7. Decepcionada
7. Decepcionada.
20 de mayo 1998
El resto del día lo perdí dando vueltas en mi Audi, hasta altas horas. Repasando una y otra vez nuestra conversación.
Aunque no lo quiera aceptar, a pesar de los consejos de Gerard de no dejarme arrastrar por las emociones, terminé aquí, en la madrugada, frente a su puerta.
Definitivamente, todavía me queda mucho por aprender.
Pero no lo haré hoy.
Golpeo la madera y espero hasta que escucho del otro lado cómo se abre la puerta.
—¿Steve? ¿Qué haces aquí?
Se ve la desorientación en sus ojos aletargados por el sueño del que la arranqué.
Ni siquiera yo estoy seguro de qué responderle.
Viste un delicado camisón corto de seda negra, dejando sus extensas piernas al desnudo, provocando a la bestia en mí que lleva tres semanas sin probar dulces femeninos.
Mi cuerpo reacciona antes que mi cerebro y me abalanzo sobre ella, agarrándola del culo y alzándola sobre mí para que rodee sus piernas en mi cintura.
Es obediente, o será la sorpresa de mi ataque, pero me aprieta con fuerza. Con deseo contenido.
Sólo nos miramos a los ojos, sin emitir palabra y nos desplazo hasta la cama, dejándonos caer sobre el mullido colchón, haciéndonos rebotar levemente y donde sábanas revueltas nos reciben.
Nuestras narices se rozan, nuestros alientos se acarician y cuando la veo con la intención de descontar ese mísero centímetro que nos separa, dos palabras se desbordan de manera contundente.
—Sin beso —exijo.
Un beso sólo desataría algo que ya no puedo aceptar en mí.
—¿Qué? ¿Por qué? —susurra decepcionada.
La entiendo. También lo estoy por ello.
Y aunque no sé por qué me salió esa orden, siento en lo más hondo de mi interior, que es una decisión correcta.
—Sin beso —repito—. No puedo Madison.
Es en ese momento donde comprendo que a pesar de la distancia, del tiempo y de mi reciente frialdad, mi amiga sigue estando allí y comprende que le estoy suplicando ayuda.
Contención.
De una manera peculiar.
Asiente y aferra sus largas extremidades todavía más contra mi cadera, encerrándome entre ellas y frotándose contra mi creciente erección.
Gruño y respondo presionándola con perversión y enterrando mi cara en el hueco de su cuello, donde clavo mis dientes provocando un quejido largo y sensual. Luego lamo para bajar el ardor.
Gime y ladea su cabeza para darme más acceso a su piel, y avanzo en mi tardía conquista a punta de besos, mordiscos y lamidas.
Mis manos magrean sus reducidos senos sobre la tela de seda, la cual está arremolinada en su cintura. Su minúscula ropa interior de encaje queda visible.
Deslizo mis dedos hasta el elástico y cosquilleo todo su borde, amenazando con invadir su intimidad. Mi yema traviesa se pasea por encima de la prenda, tanteando la cremosidad que la atraviesa.
Me da su consentimiento cuando eleva su cadera con desespero y obedezco de inmediato deslizando a un lado el pedazo de tela, encontrándome con su perfectamente depilado coño. Dejo que mis manos se encarguen de jugar entre sus pliegues de arriba abajo, torturando a su sensible e hinchado botón. Lo baño con su humedad ya más que notoria y tironeo de él, para luego hacer círculos viciosos apretándolo con mi pulgar.
—¡Ah! ¡Oh mi Dios! ¡Sí, sí, sí!
Esta es una película que muchas veces imaginé, pero es mejor de lo que creía. Madison se retuerce con mi tacto, dándome un delicioso espectáculo que agranda mi polla dolorosamente.
Meto mi dedo índice ante sus súplicas y se arquea en respuesta, cerrando con fuerza sus párpados. Doblo mis falanges formando un gancho para alcanzar ese punto exacto que las vuelve locas.
El bendito punto G.
