Capítulo 1

El último día de clases por fin había llegado y con él, el comienzo de las tan esperadas vacaciones de invierno. Con veintisiete años, Micaela Duarte era una de las profesoras más jóvenes del colegio y, por esa razón, la mayoría de sus alumnos la adoraban. Enseñaba literatura y era tal su amor por las letras que, de inmediato, logró lo que ningún otro profesor antes, inspirar a los estudiantes a leer sin tener la obligación de hacerlo. El colegio era su lugar favorito, ese en el que se sentía confiada y realizada. ¡Qué diferente en relación a otros ámbitos de su vida!

Hacía casi un año que vivía con quien había sido su profesor en el último año de la carrera. Daniel era trece años mayor, pero eso a ella no le había importado ya que sus conocimientos y mente brillante la habían cautivado por completo. No obstante, todo cambió al poco tiempo de mudarse juntos. A partir de ese momento, se tornó posesivo, controlador y lo que en un principio parecía algo atractivo, empezó a volverse dañino. Poco a poco, ella fue poniendo distancia, lo cual empeoró aún más la situación. En los últimos meses las discusiones se hicieron más frecuentes provocando que comenzara a plantearse la posibilidad de una separación.

Ese viernes, Micaela había decidido dejar ir más temprano a sus alumnos y aprovechar la oportunidad para llamar a su mejor amiga. Hacía mucho tiempo que no la veía ya que a Daniel no le gustaba que se encontrara con ella y aunque era consciente de que no debía permitirle que decidiera sobre su vida, la reciente agresividad que empezó a ver en él, hizo que optara por evitar más problemas. Su amiga nunca le había caído bien, pero no fue hasta que se dio cuenta de que intentaba convencerla para cortar la relación, que manifestó su malestar. Sin saber cómo manejar la situación, Micaela espació los encuentros entre ellas y los mantuvo en secreto procurando que él no se enterara.

Sabía que debía enfrentarlo y dejarle claro que jamás apartaría de su vida a la única persona que siempre la había apoyado, aun cuando ni siquiera ella creía en sí misma. Sin embargo, algo en su actitud se lo impedía y por esa razón, seguía tolerando su comportamiento abusivo. Había empezado a temerle, a él, a sus reacciones, a las palabras horribles e hirientes que le decía cada vez que discutían. No obstante, se negaba a admitirlo. Por mucho que le doliera lo que él hacía y le dieran ganas de agarrar sus cosas e irse, la verdad era que no tenía dónde ir. La casa de sus padres definitivamente estaba fuera de la ecuación. Cuando en un pasado se había ido de la misma, se prometió a sí misma jamás volver. Por consiguiente, por muy mal que lo estuviese pasando, de ninguna manera regresaría a ese lugar.

Desde que tenía uso de razón, no recordaba un solo día en el que sus padres la hubiesen hecho sentir bien consigo misma, en especial su madre quien no soportaba que su hija no fuese la chica delgada y esbelta que ella tanto había anhelado tener. Tampoco era que tuviese un sobrepeso significativo, pero sin duda, su cuerpo estaba un tanto desproporcionado. Sus caderas eran anchas, su abdomen levemente abultado y sus pechos eran demasiado grandes para su escaso metro sesenta de altura.

Micaela pasó su adolescencia evitando mirar su reflejo en el espejo y aún hoy le resultaba difícil hacerlo. Distaba mucho de ser la hija perfecta que ellos tanto deseaban. Al parecer, tenía un cuerpo del que debía avergonzarse y una personalidad que debía cambiar ya que a nadie le gustaba estar con personas tímidas y retraídas. Debido a eso, su autoestima descendió de forma brutal volviéndose una persona insegura y desconfiada. Sus padres no eran ni por asomo, personas con las cuales pudiese contar. Ni siquiera la habían apoyado en la elección de su carrera por considerarla poco ambiciosa y redituable.

Nunca llegó a sentirse digna de su amor y la culpa por no poder colmar sus expectativas la seguía atormentando incluso en su adultez. Curiosamente, sí querían a Daniel —lo adoraban de hecho—, y no era de extrañar. Un hombre como él, culto, con clase y proveniente de una buena familia, era más de lo que alguna vez creyeron que ella podría conseguir. Era evidente que su novio era lo único en su vida que aprobaban al cien por ciento.

