Capítulo 2
Había sido un día largo y agotador. Era la segunda vez que ese cliente rechazaba sus planos y eso comenzaba a hacerlo sentirse en verdad frustrado. Leonardo Vázquez había decidido convertirse en arquitecto gracias a la influencia de su tío. Dueño de un reconocido estudio y gran amante del diseño, lo había inspirado a seguir sus pasos. Verlo concretar y llevar a cabo sus ideas a diario, lo llevó a interesarse de inmediato en esa carrera esmerándose por ser como él y convertirse en uno de los mejores. Cada vez que dibujaba, se abstraía por completo de todo lo que lo rodeaba encontrando la paz que muchas veces necesitaba su atormentada mente.
Con tan solo diecisiete años había experimentado la pérdida de sus padres en un accidente automovilístico y desde entonces, el remordimiento lo perseguía. Aún podía recordar con exactitud lo último que le había dicho a su padre antes de que ese camión se pasara al carril contrario destruyendo su vida en cuestión de segundos. "Están muertos para mí", les había espetado enojado ante su falta de apoyo.
No lo sentía así realmente, pero la desesperación que lo embargó cuando ninguno le creyó en cuanto a lo que estaba seguro de que le había pasado a una de las personas más importantes para él, lo llevó a portarse como un cretino. En un abrir y cerrar de ojos, el destino le dio el gusto concretando aquello que había dicho sin pensar.
Si bien su hermano había logrado sobrevivir, la culpa que lo embargaba con frecuencia por la muerte de sus padres —porque nunca había dejado de culparse a sí mismo por eso—, sumada a la impotencia que aun hoy sentía por no haber podido hacer nada para evitar que lastimaran a quien más quería, le provocaba una horrible sensación de vacío que solo lograba evadir por medio del ejercicio físico, más específicamente las artes marciales. Solo a través de ellas, volvía a sentirse en control consiguiendo encauzar toda la furia y el dolor que el recuerdo de su pasado provocaba en su alma.
Había empezado a practicarlas a sus dieciocho años, poco tiempo después de que ambos se mudaran con su tío tras el accidente y en pocos meses descubrió el efecto sanador que ellas tenían en él. Continuó practicándolas a lo largo de los años hasta volverse profesor. Sin embargo, se vio obligado a dejarlas para dedicarse de lleno a sus estudios. Luego de recibirse, comenzó a trabajar en la empresa de su tío haciéndose cargo de inmediato de proyectos con diseños propios, lo cual apenas le daba tiempo para hacer algo extra.
No obstante, eso no parecía importarle demasiado a su cliente ya que, a pesar de su experiencia y notable talento, no se mostraba conforme con ninguno de los diseños que le había presentado para llevar adelante la obra de un nuevo centro comercial. Eso lo tenía preocupado y nervioso. Ni siquiera lo tranquilizaba el hecho de saber que su tío confiaba ciegamente en él. Tenía una semana para presentar un nuevo diseño o el cliente recurriría a la competencia para la realización de su proyecto. Era la primera vez que temía no llegar a rehacer los planos a tiempo y decepcionarlo.
El sonido repentino de una bocina lo volvió a la realidad. El semáforo había cambiado y debía avanzar. Se sentía demasiado agotado tanto física como mentalmente y lo único que deseaba era irse a dormir. Sin embargo, no podía fallarle a Maximiliano esa noche. Hacía tres meses que había abierto una nueva sucursal de su gimnasio en la que incluso él trabajaba tres veces por semana durante las tardes dando clases de defensa personal.
Sonrió al pensar en su hermano. Siempre había soñado —incluso de pequeño—, con tener su propia cadena de gimnasios. Al crecer, se esforzó durante años con sus estudios para convertirse en administrador de empresas y así poder concretar su sueño de llevar adelante su propio negocio. Estaba muy orgulloso de él y por esa razón, decidió ayudarlo tiempo atrás retomando una parte de su vida que había quedado un poco relegada.
Ambos se sorprendieron cuando, en menos de una semana, los cupos de los tres cursos se llenaron, y muchas de esas personas comenzaron también con rutinas de entrenamiento. En su mayoría eran mujeres que buscaban herramientas para defenderse a sí mismas en un mundo que cada vez se vuelve más hostil hacia ellas. Leonardo pronto descubrió lo mucho que esa actividad lo gratificaba. A pesar del agotamiento que ya había comenzado a sentir, lo complacía saber que, con sus conocimientos, podía ayudar a quien necesitaba protección. El resto de los días aprovechaba para entrenar o bien reemplazar a algún instructor que por algún motivo se ausentaba.
