El Reino que Está Muriendo
Essio de Ravenshare falleció producto del ataque de una serpiente cuando salió de caza. Buscaba ciervos, o, al menos, intentaba encontrar alguno, los que estaban casi extintos debido a la caza desmesurada por consecuencia de la hambruna. No alcanzó a divisar ni una sola huella cuando el reptil lo embistió por el costado, mordiendo su cuello.
La serpiente fue decapitada y esa semana cenaron su carne en el palacio. Pero Essio no había sobrevivido a la mordida.
Kastan se había transformado en rey de un momento a otro. No tuvo tiempo para procesarlo. Venía llegando de una fiesta en el condado de los Moros cuando recibió la noticia, ebrio y con la blusa abierta.
Al otro día tuvo que preceder la ceremonia por la muerte de su padre de quién ni siquiera se había despedido. No habían hablado los últimos días y de repente se vio envuelto en las labores reales de las que siempre había querido escapar.
Estaba seguro de que si Essio hubiera tenido que elegir un sucesor, no habría sido a él.
Pero ya estaba, era rey, y su primer trabajo fue condenar a un pobre diablo a perder la cabeza por robar a causa del hambre.
El hambre.
Pravel estaba cayendo en la pobreza extrema. Los condados habían comenzado a achicarse y a acercarse cada vez más hasta el Capitolio en busca de comida y oportunidades.
Se estaban agotando los recursos, casi no había materia prima para confeccionar ropa, los mercados de trueques se estaban volviendo una plaga, y las peleas por intercambiar cosas maltrechas por algunas de buena calidad dividían día tras día a una nación en la cual la pobreza estaba alcanzando un porcentaje crítico.
Las minas estaban cerrando, y los Intentores y mecánicos ya no tenían suficiente material para sostener los motores y confeccionar espejos de energía solar. Todo pasaba por reparación, pero sin piezas nuevas las cosas quedaban a medio camino.
Había una flota completa de barcazas aéreas que ya no estaban funcionando. Las personas comenzaron a trasladarse a través del acueducto bajo tierra en esquifes viejos a carbón que terminaban estancados a mitad del trayecto.
Essio le había dejado a Kastan un país agónico, y, además, debía condenar a los pobres que robaban por comida mientras él satisfacía su apetito con carne de serpiente, que era más dura que el corazón de su padre.
El reptil lo había atacado en las cercanías de Rogha, la zona colindante a Stormhold, la montaña maldita que los mantenía aislados del mundo exterior.
Si había algo más al otro lado no tenía cómo saberlo.
Y nunca lo sabría. El miedo de cruzar la frontera era más fuerte que morir de hambre.
Se encontraba de pie ante la gran ventana del salón de reuniones. Se había quitado la ropa negra y había vuelto a su tradicional atuendo de blusa y pantalón holgado. Las botas le llegaban hasta la rodilla, pero para estar en la reunión debía usar aquella chaqueta formal de color bermellón que le llegaba hasta el suelo. Por supuesto la usaba abierta, porque le asfixiaba abotonarla hasta el cuello.
Sus ojos oscuros estaban perdidos al otro lado de la ventana, al horizonte, donde una gran cadena montañosa se expandía de norte a sur, en cuyo centro, imponente y vigilante, se alzaba un enorme pico nevado de piedra oscura.
Sobre ella siempre había nubes sombrías.
Stormhold, la pesadilla de Pravel. La de sus antepasados. La de la gente.
Se llevó una mano al cuello y acarició una cadena de oro de la que colgaba un anillo. Respiró hondo y besó la piedra verde del aro plateado.
—¿Cómo pudiste? —Rugió Amethyst entrando a trompicones, azotando la puerta que llegaba hasta el techo. No podía siquiera mirarla—. ¡Mataste a un inocente!
—Sabes que no lo...
—¡Era inocente! ¡Si la gente muere de hambre es por culpa nuestra! ¡Es a nosotros a quienes deberían cortarnos la cabeza, no a las personas que están cayendo en la desesperación! ¡Somos nosotros los que debemos mantener la esperanza en el país! ¡Tú debes darle esperanza a la gente de que las cosas van a cambiar! ¿En qué te diferencia todo esto de tu padre? ¿Vas a ser igual? ¿Ignorarás los asentamientos en el Capitolio mientras comes serpiente gratinada?
Kastan se apretó los ojos.
—Mientras no sepa cómo controlar a Ronan, Yanna y a Yetrovitch, tengo que fingir que sigo las reglas.
Su amiga le golpeó el brazo.
—¡Eres el rey, maldita sea! ¡Puedes despedir a esos imbéciles si quieres! ¿Quiénes gobiernan, ellos o tú?
Kastan rió con amargura.
—Soy un rey colocado a la fuerza en un trono que no merezco y no quiero, la gente desconfía de mí, la reputación que me precede no es la mejor, y son justamente esos imbéciles los que mantienen al país funcionando. Si los despido, ¿a quiénes crees que acudirán los condados de Pontia Vetra? Se terminarán amotinando, y no creo que prefieras a Yetrovitch en el trono.
