarto de equipajes. Luego, la puerta se cerró de golpe, la llave volvió a girar y todo quedó en silencio. Holmes me tiró de la manga y los dos bajamos con sigilo la escalera.
—Volveré por aquí esta noche —le dijo Holmes a la angustiada patrona—. Creo, Watson, que podremos discutir mucho mejor este asunto en nuestros aposentos.
—Como ha podido ver, mi suposición ha resultado ser correcta —dijo desde las profundidades de su butaca—. Ha habido, efectivamente, un cambio de inquilinos. Lo que yo no esperaba era encontrar a una mujer. Y no una mujer corriente, Watson.
—Ella nos vio.
—Bueno, vio algo que la inquietó, eso desde luego. En términos generales, lo sucedido está bastante claro, ¿no cree? Una pareja busca refugio en Londres, huyendo de un peligro terrible e inminente. Lo riguroso de sus precauciones nos da idea de la gravedad del peligro. El hombre, que tiene que llevar a cabo alguna gestión, quiere dejar a la mujer absolutamente a salvo mientras él realiza su tarea. El problema no es sencillo, pero él lo ha resuelto de una manera original, y tan eficaz que ni siquiera la patrona, que le lleva la comida, sabe de la presencia de la mujer. Ahora resulta evidente que lo de escribir los mensajes con letra de imprenta tenía por objeto evitar que se descubriera su sexo por la letra. El hombre no puede acercarse a la mujer, pues eso revelaría su paradero a sus enemigos. Al no poder comunicarse directamente con ella, recurre a la sección de avisos personales de un periódico. Hasta aquí, todo está claro.
—Pero ¿qué hay detrás de todo esto?
—¡Ya salió Watson, tan serio y práctico como de costumbre! ¿Qué hay detrás de todo esto? A medida que progresamos, el trivial problema de la señora Warren adquiere mayores proporciones y un aspecto más siniestro. Una cosa es segura: no se trata de una vulgar fuga de dos enamorados. Ya vio usted la cara de la mujer a la menor señal de peligro. Y sabemos del ataque sufrido por el dueño de la casa, que sin duda iba dirigido al huésped. Estas alarmas, así como la desesperada necesidad de guardar secreto, nos indican que se trata de un asunto de vida o muerte. Por otra parte, la agresión al señor Warren demuestra que el enemigo, sea quien sea, ignora la sustitución del hombre por la mujer. Es todo muy curioso y complicado, Watson.
—¿Y por qué quiere usted seguir adelante? ¿Qué va a ganar con ello?
—¿Qué voy a ganar, Watson? Es el arte por el arte. Supongo que, durante su doctorado, usted también estudiaría bastantes casos sin pensar en la paga.
—Pero me servía para aprender, Holmes.
—Nunca se termina de aprender, Watson. La vida es una serie de lecciones, y las más importantes vienen al final. Este es un caso instructivo. No hay en él ni dinero ni prestigio, y sin embargo sería un placer resolverlo. Para cuando llegue la noche, debemos haber avanzado un paso más en nuestra investigación.
Cuando regresamos a casa de la señora Warren, la penumbra de la tarde invernal londinense se había espesado, convirtiéndose en un monótono telón gris, interrumpido tan solo por los brillantes cuadrados amarillos de las ventanas y los halos borrosos de las farolas de gas. Mientras atisbábamos desde la sala a oscuras de la casa de huéspedes, una nueva luz mortecina brilló a cierta altura en la oscuridad.
—Alguien se mueve en aquella habitación —susurró Holmes, acercando a la ventana su rostro demacrado y ansioso—. Sí, distingo su sombra. ¡Ahí está otra vez! Lleva una vela en la mano. Ahora está mirando hacia aquí. ¡Quiere asegurarse de que ella está preparada. ¡Ya comienzan las señales! Tome usted también el mensaje, Watson, para que podamos comparar uno con otro. Un solo resplandor..., eso es una «A», sin duda. Vamos a ver... ¿cuántos ha contado usted? ¿Veinte? Yo también. Eso sería una «T». «AT»... eso, de momento, se entiende. ¡Otra «T»! Debe de ser el comienzo de una segunda palabra. Veamos ahora... «TENTA». Y se ha parado. Eso no puede ser todo, ¿eh, Watson? «ATTENTA». Eso no tiene sentido. Ni tampoco dividido en tres palabras: «AT-TEN-TA»... a menos que «T. A.» sean las iniciales de una persona. ¡Empieza otra vez! ¿Qué es esto? «ATTE»..., ¡pero si es otra vez el mismo mensaje! Qué curioso, Watson, qué curioso... ¡Ahí va otra vez! A,T... ¡pero si lo está repitiendo por tercera vez! ¡«ATTENTA» tres veces! ¿Cuántas veces más lo va a repetir? No, esto parece el final. Se ha retirado de la ventana. ¿Qué le parece, Watson?
—Un mensaje en clave, Holmes.
De pronto, mi compañero soltó una brusca risita de comprensión.
—¡Y no muy difícil de descifrar, Watson! ¡Pero si es italiano! La terminación en A corresponde al femenino. «¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Cuidado!» ¿Qué opina, Watson?
—Creo que ha dado en el clavo.
—No le quepa duda. Se trata de un mensaje muy urgente, repetido tres veces para recalcar su importancia. Pero ¿de qué hay que tener cuidado? ¡Un momento! ¡Ha vuelto a la ventana!
De nuevo vimos la confusa silueta de un hombre agazapado y el resplandor de la llamita en la ventana, reanudando las señales.
Más rápidas que las anteriores, que resultaba difícil seguirlas.
—«PERICOLO»... ¿Pericolo? ¿Qué significa eso, Watson? ¡Ah! «Peligro», ¿no es cierto? ¡Sí, por Júpiter! ¡Es una señal de peligro! ¡Ahí va otra vez! «PERI...». ¿Eh? ¿Qué demonios?
La luz se había apagado de repente, el recuadro iluminado de la ventana había desaparecido, y el tercer piso formaba una negra franja en torno al elegante edificio, con su brillante fachada delantera. El último grito de advertencia se había cortado de cuajo. ¿Quién y cómo lo había hecho? A los dos se nos ocurrió la misma idea en el mismo instante. Holmes se puso en pie de un salto, apartándose de la ventana junto a la cual había permanecido agazapado.
—¡Esto es grave, Watson! —exclamó—. ¡Algo terrible está ocurriendo allí! ¿Por qué habría de interrumpirse el mensaje de esa manera? Habría que avisar a Scotland Yard..., pero el asunto es demasiado apremiante como para marcharse de aquí.
—¿Quiere que vaya yo a avisar a la policía?
—Antes hay que definir la situación un poco mejor. Todavía podría tener una interpretación más inocente. Venga, Watson, crucemos la calle y veamos qué sacamos en limpio.
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