Esa noche su hermano le había insistido en cenar fuera para celebrar el rotundo éxito que estaban teniendo. Pensó que solo se había referido a ellos dos, pero al llegar al restaurante, se encontró con que no estaba solo. Todos los empleados del gimnasio habían ido también, incluida la nueva recepcionista que no dejaba de insinuársele cada vez que podía.
Como no estaba con el mejor de los ánimos, evaluó la posibilidad de dar media vuelta y regresar a su casa, pero entonces la chica lo vio y con una amplia sonrisa que llamó de inmediato la atención de todos, le hizo señas para que se acercara. Resoplando con exasperación, caminó hacia la mesa y se sentó entre ella y su hermano. Su humor no era precisamente el mejor y estaba seguro de que no haría más que empeorar.
—¿Por qué no me dijiste que vendrían todos cuando hablamos más temprano? —le recriminó con voz baja nada más sentarse a su lado.
—Porque sabía que si te lo decía no ibas a venir y quería que vos también estés. Somos un equipo, Leo y lo que conseguimos es gracias al empeño y la buena onda de todos. Esta noche es de cada uno de los que estamos acá presentes y así quería celebrarlo.
Leonardo negó con su cabeza esbozando una sonrisa que le resultó imposible de contener. Si había algo que caracterizaba a Maximiliano era su generosidad y la forma despreocupada en la que veía la vida. Jamás se hacía problema por las cosas que no podía controlar y se las ingeniaba para encontrarle el lado positivo a cualquier situación.
Siempre había sido así y eso era algo que admiraba de él. Inspiró profundo y echó una mirada a su alrededor. Solo conocía a los dos instructores de la tarde —uno de los cuales era Ignacio, el mejor amigo de su hermano—, y a la recepcionista, por supuesto. Sin embargo, su hermano se encargó en pocos segundos de presentarle al resto.
Para cuando sirvieron las pizzas que habían ordenado antes, se sentía más cómodo y distendido. Si bien le parecieron un poco superficiales, conformaban un grupo bastante divertido. Se la pasaban bromeando entre ellos y aunque no llegaba a entender todo lo que hablaban ya que la mayoría de los chistes estaban relacionados con situaciones que sucedían en el gimnasio cuando él no estaba, le causaba gracia la forma en la que no dejaban de reírse, incluso de sí mismos.
Perdió la cuenta de la cantidad de botellas de cerveza que pasaron por la mesa y pronto notó el efecto del alcohol en su sistema. En ese momento, decidió que había sido suficiente. Consideraba irresponsable de su parte seguir bebiendo si luego debía conducir de regreso a su casa.
—Te ves diferente hoy, Leo —le susurró Sabrina al oído.
Estaba sentada del otro lado, lo cual le resultó difícil de ignorar dado que no había dejado de rozarlo con su brazo con cada movimiento. Reticente, dirigió su mirada hacia ella encontrándose de inmediato con sus ojos color miel fijos en él. Con el cabello platinado, gruesos labios pintados de rojo y un provocativo escote, sin duda acaparaba todas las miradas masculinas —incluso la de varios instructores.
Perfectamente consciente de lo atractiva y llamativa que era, en otras circunstancias no dudaría en llevarla a la cama. No obstante, prefería evitarse problemas. La chica, de no más de veintidós o veintitrés años, trabajaba para su hermano y si era como otras tantas que habían aparecido en su vida buscando algo más que solo sexo, podría llegar a ser una complicación involucrarse con ella. Él no quería nada serio —nunca lo había querido—, y no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.
—¿Diferente cómo? —le preguntó esforzándose por no sonar antipático.
—Siempre sos tan serio y distante, pero hoy te noto, así como más relajado. No sé... me gusta... —dijo a la vez que apoyó suavemente una mano sobre su pierna.
Leonardo se tensó al sentir la caricia que ella comenzó a trazar en su muslo con el dedo pulgar. Lo estaba provocando y muy a su pesar, debía reconocer que estaba funcionando. Miró alrededor, pero ninguno les estaba prestando la más mínima atención. Cuando volvió a posar sus ojos en ella, la vio morderse el labio inferior de forma sensual.
