3. Buen humor
3. Buen humor.
28 de abril 1998
Me despierto algo desorientado cuando los tenues rayos de sol se deslizan por entre las cortinas que no reconozco.
No reconozco nada, de hecho.
Poco a poco, mis neuronas hacen sinapsis y todo vuelve a mí.
Parpadeo un par de veces y paso mis manos por mi rostro entumecido, arrastrando los dedos hacia atrás para peinar mi melena desordenada.
Miro la hora en mi muñeca, que según mi Tissot, indica que todavía es temprano.
Giro a mi izquierda y el cuerpo desnudo volteado hacia abajo y cubierto por la sábana desde la cadera confirma lo que recuerdo.
Anoche follé con desenfreno con esta pelirroja de infarto que me interceptó al final de la competencia de natación en la que nuevamente vencí a mis rivales, con mis padres entre las gradas alentándome como en cada oportunidad.
Una vez recibí sus felicitaciones y les entregué mi trofeo y medallas, esta provocativa chica me convenció de evadir la fiesta de celebración para dedicarnos a un festejo más... privado, al que no me pude negar.
Especialmente cuando su lengua traviesa jugueteó en mi lóbulo y su mano atrevida se coló en mis pantalones, despertando de inmediato mi polla.
Sí, lo sé. Soy muy fácil.
Culpable.
Me levanto como mi madre me trajo al mundo, y sin pudor alguno —tampoco es como si hubiera audiencia—, me encamino al baño, agradeciendo que se encuentre en la habitación.
Tomo en el trayecto mi ropa e ingreso al cuarto de baño, donde descargo mi vejiga, lavo mis dientes usando mi dedo como cepillo y sonrío orgulloso cuando mis ojos se topan con la evidencia de la tremenda cabalgata nocturna.
Después de competir, todavía me quedaba mucha energía para descargar, como demuestran los cuatro condones repletos de mi semen anudados en el cesto de basura.
Sí que disfrutamos.
Tras una ducha veloz, salgo evitando despertar a la bella durmiente.
No creo que le importe. Después de todo, fuimos claros con nuestras intenciones de sólo tener un buen polvo.
O cuatro. Repito. Cuatro polvos.
Bajo las escaleras de la modesta casa de la chica universitaria, topándome con ruidos provenientes del pasillo que según recuerdo lleva a la cocina y se abre a la sala, encontrándome de frente con una agradable sorpresa que detiene sus movimientos al descubrirme.
Otra madrugadora.
La muchacha abre sus ojos por completo manteniendo la tostada a mitad de ser engullida en el aire.
Su gesto de sorpresa pasa a uno de coquetería cuando ladea su sonrisa y endereza su cuerpo, exaltando sus atributos delanteros.
—Oh là là! Vous êtes donc responsable de tant de cris hier soir. Quelle chance Erin d'avoir mangé ce bonbon [Así que eres el responsable de tantos gritos anoche. Qué suerte Erin de haber comido este dulce].
—¿Qué dijiste?
Sé que es francés, pero nunca me interesó aprenderlo.
Salvo para dar un candente y húmedo beso francés. Y hablo de la humedad en las bragas.
—Sólo mencioné lo suertuda que es mi compañera. En la lengua del amor —ronronea provocativamente.
Escaneo con descaro a la rubia que viste una camiseta de tirantes delgados ajustada a su voluptuoso cuerpo y cuyo escote me permite apreciar los montes de sus senos y unos pezones que atrevidamente hacen su aparición a través de la tela.
Me aproximo como el animal al acecho en que las hembras en celo me vuelven. ¡Porque vamos! La manera en la que me vio y cómo reaccionó su cuerpo no tienen nada de inocente.
La tomo de la nuca y estampo mi boca en la suya, que me recibe abierta ante la sorpresa, barriendo con fuerza sus labios.
Aprovechándome por completo de la situación, meto mi lengua con violencia, comiéndole la boca como si fuera una situación de vida o muerte. Saboreo la mermelada de frambuesa que tiñe su lengua sin dejar de dominarla.
Recorro cada rincón, adueñándome de su húmeda cavidad y de los pequeños gemidos que suelta y aspiro.
Cuando la falta de aire nos hace separarnos, sonrío con petulancia al contemplar el efecto de mi arrebato.
Tengo en mis manos a una mujer deshecha, con los ojos cerrados, los labios hinchados y la respiración agitada.
Sus tetas parecen más pesadas e imagino que sus pezones deben estar como rocas.
Aumento su tortura pellizcando uno —ante lo que gimotea con doloroso erotismo—, y enseguida cambio mi agarre al mismo generoso seno, que aprieto descaradamente.
Me gustaría comprobar el estado de su intimidad, pero me contengo.
—Wir brauchen keine Liebe, um unseren Körper zu genießen. Ich kann mit meiner Zunge viel mehr als nur reden. Und Sie würden es genießen wie nie zuvor [No necesitamos amor para disfrutar de nuestros cuerpos. Puedo hacer mucho más con mi lengua que sólo hablar. Y lo disfrutarías como nunca antes] —contraataco en mi perfecto alemán.
No es romántico. Es rudo.
