Capítulo 12
Un sollozo escapó de sus labios en cuanto sus ojos coincidieron con los de él, celestes, hermosos, cálidos, y sin importarle que no se encontrasen solos, se arrojó a sus brazos. Rafael había despertado. Su ángel vengador había vuelto a su lado.
—Tranquila, nena, por favor no llores —susurró él, consciente de lo que había pasado, mientras le acariciaba el cabello con ternura.
—Estaba tan preocupada... No reaccionabas y aunque sabía que esto pasaría yo no pude...
Rafael alcanzó a oír la desesperación en su voz y su dolor le atravesó el alma. Se separó lo suficiente para poder mirarla y con una sonrisa tranquilizadora, acunó su rostro entre sus manos.
—Todo está bien —aseguró, limpiando con sus pulgares las lágrimas que habían comenzado a deslizarse por sus mejillas—. Ya estoy acá con vos, despierto, y me siento mejor que nunca.
Si había algo que Rafael no soportaba, era verla llorar, sentir su tristeza. Su angustia se le clavaba en el pecho, comprimiéndolo, dificultándole incluso respirar con normalidad. Podía lidiar con casi cualquier cosa, enfrentarse con múltiples y peligrosos demonios a la vez y arriesgar su vida por su familia, pero no podía tolerar su llanto.
Inclinándose hacia ella, la besó con suavidad. Quería confortarla y, de paso, confortarse a sí mismo con su cercanía. A pesar de haber estado inconsciente, su cuerpo la había añorado a cada segundo, y la necesidad de tocarla, de tenerla entre sus brazos, lo ahogaba, imponiéndose con fuerza.
Solo pretendía aliviar el apremio por sentirla a su lado, a salvo, por cuidarla y contenerla, pero en cuanto la rozó con sus labios, todo en su interior vibró, alejando cualquier pensamiento coherente de su mente. Sin poder contenerse, empujó con su lengua y se adentró despacio en los confines de su boca. Ansiaba volver a probarla, embeberse con su sabor.
La apretó contra su cuerpo al sentirla estremecerse. Temblaba, todavía atemorizada por lo que pudiera haberle pasado a él, y deseaba protegerla de todo lo que le hiciera sentirse así. Ella tenía que saber que jamás la dejaría, que nunca se iría de su lado de nuevo. Profundizó el beso al notar su rendición y la oyó gemir quedamente, provocando que cada célula de su ser se encendiera en el acto. Estaba hambriento de ella. Se sentía más fuerte que nunca, radiante, poderoso, y sabía que todo se debía a la hermosa mujer que se desarmaba en sus brazos.
Una tos, seguida de una suave risa, lo regresó bruscamente al presente. De inmediato, percibió las presencias de Alma y sus hermanos y tomó consciencia del espectáculo que estaban brindando ante ellos. Luna se encontraba sentada a horcajadas sobre su regazo mientras él la devoraba con pasión, sosteniéndola contra su cuerpo con una mano alrededor de su nuca y otra en la parte baja de su espalda. Al parecer, ella lo hacía perder noción de todo lo que los rodeaba.
—La falta de vitalidad no estaría siendo un problema —comentó Ezequiel, con tono jovial.
Con la respiración aún acelerada, Rafael posó los ojos en los de su hermano mayor. Había diversión en estos y también alivio. A su lado, Alma se tapaba la boca para ocultar su evidente sonrisa. Y un poco más atrás, junto a la puerta, Jeremías mantenía su atención en uno de sus cuchillos, al cual hacía girar una y otra vez entre sus dedos. Parecía despreocupado, incluso aburrido, pero él lo conocía mejor como para saber que en realidad estaba alerta y pendiente de cada movimiento a su alrededor.
Se encogió de hombros. No iba a disculparse por demostrar lo mucho que amaba y deseaba a su mujer. Después de todo, eran ellos los que habían irrumpido en su habitación. No obstante, sabía que Luna sí se sentiría avergonzada por haber sido atrapada en una situación tan íntima.
—Oh, Dios —murmuró ella de pronto, demostrándole que estaba en lo cierto.
La sujetó de la cintura cuando se apartó de un salto para evitar que se alejase demasiado y se incorporó también, sin mostrar ningún indicio de cansancio o sobreesfuerzo.
—No precisamente —dijo, desperezándose.
Una sonrisa asomó en el rostro del líder ante el tan esperado y habitual desparpajo de su hermano. Sin duda, Rafael había recuperado su picardía y despreocupado sentido del humor.