De repente, toda la voluntad que había tenido hasta ese momento se desintegró y solo fue capaz de pensar en cómo se sentiría el roce de esos labios sobre su cuerpo. Apretó los dientes cuando sintió que la mano se deslizaba hacia su entrepierna en busca de la firmeza que sabía que encontraría. Reaccionando, se apresuró a detenerla a mitad de camino.
—Estás jugando con fuego, chiquita —le advirtió en un susurro acercando su rostro al de ella—. Cuidado. Podrías quemarte.
—¿Es una promesa? —preguntó con tono juguetón.
Leonardo arqueó las cejas ante la seguridad que ella exhibía. Estaba claro que sabía perfectamente lo que hacía y cómo hacerlo. Por otro lado, no parecía darle importancia al hecho de estar metiéndose con el hermano de su jefe y si para ella eso no era un impedimento, no veía porqué debía serlo para él. Lo meditó por unos instantes y pensó que tal vez ella era justo lo que necesitaba. Un buen polvo que le sacase toda la tensión acumulada. De repente, la voz de su hermano llamándolo interrumpió el sutil intercambio entre ellos.
—¿Vos venís, Leo?
—¿Qué? ¿A dónde? —preguntó desconcertado mientras se deshacía del agarre de la chica.
Ese movimiento no pasó desapercibido por Maximiliano quien, mirándolo a los ojos, frunció el ceño. Sabía que Sabrina estaba interesada en su hermano ya que no se había molestado demasiado en disimularlo y si bien le daba igual con quien se acostase, sabía que él no estaba interesado en tener ningún tipo de relación. El problema era si ella lo tenía claro. No quería que terminase confundiéndose y desilusionada, abandonara su trabajo. Eso no sería nada bueno para su negocio. Después de todo, su presencia en el gimnasio atraía de forma eficaz al público masculino. Sin embargo, no era quien para meterse en sus vidas privadas.
—Al boliche que abrieron la semana pasada —dijo haciendo caso omiso a lo que acababa de ver—. ¿Venís?
—No, gracias. Estoy muy cansado.
—Lo imaginé, no te preocupes. ¿Vos, Sabri?
—Me encantaría, Maxi. Pero no puedo. Tengo otro compromiso —respondió con una sonrisa de lo más inocente.
No obstante, no había nada de inocente en el tono empleado y Leonardo supo que, por compromiso, se refería a él. Sin poder controlarlo, su cuerpo reaccionó de forma automática. Sonrió para sí mismo. Si eso era lo que quería, entonces eso le daría.
—Qué lástima. Bueno, voy a pedir la cuenta y vamos.
Cuando Leonardo intentó sacar la billetera de su bolsillo, su hermano lo detuvo de inmediato.
—Dale, Maxi. Dejame ayudarte. Sé que te metiste en muchos gastos con la nueva sucursal.
—Sí, pero estoy bien —objetó con determinación—. En serio, esta noche invito yo.
—De acuerdo —aceptó orgulloso una vez más tanto de los logros como de la actitud de su hermano menor.
Se adelantó al grupo para dirigirse a la puerta. No había bebido demasiado, pero se sentía embotado —seguramente por el cansancio—, por lo que necesitaba salir y tomar un poco de aire antes de subirse al auto con esa chica que se mostraba tan dispuesta a complacerlo. Sin embargo, uno de los instructores, que ni siquiera recordaba su nombre, le lanzó un piropo de lo más inapropiado a Sabrina provocando que se detuviera en el acto. Todos reían, pero a él no le había gustado en absoluto lo que había dicho, así como tampoco el tono empleado. Aunque ella no fuese nada de él, jamás permitiría que en su presencia se le hablase así a una mujer.
Se giró para enfrentarlo cuando lo detuvo un inesperado golpe en su espalda. De inmediato, volteó para ver qué había pasado sorprendiéndose al descubrir que se trataba de una mujer. La misma había aparecido de la nada y lo había chocado de lleno cayendo hacia atrás por el impacto. Un repentino y breve silencio se hizo en el grupo para luego escucharse más carcajadas. Exasperado de estar junto a lo que parecía un montón de adolescentes, se apresuró a ir hacia ella y se inclinó para ayudarla a levantarse.
—¿Estás bien? —le preguntó preocupado de que se hubiese lastimado en la caída.