Sumo un segundo dedo. Maniobro con experticia, dándole una clase de baile interno que la tiene retorciéndose, aferrándose a mis cabellos mientras mi cabeza está entre sus tetas.
En tanto mi mano sigue con su castigo, mi boca hace la suya, pellizcando sus duros pezones con mis dientes y mojando la tela que aún la cubre, usando mi palma libre para atender su pecho ignorado.
Introduzco ahora tres dedos que se bañan con su desastre. Sacudo mi mano, metiendo y sacando mis extremidades, una y otra vez, cada vez más rápido. Cambiando el sentido de mis movimientos, sorprendiéndola con ellos.
Sus gritos aumentan, lo que me hace acelerar más el ritmo, sintiéndola próxima a su clímax.
—Vamos Madison, córrete para mí —ordeno con mi boca en el valle de sus senos—. Empápame la mano.
Así lo hace. Pega un alarido cuando expulsa su néctar y sus músculos internos laten contra mis dedos aún enterrados, acariciando en círculos su cálida cavidad.
—Maldición, Steve —jadea, llevando una mano a su frente y abriendo sus ojos cuyas pupilas se ven dilatadas por el placer—. Realmente, eres el chico de los dedos de oro.
—¿Qué dices?
Suelta una corta risa.
—Era lo que se decía en la universidad. Las chicas hablamos, ¿sabes? Y tus amiguitas —eso sonó con sarcasmo—, siempre elogiaban tus dedos. Y por ser el chico de oro, los apodaron así: los dedos de oro.
Quisiera reír como lo hubiera hecho semanas atrás. Pero nada sale de mí, más que una mueca que muere en una media sonrisa.
Prefiero no pensar y en cambio, vuelvo a ensartar mis dedos, golpeando su pubis con mi palma.
—Oh, joder, sí —lloriquea con los ojos cerrados otra vez.
La temperatura aumenta y la necesidad de tenernos desnudos acompaña.
Se deja maniobrar cuando me desprendo de ella y me dedico a quitarle las dos prendas que lleva.
Lo hago con desespero primitivo, porque, aunque ella era mi fantasía, sólo siento necesidad ahora. Ya no hay cimientos para el amor.
Es algo que me tiene perturbado. Que sólo mi cuerpo esté disfrutando, mientras que mi alma parece ida.
Me siento seco emocionalmente.
Dejo de lado mi malestar y me concentro en su figura blanca iluminada por la luz de la luna que entra por la ventana. El faro nocturno resalta su palidez y apenas se notan sus lunares que me sé de memoria.
Recorro cada rincón, acariciándola con mis ojos, satisfecho con lo que veo.
A pesar de sus reducidas medidas, son atractivas.
—Desnúdate tú también, Steve. Muéstrame lo que tienes.
—Me has visto en bañador en las competencias de natación —le recuerdo.
—Quiero más, quiero todo.
Me tenso, recordando nuestra discusión anterior.
No Madison. No puedes tenerlo.
Espero que sólo hayan sido palabras lanzadas en el calor del sexo y esté hablando de mi verga.
Decido autoconvencerme y prosigo con su pedido.
Me levanto, quedando a los pies de la cama, en el suelo.
Ella se incorpora a medias, apoyándose en sus codos. Lame sus labios en expectativa, cuando poco a poco voy eliminando las capas de ropa.
Mi corbata y el saco habían desaparecido en mi coche.
Me quito la camisa y los zapatos los siguen.
Sus ojos recorren mis relieves y mi V con hambruna hasta que noto su desconcierto y los gestos de su rostro delatan tensión.
Llevo mi mirada a su objetivo y enseguida mi mano cubre mi reciente herida y mi torso marcado por varios golpes violáceos.
—No es nada —contesto a su muda pregunta—. Una estupidez me atravesó y los impactos fueron por entrenar. —Arquea una ceja cuestionándome—. Boxeo. Empecé boxeo —invento.
—No digas eso. Parece grave.
—Pues no lo es. Estoy bien Madison —espeto, zanjando el tema.
