Capítulo 2

Toda su vida había sido un maldito calvario. Atosigada desde pequeña por visiones que apenas entendía, se había visto obligada a sí misma a callar para evitar que la gente la tildara de loca. No había forma de que la mirasen del mismo modo una vez que se enteraban de su habilidad, si es que acaso podía llamarla así. Por supuesto, había fallado.

Su madre fue la primera persona en darse cuenta de que algo raro sucedía y tras presionarla para que le dijese qué la tenía tan mal, cometió el error de confiar en ella. Había creído que de todos los que la rodeaban, sabría contenerla y también que la apoyaría de forma incondicional. Sin embargo, se asustó al oírla y no tardó en pedirle turno con un psicólogo infantil. No tenía idea de lo que pasaba con su niña, pero sabía que debía de ser malo si alucinaba, ¿verdad?

Luna comenzó a ir una vez por semana a su consulta. Por una hora, hablaban de sus visiones y de cómo varias de ellas se terminaban cumpliendo. Al principio eran cosas tontas, insignificantes, que no le afectaban demasiado, como ponerse un piloto en un día radiante y que al rato comenzara a llover de la nada, o acercarse al teléfono siguiendo un impulso justo antes de que este sonara. Pero con el tiempo, se volvieron más extrañas, preocupantes, como cuando perdió a la persona que más amaba.

Tenía tan solo diez años. Se encontraba en el colegio, en medio de una clase, cuando todo se volvió negro de repente y aferrándose con ambas manos al banco, exclamó un grito desgarrador. Con la mirada perdida y las lágrimas brotando de sus ojos, contempló como su padre caía desde lo alto de una obra en construcción. Era ingeniero y como tal debía supervisar el trabajo de los obreros. En ese momento, estaban subiendo unas vigas de hierro con una grúa, pero estas se soltaron por accidente, impactando de lleno contra él y arrojándolo al vacío.

Para cuando ella volvió en sí, todos la miraban consternados. No entendían qué le estaba pasando y supusieron que se había quedado dormida y despertó angustiada por una pesadilla. Sin embargo, también podían ver el terror en sus ojos y eso los confundía. Entonces, la directora irrumpió en el aula, tristeza y consternación en su rostro. Su madre había llamado por teléfono para informarles la trágica noticia y avisar que iría antes a recogerla. ¿Cómo era posible que la niña ya lo supiera?

Desde ese día, sus pares la hicieron a un lado. Como sucede siempre, las personas rechazan lo que no pueden comprender y los chicos de esa edad suelen ser muy crueles, por lo que empezaron a tratarla de bruja y le decían que había sido ella quien mató a su padre. Con dolor y sintiéndose más sola que nunca, se alejó de todos, encerrándose dentro de sí misma para protegerse. Creía que cuanto menos se relacionara con la gente, más podría evitar las visiones.

Pero se equivocó y estas no mermaron, ni siquiera con la terapia a la que, a raíz de lo sucedido, comenzó a asistir tres veces por semana. Su psicólogo, acérrimo psicoanalista además de psiquiatra, estaba convencido de que el problema se encontraba en sus primeros años de vida y que tenía que ver con su padre, pero ella no recordaba nada malo durante esa etapa de su crianza. Más bien lo contrario. Siempre la había tratado como a una princesa y le había demostrado que la amaba más que a nadie en el mundo.

Como con el correr de los meses veía que no mejoraba y tampoco le satisfacía sus conversaciones con las que buscaba alimentar su teoría de una historia turbulenta y traumática, decidió comenzar a medicarla. Eso, lejos de ayudarla a encontrar una explicación real respecto de las imágenes que invadían su mente en los momentos menos pensados, en realidad la instó a luchar contra ellas, a rechazarlas hasta hacerlas desaparecer.

Y en verdad lo intentó. Al igual que su madre, quien se había mostrado de acuerdo con la idea, también deseaba estar mejor y poder llevar una vida normal. Pero el efecto de las pastillas era devastador. Se sentía desconectada del cuerpo y su mente parecía flotar a la deriva todo el tiempo. La aletargaba y la hacía sentirse somnolienta.