Como la forma en la que me gusta embestir a mis amantes.
—¿Q-qué dijiste? —balbucea mientras parpadea tratando de salir de su nebulosa y mi ego crece un poco más.
Y mi miembro salta de emoción, creyendo que tendrá juguete nuevo.
—Que cuando quieran, le dices a tu compañera que las follaré a las dos tan salvajemente que no podrán caminar en una semana.
—Oh mon Dieu! [¡Oh mi Dios!]. ¿Quién eres?
Tomo una tostada y me dirijo hacia la puerta. Tengo que apurar el paso para ir a clases. Jamás he llegado tarde, y no lo haré hoy por un par de coños.
—Steve Sharpe, linda —guiño uno de mis ojos y muerdo el pan tostado antes de desaparecer de su vista y salir al sol primaveral.
***
Es una excelente mañana para iniciar una vez más las clases, a dos meses de finalizar por fin mi carrera.
O será mi buen humor que está por las nubes.
Me distraigo al escuchar un sonido de algo cayendo y unas carcajadas burlonas a lo lejos.
Al posar mis ojos en el punto de origen, comprendo la situación.
Tres idiotas —porque es obvio que lo son—, chocaron con un pobre muchacho cargado de libros del tamaño de enciclopedias, haciéndole tirar los textos al suelo, para luego seguir como los fanfarrones descerebrados que son.
Nada me quitará mi buen humor, así que llevo mis pasos hacia el desgraciado que está peleando con sus apuntes, la mochila y los benditos tomos.
Lo reconozco al llegar por haber compartido alguna asignatura y por ser uno de los estudiantes más inteligentes de la universidad.
No tanto como yo. Claro está.
—Hey David. Déjame que te eche una mano.
El aludido parpadea sorprendido varias veces, como si lo estuviera abordando un extraterrestre. ¿O es que acaso tengo algún chupón en mi cuello que delate lo que hice anoche?
Inconscientemente, toco la zona, pero no siento ninguna molestia. Tampoco me preocupa.
Le entrego un par de esos ladrillos, que perfectamente podrían matar a alguien si los usara como elementos de ataque. Leo que son sobre genética avanzada de algún científico japonés —por el nombre—, y de pensar en eso me da dolor de cabeza. Sí que es jodido lo que eligió estudiar.
Al ponernos de pie repaso al silencioso y rezongón chico, cuya cara parece de alguien estreñido.
Es atractivo y de rasgos varoniles. No se puede negar. Bastante alto, sobrepasando por poco el metro ochenta. Tez blanca y cabello negro corto. Usa lentes delante de sus ojos verdes. Su cuerpo es proporcionado pero muy delgado. Le falta masa muscular que lo haga lucir más seguro.
Viste con prolijidad de niño de mamá a sus veintidós años.
—Tal vez deberías tomar tus pesados libros y usarlos para hacer pesas. Así ganarías músculos y le darías una lección a esos imbéciles.
—No todo en la vida tiene que ver con el físico, Sharpe. O resolver las cosas con violencia —espeta en tanto usa un dedo para subirse los lentes al tope de su nariz y abraza sus libros contra su pecho.
—Lo tengo claro, Eastman —respondo algo molesto. Me siento atacado cuando sólo estoy intentando ser amable—. Por eso me aseguro de tener las mejores calificaciones además de los récords deportivos.
—No entiendo cómo tu enorme ego entra en tu camiseta. ¿No te aprieta?
—Todo en mí es enorme y aprieta en los lugares correctos —rio con sarcasmo ante su cara de desconcierto—. No te preocupes. No estoy tratando de ligar contigo. Me van las mujeres.
—Eres una mierda. No jodas y sigue tu camino. No hace falta que finjas ser un buen samaritano.
¿Pero qué carajo? ¿Qué mosca le picó a este?
—Sólo traté de ayudarte y tú sacaste las armas. Lo indicado en esta ocasión sería decir gracias. A lo mejor, no has aprendido buenos modales. —Aprieta su mandíbula y masculla un gracias casi inaudible—. No sé qué mierda de problema tienes conmigo.
Me está cabreando.
Escupe insultos de forma gratuita.
—No es contigo. Es con los de tu clase.
¿Qué mierda dijo? ¿Clase? ¿Qué clase?
Mi cara debe de haber expresado mis pensamientos, porque me responde de inmediato.
—Sí. Tú y Chadburn creen que son los dueños de todo y que deben ser venerados por los demás.
—Me importa un carajo lo que hagan o dejen de hacer los demás. Sólo pienso en ser el mejor en todo lo que haga por mí. Tal vez tú deberías hacer lo mismo en lugar de gastar energía en criticar a otros sin saber una mierda.
—¿Qué? ¿Tu vida no es una jodida maravilla?
—Posiblemente. Pero me rompo el culo para eso. No me viene de regalo.
—Eso dices tú.
—Eso es lo que es —siseo tomando todo de mí para no perder el control. Suspiro antes de proseguir y esbozo una sonrisa buscando provocar con ella al jodido resentido que tengo enfrente—. Un consejo. No dejes que la envidia te consuma, sin conocer el esfuerzo detrás de los logros ajenos. Céntrate más en ti y deja de lado a los demás. Eso es lo que me funciona. ¡Ah! Y diviértete un poco, que pareces un amargado. ¡La vida es una sola! —Le palmeo el hombro, que enseguida trata de alejar ante mi contacto y me marcho.