Suelto mi cinturón de cuero y aflojo el pantalón, hasta dejarlo caer al suelo, recapturando su atención en mi enorme erección que se perfila en el bóxer, sobresaliendo su punta brillante. Me la aprieto y su jadeo me asegura que la tengo devuelta en la escena.
Termino de quitarme el último estorbo y me bebo la mirada delirante de mi próxima y ansiada conquista, que no puede despegar sus orbes de mi potente virilidad.
—Eso... Steve —jadea—. No va a entrar en mí. Vas a partirme al medio —parece asustada.
Y así, damas y caballeros, es como el ego de un hombre se agranda.
Al igual que mi pene, que se hincha con orgullo y se sacude emocionado.
—Así es Madison. Voy a partirte al medio. Y te va a encantar.
—Arrogante —dice enronquecida.
Me inclino hacia el pantalón caído para tomar del bolsillo trasero un previsorio preservativo.
Apoyo mis rodillas en la cama y gateo hacia la pelinegra que no ha quitado sus ojos oscurecidos de mi polla, agitando su respiración.
Todo su cuerpo me desafía a gritos a que la folle duro, cumpliendo con mi amenaza.
Se abre de piernas para recibirme y contemplo por unos segundos esa rosada flor que tantas veces había soñado, debatiéndome en si atacarlo a mordidas o directamente con mi falo. Y lo que descubro es otra señal de que parte de mí ha desaparecido.
No tengo hambre de su coño, a pesar de lo apetecible y jugoso que se ve. No entiendo por qué. Como si tener mi cabeza metida entre sus piernas me dejara en una posición vulnerable que no puedo aceptar.
Lo sé.
Estoy siendo melodramático.
Recomponiéndome al escuchar mi nombre salir de sus labios, refriego el glande ardiente en su entrada —apartando de mi cerebro embrutecido mi estúpido impedimento—, llevando todo mi cuerpo sobre el suyo, dominándola para obligarla a quedar con su espalda apoyada en el colchón.
Recargo mi peso sobre un antebrazo ubicado a un lado de su cabeza.
Mi otra mano se deleita con la suavidad de su piel al rozar el contorno de su seno. Mi vista cae sobre el otro, cuyo pezón está erguido y desciendo para probar el apetitoso bocado.
—Carajo —masculla cuando aprieto con mis dientes ese pequeño retazo de sensible carne. Descubro para mi placer un minúsculo lunar cerca de su pezón.
Tironeo y un nuevo gritito rebota desde su garganta.
Saco mi lengua y dibujo la figura de la aureola rosada, aliviando el escozor. Mi boca se abre y engullo la manzana que siempre quise probar.
Tanto tiempo imaginando cómo sería esto, el gusto de su piel o el borrar a lengüetazos sus lunares, para no sentir más que... lujuria.
No he dejado de balancear mi cadera contra la de Madison, que responde con sus piernas enredadas a mí y sus talones clavados en mis glúteos.
El glande chorrea con mi líquido preseminal y siento sus fluidos caer de su coño. Está tan lista para mí, que mi ansioso e hinchado pene duele de tan grande y caliente que está.
—¡Métemela de una vez, Steve! —exige.
La contradigo alejándome y sus ojos celestes destellan de rabia, pero se aplacan cuando comprende mi motivo.
Tomó el paquete de aluminio y lo abro con mis dientes.
Una de mis manos sube y baja por toda mi longitud, y la veo contener el aire ante mi provocación. Paso el pulgar por mi cabeza esparciendo mi lubricante natural y eso hace que su mano viaje a su centro para darse un poco de placer.
Mete sus dedos, haciendo ruido de salpicadura por su orgasmo anterior, y yo la recompenso bombeando con más fuerza.
—Joder —gruño.
Esto está siendo una puta maravilla.
Me enfundo en el látex y le quito su atrevida mano del camino.
