Capítulo 7: Febrero de 2012
Seguro ya habrás notado la falta de una fecha concreta en los últimos apartados. No es un error, tampoco un asunto de mero olvido, sino consecuencia de un motivo que he de argumentar como justificable: no tengo manera de determinar los días exactos en que acontecieron los hechos. Estaba sola en medio de una oscuridad sin fin y pasaba horas enteras hablando para mí misma, solo porque estaba convencida de que oír mi voz sería mil veces mejor que soportar la oquedad de la celda; en otras palabras, la innegable incertidumbre hacia el futuro era poco comparado con el terrible vacío que el silencio me provocaba.
Sostengo la impresión de que habían pasado dos o tres días para cuando ese tal Horst volvió a entrar en mi celda. Sus pisadas eran más rápidas en comparación con las de Philip; eran ligeras y joviales, transmitiéndome una sensación de desconfianza que en un principio no hallaba la forma de ignorar.
—¿Cómo van esas heridas? —fue lo primero que dijo al abrir la puerta.
Recuerdo la forma en que lo escuché acuclillarse sobre el suelo de roca y el modo en que yo retrocedí hacia la pared con cierto disimulo. Me incomodaba la sola idea de tener a un mago cerca. Durante sus visitas, el anciano del turno diurno solía mantenerse de pie a las orillas de los barrotes; pero ese muchacho del turno nocturno se tomaba la libertad de sentarse enfrente de mí, como si la diferencia entre mi especie y la suya no le fastidiara en ninguna clase de sentido.
—Me imagino que el dolor persiste todavía —adivinó sin mucho esfuerzo.
—Imaginas bien —le confirmé.
—No cicatrizarás pronto con todo este polvo rondando por doquier.
Puso en el suelo algunos frascos de contenido medicinal, acomodando con paciencia lo que fuera que tuviera entre manos al tiempo que susurraba para sí mismo:
—Dos, cuatro... Bastará con cuatro, sí.
Al intuir que estaba por tocarme el rostro, no tardé ni un segundo en estirar los brazos para pedirle que se mantuviera a distancia.
—Preferiría que fuera yo quien...
—Oye, tendrás que permitírmelo si realmente esperas sanar —protestó en respuesta—. No te gustaría que las cosas empeorasen con una infección por mala higiene, ¿o sí?
¿Bajar la guardia? Me parecía una idea tan ingenua como estúpida; sin embargo, parte de mí ansiaba con desesperación que aquellas heridas se tornaran en molestias un tanto más tolerables. Por eso me permití confiar en él, al menos durante ese pequeñísimo instante.
—De acuerdo. —Suspirando, me resigné a permanecer de brazos cruzados.
—Primero voy a ponerte un poco de agua con jabón —explicó—, luego secaré con suavidad y aplicaré un antiséptico ¿te parece bien?
—Claro. —Asentí.
—Prometo ser cuidadoso.
No pude evitar sobresaltarme cuando sentí la textura de la tela tocar mi nariz: un trozo de algodón remojado que tenía el aparente propósito de limpiarme las heridas.
—Pronto estarás mejor —aseguró, aun cuando las manos le temblaron un poco al pasar el algodón por mis párpados.
—Mi cara no se ve nada bien, ¿cierto? —insinué tras haber notado su vacilación.
—Te ves algo...
—¿Destrozada?
—...triste.
Admito que esperaba una respuesta totalmente distinta.
—¿Triste? —lo cuestioné enseguida—. De todas las palabras que pudiste haber dicho, ¿elegiste "triste"?
—¿Qué hay de malo con eso? —inquirió.
—No estoy triste —objeté con molestia.
—Sin una sonrisa, luces deprimida.
Solté al aire un bramido de incredulidad.
—Por favor, ¿realmente esperas que sonría tomando en cuenta las circunstancias?
—No me refiero al ahora, sino al antes —corrigió con rapidez—. Tienes cara de no haber sonreído durante años.
Me aclaré en silencio la garganta. Era una sospecha que no estaba muy lejos de ser la verdad.
—Tal vez no estás tan equivocado después de todo —confesé entre dientes.
—Soy muy bueno para leer el lenguaje corporal —utilizó como argumento.
—Entonces, ¿piensas que tengo cara de tristeza?
—Tus movimientos coinciden con los de una persona deprimida —concluyó mientras volvía a mojar el algodón—. Deprimida no en alusión al diagnóstico de un trastorno mental, sino en sinónimo de temerosa, impotente y conformista.
Esa contestación me pareció un tanto... familiar.
Me mantuve en silencio durante algunos segundos, solo porque de pronto tuve la impresión de que esa clase de comentarios ya los había escuchado antes. La forma en que se había preocupado por especificar su descripción... me parecía más un detalle único que una manera de divagar pronunciada al azar.
Contuve la respiración.
—¿Cómo dijiste que te llamabas? —me limité a preguntar.
—Horst.
Tan solo debía tratarse de una simple coincidencia, ¿no es así? Esa posibilidad que estaba pasando por mi cabeza no podía ser real.
—¿Horst? —volví a dudar.
—¿Quieres que lo deletree para ti? Es un nombre de cinco letras.