A pesar de todo, gracias al constante apoyo y sostén de su mejor amiga, pudo salir adelante. Extrovertida y alegre, Valeria era su antítesis, tanto en aspecto físico como en personalidad. Poseedora de una belleza inigualable, con sus extraordinarios ojos verdes y largo cabello castaño claro, solía atraer de inmediato las miradas masculinas. Ella en cambio, pasaba desapercibida. Su cabello, también largo, era oscuro y ondulado y sus ojos eran de un indefinido color entre azul y gris que solían cambiar según el clima. Su piel, a diferencia del adorable bronceado natural de su amiga, era extremadamente blanca y sensible.

Se habían conocido en la escuela primaria y desde entonces, se volvieron inseparables. Más que amigas, eran hermanas y la amaba más que a nadie en el mundo. Si había algo que la caracterizaba era su capacidad para levantarle el ánimo. De alguna forma que no terminaba de entender, siempre conseguía que se aceptase a sí misma. Con ella, era con la única persona con la que sentía que podía abrirse por completo sin riesgo a salir herida. Sin embargo, ese día había sido la excepción. Habían discutido y enojada, le pidió que dejara de victimizarse e hiciera algo para cambiar la situación.

Luego de aquel encuentro, sus temores y dudas se habían acrecentado. Las palabras que Valeria le había dicho en un momento de impaciencia no dejaban de darle vueltas en la cabeza: "No entiendo por qué seguís al lado de un tipo que te trata para la mierda, Mica. Vos necesitás a alguien que realmente te valore, que te inspire a ser mejor cada día. Y si no aparece, entonces más vale sola que mal acompañada". Sabía que tenía razón, pero la sola idea de estar sola le aterraba.

Seguramente se debía a las tantas veces que su madre le decía que así sería como acabaría si no se preocupaba por cambiar y mejorar su apariencia. Según ella, ningún hombre deseaba estar con una mujer de la cual no pudiese presumir y sin duda, ella no era ese tipo de mujer. Poco a poco, se fue convenciendo de que no había nada lindo en ella y que nadie la querría debido a la forma de su cuerpo. Valeria se enfurecía cada vez que la escuchaba denigrarse de ese modo a sí misma y despotricando contra su madre por —según sus propias palabras—, meterle mierda en la cabeza, le aseguraba que ya era hermosa y lo único que tenía que cambiar era la forma en la que se veía a sí misma.

Como era habitual en el mes de julio en la ciudad de Buenos Aires, había oscurecido temprano. El cielo cubierto por completo de densas nubes grises, anticipaba la llegada de una tormenta. La temperatura había descendido bruscamente y el viento comenzó a soplar con más fuerza. No obstante, el apuro por llegar a su casa no le permitía sentir frío. Con expresión seria en el rostro, caminaba por la calle con prisa. Llevaba el cabello recogido con un broche y los flecos que sobresalían del mismo saltaban en el aire con cada paso que daba.

La conversación con su amiga se había prolongado más de la cuenta y ahora tendría que pensar en una excusa para justificar su retraso. De ninguna manera le diría a su novio con quien había estado ya que estaba segura de que eso solo complicaría más las cosas. El corazón le palpitaba con fuerza, las manos le temblaban y sentía un nudo en la boca de su estómago. Odiaba enfrentarlo. Buscó el celular en su cartera para verificar la hora y dejó escapar un gemido en cuanto vio los mensajes y llamadas perdidas de él. Se había olvidado por completo de que lo había puesto en silencio al empezar la clase. Prefirió no leerlos; sabía perfectamente lo que dirían y no quería ponerse más nerviosa de lo que ya estaba.

Al llegar a su domicilio, subió por el ascensor con eso en mente. Abrió la puerta del departamento y entró con cierto temor. Daniel estaba dormido en el sillón del living con una botella vacía de whisky en la mano. Definitivamente eso no auguraba nada bueno. Con la esperanza de que siguiera durmiendo hasta el día siguiente y despertase sin recordar nada, se quitó las botas con sumo cuidado de no hacer ruido, dejó el morral y el grueso saco de lana que llevaba de abrigo sobre una silla y avanzó con sigilo hacia la habitación. Debía pasar por su lado para llegar a la misma por lo que agradeció que la alfombra amortiguara sus pasos. Cuando creyó que lo había logrado, sintió una repentina presión alrededor de su muñeca.

—¿Dónde estabas? —lo oyó preguntarle con dificultad.

Las palabras se le entremezclaban debido a su más que evidente borrachera.