—Ahora, te voy a llenar de verdad, Madison. Te daré tan fuerte, por tanto tiempo, que creerás que es imposible que sea real. Y mañana cuando no puedas caminar, recordarás lo que te hice.
—Al menos, no has dejado de ser el mismo engreído de siempre.
—No soy engreído si me baso en experiencia sustentada por hechos.
—Imbécil.
—Un imbécil con una verga enorme que temes que no te entre, pero tranquila, te la daré toda, hasta los testículos.
—Serás...
No la dejo replicar. Me entierro en ella de una sola estocada y gozo con su aullido. Está tan mojada que fue como deslizarme en un guante.
Me detengo esperando a que se amolde a mi tamaño y lentamente, empiezo a mecerme. Sus uñas se entierran en mis hombros, mientras que yo lo hago en ella.
Sus ojos vuelven a estar cerrados y lo agradezco. No quiero ver algo más que lujuria en ellos. Sigo los vaivenes de nuestras anatomías acopladas.
Su cabello revuelto, sus tetas bailando y su cabeza echada hacia atrás, con la boca abierta, gimiendo sin parar.
Clavo más profundo mi elemento, llegando a tocar con mis bolas su culo.
—Mierda, vas a perforarme el útero. Pero sigue. ¡No te detengas o te corto la polla!
Saco ante su amenaza lo que tanto quiere y me deleito con su molestia al lanzarme llamaradas desde sus orbes.
Vuelvo a embestir con más violencia, haciéndola sacudirse hacia arriba, golpeando su cabeza en el cabezal acolchado de la cama.
No le importa, porque vuelve a cerrar los ojos y a decir vulgaridades mientras entro y salgo enajenado de su coño chorreante.
Voy cada vez más rápido, más profundo. Hago círculos con mi pelvis que la hacen lloriquear entre gritos.
Nuestros cuerpos están húmedos, nuestros jadeos aumentan y el choque de nuestras pelvis suena fabuloso entre las paredes de la habitación.
Mis cabellos han vuelto a ser un desastre, cayendo sobre mi frente y pegándose a la piel transpirada. Gotas caen sobre Madison, que está igual que yo tras extensos minutos de salvajes embistes.
Bajo hasta pegarme a su cuerpo y nos embadurnamos en nuestro sudor. Nos frotamos.
Ella muerde mi cuello, y yo hago lo mismo, avanzando hasta el límite de su entidad.
—PU.TA MA.DRE. Sí, sí... más... ¡Quiero más! ¡Dame más rápido Steve Sharpe!
Decido obedecer.
Con una pequeña alteración.
Me alejo levemente de ella para tomar su pierna derecha y colgarla de mi hombro izquierdo. Ahora sé que me siente más profundamente.
Mi ego se inflama una vez más cuando abre los ojos, dejándolos en blanco ante el cambio de ángulo. Lo está disfrutando.
Las embestidas son frenéticas. Entro y salgo, apretando su muslo elevado.
En mi vientre comienza a formarse mi orgasmo y puedo sentir lo mismo en ella.
Acelero, dando todo lo que me queda al ver la línea de meta tan cerca.
Presiono los músculos de mi culo al encorvarme y penetrarla todavía más.
Cuatro empujes más y mi chorro sale expulsado acompañado de un rugido agónico.
Soy ordeñado con fuerza descomunal por los músculos vaginales. Me aprieta y eso me provoca a dar dos estocadas más. Lentas y perezosas, dejando todo en el condón.
Siento sus paredes internas palpitar contra mí.
Me dejo ir. Por completo.
Libero su pierna que cae pesada y me deslizo a su lado.
—Regresaré a la universidad —declaro al regresar a la cama tras unos minutos en que aprovecho para limpiarme y desechar el látex cargado.
Quedamos separados bajo las sábanas.
Toda intimidad desapareció entre nosotros. Se percibe como haber terminado el último capítulo de un libro.
Un cierre.
—Eso es bueno. Y algún día, retomarás tus sueños.
—No. Eso murió para mí. Cumpliré con mi meta de finalizar mis estudios, pero mi camino está trazado hacia otra dirección.
