4. Desamparado

4. Desamparado.

28 de abril 1998 (continúa)

Corría por los pasillos del hospital en búsqueda de la puta habitación, ignorando los reclamos de enfermeros y doctores.

Sentía mi sangre bombear con violencia y un pitido ensordecedor palpitaba en mis oídos.

Mi pecho ardía pidiendo oxígeno y mi sudor empapaba mi camiseta con cada gota que resbalaba por mi espalda.

Cuando la esquiva puerta numerada apareció ante mí, me abalance sobre el picaporte, entrando con torpeza a la habitación que apestaba a desinfectante, quedándome helado frente a la escena terrorífica que me quedaría grabada en la retina para siempre.

Mi padre. 

El hombre que era mi ejemplo. 

Fuerte, inteligente, divertido y sagaz. Estaba postrado en una jodida cama, con cables conectados a su cuerpo lleno de heridas y vendajes.

Ni siquiera podía respirar por su cuenta sin la máquina que en esos momentos agradecía a quien la hubiera inventado.

Como un niño asustado, di unos cobardes pasos hasta llegar al cuerpo inerte. 

Mi mente dudaba, pero mi mano necesitada capturó la de mi padre antes siquiera elaborada la orden, sintiéndola fría y seca.

—Papá, por favor —sollocé, sentándome en una silla a su lado—. Debes despertar. No puedes dejarme. Te necesito —apreté con más fuerza esa gran mano que tantas veces me había sostenido, deseando lograr traerlo al mundo de los vivos.

Si alguien viera mi estampa, podría tildarme de débil y llorica. Pero no me importaba. Le lloraría y suplicaría a quien fuera porque mi padre volviera a mí.

Y ni siquiera sabía qué había sido de mi madre.

Beatrice no pudo decirme —o no quiso ser ella la mensajera de lo que imaginaba sería una noticia aún más devastadora—, al respecto de la salud de mi progenitora.

Y los doctores todavía no hacían acto de presencia para comunicarme lo que ocurría.


Estuve horas sentado con la cabeza gacha, perdido tras las funestas palabras de los doctores y policías que habían hablado conmigo.

<<Lo sentimos mucho, muchacho, pero tu madre no sobrevivió>>

Casi vomito cuando el impacto de esa frase golpeó cada fibra de mi ser. Tuve que sentarme en una de esas duras sillas plásticas del pasillo donde había sido esta desagradable e insensible conversación.

Todo lo demás, está borroso en mi memoria.

Algo sobre una investigación que llevaban a cabo en casa.

No sé qué carajo más dijeron.

Yo sólo repetía:

<<Tu madre no sobrevivió>>.

Como un espectro, agradecí —al menos, eso creo, aunque no sé bien qué agradezco ni por qué—, al oficial y me interné otra vez en la habitación de mi padre.

¿Cómo mierda le diré a este hombre que se desvivía por su mujer que ella ha muerto? ¿Cómo sostendré los pedazos de su corazón destrozado, cuando ni siquiera yo puedo hacerlo por el mío?

Sentado en la misma posición, retomé mi postura apretando la mano de papá.

Las lágrimas quieren salir, pero se contienen. Y no es por mi fuerza de voluntad, porque en este momento, no tengo energía ni para parpadear. Simplemente quedaron atascadas en mis ojos.

Me siento solo.

Como un niño perdido en un parque. Sin comprender lo que sucede a mi alrededor y sin nadie que venga a mi rescate.

Estoy desamparado ante lo que la vida me está jugando.


Todavía hay luz en la habitación entrando por la ventana, pero no la percibo, sumido en mi estado catártico.

La puerta se abre y espero que sea alguna enfermera.

Sin embargo, es una alta figura finamente trajeada la que se presenta. Mi mirada choca con sus ojos grises que están clavado en la devastadora imagen comatosa de mi padre.

Sé que Gerard Brighton fue soldado inglés y que debe haber visto cientos de situaciones así, pero el dolor que transmite su rostro me indica que no estaba preparado para esto.

—Gerard —murmuro con voz rota, asimilando que su presencia era la que inconscientemente clamaba a mi lado. 

Me pongo de pie y en segundos ambos acortamos la distancia fundiéndonos en un abrazo agónico.

Es cuando me desmorono y lloro.

Lo que no pude llorar antes ahora se desborda ahogándome entre hipidos y gimoteos incomprensibles. Las lágrimas parecen no acabarse nunca.


No sé cuánto tiempo pasa, pero los firmes brazos de Gerard me sostuvieron todo este tiempo, hasta que algo de ligereza le sigue a mi llanto y me suelto, comprobando que dejé su traje costoso completamente mojado y pegoteado.

Sorbo por la nariz y limpio como un niño todo rastro de mi desastre con el dorso de mi mano.