—Me asustaste —respondió ella sin mirarlo a los ojos con la intención de ocultar el temor que acababa de apoderarse de ella.

—¡Te hice una pregunta! —insistió a la vez que se incorporó con brusquedad.

En el último tiempo era habitual que le hablase de ese modo cuando algo lo enojaba y ella se lo permitía.

—No hace falta que levantes el tono de voz —respondió esforzándose por disimular los nervios que le generaba verlo en ese estado—. Estaba en el colegio. Me tuve que quedar a corregir unos exámenes por ser el último día de clases y perdí la noción del tiempo.

—¿Y por qué no me avisaste?

—No sé... la verdad es que estaba muy concentrada y no se me ocurrió.

—¡¿Tampoco atenderme todas las putas veces que te llamé?! —exclamó exasperado, aún sin soltarla.

Su mirada era extraña y en sus ojos claros había una oscuridad que nunca le había visto antes.

—Lo siento —se apresuró a decir para tranquilizarlo—. Lo tenía en silencio y no lo escuché.

Lo vio dejar la botella en la mesa que estaba a su lado, extendió una mano hacia ella con la intención de acariciarle la mejilla. Permaneció inmóvil mientras lo sintió manipular el broche que llevaba en la cabeza y soltarle el cabello con suavidad. De pronto, sus miradas se encontraron. Con una sonrisa en su rostro, la observaba cual cazador a su presa antes de atraparla. Sus intenciones eran más que claras. Clavando sus ojos ahora en su boca, sin darle tiempo a reaccionar, estampó sus labios contra los de ella con ansia. La reclamó con rudeza permitiéndole sentir el fuerte sabor del alcohol en su lengua. Asqueada, apartó la cara.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no me dejás besarte? —preguntó molesto traspasándola con su fría mirada.

—Por nada. Es solo que estoy cansada. Hoy tuve un día muy largo —titubeó nerviosa.

—Bueno, entonces vayamos a la cama. Sé exactamente qué hacer para que te relajes —afirmó con una sonrisa lasciva mientras la hizo apoyar su mano justo sobre su erección.

Micaela la apartó por acto reflejo y se echó hacia atrás de inmediato. Lejos de estimularla, su propuesta le había resultado de lo más repugnante.

—No.

—¿No? —preguntó con el ceño fruncido.

—No, Daniel. Estás borracho... Preferiría... —pero se calló en cuanto sintió la mano de él cerrándose con fuerza alrededor de su cuello.

Intentó apartarse, pero la sujetaba con tanta fuerza que apenas pudo moverse. Parándose en puntas de pie, llevó ambas manos a la de él para intentar aflojar su agarre. Su mirada le aterraba y la absoluta oscuridad que podía ver en sus ojos en ese momento la hizo estremecerse. Notó cómo los de ella comenzaban a humedecerse rápidamente. ¿Qué carajo estaba pasando? ¿Qué intentaba hacer?

—¿Hay otro? —gruñó contra sus labios.

Ella abrió grande los ojos al darse cuenta de su presunción. ¿De eso se trataba? ¿En verdad creía que lo estaba engañando?

—¡Contestame! ¡¿Hay otro hombre?! —insistió fuera de sí.

Micaela no podía hablar por lo que se apresuró a negar con su cabeza aferrándose con desesperación a aquella mano que la sujetaba con firmeza. Ya comenzaba a sentir debilidad por la falta de oxígeno y por un instante, pensó que no se detendría. Afortunadamente, Daniel pareció recobrar la cordura y aflojó su agarre. Inspiró profundo y se apresuró a poner distancia entre ellos.

—¡¿Te volviste loco?! —exclamó cuando por fin encontró su voz.

—Disculpame, no fue mi intención hacerte daño. Yo... —comenzó a decir dando un paso hacia ella.

Pero se lo impidió al retroceder hasta sentir el filo de la mesa en la parte baja de su espalda. Parecía en verdad apenado, pero no le importaba. Era la primera vez que la agredía de ese modo y no podía, ni quería, volver a estar cerca de él. Sentía los fuertes temblores en su cuerpo y las cuantiosas lágrimas deslizándose de forma atropellada por sus mejillas. De pronto, todo lo que había hablado con su amiga volvió a su mente con fuerza. Daniel no era quien ella creía y en lo único en lo que podía pensar en ese momento era en irse de allí.

—Esto ya no está funcionando —susurró con voz trémula—. Quiero separarme.

