Un Brindis Por tu Cabeza


Esa noche no cenó.
Tenía el estómago revuelto. El cuerpo decapitado de Faris aún palpitaba fresco en su retina.
El aroma a sangre impregnaba sus manos y eso que ni siquiera había tocado el hacha que le cortó la cabeza al inocente.

Sí. Creía que era inocente. Pero con los soldados del sequito de su padre sirviéndole de guardias, y probablemente de espías que informaban todo a Yetrovitch, no podía mostrarse dócil ante la sentencia.

La bandeja con comida inundaba la habitación con aromas deliciosos, y un cuenco con fruta fresca aguardaba sobre la mesa arrinconada contra la ventana.
Pero no podía comer. No, cuando desde aquella habitación, que solía pertenecer a su padre, se veía la desolación que se cernía sobre el Capitolio.

El edificio, que se veía desde la ventana, era demasiado majestuoso en comparación al palacio, pero también era más pequeño. Se alargaba por toda la calle principal de Somersand, la capital de Pravel, y se ocultaba bajo enormes paredes blancas de mármol. Un diseño de grietas grises y plateadas decoraba toda la fachada, y, dispuestos en posiciones simétricas y calculadas, unos picos blancos y puntiagudos se alzaban reflejando el sol pálido con pomposidad. Cada pico bordeaba las paredes, las que le daban el aspecto cuadrado y restringido al edificio. Y en el centro, donde se suponía había un parque privado, se alzaba una cúpula de cristal.

Kastan hizo un gesto con la boca, mostrando los dientes con asco, y tiró de un cordel cerrando las cortinas.

Mientras Yenna y sus secuaces políticos hablaban en el interior del Capitolio sobre cómo no repartir lo que les quedaba de Oro Rojo a los más necesitados, afuera, los asentamientos y campamentos comenzaban a abarcar las calles que, años atrás, habían estado repletas de vida.

¿Cuánto faltaba para que se alzara todo Pravel en contra de él como soberano?

Amethyst tenía razón. Él era el rey, pero quienes gobernaban eran las tres Aristas más importantes de la sociedad: El Banco, la Iglesia y el Capitolio.

Él solo debía verse bien portando una corona, dar discursos políticamente correctos y entusiastas, y saludar con la mano como si no supiera mover los dedos cuando se paseaba en carruaje.

Él era un parche, un monigote que servía para el espectáculo. Ningún guardia o soldado respondería por él si se alzaba contra Yetrovitch. Porque nadie confiaba en él.

Era un rey de cartón.

Su mandato no significaba nada. Si el país se alzaba en una guerra, a quien buscarían primero, sería a él.

Era la carnada perfecta.

Comenzaba a dudar que su padre se hubiese suicidado. Tal vez era más fácil quitarlo del camino y que pareciera un accidente.

Se volvió a agarrar el anillo que colgaba de su cuello y se lo llevó a los labios.

—Si tan solo estuvieras aquí... —susurró con tristeza.

Cuando se escucharon golpes en la puerta, cerró los ojos con pesadumbre. No quería ver a nadie.

—Largo.

Los engranajes crujieron.

—¿Lo dices en serio? Y yo que te traje algo para subir tu ánimo.

Kastan se giró con rapidez. Remy había entrado sin siquiera concederle el permiso. Pero así había sido toda la vida, y en aquel momento, no le iba a negar la entrada.

El Capitán de la Guardia le sonrió animosamente. Llevaba en sus manos dos botellas medianas de licor rojo y brillante: Drukast.
Tal vez de su colección privada.

Kastan se acercó. Se sentía mucho más como él mismo cuando estaba rodeado de gente que lo conocía, amigos en los que de verdad confiaba.

Remy le pasó una botella. Nada de copas ni de vasos. Y ambos se sentaron en el suelo, a los pies de la enorme cama de dosel rojo, mientras abrían las botellas.

Las chocaron y bebió un gran sorbo de golpe. Tosió con fuerza y se limpió la boca con la manga de aquella costosa chaqueta bermellón que le había pertenecido a su padre.

—A tu salud —rió Remy. Kastan apoyó la cabeza en la cama.