Definitivamente, no dejaré que nada me amargue mi mañana.
Como si el instinto de madre leona hubiera hecho acto de presencia, recibo una llamada a mi móvil de Audrey Rose Callen Sharpe.
Alias, mamá.
—Buen día para la mujer más bella del mundo.
—Ah, pero qué buen humor tiene mi hijo favorito.
—JA JA. Seguro le dices lo mismo a los demás. No te preocupes, yo también le digo lo mismo a mis otras madres.
—Pobre de ti. Sólo aceptaré que le digas a otra mujer que es la más bella cuando te cases con la merecedora de mi pequeño niño. Claro que tendré que aprobarla después de una exhaustiva entrevista.
—No te pongas pesada, mamá —rio. No imagino que alguien pueda superar los altos estándares de esta mujer. Pobre la que vaya a ser mi esposa. Deberá ser de otro mundo. O una mujer diseñada para ser perfecta—. Es por eso que no pienso presentarte a nadie nunca. No permitiré que saques tu lado de periodista investigadora. Las ahuyentarías.
—Pues a alguien tendrás que traer. Quiero tener nietos antes de ser demasiado vieja para cargarlos y consentirlos.
—No presiones —me detengo ante el acceso al edificio donde iniciaré la primera cátedra—. Mamá, te dejo que debo entrar a clases.
—Muy bien querido. Ten un hermoso día. Te amo.
—También te amo, mamá —ruedo los ojos, aunque no pueda verme.
Nunca me permitiría terminar la comunicación sin darle esas palabras finales.
Tampoco me molesta, pues me recuerdan lo afortunado que soy.
***
Seis infernales horas.
Trescientos sesenta interminables minutos.
Veintiún mil seiscientos eternos segundos.
Pero al fin libertad.
Salgo del salón de clases tras la última asignatura y rebusco entre mis cosas el móvil Nokia 6160 que mantuve apagado.
Cuando lo tengo encendido en mis manos, siento un extraño y premonitorio escalofrío a lo largo de mi columna vertebral.
Treinta y cinco llamadas perdidas de dos números que reconozco a la perfección y uno desconocido.
Y ninguno pertenece a mis padres.
¿Qué mierda ocurrió?
La helada sensación que atenaza mi pecho se incrementa cuando, con el aparato en mi oído pretendo devolver la llamada a una de esas personas, cuando la susodicha es captada por mis ojos en la acera, junto a uno de los vehículos pertenecientes a Sharpe Media.
—Beatrice —susurro para mí. Siento un nudo apretarse en mi estómago y miles de imágenes trágicas atosigan mi mente cuando mis piernas comienzan a correr hacia la delgada figura de la asistente de mi padre—. Beatrice —repito cuando la tengo a un metro de mí. Su semblante siempre sonriente está lúgubre—. ¿Q-qué haces aquí? —Casi no puedo hablar del nudo en mi garganta—. ¿Qué le pasó a mis padres?
Porque no tenía dudas, algo les había ocurrido.
—Steve, querido —parecía que ella misma iba a echarse a llorar—. Debes ir al hospital. —El chofer, que ni siquiera había notado, nos abre la puerta trasera y como autómata, ingreso, manteniendo mis ojos en la mujer madura que se suma a mí, tan impolutamente vestida como cada día. Sólo sus ojos hinchados y enrojecidos rompen con su aura perfecta—. Hubo... hubo un accidente en la casa de tus padres. Una explosión al parecer. La policía trató de contactarse contigo. —De ahí el número desconocido—. Tu padre está gravemente herido.
No.
No. No. No. No...
Es imposible.
No mi padre.
No podía pensar.
No podía respirar.
No podía... vivir.
—¿Por qué no me avisaron antes? ¡¿Por qué esperaron seis horas para decírmelo?!
No puedo evitar elevar mi voz, aun a sabiendas que no es su culpa.
Agacha la cabeza y veo sus manos apretarse sobre su regazo.
—No... no había nada que hacer. Tu padre estaba en el quirófano. No hubiera cambiado nada y sólo hubieras estado angustiado esperando.
No me convence, pero lo acepto a regañadientes.
—¿Y mi madre? —pregunto en un hilo de voz mirando por la ventanilla cuando ya llevamos varios minutos de silencio en el que traté de calmarme, de camino al hospital, al darme cuenta de que Beatrice no la mencionó.
Espero que eso signifique que no le pasó nada y que se encuentra esperando por mí.
Volteo hacia Beatrice y su rostro destrozado me rompe el corazón.
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N/A:
Hasta aquí, un Steve totalmente desconocido, jajaja... no siempre fue un témpano.
Se embriagaba, reía, tenía amigos y besaba en la boca... BESABA.EN.LA.BOCA.
Y también la usaba para otras cosas.. ;))
Como dato curioso, les dejo una imagen del Nokia 6160 que se usaba en 1998.
Nostalgia...
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