Tardó varias semanas en tomar la decisión, pero cuando lo hizo, no hubo vuelta atrás. No volvería a tomarlas y cuando alguna alucinación, como se empeñaban en llamarlas, apareciera, lo disimularía. Solo esperaba que no se dieran cuenta.

Las primeras veces fueron difíciles. El miedo a que la descubriesen era demasiado intenso, pero poco a poco se fue acostumbrando y con el tiempo aprendió, incluso, a anticiparse a ellas. Solía experimentar una sensación en la boca del estómago antes de que las visiones surgieran y eso le daba tiempo suficiente para alejarse y refugiarse en soledad.

Conforme los años pasaron, continuó fingiendo. Simuló ingerir las pastillas cada día y fue con entusiasmo a cada sesión de terapia. Mintió respecto a las alucinaciones que, sin duda, siguieron atormentándola, y actuó como lo haría cualquier persona. Aprendió a no reaccionar cuando una visión llegaba de imprevisto y evitó cualquier vínculo afectivo que pusiera en riesgo su fachada de chica normal. ¡Ah, cómo odiaba esa palabra! Ella no era normal, hacía mucho que lo había aceptado.

Pese a su determinación, le costaba mostrarse entera en todo momento, sobre todo cuando un episodio llegaba de repente estando rodeada de gente. A veces, incluso, sucedía mientras caminaba por los pasillos del colegio y no siempre hacía a tiempo para encerrarse en un aula vacía o el pequeño cuarto de limpieza. Pero lo peor de todo era cuando acababan. Todo su cuerpo quedaba débil y tembloroso y en su rostro se reflejaba la angustia y desolación que la invadía con cada visión.

Se volvió tan retraída y callada que sus pares comenzaron a tildarla de rara y su madre creía que estaba dañada. Ella no podía evitar sentir que era todo eso y más. Se sentía frágil, un mero fantasma de la persona que podría y debería haber sido si no tuviese que lidiar con las malditas alucinaciones. Tal vez por eso, encontró tanto consuelo en las palabras del párroco del colegio cuando, en medio de la confesión, le dijo la verdad. Estaba cansada de mentir y no sabía cuanto más podría soportarlo. Pero él le aseguró que no debía renegar de quien era, que Dios le había dado un don, aunque ahora mismo no lo entendiera.

No importaba que en su interior pensase que el tipo estaba loco, su interpretación era mucho más amable que la que tenía de sí misma, así que decidió hacerle caso. Curiosamente, en cuanto dejó de renegar de su condición y aceptó que habría veces en las que su mente le jugaría malas pasadas, comenzó a mejorar. Las imágenes se volvieron esporádicas y solo surgían en sueños en lugar de invadir su rutina diaria.

Sintiendo que por fin había recuperado su vida, al egresar del colegio, ingresó a la universidad y estudió medicina, para luego especializarse en psiquiatría. En el fondo, deseaba encontrar respuestas a lo que la había torturado durante tanto tiempo, años atrás. Lamentablemente, no encontró ningún cuadro clínico que encajase con lo que había sufrido de chica y poco a poco desistió de buscar una explicación lógica.

Tal vez su psicólogo tenía razón y se trataba de un suceso traumático de su infancia. Quizás su mente se esforzaba en protegerla de algo demasiado doloroso, pero fallaba y eso provocaba que lo que se encontraba reprimido, irrumpiera en su consciencia a través de raras visiones. Probablemente era el modo que había encontrado su psiquis para resguardarla de la angustia y brindarle una vía de escape de una realidad cruel y desoladora. Como fuese, lo cierto era que jamás lo sabría.

Pero entonces, sucedió lo más extraño y a partir de ese momento, todo se desmoronó. Comenzó con un sueño en el que ella intentaba salir de un laberinto donde se encontraba atrapada, un largo, frío y oscuro laberinto del que no veía la salida. Algo o alguien la perseguía y aunque no sabía de quien se trataba, tenía claro que quería lastimarla.