Ella tomó la mano que él le ofrecía y se incorporó. Leonardo advirtió sus temblores con tan solo tocarla. La miró con desconcierto. La evidente agitación en su respiración y el color rosado de sus mejillas le indicaron que había estado corriendo. Pero lo que más le llamó la atención fue la expresión de angustia en su rostro. De algún modo que no podía explicar, verla en ese estado activó todas las alarmas en él y su cuerpo se tensó de inmediato.
—Sí —la oyó decir con dificultad mientras intentó soltarlo.
Pero él no estaba listo para dejarla y permaneciendo inmóvil frente a ella, continuó evaluándola con la mirada. Era más que evidente su temor y de pronto tuvo la sensación de que no estaba corriendo a causa de la lluvia. Por el contrario, huía de algo o —peor aún—, de alguien. Sus nervios y el notorio aturdimiento que percibía en ella no tardaron en despertar su instinto protector haciendo que, aún sin conocerla, sintiera el deseo de protegerla.
—¿Estás segura? ¿Necesitás que te lleve a algún lado?
Se sorprendió a sí mismo en cuanto su pregunta salió de su boca. No sabía qué se había apoderado de él para decir algo así, en especial teniendo en cuenta que, a unos metros, una hermosa mujer lo esperaba para irse con él. Debió haberla tomado por sorpresa también a ella ya que en ese momento la vio alzar la vista con expresión de desconcierto.
Sus ojos, de un increíble color que no era capaz de precisar, se clavaron en los suyos atravesándolo por completo. Los mismos estaban levemente hinchados y enrojecidos, clara evidencia de que había estado llorando. Su cabello era oscuro —o al menos eso parecía al estar mojado—, y aunque no se parecía en nada a las mujeres con las que solía salir, había algo en ella que lo atraía fuertemente.
De repente, una tos proveniente del grupo que aguardaba impaciente junto a la puerta, los interrumpió. La sintió intentar soltarse una vez más y a pesar de que no deseaba hacerlo, se lo permitió.
—No, gracias. Tengo que irme —la oyó decir antes de verla mirar hacia atrás y retomar su camino.
Leonardo permaneció de pie por unos minutos observando cómo se alejaba. Sentía en su interior el fuerte impulso de ir tras ella y asegurarse de que en verdad estuviese bien, pero no podía hacer eso. No solo sería de lo más absurdo, sino que lo único que lograría al hacerlo sería asustarla aún más. Comenzaba a preocuparse por las extrañas reacciones que estaba teniendo esa noche. Era evidente que el cansancio y el estrés de los últimos días comenzaban a afectarle de un modo que jamás se hubiese imaginado.
El roce delicado de una mano femenina lo sacó de sus pensamientos. Giró hacia ella percatándose de que habían quedado solos. Tanto su hermano como los otros instructores ya se habían marchado. Sin dudarlo, la sujetó de la mano y tirando de ella con suavidad, la llevó hasta su auto. Definitivamente necesitaba eliminar la tensión de su cuerpo.
Ya era de madrugada cuando Leonardo regresó del hotel donde había tenido uno de los peores revolcones que recordaba en toda su vida. No porque el sexo hubiese sido malo. Esa parte había estado bien —muy bien, de hecho—, pero había sido solo eso, un acto pasional sin duda, pero automático, mecánico. Nunca antes le había dado demasiada importancia a eso, pero al parecer, esa noche algo en él había cambiado y, contrario a lo que había supuesto, acostarse con ella lo dejó aún más inquieto de lo que ya estaba.
Por otro lado, no había podido dejar de pensar en aquella misteriosa mujer que había chocado contra él a la salida del restaurante. Sus ojos, asustados e hipnóticos, habían quedado grabados en sus retinas provocándole cosas en su interior nunca antes experimentadas. Desde ese momento, cada vez que había intentado relajarse, la imagen de su bonito rostro transformado por el miedo aparecía en su mente haciendo que la adrenalina comenzara a correr por su torrente sanguíneo. Se preguntaba una y otra vez qué habría sido de ella, qué le habría pasado y dónde estaría en ese momento.
—¡Mierda! —exclamó a la vez que golpeó con su mano el volante—. ¡¿Por qué no puedo sacarte de mi cabeza?!