—¿Cómo te sentís? Aparte de lo obvio, claro.
Alma golpeó a su ángel en el hombro en señal de reprimenda. Sin embargo, había diversión en sus ojos. El sanador sonrió al advertir la timidez característica de su cuñada y volvió a mirar a Ezequiel. Era evidente que estaba jugando, provocándolo del mismo modo que él siempre lo hacía. Se encontró a sí mismo conteniendo el impulso de darle una réplica ingeniosa y subida de tono. Podía notar el pudor de Luna y no quería incomodarla aún más.
—Genial —dijo, en su lugar—. Fuerte, poderoso, lleno de energía.
—El cambio está completo —advirtió Jeremías, ahora con los ojos fijos en los de él. Había un deje de sorpresa e incredulidad en su voz.
—¿Creías que no lo lograría? —preguntó, intrigado.
—No tan rápido.
Rafael frunció el ceño al oírlo.
—¿Cómo que tan rápido? ¿Qué querés decir con eso?
—Solo pasó un día y medio, hermano, la mitad de tiempo de lo que duró mi transición —intervino el líder.
—Interesante —musitó, pensativo—. También empezó más tarde, después de la segunda vez que... —Pero se detuvo al advertir el nerviosismo de Luna, quien, a su lado, miraba hacia abajo mientras se frotaba las manos en un claro gesto de inquietud. Al instante, la tensión lo invadió. ¿Acaso ellos...? No, le habían prometido no hacerlo—. ¿Qué pasó mientras estuve... inconsciente? —indagó, centrándose ahora en su hermano menor.
Este arqueó una ceja al percibir la acusación implícita en su voz.
—Nadie encerró a nadie si es lo que estás preguntando.
Se sostuvieron la mirada durante unos segundos antes de que el sanador se convenciera de que no le mentía y finalmente se relajara.
—Todos nos portamos bien con ella —medió Ezequiel con calma.
Volvió a mirarla. Algo le molestaba. Su preocupación era evidente.
—¿Qué pasa, nena?
—No, nada —se apresuró a decir—. Es solo que... No puedo dejar de temblar.
—Es por el estrés —intervino Alma—. A mí me pasó lo mismo. Ahora que todo pasó, que por fin te aflojaste, tu cuerpo busca liberar la tensión acumulada de alguna manera.
La chica asintió.
—Sí, debe ser por eso.
—Bueno, todo está bien ahora. No hay nada de qué preocuparse —declaró Rafael al tiempo que tomaba sus manos entre las suyas con ternura.
Al instante, una suave y titilante luz emanó de la unión de estas. Todos sonrieron, excepto Jeremías que frunció el ceño.
—Dejanos verlas —ordenó con brusquedad. Quería comprobar que el efecto en él había sido el que esperaban.
Los hermanos intercambiaron una mirada. No necesitaron preguntarle a qué se refería. Sabían bien lo que estaba pidiendo.
Rafael apretó con suavidad las manos de Luna antes de soltarlas y caminó hasta el centro de la habitación. Inspiró profundo y con una brusca sacudida, desplegó sus alas.
Ambas mujeres jadearon, maravilladas, al ver el blanco y brillante plumaje que se extendía ante ellas. Ezequiel, por su parte, asintió con una mezcla de orgullo y alivio en sus ojos. Jeremías, por otro lado, se mantuvo imperturbable. Si bien estaba feliz por él, por haber encontrado, al igual que el líder, la redención que tanto anhelaba, también era consciente de que eso abría, aún más, los interrogantes. Si no se trataba de magia, ¿entonces qué era lo que iniciaba el cambio? El amor, pensaban ellos, pero para él tenía que ver con algo mucho más profundo que eso. Algo antiguo y ancestral que no llegaban a comprender.
—Ahora sí sos mi ángel vengador —susurró Luna, de pronto, llamando su atención. Lo miraba embelesada, lágrimas colmando sus ojos.
El sanador volteó hacia ella nada más oírla y con una sonrisa seductora, avanzó despacio en su dirección.
—Soy lo que vos quieras, nena —ronroneó contra su oreja, haciéndola estremecer.
—Creo que nosotros mejor nos vamos —dijo Alma con complicidad, tirando del brazo de Ezequiel para instarlo a salir con ella.