Me toma por los hombros sin siquiera echarle un vistazo a mi resultado. 

—Steve, muchacho. Tomé un jet privado en cuanto me enteré.

—¿Cómo...?

—Beatrice. Supo que necesitarías apoyo y no dudó en llamarme.

—Esa mujer...

—Sí, piensa en todo. Y te adora. Estaba preocupada.

Camina conmigo junto a la cama de papá. Le toma la mano y lo contempla, recorriendo lo que queda del hombre imponente que era. 

—¿Qué fue lo que ocurrió? Trice no pudo explicarme.

—La verdad, no tengo idea de qué fue lo que el oficial dijo. Creo que todavía no saben. Deben estar investigando en casa.

Una urgencia emerge en mí y vuelvo mis ojos al hombre que siempre parece conocer a todo el mundo.

—Gerry, sé que tienes contactos en la policía. Vayamos a casa. Necesito ver con mis propios ojos lo que ocurrió.

Nunca dejará de sorprenderme este hombre. Cualquiera habría abierto los ojos conmocionado ante mi pedido, pero el maduro sujeto de elegante estampa me mira como si esperase eso.

Aunque su respuesta no es lo que creí que diría.

—No lo creo conveniente, muchacho. No habrá nada bueno y sólo removerás el dolor.

Sonaba como si él mismo temiera contemplar la escena.

—Iré contigo o sin ti —espeto firmemente—. Puedes acompañarme o quedarte con papá. De hecho, hazlo. Por si despierta.

Mi tono es grave y sé que di en la tecla de su orgullo de caballero cuando suelto mis siguientes palabras.

—Posiblemente, sea mucho para ti. Ya no eres tan joven como antes. No serías el acompañante adecuado para mí.

—Eres un irrespetuoso. No creas que no sé lo que estás haciendo —arquea una ceja del mismo color entrecano de su cabello—. Vamos mocoso.

Por primera vez en horas, sonrío ante mi resultado.

Pero enseguida desaparece de un plumazo al recordar que estoy yendo hacia el lugar que acabó con la vida de mi madre y tiene a mi padre en jaque en una puta cama de hospital.


Usamos el mismo chofer que me había llevado al hospital, dejando a Beatrice en la sala de espera, por las dudas de que haya novedades.

Gerard hace sus llamadas para lograr darnos luz verde a mi casa.

Suena irónico, pero en estos instantes, en los que estamos arribando, compruebo que parece un campo de guerra en uno de los lados de la propiedad. El de la cocina.

Bajo enseguida del vehículo, antes de que frene completamente y me quedo pasmado ante lo que veo.

Del lado destrozado todo está negro. Los cristales de la ventana salpicados por el suelo con carteles amarillos enumerados por todos lados.

La puerta no se salvó. Parece arrancada de los goznes.

Toda la zona está acordonada y oficiales uniformados mantienen a raya a los curiosos y reporteros, de los cuales reconozco algunos empleados de papá.

Siento sus miradas con pesar sobre mí, pero decido ignorarlos y camino a la cinta amarilla seguido de Gerard, que ya está junto a mí.

—Alto, no pueden pasar. 

—Buenas tardes oficial. Entiendo lo que dice, pero el detective Gates nos espera.

El joven policía frunce el ceño y confirma por radio lo dicho por el amigo de mi padre.

—Lo siento. Pueden pasar. 

No agradezco. Ya esas palabras no las siento sinceras al entrar a mi roto hogar. Y no lo digo por el estado de las paredes y muebles, sino porque aquí acabó mi vida en familia.

Mis recuerdos de una niñez y adolescencia llenas de amor, risas y felicidad. De sucesos dignos de películas hechas realidad de la mano de mis padres. Unos románticos que se dedicaban con devoción a su amor. 

La música muchas veces sonaba en la sala de estar, para dar ritmo a sus bailes, de los cuales yo huía cuando se ponían asquerosamente melosos.

Siendo que en el fondo, grababa en mí ese tipo de relación en mi futuro.

¿Futuro?

No tengo idea de qué será de mí a partir de ahora.

Dejo mi triste plática mental y me detengo cuando la mano de Gerard me frena con su palma en mi pecho.

Ni me di cuenta de que estoy en el umbral de la cocina y que el viejo soldado inglés estuvo hablando con un hombre de traje y placa. El detective Gates, presumo.

—No puedes ir más allá, Steve. Deja que trabajen.

—Quiero saber lo que ocurrió.

—Señor Sharpe —me volteo hacia la voz. Se siente raro que me digan señor Sharpe, cuando no proviene de un profesor—. Soy el detective Gates. Le doy mis condolencias. Conocí a su madre. A su padre también lo conozco. Ambos siempre fueron respetuosos en sus reportajes y si bien, se inmiscuían para tener su información, se aseguraban de no dar datos falsos y nos han ayudado en algunas oportunidades.