Se sienta, empuñando la tela contra su pecho. Está enfadada.
Como no tengo ganas de un enfrentamiento, me siento dándole la espalda y apoyando mis pies en el suelo alfombrado.
—¿Qué mierda es esa? ¡Tú puedes elegir!
—No. ¡No lo entiendes! —A la mierda mi calma. Me pongo de pie y me volteo para verla con el cabello revuelto y la piel que queda expuesta mostrando rastros rojos de mi necesidad sobre ella. Su expresión es de sorpresa y decepción. Otra vez le grito en menos de veinticuatro horas, cuando nunca antes lo había hecho—. ¡Alguien más eligió por mí al quitarme a mis padres! Mi madre murió y mi padre, además de perder al amor de su vida, no podrá estar nunca más a cargo de su adorada empresa. La responsabilidad recae en mí.
—Nunca ibas a tomar el lugar de tu padre. ¿Por qué ahora sí? ¿Por qué no buscas el reemplazo que eventualmente iba a ocupar el cargo?
—Porque todo se jodió. Porque hoy no hay nadie que lo merezca.
—Pero algún día podrás hallarlo. Y tú retomar...
—¡Basta Madison! —Aprieto mis puños a cada lado de mí—. Déjalo como está. Te fuiste, ya no tienes derecho a meterte en mi vida. Ya no eres parte de lo que me rodea.
Lo jodí.
Lo sé cuándo sus ojos se abren por completo y se cargan de llanto contenido. No es una mujer de lágrimas, pero acabo de ser un cabrón insensible. Aun así, sabe contenerlas.
—Eres un cabrón de mierda —confirma lo que pensé—. ¿Te metes entre mis piernas y ahora me dices esa jodida basura? ¿Te quitaste las ganas de mí? ¿Cómo a una cualquiera que desechas?
—¿Y tú? —contraataco, enterrándome más. Sólo que ya no es en su coño, sino en mi propia mierda—. Disfrutaste de mis dedos de oro —provoco—. Y ahora te irás otra vez con Edward. Linda, ambos disfrutamos sabiendo que no habría nada más.
Y todo se va al infierno.
Ella se levanta enrollada en la sábana y eleva su voz.
—¡Te dije que no había nada entre Edward y yo! Es a ti a quien... es de ti de quien lo quiero todo.
—Y te respondí que no tengo nada para darte. Salvo sexo. Tómalo si quieres.
—¡Vete! Definitivamente, no eres el Steve Sharpe que conozco. Mi amigo. No un hombre que me trata como a una zorra. —Su mandíbula se aprieta—. Tu madre estaría tan decepcionada de ti.
Lleva la mano a su boca al darse cuenta de que acaba de cometer un grave error.
El silencio es asfixiante a nuestro alrededor.
Quiero moverme. Irme de allí, pero no puedo. Mis pies se anclaron al suelo y mis ojos a ella, que menea la cabeza intentando hallar las palabras de disculpa que no llegan.
Ni las habrá. Porque no existen suficientes para ocultar lo que dijo.
—Yo... lo sien...
—Cállate —le corto—. Fue suficiente.
No grito. Mi tono duro y gélido es más terminante que cualquier grito. Me meto en mis bóxers y pantalones y tomo el resto para colocármelo afuera. Siento náuseas y ahogo. Necesito salir de aquí urgentemente.
Percibo a Madison removerse a mi alrededor hasta posarse delante mío, impidiendo mi huida.
La miro a los ojos y sé que ve frialdad. Ni siquiera puedo sentir rabia.
—No, Steve. De verdad, lo siento. No quise...
—Nos hemos quitado las ganas, Madison. Listo. Nunca más volverás a verme. Nuestra amistad termina aquí y ahora.
Veo gruesas gotas correr por su mejilla, pero la compasión desapareció en mí.
La dejo sola, sollozando cuando cierro la puerta detrás de mí. Me calzo lo que falta y me alejo de la única chica a la que quise.
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