Jeremías no tardó en seguirlos. Tenía mucho que investigar antes de ir de caza. Porque sí, eso era justamente lo que haría a continuación. Los rastrearía y cazaría, uno a uno, hasta encontrar al verdadero enemigo. Sus hermanos se habían convertido en ángeles y no deseaba exponerlos más de lo que ya lo hacían con cada misión de la rebelión. Ahora, recaía sobre él la responsabilidad de acabar con la amenaza sobre su familia. Demonio o movimiento, acabaría con el maldito aniquilador de una vez por todas.
Estaba cerrando la puerta cuando giró la cabeza hacia atrás y miró por encima de su hombro a la pareja. Rafael envolvía con sus brazos a la chica mientras devoraba sus labios con notable vehemencia. Por un momento, tan solo un momento, sintió una punzada de celos, pero apartó el extraño sentimiento tan pronto como surgió en su mente. Estaba solo y esa era una realidad que no podía, ni deseaba, negar; pero tampoco iba a perder el tiempo reflexionando al respecto.
Simplemente no valía la pena desear algo que sabía que jamás conseguiría. Él nunca experimentaría algo así y cuanto antes se convenciera de ello, mejor. Era demasiado tosco e intimidante, incluso para las mujeres de su especie y, más importante aún, había una profunda oscuridad en su interior, mucho más vasta y amplia que la de sus hermanos, lo cual, estaba seguro, le impedía desarrollar sentimientos tan profundos.
El único amor que había sentido alguna vez era hacia ellos y nadie más. Bueno, por supuesto también quería a Alma, quien le había brindado un maravilloso sobrino por el que moriría sin dudarlo para protegerlo si tuviese que hacerlo, y probablemente lo mismo sucedería con Luna y los hijos que ella y su hermano tuviesen. Sin embargo, sabía que no podía amar nunca a una mujer del modo en el que Ezequiel o Rafael lo hacían. Siempre lo había sabido y jamás significó ningún problema para él. ¿Por qué entonces empezaba a sentirse inquieto?
Negó con la cabeza y con un resoplido, se alejó en dirección a su habitación. No tenía sentido que le diera más vueltas al asunto. Tenía cosas más importantes en las que ocuparse y el tiempo se le escurría de las manos. Debía encontrar a su padre cuanto antes y descubrir si él era el responsable que manejaba los hilos a la distancia de los ataques contra Ezequiel en el pasado y Rafael recientemente. En cuanto lo hiciera, entonces, no dudaría. Lo mataría con sus propias manos, lo despellejaría delante de todos sus súbditos y arrasaría con todo a su paso.
Luego de varias semanas, las cosas parecieron volver a calmarse. Luna se incorporó rápidamente a las rutinas de la casa, compartiendo las tardes con Alma y David mientras Rafael se ocupaba, junto a sus hermanos, de planificar cada una de las misiones para que los diferentes equipos de la rebelión pudieran llevarlas cabo sin contratiempos. Si bien dar con el aniquilador era la mayor prioridad, no iban a descuidar el trabajo diario. Los humanos los necesitaban.
La influencia demoníaca sobre la humanidad se hacía cada vez más fuerte y ellos eran los únicos capaces de detenerlos. Los ángeles se habían ido hacía mucho tiempo para no volver, por lo que, sin el cuidado de los guías y la temeridad de los guerreros, pronto reinaría el caos sobre la Tierra y entonces, todo estaría perdido. No podían permitirlo. Ninguno de los tres estaba dispuesto a dejar que eso pasara.
Cuando llegaba la noche, se amaban con ansia y desesperación. Nunca parecían tener suficiente el uno del otro y tocarse se había vuelto una necesidad para ellos. Era tal la pasión que los embargaba cada vez que estaban juntos que, en ocasiones, debían recordarse a sí mismos que no estaban solos en la casa. Él no recordaba haber estado tan feliz en toda su existencia y ella sentía que por fin pertenecía a un lugar. Solo a su lado estaba completa como nunca creyó que lo haría.
Aun así, había una sombra en su corazón que la atormentaba desde el día en el que la transición de su ángel comenzó. Un sueño, confuso y repetitivo, que no dejaba de invadir sus noches. Sabía que debía comentárselo a él, hablarle de las imágenes que no cejaban de importunarla, apareciendo en su mente una y otra vez, pero no deseaba preocuparlo más. Ya tenía suficiente carga sobre sus hombros y no quería sumarle sus inquietudes. Toda su vida había tenido sueños extraños y la mayoría de ellos no significaban nada. Debería estar acostumbrada ya. Sin embargo, no encontraba aún la forma de olvidarse de este en particular.