Desesperada, corrió por los angostos e interminables tramos de aquel tenebroso lugar intentando escapar. Su corazón galopaba, frenético, y las plantas de los pies le ardían mientras caminaba sobre piedras y ramas que había en el camino como si se encontrara en medio de un bosque. Las lágrimas en sus ojos apenas le permitían ver por dónde iba y justo detrás, el sonido de una risa macabra y siniestra la alcanzó haciéndola estremecer. Quien fuera que la estuviese persiguiendo, la estaba pasando en grande.

Cuando llegó al final del recorrido, una tupida pared de arbustos le cerró el paso. No había escapatoria, ningún lugar por donde salir. Resignada, dio la vuelta y casi fusionándose con la ligustrina, aguardó expectante a que aquel ser siniestro la alcanzara. La oscuridad reinante le impedía verlo bien. Solo podía distinguir su enorme silueta y, como si pertenecieran al mismísimo diablo, un par de ojos de color carmesí se posaron en ella.

—¡¿Qué querés de mí?! —gritó, aterrada, mientras lo contemplaba acercarse.

Sus carcajadas le provocaron escalofríos. Algo siniestro emanaba de esa sombra, lastimándola con su onda expansiva. Quería cerrar los ojos y evadirse de lo que sucedía frente a ella, pero algo le había arrebatado el control de sí misma, obligándola a mantenerse estática.

La bestia estaba a tan solo unos pasos y alzó un brazo hacia su rostro con la intención de tocarla. O tal vez para golpearla, no estaba segura. Sin embargo, antes de que lograra su cometido, un rabioso rugido, cual animal salvaje, agitó el suelo debajo de sus pies, acaparando al instante, la atención de ambos.

De repente, una brillante luz dorada cayó sobre ellos, encandilándolos y su atacante se cubrió la cara con un brazo, a la vez que chilló de dolor. Incapaz de reaccionar, permaneció inmóvil, contemplando al hermoso y místico ángel vengador, muy similar a los que tantas veces había leído en la biblia, que descendía del cielo con majestuosidad.

Por una breve fracción de segundo, sus ojos se encontraron con los de él y todo en su interior vibró al sentir su penetrante mirada. Nunca antes lo había visto en su vida y, aun así, sentía que lo conocía. No, era mucho más que eso. Sentía que lo amaba. ¿Qué estaba pasando?

Pero la sombra emergió con furia de la oscuridad, interrumpiendo la conexión entre ellos. Como si se tratase de un manto de nube negra, saltó hacia arriba y se abalanzó sobre el precioso ser de luz que había ido a salvarla.

—¡No! —gritó, desesperada, al notar el enorme y extraño cuchillo con el que se disponía a atacarlo.

Despertó en el acto, los ojos anegados en lágrimas y todo su cuerpo sudado y tembloroso. ¡¿Qué carajo?! Había sido tan real, que le llevó varios minutos comprender que solo había sido un sueño. Hacía tiempo que ni siquiera recordaba lo que soñaba. ¿Por qué ahora parecía no poder borrarse esa imagen de su mente?

Ese fue solo el inicio de una larga temporada de pesadillas y visiones que la asediaron noche y día durante meses antes de que decidiera finalmente pedir ayuda.

Sintiéndose perdida, recurrió a Mateo, su único amigo. Lo había conocido al entrar en la universidad y desde entonces, no se habían separado. Hicieron la carrera juntos y luego, la especialidad en psiquiatría. Era la persona más cálida e inteligente que conocía y confiaba plenamente en él. Si bien no había sido así al principio, su paciencia y perseverancia logró lo inimaginable, que ella lo dejara entrar en su vida.

Sabía todos sus secretos, incluso lo que había experimentado de chica y contrario a lo que había pensado, en ningún momento la juzgó. La escuchó con interés, sin intentar analizarla o diagnosticarla. Pese a su profesión, con ella no actuaba como psiquiatra, sino como un amigo. Tal y como pensaba, en cuanto le contó lo sucedido, él la oyó desahogarse y la contuvo, tranquilizándola con palabras cariñosas. Entonces, le habló sobre el proyecto.

