5. Cenizas y venganza
5. Cenizas y venganza.
2 de mayo de 1998
Veo mi reflejo deformado entre las rajaduras del espejo y lo que hallo es un sujeto que no reconozco en lo absoluto.
Viste de traje negro, camisa blanca y corbata igual de oscura, dejando de lado la ropa informal que habitualmente cubre su alto y atlético cuerpo.
Hasta sus ojos azules profundos parecen hechos de petróleo el día de hoy.
Lleva el pelo rubio, lacio y crecido perfectamente peinado hacia atrás y la barba ha desaparecido de su piel bronceada.
Sólo tengo una cáscara frente a mí, que me devuelve una mirada vacía.
Los golpes en la puerta de mi habitación en la universidad me apartan de mi visión y con desgana, arrastro mis pies enfundados en zapatos negros de calidad, haciendo ruido con la suela al pisar los objetos destruidos que decoran la superficie. Tomo de uno de los pocos muebles intactos la rosa negra como el carbón —y como mi corazón—, y abro la puerta que no deja de ser sacudida.
Al abrirla, me topo con dos pares de ojos. Los chocolates de mi mejor amigo, que me barren con una patética lástima, y los grises del compañero de mi padre, que se detienen en la flor en mi mano.
Ambos miran por encima de mi hombro y es Edward el que expresa lo que estoy seguro, los dos gritaron mentalmente.
—¡¿Pero qué mierda ocurrió aquí dentro?! ¡Parece como si un huracán hubiera sacudido tu habitación!
Es cierto. Ayer, cuando me regresaron los restos calcinados de mi madre sin más investigación forense que arrojase algo sobre su caso, perdí la cabeza. Decepcionado, enfurecido y dolido por tanta negligencia, grité, arrojé y golpeé todo lo que hallé en mi camino.
—Edward... —la voz sosegada y con el mismo acento inglés le pone el bozal que necesito—. No es momento de escándalos. Centrémonos hoy en despedir a una buena mujer.
—Vamos —mascullo sin más, pasando entre sus cuerpos.
Camino por el campus, ignorando los ojos fijos en mí, hasta que una voz me detiene al decir mi nombre. Por un simple instante, hasta que reconozco al chico. No dejo que hable cuando escupo lo que tengo trabado en mi garganta.
—¿Sigues pensando que mi vida es una jodida maravilla? —repito sus palabras de hace cuatro días atrás con rabia.
Sus ojos verdes a través del cristal de sus gafas se abren desmesuradamente y su balbuceo sólo me hace voltear mis ojos y proseguir con mi trayecto hacia el vehículo que espera en la acera.
***
No pude hablar. No más de unas pocas palabras que salieron torpes, sintiéndose insuficientes para honrar la vida de mi madre. O para calmar la tortura de mis entrañas.
Todo me pareció una pesadilla que ni cuenta me di cuándo finalizó, dejando el lugar donde se llevó a cabo el deprimente evento vacío de todos aquellos que vinieron a dar su último adiós. Un numeroso grupo de compañeros de trabajo, amigos e importantes sujetos de los medios, que pasaban a mi lado dándome sentidas condolencias y palmadas en mi hombro.
Una estupidez, porque ella ya no está aquí para escucharnos.
Ni sus palabras pueden darme consuelo.
Ahora, estoy esperando por sus cenizas tras su cremación. Para llevarlas, aún no sé bien adónde.
Siento una mano afirmarse en mi hombro y reconozco el perfume masculino.
—Fue una buena despedida.
—¿Existe eso en una situación así? ¿Cuándo no debería haber todavía motivos para dejar ir a alguien? ¿Una persona que merecía mucho por lo cual vivir?
—Lo siento muchacho.
Un silencio pesado cae entre nosotros dos.
De refilón, veo cómo remueve algo desde el interior de su saco y descubre ante mí una fotografía y un pequeño papel adherido con unos datos. Parece ser un nombre y una dirección.
La imagen muestra un rostro de mirada afilada, dura y siniestra, entrando a un pequeño negocio que por lo visto, pareciera ser una tienda de empeños.
El calor en mi estómago asciende a mi pecho y el latir de mi corazón se acelera al punto de golpear con dureza cada rincón de mi anatomía. Mi cabeza arde y mis ojos pican. Asciendo la vista hacia el maduro inglés, que tiene sus ojos sobre mí y la mandíbula rígida.
—¿Es lo que creo? ¿Es quién creo que es? —pregunto ansioso. No responde y eso para mí es suficiente—. ¿Cómo obtuviste esta fotografía?
—Mi contacto.
—Entonces saben que no fue un accidente.