—No es necesario —espetó su amiga—, ya lo hace. Mientras sigas las leyes que propaga, quien tendrá el poder sobre la corona será él, aunque no lleve esta porquería en la cabeza —le indicó el aro de bronce que llevaba encajado justo al medio de la frente.
Kastan cerró los ojos con pesadumbre y soltó aire por la nariz.
—Si tu hermana estuviera aquí...
—¡Pero no está! Tienes que confiar en ti. ¡Tú eres el rey, te guste o no!
—Ella me habría dicho qué hacer.
Amethyst se llevó las manos a la cabeza con desesperación justo en el instante que se escucharon pasos en el pasillo. La muchacha bajó la voz pero mantuvo el tono duro.
—Vionne te habría dado una buena paliza después de ver cómo le cortas la cabeza a su gente por robar una puta gallina, Kastan.
—Majestad —Kastan se puso rígido. Yetrovitch entró altanero, arrastrando su enorme abrigo púrpura que parecía más bien un vestido anticuado, con las plumas del sombrero cayendo sobre sus ojos, desplazándose con elegancia sobre exagerada; un bastón de oro que no necesitaba acompañaba sus pasos.
Siempre se preguntaba cómo era que el cuerpo del anciano podía sostener el peso de tanta parafernalia. El Cardenal era muy delgado, sus pómulos sobresalían por encima de las mejillas hundidas, tenía la boca pequeña, la nariz ganchuda y los ojos demasiado juntos.
Sabía que era calvo, o que, por lo menos, le quedaba poco pelo, suponía que por eso usaba esos sombreros demasiado grandes para su cabeza.
—Cardenal —saludó Kastan con solemnidad, inclinando la barbilla.
—Y veo que nos acompañará Lady Falcore —el hombre hizo una pomposa reverencia, Amethyst apretó una sonrisa incómoda.
—Soy la mano derecha del rey, todos los asuntos reales pasan por mis manos antes que él las revise.
Yetrovitch la ignoró por completo y tomó asiento justo al lado izquierdo del asiento que le correspondía a Kastan, luego le sonrió diabólicamente a la muchacha.
—Lugar que le pertenecía a nuestra gloriosa Vionne —dijo con veneno, Kastan notó cómo el color de Amethyst desaparecía de su piel, que ya de por sí era muy blanca.
—Mi hermana estaría orgullosa de saber que lo ocupa alguien de confianza —le respondió ella con frialdad, tomando lugar frente al cardenal, por el costado derecho de la mesa.
Amethyst era mucho más joven que Vionne y Kastan, pero tenía gallardía, una lengua filosa y no se callaba nada. El nombre le calzaba a la perfección, en especial por aquellos ojos violetas que a ratos parecían azules y que contrastaban con la elegancia de su cabello negro y liso; el flequillo recto que enmarcaba sus cejas profundizaba aún más su mirada, volviéndola intimidante.
Yetrovitch no dijo nada, pero sostuvo la mueca burlona. Kastan tomó asiento en el lugar que le correspondía y que aún no se acostumbraba a usar.
Después de pasar años a la izquierda del rey, de repente estaba en la cabecera. Ni siquiera quería pensar en lo ridículo que se veía. No era ni la mínima parte de su padre, hablando en términos físicos. Essio había sido un hombre muy grande, tenía mucho pelo en la cabeza y la cara. A veces incluso le parecía asqueroso, la comida solía atorársele en la barba rizada y los perros le lamían las mejillas para quitarle los restos.
Por supuesto, nadie le decía nada por ser el rey.
Comparado con su padre, Kastan no se le parecía en nada. Había heredado los genes de su madre, la reina Apólita, quien había muerto cuando él tenía doce años producto de una neumonía.
El joven rey llevaba el pelo negro y desordenado, en la coronilla se le hacían picos, y por detrás, bajo las orejas, unas suaves ondas le barrían el cuello, lo que le otorgaba una apariencia mucho más jovial y fresca.
Era delgado, pero alto, y a diferencia de Essio, no llevaba la barba como nido de pájaros, sino que bien perfilada entre la nariz y el mentón.
Frente a él tenía un montón de papeles, pergaminos y artefactos mecánicos que no sabía para qué servían, pero con los que Amethyst parecía familiarizarse bien.
Su amiga se colocó un monóculo grueso en el ojo derecho, y, con una pluma que irradiaba una luz azul, comenzó a revisar meticulosamente cada papel que el cardenal había puesto ante ella.
Apenas tomó asiento, segundos después se escucharon ruidos en el pasillo, y por la puerta entraron el Director del Banco, Baptiste Ronan, cuyo bigote rojizo, largo y curvo parecía un gusano peludo bailándole sobre la boca, y la Primera Ministra, Yanna Drusel, que siempre llevaba el labial corrido por fuera de las líneas de los labios.
Le disgustaba que vistieran con las ropas de los Intentores solo por moda, porque ni Ronan ni Yanna sabían de mecánica. Estaba seguro que ni siquiera sabían cocer un huevo. Además, era inapropiado vestir así cuando ni siquiera pertenecían al gremio, era una burla para todos los reparadores que mantenían al país andando dentro de lo posible.