No sabía cómo había logrado reunir el coraje para decírselo, pero al hacerlo sintió que de algún modo se liberaba.

—¡¿Qué?!

—Lo que escuchaste. Creo que va a ser lo mejor para los dos.

Lo vio fruncir el ceño y por la expresión en su rostro pensó que le gritaría. Sin embargo, para su sorpresa, lo oyó comenzar a reír.

—¿Ah sí? ¿Y qué vas a hacer? ¿Volver con tu mamá? —preguntó con burla sabiendo a la perfección que no tenía donde ir. Su sonrisa se amplió al ver que sus palabras habían dado en el clavo—. Me pregunto qué dirá Gladys cuando se entere de que su hija despreció al único hombre capaz de ver más allá de sus defectos.

—¿Defectos? —murmuró sintiendo un nudo comenzar a formarse en su garganta.

—Cariño, ambos sabemos muy bien que estás muy lejos de ser el tipo de mujer que todos los hombres deseamos —declaró con su mirada fija en ella a la espera del efecto que sabía que tendría.

Micaela jadeó ante su comentario. Era evidente que intentaba lastimarla y lo peor de todo era que lo estaba logrando. De repente, el miedo a terminar sola volvió a cernirse sobre ella. No pudo evitar recordar momentos de su pasado que la habían marcado. La decepción en el rostro de su madre cada vez que la acompañaba a comprarse ropa. Las muchas veces que en su adolescencia salía con su amiga y se volvía invisible a su lado. La forma en la que los chicos nunca se fijaban en ella por considerarla simplemente la amiga gordita a la que debían acercarse para llegar a quien en verdad les interesaba. ¡Dios! Daniel tenía razón... Su madre tenía razón. Nadie nunca se fijaría en ella de la misma forma en la que él lo hacía.

Alzó la mirada cuando lo sintió acariciarle la mejilla con suavidad. Él la miraba en silencio y su rostro evidenciaba tristeza. Por un momento, se sintió culpable. Después de todo, él había sido el único que deseó estar con ella sin importarle su apariencia. Lo vio inclinarse una vez más para besarla y esta vez decidió permitírselo. Quería comprobar si seguía sintiendo algo por él, pero entonces, el recuerdo de sus recientes palabras volvieron a golpearla con fuerza. "Estás muy lejos de ser el tipo de mujer que todos los hombres deseamos". Con esa frase, Daniel no solo le demostró que en verdad sí le importaba su cuerpo, sino que, además, lo consideraba muy poco atractivo.

—No, pará —dijo a la vez que apoyó ambas manos en su pecho para apartarlo.

Él no le hizo caso y aprisionándola entre su cuerpo y la mesa, la enmudeció con sus labios. La sujetó de ambas muñecas y llevándolas hacia atrás de su espalda, las sostuvo con una de sus manos. Con la otra, comenzó a acariciarle los pechos con rudeza por encima de su ropa.

—¡¿Qué hacés, Daniel?! ¡Soltame! —alcanzó a gritar cuando él descendió con su boca hasta su cuello.

Micaela sintió cómo su corazón latía desbocado. ¿Qué era lo que se proponía actuando así? ¿Acaso pensaba forzarla? Se estaba extralimitando y estaba segura de que él lo sabía. Sin embargo, no parecía importarle en lo más mínimo. Quizás se debía a lo mucho que había bebido, pero algo le decía que era otra cosa lo que lo impulsaba a actuar de esa manera.

—No voy a permitir que me dejes —declaró a la vez que le abrió la camisa de un tirón.

En ese momento, los botones saltaron desperdigados hacia todos lados. La situación se estaba saliendo por completo de control. Debía detenerlo cuanto antes. Sin embargo, por más que lo intentara, no tenía la fuerza necesaria para quitárselo de encima. Apenas podía pensar debido al apabullante miedo que sentía, pero debía esforzarse por encontrar la manera. Si tan solo pudiese liberar una de sus manos, podría alcanzar la botella que él mismo había dejado sobre la mesa y golpearlo con la misma. De pronto, una idea se cruzó por su mente. Tenía que hacerle creer que lo estaba disfrutando para que se animase a soltarla. Quizás entonces, tendría una mínima posibilidad.