Sentada en el piso sobre la alfombra del amplio living, Alma y ella jugaban con David, apilando bloques con la intención de construir un enorme castillo. Los hombres se encontraban, desde hacía horas, en la sala de reuniones y todavía no habían terminado. Había habido una serie de ataques violentos y simultáneos en diferentes zonas y estaban trabajando en conjunto con los jefes de cada una de ellas para seguir el rastro de los responsables.
Ninguna jamás los interrumpía. Sabían que, por seguridad, no debían hacerlo. A menos, claro, que estuviesen en peligro, lo cual Ezequiel sentiría al instante de todos modos; o que hubiese una invasión demoníaca, que Jeremías, sin duda, advertiría incluso antes de que pusieran un pie en la casa; o que tuviesen heridas de gravedad y necesitaran la inmediata intervención de Rafael. Si nada de eso pasaba, entonces tenían que esperar. No importaba que los miembros de la rebelión fuesen aliados, lo mejor era que nadie supiera de ellas.
—¿Estás bien? —preguntó Alma de pronto, sacando a Luna bruscamente de sus pensamientos.
—Sí. No dormí muy bien anoche, eso es todo —respondió, esbozando una débil sonrisa.
La joven madre suspiró.
—Puede que no tenga el poder de Ezequiel para leer la mente o percibir emociones, pero sé que algo te pasa. ¿Acaso no confiás en mí? —insistió a la vez que colocó una mano sobre la de ella.
—Por supuesto que sí. ¿Qué clase de pregunta es esa?
—Entonces decime lo que te preocupa.
Luna lo meditó por un momento. Tal vez si lo hablaba con alguien podía librarse de aquel martirio que empezaba a enloquecerla. Apoyó la espalda contra el respaldo del largo sofá y dejó salir el aire que había retenido en sus pulmones sin siquiera darse cuenta.
—Hace días que tengo el mismo sueño y no puedo sacármelo de la cabeza.
Alma estaba al tanto de sus visiones, por lo que se tensó al oírla.
—¿Una premonición?
—Definitivamente se siente como una, pero entonces veo cosas del pasado y eso me hace dudar. —Notó que fruncía el ceño, confundida. Exhaló y se tomó un momento para elegir las palabras correctas—. Empieza siempre del mismo modo, con una mujer embarazada, en pleno trabajo de parto. No le veo la cara, solo su cuerpo, más precisamente el vientre, duro y abultado. Siento que sufre y está muy débil, al borde de la muerte. Y hay un hombre a su lado, aunque no lo es en realidad, tiene un aura luminosa a su alrededor, resplandeciente.
—Un ángel —se animó a suponer.
Luna asintió.
—Lo veo poner sus manos sobre ella mientras recita una especie de letanía que no puedo entender y entonces una brillante y enceguecedora luz comienza a salir de sus palmas, extendiéndose hacia todos lados. Para cuando todo vuelve a aplacarse, él ya no está y en su lugar aparece un bebé, una niña, con ojos verdes y cabello colorado. Soy yo, lo sé. No tengo fotos de mi infancia, así que no puedo aseverarlo, pero soy yo, siento como si me estuviese viendo a mí misma.
—Quizás sea un augurio —tranquilizó Alma—. Tal vez estás viendo a tu hija y esas manos sean las de Rafael. Después de todo, es sanador, sus palmas suelen iluminarse de ese modo. ¿Ya lo hablaste con él? Es obvio que esto te inquieta y si se lo comentaras... —Se detuvo al verla negar con la cabeza.
—No eran sus manos. Él no usa anillos y estas tienen uno grande y dorado con la letra M.
Hubo un breve silencio.
—Eso es raro —reconoció, sintiéndose de pronto nerviosa.
—Sí, pero lo más extraño, y te juro que se me pone la piel de gallina de solo contártelo, es lo que escucho cada vez que despierto. Es tan solo un susurro, el murmullo de una grave y profunda voz; sin embargo, sé que son las palabras del ángel que no alcancé a oír en el sueño. —Antes de que pudiera preguntarle cuales eran, prosiguió—: "Que el amor de tu corazón y la pureza de tu alma guíen al hijo perdido de regreso a la luz".
Ambas se estremecieron cuando, nada más terminar, una suave brisa sopló alrededor de ellas, acariciándolas con ternura.
Casi al instante, Rafael y Ezequiel irrumpieron en la sala, colocándose uno a cada lado mientras que Jeremías alzaba las manos y comenzaba a trazar símbolos de protección en el aire.
—¿Qué es? —inquirió el líder con expresión dura, dispuesto a sacar a su familia de allí en un instante si fuese necesario.