Se sentaron uno frente a otro después de hacerle una reverencia. Kastan miró a Yanna de reojo intentando comprender lo que tenía en la cabeza. No sabía si se había implantado una casa de pájaros o si se había estrellado contra un árbol —por la cantidad de ramas que sobresalían entre sus rizos rubios y desteñidos—.
Ronan se retiró los anteojos de bronce que usaban los aviadores navales y se los colocó en la cabeza. Por suerte, el banquero solía llevar su cabello cobrizo corto y bien peinado.
Kastan carraspeó y se puso de pie, intentando con todas sus fuerzas no poner atención al banquero y la ministra. Aunque le picaba la curiosidad por saber las razones por las que se vestían así. Probablemente de camino al palacio ya habían sumado enemigos por ridiculizar a los queridos Intentores.
—Tenemos que hablar sobre la sentencia de hoy... —comenzó, para olvidarse del nido de pájaros.
—Perfecta —dijo Ronan.
—Era lo que había que hacer —apoyó Yanna.
—Cumplió con la ley majestad, y es un gran paso para su reinado. La gente tiene que saber que las consecuencias y nuestras leyes no cambiarán con la muerte de nuestro querido Essio —interrumpió Yetrovitch.
—¿Un gran paso para el reinado? —Interrumpió Amethyst, furiosa—. En lugar de hablar sobre sentencias que cortan cabezas a los pobres que roban por hambre, mejor hablemos de esto —indicó un pergamino—. Fardhul, Evanost y Brenost están recibiendo refugiados de Somersand hace tres meses porque ya no tienen comida ni agua. ¿Es en serio? ¿Estamos castigando a los pobres con la muerte por culpa de la ineptitud del Capitolio?
Yanna la miró escandalizada.
—Creo que es una exageración que...
—¿Exageración? —Exclamó su amiga—. ¿Quién maneja la economía de Pravel? —Acusó con sus ojos violetas, brillantes de furia—. ¿Qué está ocurriendo con los insumos? ¿Por qué la gente está muriendo de hambre? El sur está migrando al norte y en poco tiempo más tendremos al Oeste intentando encontrar refugio en la capital. Ya hay asentamientos. Los robos suben cada día. Hay niños muriendo de hambre, familias completas desfalleciendo bajo los puentes. No hay trabajos, materia prima, comida... ¿Y el castigo cuando roban una gallina es cortarles la cabeza?
—Ame... —Advirtió Kastan. Yanna y Ronan tenían los labios fruncidos, pero Yetrovitch miraba a su amiga como si él mismo quisiera cortarle la cabeza—. Soy consciente que la situación es crítica y lo de hoy no quiero que se vuelva a repetir —dijo con énfasis, el cardenal achicó sus labios con desaprobación—. Así que, ¿cómo impedimos que sigan los robos? ¿Qué ocurre con el Oro Rojo? ¿No se puede repartir? ¿Y las minas? ¿Y las reservas?
Ronan se removió incomodo.
—Las minas se están quedado sin material, Majestad. Hace cinco años que venimos explotando los túneles de Rogha, pero los mineros no quieren arriesgarse a encontrar algún pasaje que los lleve a las bestias. Están demasiado cerca de Stormhold.
Kastan parpadeó, perplejo.
—¿Me estás diciendo que no tenemos una fuente de Oro confiable? —Exclamó—. ¿Y cómo tendremos energía? Sin el Oro Rojo...
—Lo sabemos —asintió Ronan cabizbajo, casi que avergonzado, el bigote arqueado que le besaba el mentón cual candado, se sacudió—. Sin energía nos tendremos que valer de los espejos solares viejos y los Intentores...
—Están sin insumos para repararlos —terminó Yanna con el mentón inclinado, no quería hacer contacto visual—. No van a durar más de algunos meses.
Kastan se sentó de golpe en la silla.
Pravel estaba muriendo. ¿Qué había hecho Essio? ¿Y si el infeliz se había dejado matar a propósito? Era más digno morir cazando que suicidarse. O moría como cobarde o como víctima.
—¿Por qué yo no sabía esto? —Susurró llevándose una mano a los ojos.
—Porque no está actualizado en los informes —respondió Amethyst, abatida—. En ninguno, de hecho.
—Pero, ¿por qué? —Insistió él—. ¿Fue decisión de mi padre?
Le sorprendió escuchar a Yetrovitch tomar la palabra.
—De hecho, sí —el anciano alzó el mentón. No lo miró cuando respondió—: Pravel está llegando a su fin, alteza, y Essio lo sabía. Su plan era condensar en zonas específicas lo que nos va quedando. Ya no se puede sostener a todo el país. Llegó el momento de elegir quién queda adentro de la repartición y quién fuera. Y si para eso debe cortar cabezas... tendrá que hacerlo.
NOTAS
Primer capítulo.
Acabamos de conocer un poco más en profundidad a Kastan, a Amathyst y a las cabezas de las Aristas.
¿Ya ven más o menos por dónde va la historia?
¿Qué tendrá que ver la montaña de Stormhold en todo esto?
¡Espero que les haya gustado!
Y ya saben, si les gusta, no olviden difundir.
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