Obligándose a sí misma a tranquilizarse, aflojó cada músculo de su cuerpo y gimió contra su boca con fingida excitación. En un principio, sintió el desconcierto en su novio, pero pronto supo que había dado resultado. Él la soltó para sujetarla de la cintura y pegarla a su cuerpo mientras la besaba con más intensidad. Estiró su brazo con cuidado hacia la botella y una vez que logró alcanzarla, cerró el puño alrededor del cuello de la misma. A continuación, la alzó en el aire y alejándose levemente hacia atrás, la dejó caer sobre su cabeza con fuerza. Daniel se tocó la nuca mirándola confundido. Inmediatamente después, se desplomó en el piso, inconsciente. "Dios, lo mate", pensó asustada, pero enseguida advirtió el movimiento de su pecho elevándose y descendiendo al compás de su respiración.

Atónita, no podía dejar de mirarlo. No entendía cómo las cosas habían terminado así. De pronto, sintió que el aire comenzó a faltarle. Necesitaba salir de ahí en ese preciso instante. Reaccionando por fin, se dirigió a donde había dejado sus cosas. Se puso de nuevo las botas y se cerró como pudo la camisa. Después, se colocó su abrigo asegurándose de anudarlo bien por delante y tras colgarse el morral, abrió la puerta del departamento.

Bajó por las escaleras ya que no estaba dispuesta a esperar al ascensor y salió del edificio con premura. Sin saber siquiera hacia dónde ir, corrió hacia la esquina para tomar la avenida. Había comenzado a llover y el viento helado calaba su ropa. No obstante, sus temblores nada tenían que ver con el clima. A pesar de tener la mente embotada, logró orientarse y decidida, se dirigió al único lugar en el que sabía que encontraría consuelo.

A medida que avanzaba iba perdiendo las fuerzas. Cada vez corría más despacio. Aun así, no se detendría. No podía permitirse parar. Al menos, no hasta llegar a destino. Pasaba justo por la entrada de uno de los restaurantes que había en esa zona, cuando la puerta del mismo se abrió dando paso a un grupo de personas que salía riendo a carcajadas. Chocó de lleno con uno de ellos y hubiera dado igual que se golpease contra la pared. El impacto la hizo caer hacia atrás. Reinó el silencio por unos segundos y luego continuaron las carcajadas. El hombre al que había embestido se acercó de inmediato y se inclinó para ayudarla a levantarse.

—¿Estás bien? —preguntó con voz grave mientras le ofreció su mano.

Micaela la tomó y se levantó. Apenas podía articular palabra debido a la agitación de la carrera. Le dolía cada músculo de su cuerpo y se sentía terriblemente avergonzada.

—Sí —se limitó a decir casi sin aire.

Intentó soltarlo, pero él se lo impidió.

—¿Estás segura? —insistió con preocupación—. ¿Necesitás que te lleve a algún lado?

Su pregunta la tomó por sorpresa provocando que alzara la vista hacia él. Entonces, se encontró con los ojos más hermosos que había visto en su vida, no solo por su color celeste, sino por lo que los mismos transmitían. A pesar de no conocerlo, algo en su mirada la hizo sentirse segura. Su cabello era castaño claro al igual que la barba que llevaba prolijamente recortada en su rostro. Su nariz recta y sus delineados labios levemente curvados en una sonrisa, hicieron que ese hombre le resultase increíblemente atractivo.

De repente, una tos proveniente del grupo que aguardaba impaciente junto a la puerta, los interrumpió. Ella intentó soltarse de nuevo y esta vez, él se lo permitió.

—No, gracias —respondió un tanto aturdida—. Tengo que irme.

Luego de mirar hacia atrás sobre su hombro para asegurarse de que él no la había seguido, se alejó corriendo para retomar su camino.

Después de una cantidad interminable de cuadras, Micaela llegó por fin al complejo de departamentos al que, hacía dos meses, se había mudado su amiga. Nunca antes había estado allí, pero sabía —porque ella se lo había dicho—, que el suyo era el primero del lado izquierdo. Golpeó con desesperación la puerta y esperó por unos segundos. No hubo respuesta. "¡No! ¿Y ahora qué voy a hacer?", se lamentó al darse cuenta de que Valeria no estaba en casa.

La tormenta estaba en su apogeo. Brillantes relámpagos iluminaban el oscuro cielo seguidos por fuertes y estremecedores truenos. Solo había un pequeño alero donde podía resguardarse de la lluvia. Resignada, apoyó la espalda en la puerta y flexionando las piernas, se deslizó hacia abajo. Abrazándose a sí misma, escondió su cabeza entre sus rodillas y dejando salir la angustia contenida, finalmente rompió en llanto. 

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