Pero el hechicero no respondió. Estaba demasiado concentrado escaneando la misteriosa y poderosa energía que, un momento antes, había surgido de la nada, poniéndoles a todos los vellos de punta. Solo le llevó un par de minutos confirmar que lo que fuese que acababan de percibir no representaba ningún peligro. Aun así, su cuerpo no se relajó del todo. Sentía que algo se le estaba escapando y lo frustraba no saber qué.
—No detecto magia —anunció, tenso.
—Eso es imposible. Todos lo sentimos —cuestionó el sanador, inquieto.
Este lo miró de forma aterradora.
—Lo que sea que hayamos sentido no es magia —repitió con brusquedad—. Tampoco percibo presencias demoníacas.
—¿Rafael? —preguntó Luna, preocupada por la tensión que podía ver en todos ellos.
Este se arrodillo a su lado y la tomó de las manos en un gesto tranquilizador.
—Todo está bien, no tengas miedo.
—¿Qué sucedió, pequeña? —preguntó Ezequiel con cautela. No quería asustarlas, pero necesitaba saber qué carajo había pasado—. Los tres percibimos una energía fuerte y poderosa en el mismo momento en el que pude sentir sus emociones, una mezcla de temor y sorpresa.
Ellas intercambiaron una mirada. También lo habían percibido. Sin embargo, antes de que alguna pudiera decir algo, las palmas del sanador comenzaron a resplandecer.
Rafael, impelido por un inesperado impulso, colocó las manos sobre el vientre de Luna. Solo entonces, oyó el fuerte y vigoroso latido de una nueva vida creciendo en su interior. Al instante, la buscó con la mirada, sus ojos llenos de lágrimas.
—Estás embarazada, mi amor —susurró con voz quebrada.
Ella abrió grande los ojos ante aquel sorpresivo anuncio y cubrió sus grandes manos con las suyas, más pequeñas y temblorosas.
—¿Lo estoy?
Él asintió y una hermosa sonrisa asomó en su rostro.
Desde su transformación, durante el día había estado ocupado con las misiones, interviniendo cuando era necesario y planificando cada operativo. También había ayudado a Jeremías en su encarnada búsqueda del responsable de los ataques en su contra, especialmente de quien dio la orden de utilizarla para poder dar con él. Y por las noches, se dedicaba a hacerle el amor, cediendo a la intensa necesidad que ambos experimentaban y que iba más allá de lo físico. Había estado tan inmerso en lo que sucedía afuera, que no prestó atención a las señales, pero allí estaban ahora, justo frente a él y no podía sentirse más feliz.
Cuando la luz de sus palmas se hizo más intensa, se apresuró a apartarlas por temor a lastimarla. Entonces, se sacudió hacia atrás, invadido por una violenta y repentina visión que, por alguna extraña razón, fue capaz de compartir con el resto de su familia, como si se hubiese abierto un canal entre ellos y transmitiese con exactitud las imágenes que surgían en su mente.
Ante sus ojos volvió a contemplar aquel vientre redondo que había visto en sus visiones. Lo cubrían unas grandes manos masculinas que llevaban un misterioso anillo con la letra M grabada en él. Al instante, otra imagen se sumó y se mezcló con la suya. Pertenecía a Luna, a un sueño. De alguna manera, estas se conectaban. Era el rostro de un bebé de ojos verdes y cabello rojo, una niña hermosa y radiante, muy parecida a ella. De pronto, oyó el suave batir de unas alas al tiempo que un imponente ser de luz entregaba un don, un importante mensaje, una profecía por cumplir.
Las palabras del ángel todavía resonaban en su cabeza cuando la abrupta e inesperada visión terminó. Agitado, miró a cada uno, sintiéndose por completo abrumado por lo que acababa de descubrir. Ahora entendía a quién pertenecían esas manos que había visto antes en otra premonición y más importante aún, de qué se trataba esta. No hablaba del futuro, sino del pasado, del origen de la conexión entre él y Luna, de un destino forjado desde el vientre materno por el mismísimo arcángel Miguel para llevarlo de regreso al camino de la luz. Él era el hijo perdido y ella, quien lo llevaría a la salvación.
—También lo vieron —afirmó más que preguntó.
—Todo —respondió Ezequiel, sorprendido y aturdido en partes iguales.
No hubo necesidad de más explicaciones. Todo estaba claro.