Con el Capitán eran amigos desde niños, aunque el otro le superaba por algunos años. Era robusto, tenía la piel muy oscura y los ojos azules. Cuando eran pequeños, Remy solía llevar el pelo rizado, pero ya de soldado, le habían obligado a deshacerse de toda su cabellera. Ahora, delante de él, tenía a un hombre al que realmente le iba el título.

Remy Pavel podía comandar a todo el ejército con solo chasquear los dedos. Para Kastan, era la única esperanza que le iba quedando para poder tener a los soldados de su lado, aunque era sabido que algunos lo odiaban por ser un huérfano refugiado de Rogha. No obstante, las medallas en la pechera y las hombreras doradas eran tan respetadas como la corona.

Se suponía.

Al menos funcionaban por el momento para mantener a Remy a la cabeza del ejército.

—Me siento como la mierda —le confesó. Remy bebió de su botella.

—Así me sentí la primera vez que disparé un rifle.

—¿Mataste a un inocente sin querer? —inquirió con agudeza. Remy apretó los labios.

—No. Era un ensayo. Sabes que los entrenamientos son para enfrentar a las bestias.

—Entonces no lo sabes.

Volvió a beber y ambos quedaron en silencio.

—No seas tan duro contigo mismo. Estabas actuando frente a Yetrovitch.

—Si Vionne me hubiera visto se habría decepcionado tanto —susurró bebiendo otro sorbo de la botella—. Soy el rey, debería aponerme del lado de los necesitados. ¿Por qué hago justamente lo que el viejo quiere?

—Porque eres nuevo en esto, y, aunque no te guste, sabes que tiene más poder que tú —le soltó la verdad de golpe. Pensarlo o creerlo era una cosa, pero que se lo admitieran solo lo hacía sentirse más miserable—. Yetrovitch tiene el apoyo de Pontia Vetra, el de los feligreses y el de las Aristas —resopló bebiendo—. Al lado de ellos, el resto del país son solo moscas hambrientas.

—Son miles que no están de acuerdo con esa consigna —Kastan enterró la cabeza entre las rodillas, cansado y abatido. Tuvo que apretar los ojos para dejar de ver la cabeza de Faris rodar ante ellos.

Se demoraría demasiado en borrar la imagen de su mente, si es que alguna vez ocurría.

—Miles que no aportan nada al reinado, según las Aristas, no yo —Remy hizo una mueca desdeñosa—. Mientras haya un porcentaje que siga viviendo de las regalías del Oro, los demás son solo estorbos.

—Maté un hombre que tenía hambre y era padre de un recién nacido —Kastan alzó la cabeza con las pocas fuerzas que le quedaban para sostenerla en alto—. Su mujer está en prisión por haber agredido de una patada al guardia que se la llevó al pabellón. Yetrovitch quiere que le dicte sentencia y espera que sea igual de disciplinada que la del marido. ¿Crees que preguntó por el bebé? —sus ojos oscuros se aguaron—. Dijo que era una boca menos que alimentar. Mientras menos se reproduzcan, mejor. Sentenció a la criatura a morir.

—Despídelo —le propuso su amigo alzándose de hombros—. ¿Cuánto lleva el viejo en el poder del Pabellón y a la cabeza de la Iglesia? Desde antes que Essio, ¿le has visto las arrugas?

Kastan arrugó el ceño y dibujó una mueca agria.

—Puede tener más de cien años, fue la mano derecha de mi abuelo —resopló—. Estoy seguro que tiene alguna fuente de la juventud escondida en algún lugar.

—Sangre de inocentes —dramatizó Remy. Kastan alzó la botella, brindando.

—Lo peor es que podría ser posible.

Ambos comenzaron a reír solo para no llorar. Un poco de distención entre tanta amargura. Remy siempre conseguía hacerle olvidar los problemas aunque fuera por un segundo.

Lamentablemente, aquellas instancias no siempre perduraban, y la sonrisa solía esfumarse de sus labios cuando volvía a recordar a Vionne.
Sumando a eso todo lo que había ocurrido esa mañana, comenzaba a sospechar que no dormiría nada esa noche.