Frustrado, aceleró a fondo en dirección a su casa. La tormenta finalmente había llegado arremetiendo con fuerza sobre la ciudad. La temperatura había descendido notoriamente y el vendaval desatado bramaba con energía a su alrededor. Lo único que deseaba en ese momento era meterse en su confortable cama y dormir. Al llegar, disminuyó la velocidad y se arrimó hacia el cordón de la vereda con la intención de estacionar. En cuanto los faros iluminaron la entrada del complejo de departamentos donde vivía, advirtió la silueta de una persona aovillada contra la puerta del primero de la izquierda.
Sorprendido, la miró con atención mientras la vio incorporarse con dificultad, como si su cuerpo estuviese rígido luego de haber estado en la misma posición durante mucho tiempo. Se trataba de una mujer. La misma mantenía los brazos cruzados por delante de su cuerpo y parecía muy nerviosa. Notó que dirigía la mirada al interior de su vehículo y aunque era consciente de que no sería capaz de verlo por el polarizado de los vidrios, tuvo la impresión de que no hacía falta. Pareció relajarse nada más ver su auto.
Intrigado ante aquella escena, aguzó la vista hacia ella reconociéndola de inmediato. Estuvo a punto de chocar contra la camioneta estacionada más adelante en cuanto se percató de que era la misma mujer que lo había embestido horas atrás y en la que no había podido dejar de pensar desde ese momento. Clavando los frenos de inmediato, maldijo en voz alta por su descuido y se apresuró a apagar el motor. Inspiró profundo para tranquilizarse hasta finalmente descender del vehículo. Decidido, avanzó en su dirección sin quitarle los ojos de encima llegando a ella en unas pocas zancadas.
—Sos vos —afirmó con el ceño fruncido sin dar crédito a lo que veía. ¿Cómo era posible?
Podía notar la sorpresa en su rostro por lo que supo que ella también lo había reconocido. Una vez más, advirtió el rubor en sus mejillas, así como la angustia y desesperación en sus ojos. No lo sabía con exactitud, pero algo le decía que debió haber sido eso lo que lo había cautivado antes. Luego de unos segundos en los que ninguno dijo nada, dio un paso hacia adelante, pero se detuvo de inmediato al ver que ella retrocedía de forma inconsciente.
Volvió a evaluarla con atención, ahora bajo la luz del alero. Entonces, notó las leves —aunque inconfundibles para él—, marcas violáceas alrededor de su cuello. Cerró los puños con fuerza ante la ira que le provocó el saber que alguien la había lastimado. Tenía treinta y tres años y desde los dieciocho practicaba diferentes artes marciales. Sin embargo, odiaba la violencia, en especial aquella infringida en mujeres y niños.
—¿Quién te...? —preguntó de forma impulsiva, pero se interrumpió al instante pasando una mano por su cabello con gesto nervioso. Lo que menos quería era asustarla—. ¿Qué te pasó?
—Nada... yo... vine a ver a mi amiga —titubeó intimidada ante su intensa mirada—. Ella se mudó hace poco.
Leonardo no toleraba las respuestas evasivas, pero decidió no forzarla a hablar.
—Valeria no está —afirmó sorprendiéndola—, y si mal no recuerdo no vuelve hasta mañana. Los viernes hace guardia en el hospital.
Leonardo notó las lágrimas que pronto invadieron sus ojos, así como la repentina palidez de su rostro y el notorio aumento de sus temblores. Por un instante, creyó que se desvanecería ante él y se apresuró a sujetarla con delicadeza por los hombros. Ella se tensó en el acto, como si su contacto la asustara de alguna forma.
—Entonces ella no está —la oyó susurrar con voz temblorosa.
—No, pero estoy yo —afirmó con sus ojos fijos en los de ella—. Mirá, no sé qué es lo que está pasando, pero es obvio que no estás bien y no voy a dejarte en estas condiciones. Mi departamento es ese que está ahí —señaló con su dedo hacia el último de la derecha—. No tenés que contarme nada que no quieras, pero hace frío y está lloviendo así que entremos por favor para que puedas tomar algo caliente. Si te deja más tranquila, podemos llamar a Valeria para avisarle dónde estás.
Vio en sus ojos azules primero la duda y luego la rendición. Exhaló aliviado. No sabía por qué se sentía así en relación a ella, pero de algún modo, esa mujer despertaba en él su necesidad de cuidarla, de ponerla a resguardo. Ignorando el intenso deseo de envolverla en sus brazos que lo invadió de repente, colocó una mano en la parte baja de su espalda y la guio en dirección a su departamento.
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