Había algo divino dentro de ellos, siempre lo había habido, y por esa razón nunca se sintieron a gusto entre los suyos. Una luz, alojada en lo más profundo de sus almas, sin que lo supieran siquiera, que los había mantenido a flote entre tanta oscuridad. Y esa misma luz fue la que los condujo a ellas para que potenciaran sus dones y liberarlos así de la oscuridad.
Luna y él compartían el don de la clarividencia y sus visiones se complementaban una a la otra, como acababan de experimentar. Alma y Ezequiel, por otro lado, tenían una conexión mental y emocional que les permitía comunicarse sin necesidad de hablar.
Era la unión amorosa con sus mujeres, probablemente en el momento exacto en el que una nueva vida comenzaba a gestarse, la que desencadenaba el cambio, permitiéndoles regresar a la luz, de donde, por lo visto, provenían. Sus compañeras eran la pieza clave para que la transición tuviese lugar. Ahora comprendía por qué la visión que había tenido de la luna de sangre le advirtió que en ella encontraría no solo su más preciado tesoro, sino también su salvación.
—Solo falta tu cambio para que la profecía finalmente esté cumplida —anunció Rafael con los ojos fijos en los del hechicero.
—¿Me estás diciendo que debo encontrar una mujer para poder salvarme? —inquirió con incredulidad.
No estaba seguro de cómo debía reaccionar.
—No una mujer, hermano. Tu mujer —remarcó Ezequiel.
—¡Eso es absurdo! —exclamó, tenso—. Solo porque ustedes... No creo que... Yo no... ¡Carajo, tiene que haber un error! —Se sacudió el cabello de forma nerviosa.
El líder arqueó una ceja al oír la desesperación en su voz. Era la primera vez que el fiero guerrero se mostraba tan afectado. Rafael, por su parte, esbozó una enorme y burlona sonrisa. Su hermano parecía estar a punto de ahogarse, lo cual le pareció de lo más curioso y divertido.
—Vos también merecés ser feliz —continuó Ezequiel, consciente de la soledad que pesaba sobre él—. ¿De verdad no querés encontrar una compañera con quien tener la posibilidad de conectarte a un nivel más profundo e íntimo? ¿Experimentar el verdadero amor y ansiarla con cada fibra de tu ser a cada segundo del día?
Jeremías lo miró como si le acabasen de salir tres cabezas.
—¡Dios, no! —espetó, horrorizado.
—Oh, cómo voy a disfrutar cuando llegue ese momento —agregó el sanador reprimiendo, sin mucho éxito, la risa.
—Ese momento no va a llegar nunca —siseó—. ¡Y la profecía puede irse a la mierda!
Y sin más, se marchó.
A nadie le sorprendió la brusca reacción. Jeremías siempre había sido arisco y gruñón, le gustaba controlarlo todo y cuando algo se le iba de las manos, se enfurecía. Lo que ninguno sabía era que en el fondo se sentía asustado. Para él la idea de que alguien pudiera amarlo era inconcebible simplemente porque no creía que fuera capaz de librarse de la oscuridad que había en su alma.
En un claro intento por darles privacidad, Ezequiel y Alma se apresuraron a retirarse también, llevándose a su pequeño hijo con ellos.
Nada más quedarse solos, la mirada de Rafael se enlazó con la de Luna, advirtiendo al instante el anhelo que brillaba en sus ojos. Sonrió. Estaba seguro de que los suyos reflejaban lo mismo. La noticia del embarazo lo había alegrado como ninguna otra cosa jamás y en ese momento, lo único que deseaba era llevarla a su habitación, tenderla en su cama y demostrarle, una y otra vez, la felicidad que lo embargaba.
Su mujer debió adivinar lo que pensaba ya que, devolviéndole la sonrisa, extendió una mano hacia él, en una clara y sensual invitación. La tomó sin dudarlo. Siempre lo haría. Gracias a ella había conseguido el tan anhelado cambio y había dejado de ser un demonio para volverse el ángel de sus sueños. Ella lo salvó de sí mismo y lo libró de la horrible y pesada oscuridad y ahora le estaba dando el mejor regalo: una familia.
—Te amo, nena —le dijo, acunando su rostro entre sus manos.
—Yo también te amo —respondió, por completo enamorada—. Ahora, llevame a la habitación y demostrame cuánto.
Él sonrió con picardía a la vez que la alzó en brazos.
—Como dije antes, tus deseos son órdenes para mí.
La risa de Luna caldeó el cuerpo de Rafael, del mismo modo que su amor ya lo había hecho en cada rincón de su alma.
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Solo queda el epílogo y esta historia se termina...
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