Asiento sin saber bien qué decir. Sólo una pregunta vuelve.

—¿Qué pasó?

—Hubo una explosión.

—Eso lo noto —digo con sarcasmo—. ¿Por qué explotó la cocina? No es como si mi madre pusiera a hacer preparados de C4 al horno.

—Steve —reprende Gerard.

—¡No! Quiero una puta respuesta. Mi madre murió y mi padre está en el hospital.

—Entiendo su frustración. Estamos desde hace horas investigando. Según los bomberos que trabajan asistiéndonos y los técnicos, hubo una fuga de gas y con una simple llama, todo detonó.

—¿Una fuga de gas? ¿No debió haberse olido?

—No sabemos lo que ocurrió previamente. Estamos investigando.

<<Una fuga de gas>>, repito.

No. No puede ser.

Lo veo dudar antes de lanzar la siguiente estupidez. 

—Su madre... ¿tenía algún motivo para quitarse la vida? 

—¿Qué? ¿Qué clase de pregunta es esa?

—Debo descartar todas las hipótesis posibles.

—Pues descarte esa. Mi madre era una mujer llena de vida. Mis padres se adoraban y no habría jamás un motivo para que hiciera un acto como ese. Arriesgando además la vida del hombre que amaba.

Estoy asqueado y me remuevo de su presencia.

Miro hacia la irreconocible cocina. 

Algo capta mi atención en el suelo del lugar ennegrecido. Parpadeo incrédulo ante lo que mi mente trata de compaginar.

—¿Qué es eso? —Señalo a los trozos que no dejo de ver como si fueran algún tipo de revelación.

Uno de los técnicos se acerca a una señal del detective y luego este responde.

—Al parecer, una taza.

—Dos tazas —refuto—. Una blanca con flores azules. Otra negra con líneas de colores.

—Las reconoce. ¿Por qué le importan? 

—La blanca era de mi madre. Alguien más estuvo aquí —mi corazón parece que va a salirse de mi pecho. Mis oídos pitan y mi sangre corre acelerada por mis venas—. ¡Alguien la asesinó! —Giro sobre mis talones desesperado, encontrando los rostro de todos los presentes en mí.

Me miran como si estuviera loco.

—Lo más probable es que fuera la taza de su padre.

—¡No! Es alguien más. Fue asesinada. ¡Mi madre fue asesinada y deben encontrar al culpable! ¡Encuentren al puto responsable! —grito desgarrando mi garganta—. Usted dijo que debe considerar todas las opciones —lo tomo de las solapas de su barato traje—. ¡Pues considere esa y haga su jodido trabajo!

—Señor Sharpe —su voz ya no es de condolencia. Es dura y amenazante. Quita mis manos de su ropa—. No hay indicios de que hubiera una persona desconocida aquí. Pero haré mi jodido trabajo y usted se irá de aquí para que pueda hacerlo. Oficial, llévese a estos dos hombres de mi escena.

—Sí señor.

—No hace falta. Puedo irme por mi cuenta.

Salgo enfurecido, escoltado por Gerard a quien había perdido de mi campo de visión por un momento, enfrascado en mi desacuerdo con el detective.

Afuera, el recuerdo de que somos parte del entretenimiento del momento me molesta más y me encamino encolerizado al coche.

De regreso, el calor es reemplazado por el frío y en mi mente se reproduce cada palabra.

Siento mi corazón destrozado. Me lo han hecho trizas. Lo han descompuesto por completo, volviéndolo inservible.

Inerte.


Como un ente, ahora soy yo el que sigue el rastro de Gerard de nuevo hacia la habitación de mi padre, anhelando como un niño encontrarme con un Richard Sharpe en sus sentidos.

Pero no es así.

La desazón vuelve a envolverme.

Después de no sé cuánto tiempo, hablo, escuchándome de forma monótona y sin emoción.

—Murió. Mamá murió —digo lo obvio, mirando hipnotizado el subir y bajar del pecho de papá.

—Lo sé, muchacho.

—Y papá podría morir en cualquier momento también. No sé qué hacer. O qué creer —niego con la cabeza ante mis propias palabras—. Sí sé qué creo. Alguien lo hizo. No fue un accidente. Y quiero matar al responsable. Quiero verlo morir —levanto mis ojos azules oscuros, como la noche, y los conecto con la gris mirada de mi compañero, que me observa sorprendido ante mi declaración—. Ayúdame.

—¿A qué, exactamente?

—A encontrar al culpable.

—¿Y luego?

—Ya veré.

Realmente, no tenía idea de qué haría, pero en mi interior se estaba desatando el Armagedón.

Dejaría al mundo en llamas, o sería yo el que se consumiría en su fuego.

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