Le informó que unos científicos se encontraban llevando a cabo una investigación en un hospital del interior de la provincia de Buenos Aires y que le estaban insistiendo para que se uniera al equipo. Buscaban hallar la causa de las alucinaciones que surgían en cuadros que no tenían que ver con ningún tipo de psicosis como la esquizofrenia o la paranoia. El grupo de muestra había sido seleccionado con mucha precisión y era conformado por pacientes con estructuras psíquicas neuróticas.

Le comentó que, si bien le había interesado mucho, no se decidía aún a aceptar la propuesta porque requería que lo dejara todo y se sumergiera de lleno en un proyecto confidencial y secreto. No obstante, la cosa cambiaba si ella estaba dispuesta a acompañarlo y unirse a ellos.

Entusiasmada por el desafío y desesperada por descubrir la razón por la que las visiones habían regresado, le dijo que sí. Estudiar a personas que sufrían lo mismo que ella le permitiría comprender un poco más de sí misma y tal vez encontrar la respuesta que tanto anhelaba.

Días después, abandonó su departamento y se dirigió al campo, en el medio de la nada, donde Mateo la esperaría para presentarla al resto del equipo. Sin embargo, en cuanto puso un pie dentro de aquel macabro lugar, más digno de una película de terror que de un hospital, supo que había cometido un gran error. Contrario a lo que había pensado, no la esperaban para que se uniera como profesional, sino como paciente.

Contra su voluntad, le quitaron sus pertenencias y la encerraron en una habitación bajo llave. Solo esperaba que Mateo la ayudase en cuanto se enterase del malentendido. Pero los días pasaban y no supo nada más de él. Para peor, las visiones se volvieron más hostiles, oscuras, aterradoras. Al igual que cuando era pequeña, comenzaron a atormentarla no solo por las noches, sino también durante el día. Más aún cuando la llevaban al laboratorio y tras conectarla a unos electrodos, le administraban las drogas.

No importaba lo mucho que chillase y les explicase que había habido un error. La sedaban para evitar que pudiese resistirse y le inyectaban algo que estimulaba sus alucinaciones. Al terminar, la llevaban de regreso a su cuarto. Una vez a solas, se refugiaba en un rincón con la espalda apoyada en la pared y se abrazaba a sí misma, dejando que sus pensamientos vagaran libremente. Solo entonces, se permitía pensar en él.

Por alguna extraña razón que desconocía, todas sus visiones terminaban del mismo modo, con ese hermoso ángel que lo iluminaba todo con su presencia y le provocaba emociones intensas e inexplicables. No importaba lo que estuviese experimentando o visualizando, siempre aparecía él para transmitirle paz y seguridad. Pero solo se lo permitía cuando estaba en la soledad de su cuarto. Cuando sabía que ellos no podrían verlo.

Si percibía que aparecería mientras seguía conectada a esos malditos cables, se resistía con todas sus fuerzas. Algo le decía que podían leer sus pensamientos y no estaba dispuesta a compartirlo. No a él. Su ángel, como había empezado a llamarlo, era lo único que le pertenecía solo a ella. Jamás se lo había mencionado a nadie, ni siquiera a Mateo. Le había hablado de todo lo demás, pero de eso no. Tampoco a su madre antes de que muriera de una larga y dolorosa enfermedad. Había estado tan orgullosa de ella al verla prosperar y encaminar su vida que prefirió que se fuera en paz. Jamás la había comprendido, pero su amor siempre había sido sincero.

—Me preguntaba cuando empezarías a llorar. Ya te estabas tardando.

La voz áspera del enfermero la regresó bruscamente al presente. ¡Oh, no! No quería estar ahora mismo en su cuerpo, sintiendo esas manos que la manipulaban como si fuera una muñeca de trapo y la acariciaban sin su consentimiento. Cualquier abismo o recoveco en su mente, en sus recuerdos, era mejor que esto. La nada misma era preferible antes de conectar consigo misma mientras tenía escaso o nulo control sobre su propio ser.

Engañada por su propio anhelo de librarse de aquello que no quería para su vida, llegó a ese condenado lugar del infierno en el que la engañaron y se aprovecharon de su vulnerabilidad para realizar experimentos. Y no era la única. Podía oír los lamentos de otros pacientes que, al igual que ella, no tenían a nadie que los extrañase. Bueno, en su caso estaba Mateo, pero no había vuelto a verlo.