Los tres siempre andaban juntos. De haber estado Vionne con vida, se la podía imaginar sentada a un lado de ellos bebiendo e insultando a las Aristas como tanto le gustaba. Por supuesto, gracias a ella no se habría dictado la sentencia, y Faris habría estado libre de cargos.
Así que esa instancia no hubiese sido de lamentos sino que de celebración por haberse salido con la suya al salvar a un pobre inocente.
Vionne tenía más agallas que él y todos los poderes juntos. Habría detenido al verdugo con un fuerte y claro discurso que incluso Yetrovitch habría acatado sin chistar.

Sí. Habría sido una esplendida reina. La mejor.

Su sonrisa se apagó, se llevó la botella a la boca y bebió mucho de un solo trago. Remy le palmeó el hombro.

—¿Quieres que te deje solo?

—No —le pidió apoyando los brazos en las rodillas, sus ojos se perdieron sobre el diseño de la alfombra. El atardecer comenzaba a desvanecerse dando entrada a la noche. La habitación cada vez se hundía más en la penumbra—. Nunca he dejado de pensar en que todo lo que ha ocurrido es mi culpa.

Remy negó con la cabeza.

—Siempre pensarás eso aunque con Ame te digamos lo contrario. ¿Crees que ella no sufre? Perdió a su hermana. Fue bastante brutal lo que ocurrió en el Cruce, a todos nos afectó. Pero Vionne quería ir.

—Vionne siempre quiso ir a pesar de que se lo advertí —volvió a apoyar la cabeza al borde de la cama y contempló el techo abovedado y el dosel que cubría la estructura—. Ella fue porque yo no pude.

—¿Seguirás pensando en eso? —Remy carraspeó y se reacomodó sobre la alfombra—. Sabes que tu padre nunca te habría dejado ir a la expedición, eres el único heredero. Hasta él sabía que eras mejor tú que Yetrovitch en el trono —le pareció que quiso escucharse gracioso, pero no pudo reír—. Vionne se ofreció porque tenía esperanzas en ti. Ella se arriesgó a sabiendas que podía ocurrir algo terrible, y lo hizo para que tú no comprometieras tu vida.

—Nunca me perdonaré por haberla dejado marchar —se lamentó. Remy resopló

—¿Y crees que te habría escuchado? ¡Era Vionne! A la que única que le ponía atención era a Ame, y aún así, cruzó Stormhold. Lo hizo porque tenía esperanzas —luego suspiró con un lamento, e imitó su postura, apoyando la cabeza en el colchón—. Todo el país tenía las esperanzas puestas en ellos. Nadie cruzaba la montaña hace cien años.

—Y nadie la volverá a cruzar —se puso de pie con fuerza. Un mareo repentino lo invadió, pero logró mantener el equilibrio—. Buscaré un modo de salvar a Pravel sin tener que atravesar esa maldita montaña. No sé cómo, pero no perderé más vidas.

—¿Sabes qué harás con los asentamientos? —Remy alzó una ceja, Kastan desvió la vista hacia la ventana que tenía las cortinas cerradas—. Es a ellos a quienes hay que salvar. Para eso era la expedición.

—Haré lo que Vionne quería hacer desde el inicio, antes de partir —respondió pensativo—: Despediré a Ronan y colocaré a alguien apto para dirigir el banco, aunque el Este se venga encima. Hay que repartir las riquezas de alguna forma. Es lo que nos queda, porque no tenemos una fuente para sacar más Oro. O repartimos lo que hay, o seré el verdugo de todo un país que fallecerá de inanición.

—Y si no lo despides, al que le cortarán la cabeza será a ti cuando se alcen las castas.

—Exacto. De cualquier forma la gente me querrá ver muerto, así que sí, mejor intentar calmarlos a ellos primero. Después veré qué hacer con Pontia Vetra y Yetrovitch.

—A tu salud —brindó Remy alzando la botella—. Por tus últimos meses de vida.

Kastan rió desganado y alzó la suya. ¿Qué más podía perder si ya lo había perdido todo?

NOTAS

Segundo capítulo, breve, pero necesario para presentar a Remy y un poco del pasado de Kastan.
¿Qué le habrá ocurrido a Vionne? Pronto se sabrá.
¿Qué pasará con la cabeza de Kastan? ¿Se la dejarán puesta o tendrá tiempo de solucionar la guerra que se avecina antes que la gente clame por ella?
Espero sus apreciaciones.
¡Gracias por leer!
Kate.

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