—No han confirmado nada.
—¿Y por qué carajos piensan que este es el culpable? —regreso mi atención a todo lo que veo, memorizando cada rastro.
—Porque en esta casa de empeño trató de vender un reloj que, aunque infructuosamente borró su dedicatoria, fue reconocido por ser de tu madre.
—El reloj que mi padre le regaló por su aniversario. ¿Cómo sabían que faltaba?
—No lo sabían. Pero una joya como esta, con un grabado tachado, llamó la atención. El ladrón tuvo la mala suerte de caer en esta casa de empeño que suele dar información a la policía.
—Entonces, estarán yendo a por él —murmuro en un hilo de voz.
No me da satisfacción saber que será apresado. Necesito que sufra lo que mi padre y yo sufrimos.
—No lo han encontrado todavía. Aunque sé que suele aparecerse en un bar. Este de aquí —señala otra foto.
Mi mente captura cada gramo de información.
Mi teléfono suena justo cuando veo al hombre de la funeraria acercarse con una urna.
Sus cenizas.
Mi estómago se retuerce al saber que en ese frágil recipiente están los restos de la mujer más importante de mi vida, y que no merecía morir.
Por un puto reloj.
Contesto el teléfono automáticamente, dejando que sea Gerard el encargado de capturar la vasija.
—Steve, cariño —la voz de Beatrice suena alterada—. Tu padre... tienes que venir de inmediato.
Salgo corriendo sin dudarlo, seguido del inglés que entendió mi apremio.
—¿Qué pasó Beatrice? Dime ya, qué ocurrió.
—Él... —solloza y mis nervios están por hacerme colapsar. Ingresamos de un salto en el coche de la empresa y Gerard, en un atinado acierto, indica la dirección del hospital—. Él acaba de despertar.
***
4 de mayo 1998
Espero en las sombras del callejón a la puta escoria que me quitó lo que más amaba. Y a mi padre.
Rememoro el momento más difícil que tuve que vivir dos días atrás —o el segundo—, cuando mi padre, con voz rota y rasposa por los días en coma, enfocó sus ojos vidriosos y perdidos en mí, preguntando por la razón de su existencia.
Sólo lloré, hundiendo mi cabeza en su regazo, sintiendo su fría mano acariciar mis cabellos, consolándome cuando debería ser yo el que lo hiciera por él. Ese tacto me hizo apretar mis puños contra la sábana, deseando borrar este horrible sueño. Despertar para encontrar en la cocina de casa a mis padres desayunando, con risas y besos traviesos.
Supo que la había perdido sin tener que escuchar que la voz saliera de mi garganta. Y lloró él también. En silencio y con ojos cerrados.
Fue el momento en que todo cambió en mí.
Después de largas horas de mutua compañía —porque sólo eso hacíamos, sin ser capaces de hallar alivio alguno—, me alejé cuando mi padre regresó al mundo de la inconsciencia, gracias a los fármacos que le aplicaban.
Al salir, una resolución había ido creciendo en mi interior.
Resolución que estaba por ejecutar en esa noche.
Bajo mi mirada hacia el objeto que obtuve de manera ilegal por uno de esos estudiantes capaces de todo por dinero, bajo total anonimato por parte de ambos. Un arma —una 9 mm—, que pesa demasiado en mi mano derecha. No por su masa, sino por su condena. Una condena que todavía no sé bien para quién es.
Si para él.
O para mí.
Pero no me echaré atrás.
Necesito verlo a los ojos y quitarle la luz que él le robó a mi madre.
El momento llega cuando veo su sombra caminar por la oscuridad de la estrecha calle trasera del bar donde estuvo bebiendo.
El miedo, la furia y la sed de venganza hacen un cóctel molotov en mi pecho, y mi cabeza inicia un baile desenfrenado, latiendo en mis sienes.
Lo veo tambalear, por lo que imagino que carga con varias copas encima. Me vale una mierda si está ebrio.
Salgo de mi escondite con mi arma en mano y el idiota se detiene. Inspecciona el elemento que brilla con el reflejo de la luz del único farol, y luego a mí. Y le debo de haber parecido un pendejo patético, vestido con ropas de marca exclusiva en un barrio pobre, porque se echa a reír a carcajadas.
—Creo que te has equivocado, ricachón. Debería ser yo el que te robe a punta de pistola. No te preocupes, eso lo podremos solucionar en unos segundos.
—Asesino —siseo entre dientes con mi quijada apretada—. De aquí no saldrás con vida.
—¿Ah sí? ¿Y tú serás mi verdugo?
—Así como tú lo fuiste de mi madre.