¿Acaso sabía lo que estaba pasando? No, él jamás permitiría que le hicieran eso. Como profesional de la salud había jurado llevar el bien y la salud a los enfermos, no dejarlos desamparados a merced de un loco que se creía dueño de sus vidas y con derecho a manipularlas a su antojo. Este, además, parecía contar con el apoyo de las autoridades, ya que no había forma de que no supieran lo que sucedía allí. Y a los empleados no parecía importarles tampoco. Por el contrario, se notaba lo mucho que disfrutaban.

Podía sentir la maldad en el ambiente. Esta impactaba directamente en su cuerpo provocando extrañas reacciones en él. La energía fluía hacia su interior como si se tratase de una maldita antena parabólica y volvía a salir al exterior, potenciada. De algún modo que todavía no comprendía, sentía que la utilizaban como canalizadora, para luego, generar algún tipo de señal u onda con el propósito ulterior de atraer algo... o a alguien.

En cuanto le conectaban los electrodos alrededor de la cabeza, comenzaban las descargas. Conocía el tipo de terapia, por supuesto, pero jamás imaginó que se seguiría practicando en la actualidad. Por lo que había estudiado, antes la usaban para reducir los síntomas y las alucinaciones en los pacientes; no obstante, no parecía ser su caso, ya que, durante el procedimiento, estas aumentaban de forma considerable en tanto la electricidad recorría su cerebro.

A veces solo duraba unos pocos minutos y otras, horas. No estaba segura de qué buscaban con exactitud, si les interesaba sus recuerdos o sus visiones, pero definitivamente iban tras algo que creían que encontrarían en su mente. Podía sentir la actividad dentro de ella, era extraño, jamás había experimentado algo similar. Era como si unos dedos imaginarios la tocaran, hurgando en su interior, abriéndose paso. Y por mucho que se resistiera, le resultaba imposible bloquearles el acceso. Lo que fuese que estuviesen haciéndole era implacable.

Esa noche, la sesión había durado más que de costumbre y su cuerpo comenzó a mostrar indicios de un profundo agotamiento. Las visiones no mermaron, aturdiendo su mente, una tras otra, debilitándola. Varias imágenes habían surgido de repente. Enfrentamientos, masacres, parecía la proyección de un viejo documental de guerra. Pero no eran soldados y en lugar de armas, empuñaban cuchillos raros, muy parecidos al que había visto en su sueño, meses atrás. Y en sus espaldas, sombras borrosas se agitaban hacia los lados como si fuesen... ¿plumas?

Entonces fue cuando percibió su cercanía. Había sabido que pronto lo vería a él, a su ángel vengador, a ese poderoso guerrero alado que por alguna extraña razón aparecía siempre en sus sueños. Se había tensado en respuesta. Se negaba a permitir que emergiera en sus pensamientos mientras ellos los monitoreaban. Y, a continuación, cerró los puños con fuerza, apretando los ojos mientras luchaba con la inevitable visión. Un segundo después, todo se volvió borroso y perdió el conocimiento.

Volvió a despertar cuando los enfermeros la pasaban de la silla de ruedas a su cama. En un rato le llevarían comida y ya no volverían a molestarla esa noche, tampoco al día siguiente. No obstante, lo intentarían de nuevo después. Las últimas semanas, se habían vuelto muy insistentes, sometiéndola a aquella tortura más de la cuenta y eso no hacía más que confirmar sus sospechas. Buscaban a alguien en su mente y no pararían hasta encontrarlo.

Se sobresaltó ante el brusco sonido de la traba deslizándose al otro lado de la puerta y dejó salir el aire retenido en sus pulmones. Se habían ido. Estaba sola. Poniéndose de costado, flexionó sus rodillas y colocándose en posición fetal, rompió en llanto. ¿Por qué le hacían esto? ¿Por qué a ella?

------------------------
¡Espero que les haya gustado!
Si es así, no se olviden de votar, comentar y recomendar.

Grupo de facebook: En un rincón de Argentina. Libros Mariana Alonso.

¡Hasta el próximo capítulo! ❤

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top