—Sé cómo se escribe —repliqué.
—Entonces, ¿por qué parece que es la primera vez que lo escuchas?
Estaba en el entendido de que mis deducciones no solían ser de fiar. Mi impulsividad me había metido ya en demasiados problemas y, para colmo, estaba convencida de que permitirme razonar solo entorpecería mis intentos por mantenerme al margen de las malas decisiones. Sacar conclusiones apresuradas no solo sería un grave error, sino también la peor manera de sobrellevar un encierro.
«Mejor evita las decepciones y no te hagas ilusiones»
No reflexionar. No hacer inferencias. No pensar de más. Ya había funcionado antes, ¿no? Desde hacía años había sido mi única estrategia cuando de sobrevivir a tantas frustraciones se trataba.
—Tan solo quería confirmar que fuera el nombre correcto —sentencié, haciendo lo posible por romper con el anterior hilo de pensamientos.
—Admito que no es un nombre muy común —añadió.
—Por lo visto, coincide con lo poco común que eres tú.
—¿Perdona?
—No sé de muchos magos que tengan facilidades para tratar con amabilidad a alguien como yo —murmuré en voz baja—. Todas esas desapariciones en la colonia hyzcana... parece que han sido por causa de tus amigos.
—¿De quiénes?
—Los soldados de tu comunidad. —Fui capaz de escuchar cómo colocaba aquellos frascos de vuelta en el suelo—. Los mismos que me trajeron hasta aquí.
—Ellos no son mis amigos —balbuceó.
—Pero los conoces, ¿no? —sugerí al momento—. Esos hombres han capturaron a varios de los nuestros —y la siguiente parte de la historia no era muy difícil de intuir—, los han asesinado a todos tras darse cuenta de que ninguno poseía los dotes que buscaban.
—No ocurrirá lo mismo contigo.
—Difiero —lo contradije con firmeza—. Porque muy pronto empezarán a notar que, al igual que ellos, yo tampoco tengo idea de cómo producir el oro que necesitan.
—Prometí que no volverían a lastimarte, ¿recuerdas? Puedes confiar en mí.
El repentino tacto de sus dedos sobre mis mejillas me hizo respingar del susto, obligándome a pegar la espalda contra la superficie de la pared.
—Lo lamento, tan solo creí que... —vaciló—. Creí que también aceptarías que te pusiera el anestésico, pero... Usaré algodón si eso te hace sentir más cómoda.
Tomé una bocanada de aire.
—No hace falta, yo... —Negué con la cabeza, tratando de reformular mi oración—: Discúlpame, Horst, es que no esperaba que...
—Lo entiendo —intervino—. Los otros magos te hicieron mucho daño.
Retomé mi antigua posición con cautela, aunque lo suficientemente rápido para hacerle entender que tenía mi permiso de continuar.
—Gracias —me limité a decir.
—No tienes por qué agradecer —expresó, volviendo a llevar su mano a mi cara—. Esto ni siquiera compensa las horribles cosas que te hicieron.
Pude sentir sus dedos sobre mi piel, una sensación todavía más extraña de lo que, en un principio, supuse que sería. Resultaba angustiante pensar que era un completo desconocido quien ahora se encontraba a menos de un metro de mí, pero... el modo tan cuidadoso en que se esforzaba por no lastimarme las heridas era, hasta cierto punto, reconfortante. Me puse nerviosa por alguna razón, tan inexplicablemente nerviosa que incluso no tardé en responder con lo primero que vino a mi mente:
—¿Significa que vendrás a visitarme todas las noches?
—Tampoco me gustaría dejarte sin dormir...
—No importa mucho —lo interrumpí—, de cualquier modo, tengo el resto del día para descansar.
—¿Que no importa? —distinguí la sorpresa en su voz—. Es un chiste, ¿no? Estás herida —recalcó—. Tener un sueño completo te sentará bien, ahora más que nunca.
—Dormiré durante el día —insistí.
—Eso te impediría mantener una rutina consistente. No estarías sincronizando tu reloj biológico con el ciclo natural del día y la noche, lo cual obstaculizaría tanto la cicatrización como la recuperación efectiva de tus heridas... —Hizo una pausa para luego concluir—: Traeré para ti algunas almohadas y un par de cobertores.
Ignorar el dolor en mi rostro era difícil, pero eso no me abstuvo de tratar de dedicarle una sonrisa.
—No puedo ver nada, Horst —repliqué con resignación mientras me encogía de hombros—. No importa si es de día o de noche, siempre está negro para mí.
—Entonces con mayor razón habremos de otorgarle relevancia a las horas. Controlaremos las variables que sí estén a nuestro alcance y volveremos tu vida a la normalidad tanto como sea posible.
Puede que el modo en que aparentaba preocuparse por mí me haya contagiado de una repentina e inesperada calidez. Quien quiera que fuese ese muchacho, me hacía pensar que todavía valía la pena seguir luchando aún pese a la oscuridad de las circunstancias. Y, aparte de todo, cada palabra suya me recordaba con nostalgia a cierta persona del pasado que, en algún momento, me vi forzada a olvidar.
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