Una ráfaga de confusión surca su rostro marcado por la vida. Debe de tener unos treinta años mal llevados por la dentadura amarillenta que se dibujó al burlarse. Su contextura física es algo musculosa en los brazos y hombros, aunque su barriga se marca debajo de la camiseta sucia que lleva.
Descuento la distancia entre nosotros, y el muy cabrón ni se mosquea. Parece seguro de sí mismo y eso me enfada más.
—¿Vas a matarme a sangre fría, niñato? —se mofa.
—Es lo que merece una mierda como tú. Aunque una bala sería demasiado desperdicio. Y un castigo rápido y sin dolor.
—No sé quién mierda eres o lo que buscas, ni quién era tu madre —se encoge de hombros, resignado—. Pero un ricachón no me asusta. Y la muerte, menos. La he visto muchas veces a la cara. En cambio tú, tú no tienes idea de lo que es pelear por una mísera moneda.
—No me das lástima. Sólo asco.
—Y tú, eres un cobarde detrás de un arma.
—Tienes razón —acepto. Dejo caer la pistola a un lado, cediéndole paso a mi estúpido orgullo, sin saber que lo lamentaré—. No quiero un disparo. Quiero verte caer con mis puños.
—Al menos, dime el nombre del idiota al que llevaré a la tumba. Porque muchacho, de esta no sales con vida.
—Tal vez, pero te llevaré conmigo por lo que le hiciste a ella.
No dejo que hable más cuando abre su boca con gesto de reproche y me abalanzo sobre él con mis puños en alto. Necesito aplacar mi dolor con mi cuerpo.
Pocas veces me he tenido que pelear a mano limpia —por no decir que prácticamente desconozco lo que es eso, salvo en juegos de boxeo entre amigos—, así que, en cuestión de unos cuantos guantazos, tengo el cuerpo dolorido y el muy hijo de puta apenas tiene un roce en su mejilla de mi primer lanzamiento.
Aun así, no cedo. Lucho con todo lo que tengo, logrando al menos proteger mi rostro.
Es entonces, que de la nada, siento una puntada de extremo dolor en mi región abdominal, del lado izquierdo. Me tambaleo varios pasos atrás, llevando mi mano a la zona resentida y mi mano se empapa de algo viscoso y oscuro.
Sangre.
Mis ojos se cruzan con los de mi adversario, que sujeta una navaja en su mano derecha.
—¿Creíste que sería una pelea limpia? —ríe y yo siento que mis fuerzas buscan abandonarme—. En las calles, eso no existe. Cada uno vela por sí mismo.
Capturo la energía que la adrenalina lleva por mi sangre y el valor que cargo todavía en mi sistema y aúllo contra el asesino de mi madre.
La sorpresa se vuelve mi aliada y antes que reaccione, lo tengo del brazo y agradezco una de las pocas lecciones que Gerard me dio de pequeño y ejecuto una palanca de defensa personal que rompe con la articulación de su codo, escuchando el ruido del metal al chocar con el frío pavimento.
Las tornas han cambiado y lo tengo por fin a mi merced. Cae arrodillado, desgarrando su garganta a gritos, que espero sean ignorados en este barrio perdido de Dios. Sin demora, tomo la navaja y desde atrás, sin titubeos o remordimientos, paso el filo por su cuello, de lado a lado.
Desconozco qué se posesionó de mí.
—Esto es por Audrey Callen, hijo de puta. Y mi nombre, es Steve Sharpe.
Veo caer el cuerpo inerte al suelo, en medio de un charco de sangre que se va agrandando y es cuando la adrenalina desaparece.
Mis pasos torpes me llevan hacia atrás sin poder controlarlos y me desplomo contra unos grandes contenedores de basura, golpeando mi espalda. Mi mano se presiona en mi herida y poco a poco, todo a mi alrededor se va poniendo negro.
—Lo hice mamá —arrastro las palabras, desviando mis ojos al cielo nocturno, aunque no creo en la vida después de la muerte. Tampoco lo hacía ella. Aun así, tengo que desahogarme—. Lo siento mamá. Papá —me voy apagando—. No debía acabar aquí, pero tenía que hacerlo. Lo hice por ambos.
Mis párpados pesan y cuando creo que mi cuerpo se va a desplomar, una mano firme me atrapa. A punto de caer en la inconsciencia, reconozco el perfil del soldado inglés cuando me toma en sus brazos y siento ser cargado.
—¿Gerard? —Mi voz suena torpe y me cuesta mantenerme despierto—. ¿Qué haces...?
Nada.
Me desvanezco y la oscuridad me envuelve.
¿Es mi final?
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